VI

Pasó un considerable intervalo antes de que Jeeves volviera con las provisiones de boca. Me lancé sobre ellas con cierta premura.

—Ha tardado usted endiabladamente.

—Es que, siguiendo sus instrucciones, señor, estuve escuchando junto a la ventana.

—¡Ah! ¿Y con qué resultado?

—No he oído nada que proyecte luz sobre los propósitos del señor Stoker concernientes a la compra de la casa, pero me parece que está en buena disposición, señor.

—Eso promete. Stoker se muestra afable, ¿eh?

—Sí, señor. Invitó a todos los presentes a una reunión en su yate.

—¿Así que se queda aquí?

—Por algún tiempo, señor. Parece que la máquina del barco tiene no sé qué avería.

—Probablemente Stoker la habrá mirado. Y ya se sabe que sólo con verla… ¿Cuál es el motivo de la reunión?

—Resulta que mañana es el cumpleaños del niño Dwight Stoker, señor. Parece que la reunión tendrá por objeto conmemorar tan fausta fecha.

—¿Y fue bien recibida la sugestión?

—Extremadamente bien, señor. No obstante, el joven Seabury pareció mostrar cierto disgusto cuando el joven Dwight apostó a que ésa sería la primera vez que el referido Seabury visitase un yate.

—¿Qué dijo Seabury?

—Que había visitado millones de yates. O, más exactamente, la palabra que empleó fue trillones.

—¿Y qué más?

—A juzgar por cierto ruidillo nasal que emitió, juzgo que Dwight acogió con escepticismo esa aserción, señor. Pero en aquel momento el señor Stoker calmó las turbulentas aguas anunciando que se proponía contratar la orquesta negra para que actuase en la reunión. Parece que Su Señoría había mencionado el hecho de que se hallaba en Chuffnell Regís dicha orquesta.

—¿Y, así, todo se arregló?

—Todo, señor. Sólo que Seabury dijo que apostaba a que Dwight no había oído nunca tocar a una orquesta negra. Fundándome en un comentario hecho poco después por Su Señoría, entiendo que el joven Dwight lanzó una patata a la cabeza del joven Seabury, con lo cual el estado de cosas amenazo durante un rato con trocarse en una situación algo desagradable.

Restallé la lengua.

—Me gustaría que alguien atase juntos a esos dos rapaces. ¡Sería muy divertido!

—La dificultad se despejó pronto, señor. Cuando me alejé, todos estaban muy contentos. Dwight afirmaba que había tirado la patata sin querer y esta excusa fue acogida con amabilidad.

—Pues ahora procure oír algo más.

—Muy bien, señor.

Terminé mis bocadillos y mi media botella y encendí un cigarro, lamentando no haber pedido a Jeeves un poco de café también. Pero a Jeeves sobra decirle cosas así. A su debido tiempo reapareció con una taza humeante.

—La comida acaba de terminar.

—¿Y ha hablado usted con Paulina?

—Sí, señor. Le he manifestado que usted deseaba decirle dos palabras y de aquí a unos momentos se hallará en este lugar.

—¿Y por qué no ahora?

—Su Señoría entabló una conversación con la joven inmediatamente después de transmitir yo el mensaje de usted.

—¿Y ha dicho usted a Chuffy que venga también?

—Sí, señor.

—Malo, Jeeves… Vendrán juntos.

—No, señor, porque puedo parar un momento a Su Señoría cerca de aquí, con cualquier pretexto.

—¿Por ejemplo?

—Sugerir a Su Señoría la conveniencia de comprar algunos calcetines nuevos, señor.

—¿Sí? Cuando empieza usted a proponer compras de calcetines se pasa charlando una hora. No lo haga así hoy. Quiero arreglar esto en seguida.

—Comprendo, señor.

—¿Cuándo ha hablado usted a Paulina?

—Hace unos quince minutos, señor.

—Es raro que no haya venido. ¿De qué estarán tratando?

—No puedo decirlo, señor.

—¡Ah!

Una visión blanca aparecía entre los arbustos. A los pocos instantes llegó Paulina. Se me figuró más bella que nunca. Sus ojos, en particular, lucían como dos estrellas iguales. Pero todo esto no me hizo olvidar que no era yo, sino Chuffy, quien debía casarse con ella. Es curioso que haya chicas que den literalmente el golpe y, sin embargo, le hagan a uno sentir a la vez que sería una catástrofe convertirse en su marido. La vida es así, ¿no?

—Hola, Bertie —dijo Paulina—. ¿Qué era eso de que tenías jaqueca? Porque no parece que hayas comido mal, a pesar de todo.

—Se me ocurrió que podía tomar un piscolabis…, ¿Quiere llevarse estas cosas, Jeeves?

