IX

Con razón puede afirmarse de Bertram Wooster que es hombre que siempre acoge a sus amigos con la sonrisa en los labios y un espíritu afable. Pero, si bien esto es correcto, hago una excepción: que las circunstancias sean adecuadas. Y en la ocasión presente no lo eran. Cuando la prometida de un antiguo compañero está embotellada en la cama de uno, y tiene puesto el pijama de uno, no se puede acoger a ese antiguo compañero con amistoso abandono si el antiguo compañero surge en la vecindad de uno.

Por tanto no le recibí con afabilidad, ni aun pude esbozar una sonrisa. Miré al tipo, preguntándome cómo estaría allí, cuánto tiempo se propondría permanecer y qué número de probabilidades habría de que Paulina, abriendo de pronto la ventana, me diese una voz pidiéndome que acudiese a librarla de un ratón o cosa de este orden.

Chuffy se inclinaba sobre mí como quien se inclina sobre un enfermo. Al fondo, Voules se movía con el talento de una experta enfermera. El guardia Dobson se había desvanecido. Pensar que hubiera muerto era una perspectiva demasiado lisonjera, y en consecuencia di por hecho que se le había reproducido la insolación.

—No te preocupes, Bertie —dijo Chuffy, afectuoso—. Soy yo, muchacho.

—Encontré a Lord Chuffy junto a la bahía —explicó el sargento.

Comprendí lo sucedido. Cuando uno es un enamorado del calibre de Chuffy, no se conforma con menos de pasar las noches al pie de la ventana de su dulce tormento. Y si el dulce tormento está en un yate anclado en medio de una bahía, no hay más medio de acercarse a su ventana que andar por la playa, infectando de amor las aguas próximas. Todo justo y natural, pero en las actuales circunstancias endiabladamente inoportuno, por no decir otra cosa peor. Y lo que me enojaba más era pensar que, de haber ido Chuffy a la orilla un poco antes, hubiese encontrado a su amada en el acto de arribar a tierra, librándonos a todos de las dificultades ulteriores.

—El sargento estaba inquieto por ti, Bertie. Le pareció que procedías de un modo raro. Así que me trajo para echarte una ojeadita. ¡Una ocurrencia muy sensata, Voules!

—Gracias, Milord.

—Una decisión lógica.

—Gracias, Milord.

—No podía haber hecho nada más acertado.

—Gracias, Milord.

Yo estaba harto de oírlos.

—Y así que has sufrido una insolación, ¿eh, Bertie?

—No he sufrido ninguna condenada insolación.

—Pues Voules cree que sí.

—Voules es un borrico.

—Perdón, señor —dijo el sargento, notoriamente tascando el freno—, pero usted mismo me dijo que le dolía la cabeza, y yo deduje que tenía el cerebro alterado.

—Exacto —ratificó Chuffy—. Que estabas un poco fuera de seso, ¿comprendes? Porque, ¿qué otra cosa puede significar el dormir aquí?

—¿Y por qué no he de dormir aquí?

Chuffy y Voules cambiaron una mirada de inteligencia.

—Porque tienes una alcoba. Una buena alcoba, ¿verdad? ¿No es cierto que estarás más a gusto en tu camita?

Los Wooster poseemos gran agilidad mental. Comprendí que urgía explicar mi situación.

—Es que hay una araña en mi dormitorio…

—Una araña, ¿eh? ¿Roja?

—Roja.

—¿Con las patas largas?

—Largas.

—¿Y muy peluda?

—Muy peluda.

Los rayos de la linterna iluminaban el rostro de Chuffy, y yo noté en éste un sutil cambio de expresión. Un momento antes había sido el solícito doctor Chuffnell, muy preocupado por el paciente que visitaba. A la sazón sonrió desagradablemente, y, levantándose, llevóse aparte a Voules y le dijo unas palabras que me hicieron comprender que mi amigo daba al caso una interpretación muy errónea.

—No le pasa nada, sargento. Es que está más bebido que una cuba.

—Sin duda, Chuffy creía hablar a media voz, pero yo percibí sus palabras, así como la réplica del sargento.

—¿Cree usted, Milord? —dijo Voules, con el tono propio de un sargento cuando todas las cosas se le aparecen repentinamente claras.

—Eso es todo. Está borracho. ¿No ha notado lo turbios que tiene los ojos?

—Sí, Milord…

—Yo le he visto así otra vez. Una noche, en Oxford, después de una cena muy animada, insistió en asegurar que era una sirena, y quería meterse en el estanque y tocar el arpa.

