La actitud de los individuos que encuentran a una muchacha en su dormitorio varía según los caracteres. A unos les agrada. A otros no. A mí no me gusta. Esto debe atribuirse a algún toque de mezcla puritana en la sangre de los Wooster. Me erguí, censuratorio, y dirigí una severa mirada hacia el lecho. Una mirada inútil, desde luego, porque estábamos totalmente a oscuras.
—¿Qué… qu… qué…?
—No pasa nada.
—¿Nada?
—Nada.
—¡Oh! —dije.
No oculto que lo dije con acritud. A propósito.
Me incliné para recoger la bujía y en el acto exhalé un grito.
—No chilles así.
—¡Hay un cadáver en el suelo!
—No lo hay. Lo habría visto yo.
—Te digo que lo hay. Me he inclinado a recoger la vela y tocado una cosa fría, inmóvil y estremecedora.
—Es mi traje de baño.
—¿Tu traje de baño?
—¿Crees que he venido en avión?
—¿Has llegado a nado desde el yate?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Hace media hora.
Según mi práctica y sensata costumbre, fui derecho al nudo de la cuestión, preguntando:
—¿Por qué?
Se oyó crepitar una cerilla y se encendió una bujía junto a la cama. Una vez más pude observar mi pijama y convencerme de lo muy elegante que era. Paulina tenía una tez más bien morena y aquel pijama color de heliotropo le sentaba maravillosamente. No me duelen prendas y siempre doy a cada uno lo que le corresponde.
Así, dije:
—Te sienta muy bien esa prenda.
—Gracias.
Apagó la cerilla y me miró escrutadora.
—¿Sabes, Bertie, que deberían tomarse contigo ciertas medidas?
—¿Eh?
—Deberías estar encerrado en una casa de…
—Ya lo estoy —repliqué, fría e ingeniosamente—. En la mía. Y lo que me interesa saber es lo que haces tú en ella.
Con femenil astucia, eludió la contestación.
—¿Por qué demonio se te ocurrió besarme delante de papá? No empieces a asegurarme que te arrebató mi radiante belleza. No; las cosas están bien claras y ahora comprendo por qué Sir Roderick dijo a papá que no te debía dejar andar suelto por el mundo. ¿Qué te pasó antes en el jardín? ¿Sufriste un acceso…?
Los Wooster somos acerbos cuando nos tratan así. Repuse con aspereza:
—El incidente a que aludes es fácil de explicar. Creí que era Chuffy.
—¿Quién creíste que era Chuffy?
—Tu padre.
—Si tratas de insinuar que Marmaduke se parece a papá, estás más loco que un cencerro —dijo ella, con tanto calor como yo.
Comprendí que no era gran admiradora de la apostura de su padre, y no me pareció descabellada su opinión.
—Además —siguió—, no entiendo lo que quieres dar a entender.
Yo me expliqué:
—Quería que Chuffy, viéndome abrazarte, ardiese en generoso fuego y resolviese declararse a ti, por el temor de perderte en caso de no hacerlo.
La joven se suavizó.
—No tratarás de decirme que eso se te ocurrió a ti, ¿eh?
—Se me ocurrió a mí —repliqué, algo embarazado—. No comprendo esa manía de todos de creer que no puedo tener ideas sin ayuda de Jeeves.
—Pues entonces fuiste muy amable.
—Los Wooster somos amables, amabilísimos, cuando está en juego la dicha de un camarada.
—Ahora comprendo por qué te dije que sí en Nueva York —murmuró ella, reflexionando—. Hay en ti una cierta dulzura, una suavidad semejante a la de un patito de lana. De no estar tan loca por Marmaduke, puede que me casara contigo, Bertie.
—¡No, no! —exclamé, con cierta alarma—. No es eso lo que quise decir.
—No, no voy a casarme contigo. Voy a casarme con Marmaduke. Por eso estoy aquí.
—Hablemos de eso —repuse—. Ya volvemos al punto sobre el cual deseo explicaciones. ¿Por qué diablos has venido a nado desde el yate? ¿Por qué has invadido mi hogar? ¿Por qué?
—Porque necesitaba estar en algún sitio hasta que encontrase ropas. No iba a ir a casa de Marmaduke en traje de baño.
