XII

No puedo decir que me satisfaciera el aspecto de las cosas. Además de estar completamente confuso y no poder discernir bien el enfoque de la situación, me sentí un tanto inquieto. ¿Han leído ustedes un libro que se titula Los siete enmascarados? Pues es una de esas novelas que le ponen a uno la carne de gallina, y allí aparece un personaje, Drexdale Yeats, policía privado, que hallándose buscando huellas en una bodega, una noche, cuando apenas ha encontrado un par de ellas, ¡paf!, oye cerrarse la trampa con un ruido metálico y moverse, encima, a un malvado sujeto. Por un momento, el corazón de Yeats se paralizó, y el mío a la sazón también. Salvo el movimiento sobre la trampa (que bien podía Stoker estar ejecutando en otra parte sin que yo le oyese), parecíame que mi caso se asemejaba al de Yeats como una gota de agua a otra gota. Cual el buen Drexdale, yo sentía la inminencia de un lúgubre peligro.

Claro que si la situación se hubiese planteado en una casa de campo, y la mano que echó la llave al camarote fuese la de un compinche mío, todo estaría claro y diáfano. Yo sería entonces víctima de una broma pesada. Mi círculo de amistades pulula de sujetos que consideran infernalmente divertido encerrarle a uno con llave en una habitación. Pero en aquel caso concreto no me parecía que ello explicase las cosas. El viejo Stoker no tenía nada de bromista. Pensárase de él lo que se pensase, no cabía juzgarle amigo de chanzas. Si papá Stoker secuestraba a sus invitados, ello había de obedecer a un propósito siniestro. No es de extrañar, pues, que, mientras Bertram se sentaba al borde de una cama, fumando un cigarro, se sintiera inquieto. El recuerdo de Jorge, primo segundo de Stoker, se perfiló en mi mente. Estaba chiflado, sin duda. ¿Y quién me garantizaba que la chifladura no fuese una enfermedad de familia? Quiero decir que no mediaba un paso entre Stoker encerrando a sus invitados en un camarote y un Stoker apareciendo, fiera la faz y encendidos los ojos, para causar algún desaguisado al prójimo con el cuchillo de cortar la carne.

Por tanto, cuando la puerta se abrió, con un chirrido, y mi anfitrión apareció en el umbral, confieso que me hallaba preparado para lo peor.

No obstante, el talante de Stoker era bastante tranquilizador. Tenía la faz congestionada, sí, pero no era un diablo en forma humana y demás cosas inherentes. Sus ojos brillaban con serenidad y no echaba espuma por la boca. Además seguía fumando su cigarro, lo que me pareció prometedor. No he solido tratar a locos poseídos de la manía homicida, pero presumo que su primer impulso antes de despachar a una persona debe ser tirar el cigarro.

—¿Qué, señor Wooster?

Nunca he sabido a punto fijo qué contestar cuando un ciudadano me interpela: «¿Qué?», y entonces no lo supe tampoco.

—Perdóneme por haberle abandonado tan bruscamente —siguió Stoker—, pero tenía que dar órdenes de que empezase el concierto.

—Espero ese concierto con interés —dije.

—Es lástima —repuso—, porque no va a asistir a él. Me miró, reflexionando.

—En mis tiempos, cuando era joven, le hubiese roto a usted el cráneo, ¿comprende?

No me gustó el sesgo que tomaba la plática. Al fin y al cabo, un hombre es tan joven como se siente, ¿y quién me garantizaba que Stoker no podía sentirse arrebatado por una de esas…? ¿Cómo se llaman? ¿Ilusiones de juventud? Yo había tenido un tío de setenta y seis años que, bajo el influjo del oporto añejo, solía dedicarse a trepar a los árboles.

—Escuche —dije cortésmente, pero con cierto apremio—, comprendo que voy a excederme un poco, pero ¿puede explicarme qué significa esto?

—¿No lo sabe?

—Que me cuelguen si lo sé.

—¿No lo adivina?

—Que me condenen si lo sé.

—Entonces me hubiese valido más explicárselo desde el principio. ¿Recuerda mi visita de anoche?

Repuse que no la había olvidado.

—Yo creía que mi hija estaba en casa de usted. Y la busqué sin encontrarla.

Agité, magnánimo, una mano.

—Todos cometemos errores.

Asintió.

—Sí. Y por eso me marché. ¿Y sabe lo que me sucedió al llegar a la puerta de su jardín, señor Wooster? Que el sargento de la policía local me dio el alto. Parecía estar lleno de sospechas.

Hice un ademán de simpatía con el cigarro.

—Hay que tomar alguna medida con ese Voules. ¡Es una verdadera peste! Supongo que le hablarla usted con acritud.