—Ya se sabe lo que son los jóvenes —manifestó Voules, con la voz indulgente de un hombre de mente comprensiva.

—Tenemos que llevarle a la cama. Me incorporé. Abrumado de horror. Temblando como una hoja…

—¡No quiero irme a la cama!

Chuffy me dio en el brazo una palmada afectuosa.

—No te preocupes, Bertie. No es raro que te hayas asustado. Es una araña bestialmente grande. Bastante para asustar a cualquiera. Pero ahora Voules y yo iremos a tu cuarto y la mataremos. ¿No le asustan las arañas, verdad, Voules?

—No, Milord.

—¿Oyes, Bertie? Voules te defenderá. Voules se atreve con cualquier araña. ¿Cuántas me dijo usted que aplastó una vez en la India, Voules?

—Noventa y seis, Milord.

—Y grandes, si no recuerdo mal.

—Inmensas, Milord.

—Ea, Bertie, ya ves que no hay motivo de susto. Tómele por este brazo, sargento. Yo le sostendré por el otro. No te esfuerces en andar derecho, Bertie. Nosotros te ayudaremos.

Pensando ahora en el caso, no estoy seguro de haber acertado en la decisión que tomé en tal coyuntura. Quizás unas cuantas palabras inteligentes hubiesen aclarado las cosas. Pero ya saben lo que pasa con esas palabras: nunca se le ocurren a uno cuando se necesitan.

En consecuencia, al sentir la zarpa del sargento en mi brazo, le asesté un golpe en el estómago y me lancé a la carrera en busca del campo libre.

Pero no es fácil desarrollar una velocidad muy elevada en un cobertizo lleno de útiles de jardinero. Seguramente había media docena de cosas susceptibles de hacerme tropezar y caer. Y la que detuvo mi fuga fue concretamente una regadera. Me desplomé con fragoroso estrépito, y cuando la razón hubo recuperado su trono, me hallé conducido, en la noche de verano, en dirección a casa. Chuffy me sostenía por los sobacos y Voules por los pies. Y, en esta forma, cruzamos el umbral y subimos las escaleras. Sin que la situación fuese precisamente humillante, se acercaba a ello lo suficiente para herir con profundidad mi amour propre.

Pero de momento yo no pensaba en amour propre alguno, sino en lo que ocurriría cuando Chuffy, abriendo la alcoba, descubriese lo que ésta contenía.

—Chuffy —dije con emoción—: ¡no entremos ahí!

Pero no es fácil hablar persuasivamente cuando le llevan a uno con la cabeza colgando hacia atrás y la lengua, por tanto, tropieza con las muelas. De modo que mis palabras no fueron sino sonidos inarticulados, que Chuffy interpretó equivocadamente.

—Ya lo sé, ya —dijo—. No importa. Ahora mismo te pondremos cómodo, ¿eh?

Su acento me pareció ofensivo, y así se lo hubiera dicho de no haber el asombro disipado, valga la frase, toda palabra en mis labios. Porque los dos me habían dejado caer de golpe en la cama, y allí no se encontraba otra cosa que una manta y una almohada. De muchachas con pijamas de color de helio tropo no había ni rastro.

Chuffy encendió la bujía. Miré a mi alrededor.

Paulina había desaparecido completamente. Sin dejar tras ella restos del naufragio, como Jeeves dijo una vez no sé sobre qué. Muy notable.

Chuffy despidió a su auxiliar.

—Gracias, sargento. Ahora ya me arreglaré solo.

—¿Está usted seguro, Milord?

—Sí. En estas ocasiones se duerme en seguida.

—Entonces me voy, Milord. Es algo tarde ya.

—Eso: váyase. Buenas noches.

—Buenas noches, Milord.

El sargento bajó las escaleras, con tanto cuidado como si fuesen dos sargentos a la vez y Chuffy, afectuoso como una madre inclinada sobre su hijo dormido, me quitó las botas.

—¡Ajá! —dijo—. Ahora estáte tranquilo, Bertie, y a dormir. ¡A dormir, hijito!

Me he preguntado a menudo si no debía yo haber expresado en alta voz mi desaprobación de aquel tono, insufriblemente protector, con que me llamó «hijito». De momento me dije que era inútil expresar mi opinión si no encontraba una frase reciamente mordaz, y estaba pensando cuál sería la indicada, cuando la puerta de una amplia alacena que había fuera de la alcoba, se abrió, y Paulina entró en la estancia tan despreocupadamente como si no tuviese una sola inquietud en su vida. Incluso parecía de muy buen humor.