Comencé a comprender el curso de sus ideas.
—¿Vienes a reunirte con Chuffy?
—Claro. Mi padre me retenía prisionera en el yate, y esta noche tu criado Jeeves…
—Mi ex criado Jeeves —precisé.
—Eso. Tu ex criado Jeeves llegó con una carta de Marmaduke. ¡Ay, muchacho!
—¿Qué quieres decir con «¡Ay, muchacho!»?
—¡Qué carta! Lloré tanto como para llenar un cubo.
—Una carta ardorosa, ¿eh?
—Hermosísima. Muy poética.
—¿Sí?
—Sí.
—¿La carta?
—Sí.
—¿La carta de Chuffy?
—Sí. ¿Por qué te extrañas?
Me sentía extrañado, en efecto. El buen Chuffy era un gran chico, pero yo no juzgaba que su punto fuerte fuese el escribir tales cartas. Claro que no había que olvidar el hecho de que, en general, siempre que él y yo nos veíamos, Chuffy consagraba sus actividades a comer chuletas o a maldecir caballos por no correr bastante de prisa. En esas ocasiones el lado poético de un hombre queda escondido.
—Así que la carta te conmovió, ¿eh?
—Más que conmoverme. He comprendido que no puedo pasar un solo día sin verle. ¿De quién es ese poema en que una mujer espera a su amante, que es un genio o un demonio?
—Jeeves debe saberlo.
—De seguro. Por cierto que ese Jeeves es simpatiquísimo.
—¿Te has franqueado con él?
—Sí. Y le dije que iba a venir aquí…
—¿No procuró impedírtelo?
—Al contrario. Me estimuló a ello.
—¿Es posible?
—Me gustaría que le hubieses visto entonces. ¡Una sonrisa más amable! Aseguró que a ti te encantaría ayudarme.
—¿Sí?
—Te elogió mucho.
—¿Sí?
—Mucho. Recuerdo bien sus palabras: «El señor Wooster, señorita, acaso mentalmente sea poco apreciable, pero tiene un corazón de oro». Me lo dijo así mientras me descolgaba por la borda con una cuerda, después de cerciorarse de que no había peligro a nuestro alrededor. Yo no podía tirarme de cabeza, porque el ruido del agua…
Me mordí los labios, disgustado.
—¿Qué diablos quiso Jeeves insinuar con eso de «mentalmente poco apreciable»?
—Es fácil de comprender. Que tienes la cabeza a pájaros.
—¡Ah… hum!
—¿Estás constipado?
—No estornudaba. He dicho «¡Ah… hum!».
—¿Por qué?
—¿Por qué? —repuse, muy molesto—. ¿Qué menos puede uno decir que «¡Ah… hum!» cuando el ex criado de uno se dedica a contar a la gente que uno es mentalmente poco apreciable?
—Pero añadió que tenías un corazón de oro.
—No hace al caso el corazón de oro. La cosa es que mi criado, mi ex criado, el hombre a quien he considerado tiempo y tiempo más como una persona de la familia que como un sirviente, se dedica a decir al prójimo que soy mentalmente poco apreciable, y además me llena la alcoba de mujeres…
—¡Bertie! ¿Estás enfadado?
—¡Enfadado!
—Me lo parecía. Y no veo el motivo. Creo que debía satisfacerte poder prestarme tu ayuda para reunirme con el hombre a quien amo. Puesto que tienes ese corazón de oro…
—Aquí no tiene nada que ver mi corazón de oro. Hay muchas personas que tienen un corazón de oro y se sentirían muy indignadas encontrando en su alcoba a una muchacha, a estas horas de la noche. Porque lo que ni tú ni Jeeves habéis considerado al trazar vuestros insanos proyectos, es que yo tengo una reputación que conservar y un nombre inmaculado al que he de mantener en su prístina pureza. Y eso no es fácil de conseguirlo cuando hay muchachas que irrumpen en el cuarto de uno a medianoche, sin pedir permiso siquiera, y se apoderan de los pijamas que hallan a mano…
—¿Querías que me acostase con el traje de baño, todo húmedo?
