Exhalé un profundo suspiro. La marcha de la mitad del elemento masculino antes presente, parecía haber despejado la atmósfera de la habitación. Chuffy había sido siempre un gran camarada, pero durante la reciente escena no me pareció amistoso en exceso. No hubo un instante, mientras nos acompañó, en que yo no sintiera lo que debió sentir Daniel en la cueva de los leones.
Paulina respiraba con fuerza. No diré que gruñía, pero desde luego se acercaba mucho al borde de tal posibilidad. Sus ojos brillaban con dureza. Estaba profundamente airada. Recogió el traje de baño.
—Sal, Bertie —dijo.
Yo esperaba una plática tranquila, un examen de los diversos puntos pendientes, un acuerdo sobre lo que convenía hacer a continuación.
—Escucha…
—Necesito mudarme.
—¿De qué?
—Ponerme el traje de baño.
—¿Por qué? —dije sin comprenderla.
—Porque me voy a ir nadando.
—¿Nadando?
—Nadando.
Quedé atónito.
—¿Vas a volver al yate?
—Voy a volver al yate.
—Yo quería hablarte de Chuffy.
—Y yo no quiero volver a oír su nombre.
Juzgué oportuno obrar como prudente componedor.
—¡Vamos, vamos!
—¿Adónde?
—Al decir «¡Vamos!», quiero indicar que no es posible que despidas en definitiva al pobre chico por una pequeña riña de enamorados.
Me miró de un modo inquietante.
—¿Qué has dicho? Repite, por favor, las tres últimas palabras.
—Una riña de enamorados.
Respiró con fuerza. Volví a sentirme en la cueva de los leones.
—No creo entenderte bien —declaró.
—Quiero decir que dados: a) una muchacha, y b) un sujeto, y supuesto que algún motivo altere sus generosas naturalezas, el uno y el otro se dicen palabras que no sienten.
—Ya. Pues entérate de que he dicho cuanto sentía. Le dije que no quería verle más y no quiero. Que le aborrecía y verdaderamente le aborrezco. Que es un cerdo, y lo es.
—Me extraña eso de los cerdos de Chuffy. No sabía que los criara.
—¿Por qué no? Ellos y él son pájaros del mismo plumaje.
No me pareció que el tema de los cerdos reservase muchos más horizontes.
—¿No crees que has estado un poco dura?
—¿Yo?
—¿Y algo enérgica con Chuffy?
—¿Yo?
—¿No crees que la actitud de él es excusable?
—No.
—Entrar aquí y encontrarte, tiene que haber causado una impresión muy fuerte al pobre chico.
—Bertie…
—¿Qué?
—¿Te han dado alguna vez con una silla en la cabeza?
—No.
—Pues van a darte muy pronto.
Comprendí que Paulina no estaba de inmejorable humor.
—¡Ah, bueno!
—¿Quieres decir con eso lo mismo que con «¡Vamos!»?
—No; sólo iba a comentar que es una pena que dos corazones amantes se separen para siempre.
—¿Sí?
—Claro que si uno opina de ese modo, uno opina de ese modo; ¿eh?
—Pasemos a lo de volverte nadando. ¿No es un poco original?
—No veo que ahora me retenga nada aquí.
—No. Pero después del chapuzón de antes… Otro ahora. ¡Vas a coger un catarro!
—Y seguramente de nariz. Pero no importa.
—¿Y cómo vas a subir a bordo?
—Puedo subir por esa cosa de donde cuelgan el ancla. Lo he hecho otras veces. ¿Quieres largarte y dejarme que me mude?
Salí al rellano. Ella apareció en seguida, en traje de baño.
—No hace falta que me acompañes a la puerta.
—Sí te acompañaré, si es que realmente te vas.
—Sí, me voy.
—Puesto que te empeñas…
En la puerta advertí que el aire era frío. Sólo el pensar en las aguas de la bahía me hizo tiritar. Pero a ella la cosa no le produjo efecto alguno. Desapareció en las tinieblas, sin una palabra, y yo subí a acostarme.
Creerán ustedes que después de mis vagabundeos por garajes y cobertizos debiera haberme dormido en el acto, pero no pude. Cuanto más lo intentaba, más se volvía mi mente al recuerdo de la tragedia en que yo participara hacía tan poco. Reconozco que me dolía el caso de Chuffy. Y el de Paulina. Sentía lástima de los dos.