—No. Pensé que estaba cumpliendo su deber. Le dije quién era yo y dónde habitaba, y cuando supo que procedía del yate me pidió que le acompañase al puesto de policía.

—¡Cómo! ¿Le detuvo?

—No. Quería solamente que identificase a cierta persona que se hallaba vigilada en dicho lugar.

—Una torpeza, de todos modos. ¿Qué diablo tenía que ver usted con una cosa así? ¿Por qué infiernos tenía que identificar a nadie? Una persona extraña a la región… ¡Qué cosa tan rara!

—En este caso, muy sencilla. La persona detenida era mi hija Paulina.

—¡Cómo!

—Sí, señor Wooster. Parece que ese Voules, anoche, estaba en la parte posterior del jardín de usted (que es contiguo al del sargento) y vio salir una figura por una de las ventanas. Corrió al jardín y apresó a tal persona, la cual era mi hija. Iba con traje de baño y con un abrigo propiedad de usted. Como ve, no me engañó, señor Wooster, al decirme que mi hija habría ido a tomar un baño.

Quitó la ceniza de su cigarro. No me pareció necesario imitarle.

—Paulina estuvo con usted hasta momentos antes de mi llegada. Acaso comprenda ahora, señor Wooster, por qué le he dicho que, de haber sido más joven, le habría roto el cráneo.

No encontré gran cosa que decir. A veces pasa eso.

—Ahora soy más sensato —continuó— y prefiero procedimientos más suaves. Pienso que Bertram Wooster no es el yerno ideal que yo hubiese elegido, pero la cosa no tiene remedio. Además, no es usted el definitivo idiota que yo creía. Celebro decírselo. He sabido recientemente que las historias que me impulsaron en Nueva York a hacer que mi hija rompiese su compromiso con usted, eran falsas. Por tanto, pongámonos en la idea de que las cosas están como hace tres meses y demos por no escrita la carta de mi hija.

Uno no puede caer sentado cuando ya lo está al borde de una cama. De no ser por eso, yo hubiese, en efecto, caído sentado. Experimentaba la impresión de que una mano escondida acababa de asestarme un directo en el plexo solar.

—¿Quiere usted decir…?

Me miró con unos ojos terribles, a la vez helados y llameantes, si se hacen ustedes cargo de lo que quiero decir. Si aquéllos eran esos «Ojos del Jefe» tan mencionados en los anuncios de la Prensa americana, que me maten si veo por qué un joven empleadillo ha de sentirse anheloso de que reparen en él. Tan seguro me sentí de la absurdidad de ese anhelo que, reflexionando en él, perdí la ilación de las palabras.

—Presumo —continuó Stoker— que desea usted casarse con mi hija…

Yo… Quiero decir, ¡maldita sea…! Bien; el caso es que, ¿qué va uno a contestar a una pregunta así? Me limité a articular esta sentencia:

—¡Ah! ¡Oh!

—No tengo la entera certidumbre de comprender su «¡Ah, oh!» —dijo él.

¿Se dan ustedes cuenta? Aquel hombre sólo gozaba desde hacía veinticuatro horas del trato de Jeeves y ya hablaba como él, salvo que Jeeves hubiera dicho «absoluta» y no «entera», e intercalado en sus palabras un «señor» o dos. Así son las cosas. Recuerdo que una vez tuve en mi piso al joven Catsmeat Potter-Pirbright, y que al segundo día ya salió habiéndome de la posibilidad de sondear las latentes capacidades de no sé quién. Y Catsmeat es un individuo que siempre se juzga víctima de una broma cuando alguien le dice que en el vocabulario existen palabras de más de una sílaba. Así son las cosas, sí. Y eso demuestra…

Pero ¿en qué estábamos?

—No tengo la entera certidumbre de comprender su «¡Ah, oh!» —dijo el señor Stoker—, pero doy por hecho que desea casarse con ella. No fingiré hallarme arrebatado de júbilo, pero no siempre uno hace lo que desea. ¿Cuáles son sus intenciones respecto a las medidas a tomar, señor Wooster?

—¿Medidas?

—¿Se propone ejecutarlas lentamente o con rapidez?

—Verá…

—Yo me inclino a la rapidez. Esta boda ha de efectuarse lo antes posible, para dar el asunto de lado. Creo que aquí no se puede sencillamente ir al primer sacerdote que haya a mano, como en mi país. Existen ciertos requisitos previos. Mientras se tramitan será usted, desde luego, mi huésped. Lamento no poder ofrecerle libres movimientos por el barco porque es usted un joven atolondrado, y podría recordar cualquier cita que le estimulase a privarnos de su compañía. Pero haré todo lo posible para que pase usted cómodamente los días inmediatos. En este anaquel tiene libros (porque creo que debe usted saber leer), y cigarrillos en esa mesa. De aquí a unos minutos enviaré a mi criado con un pijama y algunos efectos precisos. Y ahora buenas noches, señor Wooster. Me voy a oír el concierto. No puedo faltar a la fiesta en honor de mi hijo. No, ni aun por el placer de estar en compañía de usted.

