Por regla general aborrezco las novelas donde el autor, saltando de una cosa a otra, deja a cargo del lector averiguar lo que ha sucedido en el intermedio. Me refiero a esa clase de relatos donde el capítulo diez concluye con el protagonista encerrado en una mazmorra subterránea y el once principia con el mismo protagonista convertido en el alma y la sal de una alegre reunión en la Embajada de España. Y hablando en rigor entiendo que, con arreglo a esa norma, yo debía describir todos los incidentes que me condujeron de nuevo a la salvación y la libertad, si es que entienden ustedes lo que quiero decir.
Pero ello resulta innecesario cuando es un táctico como Jeeves quien se encarga de la ejecución y detalles de una empresa. Describirlos sería perder el tiempo. Si Jeeves se propone llevar a un ciudadano del punto A al punto B, como, por ejemplo, del camarote de un yate a una casa de la costa, lo hace. Sin tropiezos. Sin dificultades. Sin inquietudes. Sin dramatismos. Nada hay que contar. Basta que uno eche mano a la primera caja de betún que encuentre, se ennegrezca la cara, atraviese la cubierta, salte por la borda, se despida amablemente de los miembros de la tripulación que le miran partir y se acomode en un bote, para que, a los diez minutos, se encuentre en su lugar de destino, aspirando el frío aire de la noche en tierra firme. Sin duda, lo más sencillo del globo.
Mencioné esto a Jeeves mientras amarrábamos el bote al embarcadero y me contestó que yo era extremadamente amable al afirmarlo así.
—Nada de eso, Jeeves —insistí—. Ha sido una faena excelente, que le honra.
—Gracias, señor.
—Gracias a usted, Jeeves. Y ahora, ¿qué hacemos?
Nos alejábamos del embarcadero, siguiendo la carretera que pasaba ante mi jardín. Todo estaba sereno. Titilaban las estrellas. Nos hallábamos solos con la naturaleza. No había vestigios del sargento Voules ni del guardia Dobson. Bien podía decirse que Chuffnell Regis dormía. Y, sin embargo, como averigüé mirando mi reloj, sólo pasaban unos minutos de las nueve. Ello me sorprendió. Dadas las emociones atravesadas, parecíame que la noche estaba avanzadísima y no me hubiese extrañado que ya se aproximara el amanecer.
—¿Y ahora qué hacemos, Jeeves? —repetí. Noté una suave sonrisa en su faz. Me sentí molesto. Debía, desde luego, agradecimiento a aquel hombre que me había salvado de un destino peor que la muerte; pero uno debe reprimir esa clase de expresiones. Le miré del modo más grave que yo sé.
—¿Qué es lo que le hace gracia, Jeeves?
—Perdón, señor. No trato de burlarme, pero realmente su aspecto me produce cierta agradable impresión. Resulta usted original, señor.
—Casi todo el mundo lo resultaría si tuviera el rostro embadurnado de betún, Jeeves.
—Sí, señor.
—La misma Greta Garbo, por decir alguien.
—Sí, señor.
—O Dean Inge.
—Muy cierto, señor.
—Prescinda, pues, de comentarios personales y responda a mi pregunta.
—Lamento haberla olvidado, señor.
—Le preguntaba: ¿y ahora qué hacemos?
—¿Se refiere usted al próximo paso que debe adoptar, señor?
—Sí.
—Yo le aconsejaría entrar en su casa y limpiarse la cara y las manos.
—Muy acertado. Precisamente lo que yo pensaba hacer.
—Y después, señor, si yo fuera usted, tomaría el primer tren para Londres.
—Acertado también.
—Tras lo cual, señor, yo le aconsejaría una visita a algún lugar del continente, como París o Berlín, o tal vez la misma Italia.
—¿Y por qué no la radiante España?
—Sí, señor. Tal vez España.
—¿O Egipto?
—El clima de Egipto en esta estación del año quizá sea algo ardoroso, señor.
—No la mitad de ardoroso que Inglaterra si papá Stoker restablece su comunicación conmigo.
—Muy cierto, señor.
—¡Vaya una persona el tal Stoker, Jeeves! ¡Qué ciudadano tan rudo! Ese hombre debe mascar cristales y llevar un clavo en el cuello en vez de botón.
—La personalidad del señor Stoker es decididamente vigorosa, señor.
—¡Válgame Dios, Jeeves! Casi añoro los tiempos en que Glossop me parecía un devorahombres. Y hasta echo de menos a mi tía Ágata. Todos ellos palidecen en comparación de Stoker. Palidecen en verdad. Lo cual nos lleva de nuevo a examinar nuestra situación. ¿Piensa usted volver al yate y continuar tratando con ese avechucho?
