VIII

Permanecimos silenciosos, mirándonos en consternada sorpresa, petrificados, sintiéndonos perdidos, solos en aquel piso de una casa de Chuffnell Regis. El temible sonido, surgiendo insólito, en medio de la tranquila noche de verano, era bastante para extinguir una charla en los labios del más valiente. Y lo que más ingrato lo hacía para nosotros dos era que entrambos, simultáneamente, habíamos llegado a la misma y lúgubre conclusión.

—¡Es papá! —cuchicheó Paulina. Y extinguió con los dedos la llama de la vela.

—¿Por qué apagas? —dije, algo mohíno, sintiéndome aún más a disgusto en la oscuridad.

—Para que no vea la luz por la ventana. Si cree que estás durmiendo, acaso se marche.

—¡Vaya una esperanza! —contesté al oír que la llamada, tras una breve interrupción, se repetía apremiante.

—Más vale que bajes —dijo la muchacha, con voz contenida—. ¿O no sería mejor —añadió, con repentina animación— volcarle encima un cubo de agua desde la ventana de la escalera?

Me estremecí. La muchacha había hecho la sugestión como si fuese una de sus mejores y más brillantes ocurrencias. Comprendí de pronto lo que una muchacha de aquel temperamento y personalidad entendía por ser hospitalaria. Y parecióme evocar bajito yo oyera o leyese sobre la inquietud que domina a la generación juvenil.

—¡No sueñes en ello! —cuchicheé—. Expulsa de tu mente ese pensamiento para siempre y en definitiva.

Porque un J. Washburn Stoker enjuto y buscando a su hija descarriada, era cosa bastante grave de por sí sola. Aumentar su acritud mediante un cubo de H2O vaciado en su cabeza, ofrecía una perspectiva que no quise afrontarla. Bien sabían los dioses que no me halagaba el proyecto de pasar la velada con tal hombre, pero si para evitar esto iba su amado retoño a calarle hasta los huesos, debiendo luego esperar ambos a que él echase los muros abajo y nos encontrara, parecióme muy preferible aceptar lo primero.

—Tengo que recibirle —dije.

—Ándate con cuidado.

—¿Cómo?

—Con cuidado. Claro que quizá venga sin escopeta…

—¿Podrías decirme exactamente qué posibilidades hay de que venga con o sin arma? —dije tragando saliva.

La joven reflexionó.

—Estoy tratando de recordar si papá es meridional o no.

—¿Por qué?

—Sé que ha nacido en un sitio llamado Carterville, pero no me acuerdo de si es Carterville de Kentucky o Canterville de Massachusetts.

—¿Qué demonios importa una cosa u otra?

—Es que si papá es meridional y tú mancillas el honor de una familia meridional, te pegará un tiro.

—¿Consideraría tu padre mancillado el honor de su familia encontrándote aquí?

—Creo que no tendría más remedio.

No pude dejar de sentirme acorde con ella. Era evidente que un puritano quizá diera en considerar empañado su honor. Pero tampoco pude ponderar bien aquel extremo, porque la llamada se repitió con acrecentado ímpetu.

—¡Bien, maldita sea! —dije—. Así tu condenado padre haya nacido en un sitio u otro, no tengo más remedio que bajar y recibirle. Si no, no tardará en derribar la puerta.

—Procura no acercarte mucho a él.

—Lo procuraré.

—De joven era un gran luchador.

—No hace falta que me cuentes más cosas acerca de tu padre.

—Es para que te cuides de no caer entre sus manos. ¿Hay algún sitio donde yo pueda esconderme?

—No.

—¿Y por qué no?

—No lo sé —repuse, con cierta violencia—. No es costumbre construir casas de éstas con habitaciones secretas y galerías subterráneas. Cuando me oigas abrir la puerta, suspende hasta la respiración.

—¿Quieres que me asfixie?

Un Wooster no es capaz de expresar verbalmente una sugestión así, pero confieso que la idea me pareció excepcionalmente buena. Sin contestar, bajé los escalones y me dirigí a la puerta. Abrí con la mayor precaución, sin soltar la cadena.