—Muy bien, señor.

—Y no olvide que si Su Señoría desea hablarme estoy aquí.

—No, señor.

Recogió bandeja, botella y taza y esfumóse. No puedo decir si me contrarió o no verle alejarse. Porque me sentía un poco inquieto. Preocupado, ¿comprenden? En ascuas. Para darles una idea de mi estado, les diré que me encontraba poco más o menos como cuando salí a cantar Sonny Boy en un círculo parroquial del East End.

Paulina, tomando mi brazo, empezaba a transmitirme una comunicación.

—Bertie… —decía.

Pero entonces avisté la cabeza, de Chuffy por encima de un arbusto y comprendí que había llegado el momento de obrar. Esas cosas o se hacen pronto o no se hacen. Enlazando a la joven con mis brazos, incliné los labios, que fueron a dar en la ceja derecha de Paulina. Confieso que aquel beso no resultó de los más hábiles, pero la cosa era el beso en sí, fuese como fuera, y en todo caso debía producir efecto.

Y lo hubiera producido si el tipo que sobrevenía más allá del arbusto fuese Chuffy. Pero no lo era. Yo había visto un sombrero flexible por encima del follaje y juzgado que se trataba del de Chuffy. Mas había cometido un desliz. El sombrero pertenecía al viejo Stoker y éste fue quien compareció ante nosotros, haciéndome sentir presa de cierto embarazo.

Yo había incurrido, compréndanlo, en una torpeza bastante regular. Tenía ante mí a un inquieto padre que agregaba a su antipatía por mí la idea de que su hija estaba locamente enamorada de Bertram Wooster, y al salir a dar un paseíto después se comer se encontraba con los dos estrechamente abrazados. Ello bastaba para enfurecer a cualquiera, y no me extrañó que su conducta se asemejase a la del férreo Cortés mirando al Pacífico[2]. Un sujeto con cincuenta millones de dólares en la faltriquera no necesita andarse con contemplaciones. Si quiere lanzar a un tipo una mirada atravesada, se la lanza. Y me la lanzó. En sus ojos se leían alarma y angustia. Comprendí que las suposiciones de Paulina sobre la opinión de su padre respecto a nosotros eran fundadas.

Por fortuna la cosa no pasó a mayores. Dígase lo que se quiera contra la civilización, ésta es cosa muy oportuna en momentos de esa índole. Sin duda es un código puramente artificial el que prohíbe a un padre dar un puntapié al ciudadano que besa a su hija, cuando todos se hallan en casa ajena, pero en aquel momento me sentí muy partidario de todos los códigos artificiales habidos y por haber.

Por un momento los dedos de aquel hombre se crisparon y pareció que el ser primitivo que latía en J. Washburn Stoker iba a salir a la superficie. Mas luego la civilización prevaleció. Con una mera mirada, llevóse a Paulina y un momento después me encontré solo y en libertad de dar por terminada la cosa.

Y así procuraba hacerlo, con ayuda de un aplacador cigarrillo, cuando Chuffy aterrizó en mi selvática soledad. También él parecía inquieto por alguna cosa, porque tenía los ojos notoriamente desorbitados.

—Oye, Bertie —dijo sin preámbulos—, ¿qué es eso de que me acabo de enterar?

—¿De qué te has enterado?

—De que Paulina y tú habéis estado prometidos.

Arqueé una ceja. Me pareció que procedía obrar con un poco de mano de hierro. Cuando se nota que un tipo va a ponerse severo con uno, es conveniente ponerse severo con él antes.

—No te comprendo, Chuffy —repuse, digno—. ¿Querías que te mandase una postal diciéndotelo?

—Podías habérmelo dicho esta mañana.

—No veo para ello razón alguna. ¿Cómo lo has sabido?

—Lo mencionó Sir Roderick Glossop.

—¡Ah, sí! Pues es una autoridad en la materia. Él fue quien echó a rodar el asunto.

—No te entiendo.

—Ese Glossop estaba en Nueva York cuando yo, y en un momento habló con el viejo Stoker y le persuadió de que lo desbaratara todo. Entre la declaración y la ruptura sólo mediaron cuarenta y ocho horas.

—¿Lo juras? —dijo Chuffy, mirándome fijamente.

—Sí.

—¿Sólo cuarenta y ocho horas?

—Menos.

—¿Y no hubo nada entre vosotros?

Su acento no era muy amistoso. Empecé a comprender que en el hecho de que fuera Stoker y no Chuffy, quien había presenciado el reciente abrazo, tenía una considerable intervención el ángel tutelar de los Wooster.

—Nada.

—¿Estás seguro?