—No, señor. Presumo que el señor Stoker no me recibiría cordialmente. Un caballero tan inteligente como él presumirá, sin duda, que he tomado parte en la evasión de usted. Voy a volver al servicio de Su Señoría.
Chuffy se alegrará mucho de recuperarle.
—Es usted muy amable, señor.
—No, Jeeves. Todos dirían igual.
—Le repito las gracias, señor.
—¿Así que se larga al palacio?
—Sí, señor.
—Pues le deseo de todo corazón que descanse. Ya le mandaré dos líneas diciéndole dónde estoy y lo que hago.
—Gracias, señor.
—Gracias a usted, Jeeves. Y dentro del sobre de mi carta irá un pequeño testimonio de mi aprecio.
—Es usted muy generoso, señor.
—¿Generoso, Jeeves? ¿No comprende que, sin duda, yo estaría encerrado ahora en ese odioso yate? ¿Se hace cargo de mis sentimientos?
—Sí, señor.
—A propósito: ¿a qué hora hay tren para Londres?
—A las 10,21. Tiene usted tiempo bastante para alcanzarlo, señor. Sólo que no creo que sea un expreso.
Agité la mano.
—Con tal de que se mueva, Jeeves, me basta. Buenas noches, pues.
—Buenas noches, señor.
Con animoso corazón, entré en mi casa. Y el hecho de descubrir que Brinkley no había retornado aún, no disminuyó mi contento. En concepto de patrón, podía mirar con cierto desagrado el hecho de que, habiendo dado permiso a mi sirviente para salir un rato, él se tomase una noche y un día, pero como ciudadano particular con la cara embadurnada de betún, la ausencia de Brinkley me complacía extremadamente. En tales ocasiones la soledad es fundamental, como diría Jeeves.
Subí a mi dormitorio con toda la rapidez posible, y, tomando el jarro del agua, llené el lavabo, ya que en las casas rústicas de Chuffy no hay cuarto de baño. Luego inmergí el rostro en el líquido y me di una fuerte jabonadura. Imagínese mi abatimiento y disgusto cuando, dirigiéndome al espejo, descubrí que seguía tan negro como antes. Apenas había raspado la superficie de mi capa de betún.
Hay momentos en que un fulano cualquiera necesita pensar un poco, y tal momento habíase presentado. Recordé, así, que en crisis de tal estilo se requiere usar manteca. Y me disponía a bajar a buscarla cuando percibí un ruido repentino.
Ahora bien: un hombre en mi posición —es decir, en el caso de un ciervo acosado—, ha de dedicar considerables reflexiones a propósito de cuál ha de ser su primera medida cuando oye un ruido cercano. Era muy posible que se tratase de J. Washburn Stoker, puesto ya sobre la pista, porque no cabía duda de que, una vez descubierta mi desaparición del camarote, debía buscarme en la casa. De modo que mi actitud al dejar mi alcoba no se asemejaba a la del león abandonando su guarida, sino más bien a la de un, desconfiado caracol asomando la cabeza fuera de su concha durante una tormenta. Me limité a asomarme al umbral y escuchar.
Por cierto que no faltaban cosas que oír. Quienquiera que fuese el autor del barullo, se hallaba evidentemente en la sala y parecía mantener descomunal combate con todos los muebles. Y creo que fue la reflexión de que un hombre práctico como Stoker no habría de perder el tiempo entreteniéndose con los muebles cuando iba en pos mío, la que me impulsó al extremo de salir de puntillas a la escalera y mirar por encima de la balaustrada.
Lo que he descrito como sala era más bien una especie de vestíbulo bastante liberalmente amueblado para su reducido tamaño, ya que contenía una mesa, un reloj de edad provecta, un sofá, dos sillas y de una a tres urnas de cristal conteniendo pájaros disecados. Desde mi observatorio, podía abarcar de una ojeada todo el lugar. A la luz de una lámpara de aceite que ardía sobre la chimenea, pude observar que el sofá se hallaba volcado, las dos sillas habían sido arrojadas por la ventana, las urnas de las aves estaban rotas y, en aquel preciso momento, una sombra forcejeaba en un ángulo con el reloj. Era difícil decir con certidumbre cuál de los dos combatientes llevaba la mejor parte. De haberme sentido con ánimo deportivo, creo que hubiese apostado por el reloj. Pero no me sentía con semejante ánimo. Un repentino movimiento de los combatientes me acababa de revelar la faz de la sombra, y con considerable emoción pude advertir que se trataba de Brinkley. Como una oveja volviendo al redil, el maldito Brinkley tornaba a casa con un retraso de veinticuatro horas, y palmariamente beodo como una cuba.