—¡Hola! —dije—. ¿Qué hay?

Creo que jamás ha sentido ser alguno el alivio de espíritu que descendió sobre mí un momento después.

—¡Hola! —dijo una voz—. ¿Por qué tarda tanto? ¿Qué le ocurre, joven? ¿Está sordo o qué?

La voz no sonaba precisamente muy musical, ya que era gruesa y un tanto ronca. De ser yo propietario de aquella voz, probablemente hubiera hecho que me reconociesen las amígdalas. Pero poseía un supremo mérito que contrabalanceaba sus demás defectos. No era la voz de J. Washburn Stoker.

—Lo siento mucho —dije—, pero estaba pensando en mis cosas. Una especie de meditación, ¿sabe?

La voz habló otra vez, no sin una agradable suavización.

—Perdóneme, señor. Creí que era usted el joven Brinkley.

—Brinkley ha salido —respondí, pensando que, de haber estado mi criado ya de vuelta, me gustaría decirle unas palabritas sobre las horas a que recibía a sus amistades—. ¿Quién es usted?

—El sargento Voules, señor.

Abrí la puerta. A pesar de la oscuridad pude reconocer muy bien al brazo de la ley. Aquel Voules era de una estructura semejante a la de Albert Hall: mucha dimensión por el medio y muy poca cosa por arriba.

—Bien, bien, sargento —dije.

Despreocupado, bonachón. Como si en la cabeza de Bertram no hubiese otra cosa que el cabello.

—¿En qué puedo servirle, sargento?

Mis ojos, que empezaban a habituarse a la oscuridad, descubrieron otros interesantes objetos cercanos. Uno de ellos era un segundo policía, alto, delgado y nervudo.

—Mi sobrino, el guardia Dobson.

Yo no me sentía muy animado a tener una reunión en aquel momento, y pensé que si el sargento deseaba presentarme a su familia y que todos nos tratásemos como camaradas, bien podía haber elegido otra ocasión; pero aun así hice un ademán amable e incliné levemente la cabeza ante el joven diciendo: «Bien, Dobson», y hasta creo que comentando algo a propósito de que hacía una buena noche.

Mas resultó que allí no se trataba de una reunión de placer.

—¿No ha notado usted que hay un cristal roto en una ventana, señor Wooster? Mi sobrino lo ha descubierto y me ha parecido oportuno acudir y practicar investigaciones. Es una ventana del piso bajo. Está roto un cristal entero.

—¡Ah, sí! —dije indiferente—. Ese bestia de Brinkley lo rompió ayer.

—¿De modo que ya lo sabía, señor?

—Sí, sí, ¡Sí! Claro, claro, sargento.

—Yo no soy quién para meterme en sus cosas, señor; pero permítame decirle que por esa ventana puede entrar algún merodeador.

El ciudadano guardia intervino:

—Me ha parecido ver entrar a uno, tío Ted…

—¡Cómo! ¿Y por qué no me lo has dicho antes, cabezota? Y no me llames tío Ted estando de servicio.

—Está bien, tío Ted.

—Conviene que nos deje buscar en la casa, por si acaso, señor Wooster —sugirió el sargento.

Pero a esto yo opuse el veto presidencial.

—No, sargento —dije—. Eso está completamente fuera del caso.

—Sería preferible, señor.

—Lo siento —persistí—, pero no.

Voules pareció sentirse descontento y algo ofendido.

—Como guste, señor Wooster, mas créame que está usted dificultando la acción de la policía. Y en estos tiempos se dificulta demasiado la acción de la policía. Ayer venía un artículo en el periódico sobre eso. ¿Lo ha leído?