Porque fíjense en las cosas. Dos tipos verdaderamente predestinados para ser el uno del otro por toda la eternidad, van y se mandan mutuamente a paseo sin causa alguna. Lamentable. Lúgubre. Y sin provecho para nadie. Cuanto más pensaba en ello, más estúpido me parecía.
Pero así era. Habían mediado palabras fuertes. Se habían interrumpido las relaciones. Todo se iba al demonio.
En tales circunstancias, el espectador simpatizante sólo tiene un remedio. Me censuré la locura de no haberlo puesto en práctica antes. Me deslicé fuera de las sábanas y bajé.
En el aparador estaba la botella de whisky, el sifón y el vaso. Me compuse un saludable brebaje y sentéme. Entonces vi en la mesa una hoja de papel.
Era una nota de Paulina y rezaba:
Querido Bertie:
Tenías razón en lo de que el agua estaba fría. No me atrevo a cruzarla a nado. Pero hay un bote junto al embarcadero, y voy a irme al yate remando. He vuelto a fin de llevarme tu gabán. Para no molestarte, he entrado por la ventana. Tendrás que despedirte de la prenda, porque, naturalmente, habré de arrojarla al mar cuando llegue a bordo. Lo siento.
Paulina.
¿Ven ustedes qué estilo? Conciso. Nervioso. Delator de un corazón herido y un ánimo abrumado. La compadecí más que nunca, pero celebré a la par que se evitase un constipado a la cabeza. En cuanto al abrigo, un indiferente encogimiento de hombros, y listo. No había por qué censurarla, aunque era un gabán nuevo y a medida. Incluso me satisfizo esta actitud que adopté ante la situación.
Rompí la nota y volví a mi vaso.
No hay cosa como un w. con s., bien fuerte, para calmar los nervios. Al cuarto de hora, me sentía tan tranquilizado, que incluso pude pensar que tenía ocho probabilidades contra tres de conciliar el sueño.
Levánteme, por tanto, y ya me preparaba a trepar las escaleras cuando por segunda vez en la noche sonó una puerca llamada en la puerta exterior.
No sé si ustedes me tendrán por un hombre irascible. Creo que no. Pregunten en «Los Zánganos» y allí les dirán que, si el tiempo no lo impide, Bertram Wooster es un modelo de suavidad. Pero, cual me vi obligado a mostrar a Jeeves en el asunto del banjo, no se me puede llevar demasiado lejos. Fue, pues, con adusto ceño y severos ojos cómo a la sazón abrí la puerta. Me disponía a dar a Voules —¿quién podía ser sino él?— uno de esos rapapolvos que hacen época.
«Voules —me preparaba a decirle—: ¡basta! Esta persecución policíaca es monstruosa. No estamos en Rusia, Voules. Recuerde, Voules, que me cabe tomar cierta medidas fuertes, como, por ejemplo, enviar una carta abierta al Times».
Una cosa semejante me proponía decirle, y si no lo hice no se debió a flaqueza ni a piedad, sino a la circunstancia de que quien ahora llamaba no era Voules. Era J. Washburn Stoker, y me miraba con una especie de hirviente rabia contenida que, de no ser por el hecho de saber que su hija había desaparecido de mi mansión, me hubiera hecho estremecer un tanto.
Pero como tenía la certeza de la ausencia de Paulina, le afronté con serenidad.
—¿Qué hay? —dije.
Tanta fría extrañeza y tanta altivez puse en la frase, que otro hombre cualquiera hubiese retrocedido, como alcanzado por una bala. Mas J. W. S. encajó el golpe sin pestañear. De un empujón me hizo entrar en la casa, y luego me aferró por un hombro.
—¡Pronto! —ordenó.
Con glacial talante me desembaracé de su opresión. Cierto que para ello tuve que dejarle en la mano la chaqueta de mi pijama, pero el caso fue que lo conseguí.
—¿Qué dice?
—¿Y mi hija?
—¿Su hija Paulina?
—No tengo más que una hija.
—¿Y por qué me pregunta a mí donde está?
—Porque sé que está aquí.
—Y entonces, ¿por qué lo pregunta?
—¡Está aquí!
—Pues déme la chaqueta de mi pijama y llame a su hija —repuse.