—… Muchachas que además se acuestan en la cama de uno…
—¡Ah! —exclamó Paulina—. ¿Sabes lo que me recuerda eso? El cuento de los tres osos. ¿No te lo contaron de niño? ¿No era el oso grande el que decía: «Hay alguien en mi cama…»?
Fruncí, meditabundo, el entrecejo.
—Creo que se hablaba algo de un potaje. «¿Quién se ha comido mi potaje?».
—Tengo la seguridad de que se trataba de una cama.
—¿De una cama? No recuerdo ninguna cama. En cambio, de lo del potaje, estoy absolutamente… Pero ya nos alejamos de lo esencial. Estaba diciéndote que un soltero de reputación íntegra, como yo, es natural que se quede atónito al encontrar en su lecho muchachas vestidas con pijamas de color heliotropo.
—Pues me has dicho que me sentaba bien.
—Y es verdad.
—Que estaba guapa con él.
—Estás guapa con él, pero otra vez esquivas lo importante. Lo importante es…
—¿Cuántas cosas importantes encuentras tú en esto? Llevo contadas lo menos una docena.
—Hay una sola, que me estoy esforzando en hacerte comprender. Hablando en plata, dime lo que pensaría la gente si te encontrasen aquí.
—Pero no me encontrarán.
—¿Lo crees así? ¿Y Brinkley?
—¿Quién es Brinkley?
—Mi criado.
—¿Tu ex criado?
—Mi nuevo criado. Mañana a las nueve me traerá el té.
—No veo ningún mal en eso.
—Lo traerá a este cuarto. Se acercará al lecho. Lo pondrá sobre la mesilla.
—¿Para qué?
—Para que yo tenga bien a mano la taza.
—¡Ah! Quieres decir que pondrá el té sobre la mesilla. Creí que era el lecho lo que iba a poner sobre ella.
—No he dicho tal cosa.
—Lo has dicho. ¡Y muy claramente!
Traté de hacer entrar en razón a la muchacha.
—Escucha, hija, Brinkley no es un patán. Es un sirviente educado y nunca se tomaría la libertad de poner un lecho encima de una mesilla de noche. ¿Y por qué había de hacerlo? Ni siquiera se le ocurrirá tal idea. Porque…
Ella interrumpió mi razonamiento.
—Espera un poco. ¡Tanto hablar sobre Brinkley y aquí no hay ningún Brinkley!
—Hay un Brinkley. Y que un Brinkley entre a las nueve de la mañana con el desayuno, y te encuentre en la cama, es cosa susceptible de promover un escándalo que haga vacilar a la Humanidad sobre sus cimientos.
—Quiero decirte que ese Brinkley no está en la casa.
—Sí está en la casa.
—Pues entonces debe ser sordo. He hecho suficiente ruido para despertar a seis criados a la vez. Además de haber roto el cristal de una ventana de un cuarto trasero…
—¿Has roto el cristal de una ventana?
—¿Cómo iba a entrar, si no? Es la ventana de una especie de alcoba del piso bajo.
—El dormitorio de Brinkley.
—Pues no estaba allí.
—¿Cómo demonios no va a estar? Le di permiso para pasar la velada fuera, pero no la noche.
—Ya comprendo. Se habrá emborrachado en algún sitio y no volverá en varios días. Papá tenía un criado que hizo eso una vez. La tarde de un 4 de abril salió con permiso de nuestra casa de la calle 67, en Nueva York, vistiendo sombrero «Derby», guantes grises y un traje nuevo, y la primera noticia que tuvimos de él fue un telegrama expedido el 10, en Portland, Oregón, diciendo que se había retrasado algo y volvería pronto. Eso debe pasarle a Brinkley.
Confieso que la sugestión me pareció no poco confortadora.
—Esperémoslo así —dije—. Realmente, si trata de ahogar todas sus penas en vino, necesitará para ahogarlas semanas enteras. Porque, a juzgar por su cara…
—Ya ves que estás haciendo un monte de lo que no merece la pena. Como siempre digo yo…
Pero no tuve el placer de oír lo que siempre decía ella. Porque en aquel momento se interrumpió, lanzando un grito agudo. Habían llamado a la puerta de la casa.