—Iba en la página central. Y aconsejaba que no se dificultase la acción de la policía, ya que en toda la Gran Bretaña existe una alarma creciente ante el incremento de la criminalidad de los apartados distritos rurales. He recortado el artículo para ponerlo en mi álbum. Allí se dice que el número de delitos punibles ha aumentado de 13.458 en 1929 a 14.703 en 1930, con el notable aumento del 7 por 100 en crímenes de sangre. ¿Y es debido a negligencia de la policía ese grave estado de cosas?, pregunta el artículo.

No, sino a que se ponen muchas dificultades a la acción de la policía.

No cabía duda de que el sujeto era de los obtusos; Endiabladamente terco.

—Lo lamento —dije.

—Pero más lo lamentará, señor, cuando suba a su cuarto y un malhechor le degüelle.

—Deseche tan sombrías imágenes, mi querido sargento. Ahora mismo bajo de mi dormitorio y no hay ningún malhechor en él.

—Probablemente estará escondido, señor.

—Acechando el momento —corroboró el guardia Dobson.

Voule exhaló un profundo suspiro.

—Sentiría mucho, señor Wooster, que le ocurriese algún mal a un amigo tan íntimo de Su Señoría. Pero si se empeña…

—¿Qué va a suceder en un sitio como Chuffnell Regis?

—No sea tan confiado, señor. Chuffnell Regis está echándose a perder. Nunca pensé que llegara un momento en que hubiese de ver una orquesta de negros cantando coplas cómicas a un tiro de piedra del puesto de policía.

—¿Le son sospechosos los negros?

—Ha habido varias desapariciones de gallinas —dijo Voules—. Varias. Y yo tengo mis sospechas. Ea, vámonos, guardia. Puesto que se dificulta nuestra acción, no podemos hacer más que marcharnos. Buenas noches, señor Wooster.

—Buenas noches.

Cerré la puerta y volví al dormitorio. Paulina, sentada en la cama, parecía llena de congoja.

—¿Quién era?

—La policía.

—¿Qué deseaban?

—Te vieron entrar…

—¡Cuántas molestias te estoy dando, Bertie!

—No, nada. Encantado de servirte. En fin, creo que, en vista de las circunstancias, debo irme.

—¿Irte?

—En un caso así —repuse con cierta frialdad—, y no pudiendo dormir en mi alcoba, tendré que dormir en él garaje.

—¿No hay abajo un sofá?

—Sí, un sofá contemporáneo de Noé. Desembarcó con él en el Monte Ararat. Estaré más cómodo durmiendo en el coche.

—¡Ay, Bertie, qué de molestias!

Me sentí suavizado. En resumen, la pobre chica no merecía reproches. Como Chuffy dijera por la tarde, el amor es el amor.

—No te preocupes, mujer. Los Wooster sabemos soportar las fatigas cuando se trata de unir dos corazones enamorados. Pon la cabecita en la almohada, encoge tus piececitos, duérmete y no te preocupes de mí.

Sonreí afablemente, salí y, bajando las escaleras, abrí la puerta exterior y hundíme en la noche perfumada. No había andado doce yardas cuando una pesada mano cayó sobre mi hombro causándome tanto dolor mental como físico, y una forma tenebrosa dijo:

—¡Eh!

—¡Ah! —dije yo.

La forma tenebrosa se reveló entonces como el guardia Dobson, de la policía de Chuffnell Regis. En seguida me presentó excusas.

—Perdone. Creí que era usted el malhechor.

Traté de mostrarme comprensivo y amable, como un joven gran señor con la gente humilde.

—Nada, guardia, nada… Salía a dar un paseíto…

—A tomar un poco el aire, ¿eh?

—Justo. A tomar el aire, como usted sagazmente señala. ¡La casa es tan reducida!

—Mucho, señor.

—Tan ahogada…

—Sí. Buenas noches, señor.

—Buenas, guardia.

Continué mi camino, sintiéndome algo turbado. Había dejado abierta la puerta del garaje, y penetré en él, en demanda de mi coche. Me satisfacía volver a hallarme solo al fin. Sin duda en cierto sentido la compañía de Dobson podía encontrarse interesante y grata, pero en aquella noche concreta yo hubiera preferido su ausencia. Me introduje en el coche y, recostándome, traté de acomodarme para dormir.