Nunca he oído a un hombre rechinar los dientes con ira, y no puedo concretar si eso fue lo que hizo Stoker en aquella coyuntura. Quizá los rechinase con ira. O quizá no. Pero puedo decir con certeza que sus mandíbulas empezaron a moverse como si estuviese mascando goma. No era un espectáculo grato, más, merced a la coincidencia de que yo había puesto muy fuerte mi mezcla de soda con whisky, a fin de dormirme mejor, podía afrontar la situación con flema y fortaleza.
—¡Está en esta casa! —dijo, persistiendo en su movimiento mandibular.
—¿De que saca usted eso?
—Yo se lo diré. He estado en el cuarto de mi hija hace media hora y lo encontré vacío.
—¿Y por qué diablos supone que había de venir aquí?
—Porque sé lo idiotizada que está por usted.
—Nada de eso. Me mira como a un hermano.
—Voy a registrar la casa.
—Regístrela.
Subió las escaleras y yo volví a mi vaso. No al de antes. A otro. Juzgué que, en tales circunstancias, estaba justificada una repetición. Y a poco mi visitante bajó, manso como un cordero, después de haber ascendido como un león. Presumo que un padre que se interna, a media noche, en casa de una persona casi desconocida, en busca de una hija descarriada, y no la encuentra, debe sentirse, poco más o menos, un asno. Esto era claro para mí, y debía serlo para Stoker, porque se presentó bastante turbado y juzgué notorio que el vapor o cualquier otra que fuese la fuerza motriz de su furia, había amainado muchísimo.
—Le presento mis excusas, señor Wooster.
—No se preocupe.
—Cuando vi que Paulina no estaba, di por hecho…
—Olvídelo, señor Stoker. Son cosas que pueden ocurrirle a cualquiera. Todos cometemos errores, ¿en? ¿Quiere tomar algo antes de irse?
Me parecía prudente retenerle, para dar tiempo a Paulina a que llegase al buque. Pero Stoker no se dejó tentar. Sin duda su ánimo estaba harto confuso para pensar en bebidas.
—No puedo comprender a dónde se ha ido —dijo, con voz sorprendente por su blandura y hasta por su patetismo. Era como si Bertram se viese visitado por un viejo amigo que fuera a contarle sus cuitas. Aquel hombre parecía definitivamente traspasado. Hasta un niño hubiese hecho de él lo que quisiera. Traté de sugerirle algún consuelo.
—Habrá ido a tomar un baño.
—¿A estas horas de la noche?
—Las jóvenes hacen cosas muy raras.
—Sí; mi hija hace muchas. Por ejemplo, el estar idiotizada así por usted.
Tal aserción me pareció falta de tacto. Y sin duda hubiese yo fruncido el entrecejo de no recordar mi deseo de desengañar a Stoker, si desengañar es la palabra que quiero escribir.
—Rectifique esa idea de que su hija está fascinada por mí —dije—. ¡Si se ríe de mí sólo con verme!
—No lo parecía así esta tarde.
—¿Eso? Una cosa fraternal. Y no sucederá de nuevo.
—Más vale que no suceda —repuso él, tornando por un instante a su aspecto primitivo—. En fin, no quiero entretenerle más. Perdóneme. He sido un necio.
No le di una palmada en la espalda, pero sí esbocé el ademán.
—Nada de eso —afirmé—. Nada de eso. ¡Si yo tuviera una libra por cada vez que he hecho el necio en mi vida!
Y en tan cordiales términos nos despedimos. Él se alejó por el sendero del jardín y yo, tras esperar unos diez minutos la posible llegada de alguna nueva visita de cumplido, vacié mi vaso y me marché a la alcoba.
Todo lo sucedido se conjuraba para incitar a una noche de reposo, si cabe reposar en un sitio lleno de Stoker, Paulinas, Voules, Dobson y Chuffys. Apenas me acosté, mis fatigados párpados se cerraron y quedé dormido.
Por increíble que parezca, dado lo que era la vida nocturna de Chuffnell Regis, la siguiente cosa que me despertó no fue una muchacha incorporándose en el lecho, o un padre con los ojos inyectados en sangre, o un sargento de policía batiendo el aldabón de la puerta, sino el canto de los pájaros presagiando un nuevo día.
Digo presagiando, pero de hecho eran ya las diez y media de una buena mañana de verano, y el sol, entrando a raudales por la ventana, parecía invitarme a probar qué podría yo hacer con unos huevos, una lonja de jamón y la consabida taza de café.
Báñeme apresuradamente, me afeité y descendí a la cocina lleno de joie de vivre.