El amo de casa despertó en mí. Olvidando lo imprudente que era que me viese nadie, sólo recordé que aquel fiero partidario del plan quinquenal estaba despedazando todo el ajuar de la morada de Wooster.
—¡Brinkley! —grité.
Debió pensar al principio que aquélla era la voz del reloj, porque se lanzó al asalto de éste con renovada energía. Luego, súbitamente, reparó en mí e interrumpió su pugna. La caja del reloj, tras vacilar unos instantes, recuperó la perpendicularidad, dando un golpe, emitió trece campanadas y recayó en silencio.
—¡Brinkley! —repetí.
Y ya iba a agregar: «¡Maldita sea!», cuando en los ojos del sirviente apareció un relámpago, ese relámpago propio del hombre que de repente lo comprende todo. Permaneció un momento irresoluto y luego lanzó un grito:
—¡El diablo!
Y, empuñando un trinchante que yacía sobre la chimenea —como con la idea de ¿quién sabe cuándo una cosa así puede ser útil?— comenzó a subir la escalera.
Si yo llegase a tener nietos —lo que en aquel momento parecía asaz remoto— y trepasen a mis rodillas pidiéndome un cuento, les relataría el de cómo gané mi dormitorio sólo a una cabeza de distancia del trinchante. Y si, como resultado, pasaran una noche inquieta y despertasen gritando, tendrían una idea de cuáles fueron las emociones de su anciano pariente en aquella coyuntura. Y decir que Bertram, luego de cerrar la puerta, echar el cerrojo, apoyar una silla contra el batiente y la cama contra la silla, se sintió tranquilizado, sería hacer una aserción absurda. Sólo puedo sugerir mi actitud de aquellos instantes diciendo que si Stoker hubiese sobrevenido de pronto, yo lo habría acogido como a un hermano.
Brinkley, por el agujero de la cerradura, me pedía que saliese, a fin de cerciorarse de cuál era el color de mis órganos internos, y por Dios que lo que puso el toque final a mi desasosiego fue escuchar el acento respetuoso con que hablaba. Seguía llamándome «señor», lo que juzgué infernalmente idiota. Quiero decir que si uno está exhortando a un sujeto a que salga, con el objeto de descuartizarle con un trinchante, es ilógico agregar un «señor» tras cada dos o tres palabras. Son dos cosas que no concuerdan. En este punto me pareció que la primera medida aconsejable era disipar el equívoco que oscurecía su mente.
Apliqué los labios a la madera.
—No se preocupe, Brinkley. Estoy bien.
—Estará mejor, señor, si sale usted —dijo cortésmente.
—No soy el diablo.
—Sí lo es, señor.
—Le digo que no lo soy.
—Sí lo es, señor.
—Soy Wooster.
Exhaló un grito penetrante.
—¡El diablo tiene ahí dentro al señor Wooster!
Una expresión tan al antiguo estilo no es corriente oírla ahora todos los días y, por tanto, deduje que la última sentencia se dirigía a una tercera persona. Y de cierto que yo daba en el clavo, porque a la sazón una voz amigdalítica interrogó:
—¿Qué pasa aquí?
Era mi siempre insomne vecino el sargento Voules.
Mi primer sentimiento al advertir que la Ley se interponía entre nosotros, fue de magno alivio. En aquel sujeto había muchas cosas que no me gustaban —su costumbre de meter las narices en garajes y cobertizos, por ejemplo—, pero no cabía negar que era un tipo útil en una situación como aquélla. Porque frenar los arrestos de un criado loco no es labor al alcance de cualquiera. Se necesita cierta personalidad, cierta presencia. Y aquel activo celador del orden poseía ambos elementos en toda plenitud. Ya me disponía, pues, a estimularle con adecuados sonidos a través de la puerta, cuando una voz interior me dijo que me valdría más reprimirme.
Porque, ¿saben?, lo malo en esos vigilantes sargentos de policía es su mala costumbre de andar con preguntas. Viendo a Bertram Wooster embadurnado de betún, no era fácil que Voules diese el asunto por zanjado con un encogimiento de hombros y un indiferente «buenas noches». No: me interrogaría impresionado, me pediría que le acompañase al puesto de policía y avisaría a Chuffy para que éste indicase cuál era la medida procedente. Se llamarían médicos y se me aplicarían compresas heladas. Con el resultado de que me vería confinado en la vecindad, dando tiempo a que Stoker descubriese mi camarote vacío y el lecho intacto, y, pasando a tierra, me apresara y me llevara de nuevo al yate.