Alejóse, cerró y quedé solo.

Era aquella la tercera vez en mi vida en que me hallaba recluido y oía cerrar con llave las puertas de mi celda. La primera vez fue la aludida por Chuffy, cuando me vi en la precisión de afirmar a un magistrado que me llamaba Plimsoll y era de West Dulwich. La segunda había sido —y por cierto que también con motivo de una regata nocturna— cuando yo y mi buen amigo Oliverio Sipperley resolvimos llevarnos, como recuerdo, el casco de un guardia, sólo para descubrir que había un guardia dentro del casco. En dos ocasiones, pues, me había hallado entre rejas, y ustedes presumirán que un pájaro carcelario como Bertram Wooster debía estar acostumbrado ya a la reclusión.

Pero la cosa presente era algo diversa. Antes yo había afrontado la perspectiva de un moderado arresto. Ahora se me presentaba una condena a perpetuidad.

Un observador imparcial, reparando en la notoria belleza de Paulina y en el hecho de que ésta poseía la cualidad de ser heredera de más de cincuenta millones de pavos, podía considerar las torturas mentales en que yo me debatía al pensar en el horizonte de casarme con la antedicha muchacha, como estar convirtiendo en una montaña un grano de arena. Sin duda tal observador hubiese deseado hallarse en situación de poder quejarse de la mitad de tan grave infortunio. Pero el hecho es que yo me debatía en torturas.

Aparte del detalle de que yo no deseaba casarme con Paulina, existía la endiabladamente seria dificultad de que me constaba que ella no quería casarse conmigo. Podía la joven haber despedido a Chuffy con vehemencia y furor en su reciente disputa, pero yo estaba seguro de que en su fondo seguía agitándose el antiguo amor, y bastaría un ligero esfuerzo para hacerlo aflorar a la superficie; y Chuffy, por mucho que hubiese rodado por la escalera y desaparecido en la noche, continuaba amándola. De modo que, pesando todos los elementos en pro y en contra, resultaba que, de casarme con la chica, no sólo yo me echaba bonitamente la cuerda al cuello, sino que por ende desgarraba el corazón de Paulina y de un viejo amigo. Y si esto no justifica las torturas de un ciudadano, me gustaría saber qué puede justificarlas.

Sólo un hilillo de luz brillaba en tan sombrías tinieblas, y era la promesa de Stoker de enviarme a su criado con útiles para la noche. Quizá Jeeves encontrase una solución.

Y eso que concebir en qué forma podría nadie, ni aun el propio Jeeves, sacarme del aprieto, era cosa que superaba a mis capacidades mentales. Así, sintiendo lo que siente un corredor de apuestas cuando nota que las probabilidades en contra son de ciento a uno, terminé mi cigarro y me tendí en el lecho.

Un instante después se abrió la puerta y una tos respetuosa me notificó que Jeeves estaba a la vista. Traía los brazos llenos de ropas de diversas especies. Las dejó en una silla y contemplóme con un aire que puedo definir como de conmiseración.

—El señor Stoker me ordenó traerle estas prendas, señor.

Emití un cavernoso gruñido.

—No necesito esas prendas, Jeeves, sino las alas de una paloma. ¿Está usted enterado del reciente acontecimiento?

—Sí, señor.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Mi informadora fue la señorita Stoker, señor.

—¿Ha hablado usted con ella?

—Sí, señor, y me transmitió un bosquejo de los planes imaginados por el señor Stoker.

Brotó entonces en mi pecho la primera llamarada de esperanza que se encendía desde el comienzo de aquel tétrico asunto.

—Se me ocurre una idea, Jeeves. Veo que las cosas no están tan mal como yo pensaba.

—¿No, señor?

—No. Ya puede el viejo Stoker hablar…

—¿Despreocupadamente, señor?

—O como quien tiene los triunfos en la mano.

—Despreocupadamente o como quien tiene los triunfos en la mano, señor. A su gusto.

—Ya puede el viejo Stoker hablar despreocupadamente y como quien tiene los triunfos en la mano, que no conseguirá nada. La joven puede negarse a colaborar en esos maquiavélicos planes. Puede uno llevar un caballo al altar, Jeeves, pero no obligarle a beber.

—En mi reciente conversación con la señorita, señor, he obtenido la impresión de que no es opuesta a los propósitos de su padre.

—¡Cómo!

—No, señor. Me parece, si puede decirse así, resignada y desafiadora.

—¿Las dos cosas a la vez? ¡Es imposible!