No puedo garantizar si lo hubiera conseguido. El punto es muy dudoso. Como coche de dos asientos, el mío no tenía defecto alguno, pero parecía increíble el número de durezas y protuberancias que sobresalían en él al tratar de convertirlo en lecho. Y no sé cómo hubiera podido descansar allí ocho horas seguidas.

De todos modos, no tuve oportunidad de hacer el ensayo. No había tenido ni el tiempo de contar veinte, para dormirme, cuando me iluminó el rostro la claridad de una linterna y una voz me ordenó que saliese.

Me incorporé.

—¡Ah, sargento! ¿Usted?

Otro encuentro embarazoso. Turbación mutua.

—¿Es usted, señor?

—Si.

—Siento molestarle.

—Nada, nada…

—No se me ocurrió que estuviese aquí.

—Quería ver si echaba un sueñecillo en el coche, sargento.

—Sí, señor Wooster.

—¡Hace una noche tan calurosa!

—Exacto, señor.

Su voz era respetuosa, pero no pude vencer la sospecha de que el hombre empezaba a parecer algo preocupado. Sin duda consideraba al buen Bertram un poco excéntrico.

—Se ahoga uno dentro de casa.

—¿Sí, señor Wooster?

—En verano duermo en el coche con frecuencia.

—¿Sí, señor Wooster?

—Buenas noches, sargento.

—Buenas noches, señor.

Ya saben lo que pasa cuando le despiertan a uno en el acto de empezar a dormirse. El hechizo se rompe, ¿entienden? Volví a acomodarme, pero pronto reparé en que todos mis esfuerzos para dormir allí serían infructuosos. Conté hasta cosa de doscientos cincuenta pero sin resultado. Era preciso encauzar el asunto en otra dirección.

Aunque yo no hubiese explorado muy detenidamente mis dominios, cierta mañana un brusco chubasco me había obligado a buscar el refugio de una especie de cobertizo o pabellón en el ángulo sudeste de la finca. Allí solía el jardinero —quien sólo acudía de vez en cuando— guardar sus herramientas, tiestos y qué sé yo qué más. Y, o mucho me engañaba mi memoria, o en un rincón del cobertizo había una pila de sacos.

Dirán ustedes que una pila de sacos, examinada en concepto de lecho, no es precisamente cosa muy normal, y tendrán perfecta razón. Pero después de pasar media hora en el asiento de un coche pequeño, hasta los sacos se presentan como muy tentadores. Cierto que aquella pila era áspera al contacto y que allí olía mucho a ratones y a tierra cavada, mas el lugar presentaba ciertas ventajas también, como, por ejemplo, la de poder estirar las piernas. Y ello era lo que más necesitaba yo a la sazón.

A más del olor a ratones y tierra, los sacos, a los dos minutos de hallarse tendidos en ellos, pareciéronme despedir un cierto acentuado aroma, peculiar del jardinero, y no pude dejar de preguntarme si aquel aroma no era intenso en demasía. No obstante, uno se acostumbra a todo, y así, al cabo de quince minutos, semejante conjunto de perfumes me complacía ya más que lo contrario. Como a la media hora, una dulce somnolencia empezó a descender sobre mí.

Y a los treinta y cinco minutos la puerta se abrió y la tan familiar linterna brilló de nuevo.

—¡Ah! —dijo el sargento Voules.

El guardia Dobson dijo lo mismo.

Comprendí que era ya ocasión de mostrarme enérgico con aquellos dos latosos. No es que me guste dificultar la acción de la policía, pero si la policía se dedica a rondar la casa de un pacífico ciudadano interrumpiéndole siempre en el momento justo de conciliar el sueño, el dificultar su acción no es sino una cosa muy lógica.

—Bien —exclamé, con cierta aristocrática imperiosidad—. ¿Qué pasa ahora?