Así, pensándolo mejor, no dije nada, limitándome a respirar por la nariz, para contener mis jadeos.
Al otro lado de la puerta tenía lugar un grave diálogo, y les doy mi palabra de que, de no ser por los hechos anteriores, podía jurarse que el extraordinario pajarraco de Brinkley estaba tan despejado como una colegiala. Su embriaguez, una de las más formidables de la historia, no hacía sino poner en su habla un toque de fría precisión y hacerle articular las palabras con una nitidez cristalina, casi comparable a la de una campanilla de plata.
—El diablo está ahí dentro, asesinando al señor Wooster —dijo.
Y nunca, no siendo en locutores de radio, oí expresión más bellamente modulada.
Presumo que ustedes considerarían sensacional tal aserción, pero no pareció impresionar en exceso al sargento Voules. El sargento era uno de esos hombres que gustan de estudiar las cosas por su debido orden e irlas discriminando una a una, y de momento pareció interesado exclusivamente en el trinchante.
—¿Qué hacía usted con ese cuchillo? —preguntó.
Nada podía igualar en cortesía y deferencia a la contestación de Brinkley.
—Lo cogí para atacar al diablo, señor.
—¿Qué diablo? —preguntó Voules, pasando al segundo punto.
—Un diablo negro.
—¿Negro?
—Sí, señor. Está en este cuarto, asesinando al señor Wooster.
Ahora que ya había precisado las cosas, Voules pareció interesarse.
—¿En este cuarto?
—Sí, señor.
—¿Asesinando al señor Wooster?
—Sí, señor.
—Una cosa así no puede tolerarse —declaró Voules severamente, añadiendo un restallido de la lengua.
Sonó en la puerta un golpe autoritario.
—¡Eh!
Guardé un prudente silencio.
—Con permiso, señor —oí decir a Brinkley.
El retumbar de sus pies en la escalera me hizo presumir que bajaba, acaso para sostener otro asalto con el reloj.
Un nuevo repique de nudillos conmovió la puerta.
—¡Eh, los de dentro!
No hice comentario alguno.
—¿Está usted ahí, señor Wooster?
Yo empezaba a sentir la impresión de que aquella plática era demasiado unilateral, pero no veía remedio posible. Me acerqué a la ventana y miré al exterior, más por entretener el tiempo que por otra cosa, y fue entonces —y sólo entonces, lo aseguro a ustedes— cuando comprendí que existía una forma de librarse de aquella desagradable escena. No había gran distancia hasta el suelo, y con una sensación de esperanza comencé a formar nudos en una sábana, con el propósito de darme a la fuga.
Entonces retumbó la voz de Voules:
—¡Eh!
Abajo contestó la voz de Brinkley:
—¿Señor?
—¿No ve lo que va a hacer con esa lámpara?
—Sí, señor.
—¡La va a volcar!
—Sí, señor.
—¡Va usted a prender fuego a la casa!
—Sí, señor.
Entonces sonó un romper de cristales y el sargento bajó corriendo la escalera. Siguió a esto un estrépito que juzgué delator de que Brinkley, terminada su faena, huía cerrando la puerta exterior con un violento golpe. Y hubo luego un portazo más, como si el sargento a su vez ganase el campo abierto. Luego se futró por el ojo de la cerradura una voluta de humo.
No creo que haya combustible mucho mejor que esas viejas casas rurales. Aplique usted a ellas una cerilla, o vuelque en el vestíbulo una lámpara de aceite, como también puede ser el caso, y es cosa hecha. No había transcurrido medio minuto cuando halagó mis oídos un grato crepitar y en un rincón de la alcoba sobrevino una alegre llamarada.
Aquello era suficiente para Bertram. Un momento antes, había estado haciendo nudos en una sábana y preparando, con tiempo, lo que pudiera llamarse una fuga de lujo. Pero ahora apresuré las cosas notablemente. En mi interior surgía una cierta inclinación a creer inoportunas determinadas comodidades.
Recuerdo haber leído en un periódico uno de esos interesantes problemas de «¿Qué salvaría usted primero si se encontrase en una casa incendiada?». Y, si recuerdo bien, entre los objetos a salvar figuraba un niño de pecho. Y un cuadro de mérito, y una tía enferma y en cama. Entiendo que tales posibilidades de elección son vastas y merecen fruncir el entrecejo y consagrarse a un detenido estudio del caso.