—No, señor. La actitud de la señorita es la de una persona que se resigna a todo, sin importarle nada ya, pero a la vez me ha parecido percibir que se siente influida por el pensamiento de que, contrayendo con usted matrimonial enlace, lanzará lo que yo llamaría un reto a Lord Chuffnell.

—Una provocación, ¿eh?

—Sí, señor.

—Despreciarle a él, ¿eh?

—Precisamente, señor.

—¡Qué endiabladamente estúpida idea! Esa muchacha debe tener la cabeza a pájaros.

—La psicología femenina es notoriamente extraña, señor. El poeta Pope…

—Dejemos al poeta Pope, Jeeves.

—Sí, señor.

—Hay veces en que uno oye con gusto todo lo concerniente al poeta Pope, y otras que no.

—Muy cierto, señor.

—Lo esencial es que, si ella está dispuesta a eso, no veo posibilidad alguna de salvación.

—No, señor. A menos…

—¿A menos…?

—Estaba pensando, señor, si no convendría que obviase usted todos los inconvenientes marchándose del buque.

—¿Qué?

Y proseguí, con la voz estremecida:

—Ya sé que ha dicho usted «buque». Y yo he dicho «qué» Jeeves. No es cosa propia de usted venir en una crisis como ésta agitando las campanillas, por decirlo así, y hablando insulseces. ¿Cómo demonios voy a marcharme del yate?

—El asunto podría arreglarse fácilmente, señor, si usted se prestase a ello. Implicará, desde luego, ciertas molestias, pero…

—Jeeves —repuse—, salvo salir por el respiradero del camarote, lo cual es imposible, estoy pronto a sufrir cualquier momentánea incomodidad que me libre de esta maldita mazmorra flotante. Pero ¿no hablará usted por el placer de hablar, eh? ¿Tiene realmente algún plan? —inquirí, mirándole anhelosamente.

—Sí, señor. La razón por la cual vacilo en proponérselo es mi temor de que no acceda usted a embadurnarse la cara de betún.

—¿Eh?

—Siendo esencial ahorrar tiempo, señor, no creo aconsejable perderlo en ahumar un corcho.

Aquello era algo definitivo. Volví la cara a la pared.

—Déjeme tranquilo, Jeeves —dije—. Ha bebido usted unas copas.

Y no aseguraría yo que lo que me desgarraba como un cuchillo no fuese, más que la tortura de pensar en mi desvalida situación, el advertir que mis sospechas de tiempo atrás se habían realizado y aquel estúpido cerebro caído, al fin, en la insania. Porque, aun cuando, con mi tacto usual, acababa de insinuar a Jeeves que debía hallarse meramente beodo, no me cabía duda de que aquellas referencias al betún y a los corchos ahumados eran pruebas de que tenía la cebolleta a pájaros. Él tosió.

—¿Me permite explicarle, señor? Los músicos están terminando de tocar y de aquí a poco se marcharán del yate.

Me incorporé. Otra vez más alboreaba la esperanza y el remordimiento me royó, como un cachorro un hueso, al pensar en lo mal que había juzgado a aquel hombre.

—¿Quiere usted indicar…?

—He traído una cajita de betún, señor, previendo la conveniencia de poner en práctica la decisión aludida. Sería fácil aplicar el betún a la cara y manos de usted, de modo que, si el señor Stoker le encontrase, creyera ver a unos de los músicos negros.

—¡Jeeves!

—Yo opino, señor, que si acepta usted mi sugestión, debiéramos esperar a que todos los negros hayan partido del barco. Yo entonces informaría al capitán de que uno de los músicos, amigo particular mío, se había entretenido hablando conmigo y perdido la gasolinera. No creo que el capitán me niegue el permiso de conducirle a usted a tierra en un bote.

Miré a Jeeves. Nuestros años de íntima relación, el recuerdo de las proezas ejecutadas en el pasado, el conocimiento de que se alimentaba de pescado principalmente, teniendo así en el cerebro cuanto fósforo puede albergar un hombre, no me habían preparado, sin embargo, para asistir, sin emocionarme, a aquel supremo esfuerzo.

—Jeeves —declaré—, como a menudo he tenido ocasión de manifestar, es usted único.

—Gracias, señor.

—Otros podrán ser puestos en tela de juicio. Usted no.

—Me ingenio siempre en complacer, señor.

—¿Cree usted que el plan tendrá éxito?

—Sí, señor.

—¿Lo garantiza usted personalmente?

—Sí, señor.

—¿Y dice que ha traído los elementos requeridos?

—Sí, señor.

De un salto me instalé en una silla y dirigí el rostro al techo.

—Embadúrneme, Jeeves —dije—, y prosiga embadurnándome hasta que sus expertos ojos le hagan comprender que estoy embadurnado lo suficiente.