El guardia Dobson empezaba a describir a su tío que me había visto en la oscuridad y seguídome, cauto como un leopardo, y Voules, que era hombre que sabía hacer guardar las distancias a sus sobrinos, empezaba a su vez a contestarle que él había sido el primero en verme y en seguirme, tan leopárdicamente cauteloso como él; pero mis vigorosas palabras los redujeron a repentino silencio.

—¿Es usted otra vez, señor Wooster? —preguntó Voules con voz que me sonó un tanto extraña.

—¡Sí, lo soy, maldita sea! ¿Quieren decirme a qué viene este incesante husmear? ¡Así no es posible que le dejen dormir a uno!

—Lo siento mucho, señor. No se me ocurrió que pudiera ser usted.

—¿Por qué no?

—Porque dormir en un cobertizo…

—¿Negará usted que el cobertizo es mío?

—No, señor. Pero parece curioso…

—¿Qué hay de curioso en esto?

—El tío Ted quiere decir extraño, señor Wooster.

—Déjate de adivinar las intenciones del tío Ted. Y no me llames tío Ted estando de servicio. Queríamos decir, señor, que nos parecía algo original.

—No puedo coincidir con su opinión, sargento —expuse severamente—. Tengo derecho a dormir donde se me antoje, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Exacto. Podía haber sido en la carbonera. O a la puerta de casa. Da la casualidad de que ha sido en este cobertizo. Y ahora, sargento, le agradecería que se retirase. A este paso no voy a dormirme hasta que sea de día.

—¿Se propone pasar aquí el resto de la noche, señor?

—Ciertamente. ¿Por qué no?

La victoria era mía. Voules quedó desconcertado.

—Desde luego, no veo razón para que, si lo desea… Pero me parece…

—Extraño —dijo Dobson.

—Original —dijo Voules—. Me parece original que, teniendo usted una cama…

Le interrumpí en seco, harto ya.

—No soporto las camas. Las odio. No las he tolerado nunca.

—Bien, señor. —E hizo una pausa—. Ha hecho un día muy caluroso, ¿verdad?

—Mucho.

—Mi sobrino ha estado a punto de coger una insolación. ¿Verdad, guardia?

—Sí —dijo Dobson.

—Llegó a casa con la cabeza loca.

—¿Sí?

—Sí. Casi desbarraba.

Resolví explicarle sin exceso de brusquedad que la madrugada no era momento oportuno para tratar de la salud de su sobrino.

—Otro día me hablará del estado clínico de toda su familia —indiqué—. De momento deseo quedar solo.

—Sí, señor. Buenas noches, señor.

—Buenas noches, sargento.

—¿Me permite preguntarle, señor, si no siente una especie de ardor en las sienes?

—No entiendo.

—¿No le duele la cabeza, señor?

—¡Ya empieza a dolerme!

—¡Ah! Muy bien, muy bien. Le repito las buenas noches, señor.

—Buenas noches, sargento.

—Buenas noches, señor.

—Buenas noches, guardia.

—Buenas noches, señor.

Cerraron la puerta suavemente. Les oí cuchichear durante unos segundos, como dos especialistas que se consultan en voz baja a la puerta de un enfermo. Luego parecieron alejarse, porque todo quedó silencioso. Sólo se oía el romper de las olas en la orilla. Y por Dios que aquel rumor ejercía un efecto tan sedante que, a los diez minutos de empezar a hacerme a la idea de no poder conciliar el sueño más en mi vida, me dormí tan dulcemente como un niño chupando el biberón.

Pero no por largo rato. ¿Cómo podría suceder ello en Chuffnell Regis, una aldea que contenía más investigadores por pie cuadrado que cualquier otro lugar de Inglaterra? Mis primeros recuerdos posteriores a dormirme sobrevinieron cuando me sentí cogido por un brazo.

Me incorporé. Allí estaba otra vez la linterna de marras.

—¡Escuchen…! —empecé, con generoso brío.

Pero las palabras se helaron en mi boca. El tipo que me sujetaba el brazo era Chuffy.