—¡Qué noche, Bertie! —dijo riendo—. ¡Y qué visita tan inoportuna! ¿Quiénes eran esos hombres que acabo de oír bajar? —Y entonces avistó de pronto a Chuffy, emitió un sonido jadeante y la luz del amor se encendió en sus ojos como si alguien hubiera dado vuelta a un conmutador.

—¡Oh, Marmaduke! —exclamó, mirándole asombrada.

Pero quien estaba asombrado en realidad era mi pobre amigo. He visto gente asombrada en mi vida, pero nadie se acercaba ni en una milla al asombro de Chuffy. Sus cejas se arqueaban indefinidamente, su boca se abría como un inmenso buzón y los ojos le salían dos pulgadas cada uno de sus respectivas órbitas. Se esforzó en hablar, pero fracasó lamentablemente. Nada emanó de su boca, salvo un sibilante sonido no tan fuerte como el que surge de la radio cuando uno gira demasiado de prisa el botón, pero sí muy semejante.

Entretanto, Paulina avanzaba cual si fuese la mujer a punto de reunirse con el demonio o genio a quien ama, y en el noble pecho de Wooster nació una tierna piedad por la muchacha. Quiero decir que, según cualquier observador hubiese podido advertir, Paulina enfocaba la situación de un modo totalmente falso. Yo leía en Chuffy como en un libro y veía claramente que su novia se engañaba del todo en lo que creía ser su emoción al hallarla. Aquel sonido de Chuffy no era una exclamación de amor, como ella parecía creer, sino el severo y censuratorio gruñido del hombre que encuentra a su prometida en la habitación de un tercero, vistiendo un pijama de color heliotropo. O sea que se sentía herido en el corazón, desgarrada el alma, abrumado de angustia.

Pero la pobre boba no comprendía que, dadas las circunstancias, el placer que ella sentía viéndole podía no ser retribuido con análogo placer por parte de Chuffy. Y por tanto, cuando él, cruzándose de brazos, dio un paso atrás y la miró con expresión sarcástica, dijérase que la había golpeado en la frente con un ardiente tizón. El resplandor de la faz de Paulina se apagó y en toda ella exteriorizóse la expresión lastimada y sufriente de una bailarina que, ejecutando descalza la danza de Salomé, se clava una tachuela que hubiera en el suelo.

—¡Marmaduke! —exclamó.

Chuffy repitió el silbido de antes.

—¡Ah! —dijo, recobrando al fin el habla, si a aquello podía llamársele hablar.

—¿Qué? ¿Por qué te pones así?

Me pareció oportuno mediar. Habíame levantado del lecho al entrar Paulina, y llevaba un rato ponderando la conveniencia de emprender la fuga en busca del campo libre. Pero, en parte opinando que era impropio de un Wooster huir en tal coyuntura, y en parte acordándome de que Chuffy me había quitado las botas, me quedé. E intervine con unas cuantas palabras adecuadas.

—En una ocasión como ésta, Chuffy —dije—, no necesitas tener sino sencillamente fe, muchacho. El poeta Tennyson asegura…

—¡Cállate! —conminó Chuffy—. No me interesa oírte.

—Bueno —repuse—. Pero acuérdate de que vale más tener fe que sangre normanda en las venas. Y esa verdad no la puedes negar.

Paulina parecía algo desconcertada.

—¿Fe? ¿Qué…? ¡Oh! —se interrumpió de pronto.

Su rostro se había puesto carmesí.

—¡Oh! —repitió.

Y sus mejillas se encendieron. No era ya el pudor lo que las sonrojaba. El primer «¡Oh!», según yo entendí, se refería a la natural vergüenza de una muchacha que es sorprendida en pijama y en una situación equívoca. Pero el «¡Oh!» número dos era el de una mujer más furiosa que una avispa.

Ya saben lo que pasa, ¿no? Una chica sensitiva y muy animosa se lanza a una endiablada empresa para reunirse con el tipo a quien ama, y en el curso de su aventura abandona yates, nada a través de aguas condenadamente frías y se introduce en casas, se adueña de pijamas ajenos y luego, al llegar al fin de su viaje, por decirlo así, cuando espera dulces sonrisas y tiernas palabras a media voz, halla fruncimientos de cejas, labios desdeñosos, ojos delatores de desconfianza y, en una palabra, la oca. Naturalmente, una muchacha en tal situación se siente algo trastornada.