En la ocasión presente no titubeé. Ante todo, procuré salvar mi banjo. Imagínese mi abatimiento al recordar que lo había dejado en la sala.
Pero no me sentí dispuesto a bajar a la sala ni aun por aquel querido instrumento. Ya era bastante incierto si lograra librarme de verme asado como un pollito, porque la alegre llama del rincón había progresado no poco. Con un suspiro de pena, me apresuré hacia la ventana y un momento después caía sobre la hierba con la suavidad del dulce rocío.
¿O de la dulce lluvia? ¡Siempre me olvido de todo!
Jeeves debía saberlo.
Aterricé sin gran violencia y silentemente me deslicé a lo largo del seto que separaba mi jardincillo posterior del de Voules. Luego continué andando hasta llegar a una pequeña arboleda situada como a media milla del centro de aquellos animados asuntos. En el cielo se reflejaba un ancho resplandor, y se oía el estrépito producido por bomberos locales corriendo al cumplimiento de su deber.
Me senté en un árbol caído y dediqué un espacio de tiempo a examinar la situación.
¿Era Robinsón Crusoe o quién diablos era el que, cuando las cosas se ponían un poco problemáticas, solía abrir una especie de cuenta de Debe y Haber, para cerciorarse de que en aquel momento concreto se hallaba con ventaja o retroceso respecto a la situación? En todo caso, alguien lo hacía así, y yo siempre había juzgado semejante idea como sensata.
Tal efectué entonces. Mentalmente, por supuesto, y sin dejar de tener el ojo avizor en previsión de la llegada de posibles perseguidores.
La cuenta venía a resultar como sigue:
DEBE:
HABER:
—Ea, aquí estoy, ¿no?
—Sí, pero tu endiablada casa está ardiendo.
—No es mía. Es de Chuffy.
—Ya, pero todos tus efectos están en ella…
—No hay nada de valor.
—¿Y el banjo?
—¡Dios mío! Es verdad.
—¿No te parece que eso merece ser pensado con detenimiento?
—No me atosigues más con eso.
—No te atosigo. Me limito a decirte que tu banjo se ha reducido a un montón de cenizas.
—Pero me hubiera parecido bastante más incómodo que el montón de cenizas fuera yo mismo.
—Me parece un razonamiento sin sustancia.
—En todo caso me he librado del viejo Stoker.
—¿Qué sabes tú?
—Hasta ahora no me ha cogido.
—Pero puede cogerte.
—Tengo tiempo de tomar el tren de las 10,21.
—Mi pobre burro, no puedes tomar un tren llevando la cara embetunada.
—La manteca quita el betún.
—Sí, pero tú no tienes manteca.
—Puedo comprarla.
—¿Cómo? ¿Tienes dinero?
—No.
—¡Ah!
—¿Acaso no puede haber quien me dé manteca?
—¿Quién?
—¿Quién va a ser? ¡Jeeves! Me basta ir a casa de Chuffy y explicar todo el caso a Jeeves y decirle que me ayude, y me encontraré sano y salvo, sin preocupación alguna. Jeeves sabrá poner la mano encima de océanos de manteca. ¿Ves? Es sencillísimo siempre que se medite maduramente y no se pierda la cabeza.
Y por Júpiter que en contra de tal idea no apareció un solo vestigio del Debe. Traté de encontrarlo, pero en cinco minutos de reflexión descubrí que había batido al Debe del todo. El Debe estaba fuera de la liza. No tenía nada que alegar.
Díjeme, claro, que podía haber pensado en aquella decisión desde el principio. Todo era condenadamente obvio, mirándolo bien. A la sazón, Jeeves debía hallarse ya de vuelta en casa de Chuffy. Me bastaba ponerme en contacto con él para que me proporcionara libras de manteca servidas en una bandeja señorial. Y no sólo esto, sino que me prestaría lo necesario para el billete y hasta para comprar unos chocolatines en la estación. La cosa se hallaba resuelta.
Álceme del tronco, y me puse en marcha. En el curso de mi carrera por salvar la vida había perdido el aliento un tanto, pero, aun así, gané pronto la carretera y cosa de un cuarto de hora más tarde llamaba a la puerta de servicio del palacio de Chuffy.
Me abrió una mujer menuda, a la que diputé por fregona. La mujer, mirándome, abrió inmensamente la boca, con una especie de atónito horror, y luego, exhalando un terrible chillido, huyó batiendo el suelo con las chancletas. Y no estoy muy seguro de que no arrojase también espumarajos por la boca.