—¡Oh! —dijo por tercera vez, rechinando los dientes de un modo muy desagradable—. ¿De modo que te figuras…?

Chuffy meneó la cabeza con impaciencia.

—No.

—¡Que no!

—No.

—Sí, te lo figuras.

—No —persistió Chuffy—. Bien sé que Bertie ha sido…

—Escrupulosamente correcto en su conducta —sugerí.

—… ha sido hallado durmiendo en un cobertizo del jardín —dijo Chuffy (y les aseguro que su versión me pareció mucho menos elevada que la mía)—. Pero no se trata de eso. Se trata de que, a pesar de ser mi novia y fingir esta tarde que estabas satisfechísima de serlo, tanto quieres aún a Bertie que no puedes permanecer lejos de su lado. Crees que no sé que fuisteis novios en Nueva York, pero estoy enterado de todo. No es que me queje —agregó con voz semejante a la de san Sebastián en el acto de recibir la decimoquinta flecha—. Tienes el derecho de amar a quien te se antoje…

—A quien se te antoje —corregí yo, que por influencia de Jeeves soy muy puritano en cuestión de gramática.

—¡Cállate!

—Sí, sí…

—No haces más que meter el cuezo en…

—Lo siento, lo siento. No lo repetiré.

Chuffy, tras mirarme con tal expresión como si anhelara agredirme con un instrumento cortante, miró a Paulina como si deseara agredirla con otro instrumento análogo.

—Pero… —dijo Chuffy.

Se detuvo y añadió, algo confuso:

—Me has hecho olvidar lo que iba a decir.

Paulina saltó al palenque. Seguía enfurecida aún y sus ojos despedían relámpagos. Los ojos de tía Ágata suelen relampaguear así cuando se empeña en abordarme a raíz de alguna cosa que ella imagina —sin razón— ser un disparate mío. El radiante amor de antes se había disipado del rostro de la muchacha.

—Pues ahora vas a oírme a mí. Supongo que no tendrás inconveniente en escucharme.

—Ninguno —repuso Chuffy.

—Ninguno, ninguno —aseveré yo.

Paulina estaba próxima al paroxismo. Sus dedos se crisparon.

—En primer lugar estoy harta de ti.

—¿Sí?

—Sí. En segundo, no quiero volver a verte ni en este mundo ni en el otro.

—¿De verdad?

—Sí, de verdad. Te aborrezco. No quiero verte más delante de mí. Eres más cerdo que todos los cerdos que crías en tu puerca casa.

La observación me interesó.

—No sabía que criases cerdos, Chuffy.

—Cerdos negros, del Berkshire —contestó Chuffy, distraídamente—. Si ésa es tu última palabra…

—Los cerdos dan muchas ganancias, Chuffy.

—Sí —continuó Chuffy—. Si no opinas de ese modo está bien…

—¡Ya lo creo que está bien!

—Pues bien: está bien.

—Sí, porque mi tío Enrique…

—¡Bertie! —dijo Chuffy.

—¿Qué?

—No me interesa hablar de tu tío Enrique. No quiero nada con tu tío Enrique. Si tu condenado tío Enrique resbala y se rompe el cráneo, me tendrá completamente sin cuidado.

—Ya no puede ser, chico. Murió hace tres años. Sólo iba a decirte que también criaba cerdos. Y ganaba mucho.

—¿Quieres callarte?

—Y tú también —saltó Paulina—. ¿Vas a pasar la noche aquí? ¿Por qué no te largas?

—Eso voy a hacer.

—Pues hazlo.

—Buenas noches —murmuró Chuffy.

Se dirigió a la meseta de la escalera.

—Pero antes he de decir una última palabra… —manifestó iniciando un amplio y apasionado ademán.

Sólo que uno no puede hacer tales amplios ademanes en esas antiguas casas pueblerinas. Los nudillos del pobre hombre tropezaron en una viga saliente, dio una pirueta de congoja al borde del primer peldaño, se balanceó y un instante después rodaba las escaleras, camino del piso bajo, como un saco de carbón. Paulina, corriendo a la barandilla, miró.

—¿Te has hecho daño? —dijo.

—¡Sí! —aulló Chuffy.

—Me alegro —declaró Paulina.

Volvió a entrar en el dormitorio. Y la puerta de la casa se cerró con un portazo que parecía el estallido de un abrumado corazón.