—Nada que valiese la pena. Tranquilízate, muchacho —le exhorté, dándole una palmada en el hombro, con el talante benévolo de un hermano mayor—. Sigue los dictados de tu corazón y no temas. La chica bebe los vientos por ti.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Ella.

—¿Ella misma?

—En persona.

—¿Me quiere de verdad?

—Creo que con pasión.

Una expresión de alivio apareció en la preocupada faz del tipo y sus facciones se suavizaron.

—Entonces, bien. Siento haberme puesto algo duro hace unos instantes. Cuando un individuo se promete a una muchacha, es algo desconcertante descubrir que ella ha estado prometida con otro dos meses atrás. Me sentí atónito.

—¿Sois novios? ¿Desde cuándo?

—Desde un momento después de comer.

—Pero ¿y Wotwotleigh?

—¿Quién te ha hablado de Wotwotleigh?

—Jeeves. Me dijo que la sombra de Wotwotleigh gravitaba sobre ti como una sombría nube.

—Jeeves habla más de la cuenta. Además, Wotwotleigh no tiene nada que ver con esto. Poco antes de declararme a Paulina, su padre me había dicho que estaba decidido a comprarme la casa.

—¿De verdad?

—En absoluto. Creo que ha sido gracias al oporto. He sacado uno del año 85.

—Has hecho muy bien. ¿Ha sido tuya la idea?

—No, de Jeeves.

No pude contener un doloroso suspiro.

—Jeeves es una maravilla.

—Un prodigio.

—Qué cerebro.

—Más poderoso que el de cualquier otro hombre, sin duda.

—Como que se alimenta de mucho pescado. Es lástima que tenga tan mal oído para la música —comenté, tristemente.

Y luego procuré olvidar mis pesares para pensar sólo en el contento de Chuffy. Dije con cordialidad:

—Me alegro mucho de lo tuyo. Te deseo que seas muy feliz. Puedo asegurarte sinceramente que siempre he considerado a Paulina como una de las novias mejores que he tenido.

—Te agradecería que dejases de pregonar tanto eso de tu noviazgo.

—Bueno.

—Yo me esfuerzo en olvidarlo.

—Bueno.

—¡Cuando pienso que te has hallado en situación de poder…!

—Pero no pude. No olvides que el noviazgo sólo duró dos días, en el curso de los cuales estuve en cama con un constipado.

—Pero cuando te dijo que te aceptaba, tú…

—No, porque en aquel momento entró un camarero con una bandeja de bocadillos y se disipó la oportunidad.

—¿Entonces, nunca…?

—Absolutamente nunca.

—Ella debía estar trastornada. Muy fuera de sus cabales. Porque, me pregunto yo, ¿qué motivos pudo tener para decirte que sí?

Me consta que poseo un no sé qué, que hace vibrar una cuerda emocional en el corazón de ciertas mujeres enérgicas. Tal fue el caso cuando me hice novio de Honoria Glossop. Me sorprendió no poco que Chuffy no lo comprendiera.

—Una vez consulté a un entendido —dije—, y me aseguró que el verme flotante por el mundo como una oveja extraviada, despierta el instinto maternal de la mujer. Puede que haya algo de eso.

—Posible —convino Chuffy—. Ea, me voy. Supongo que Stoker querrá hablarme sobre la compra de la casa. ¿Vienes?

—No, gracias. No siento unos deseos frenéticos de afrontar a tus invitados. Puedo resistir a la tía Mirtila, y hasta a Seabury, pero añádeles Glossop y Stoker y el conjunto es excesivo para Bertram. Voy a darme un paseo por tus tierras.

Aquellas tierras, o predio, de Chuffy eran un sitio excelente y hermoso, y presumí que no sin algún disgusto debía su propietario verlos pasar a manos ajenas para convertirse en un manicomio particular. Aunque también juzgué que cuando se halla en un lugar así, año tras año, sin otros vecinos cercanos que una tía Mirtila y un primo Seabury, se acaba perdiendo el gusto por la propiedad.

Pasé dos agradables horas errando por el parque y, ya muy entrada la tarde, la imperiosa necesidad de una taza de té me hizo regresar hacia la puerta posterior del edificio, donde me parecía probable encontrar a Jeeves.

Una fregona me condujo al alojamiento de mi ex criado, y allí me instalé sintiendo la tranquilizadora certidumbre de que me esperaban una humeante tetera y una tostada con manteca. El feliz desenlace de que Chuffy me informara recientemente inducía al optimismo, y una taza de té y una buena rebanada de pan con manteca pondrían sin duda el adecuado colofón a mi contento.

—Incluso creo, Jeeves —dije—, que unos cuantos bollitos no estarían de más en tan señalada ocasión. Es muy satisfactorio saber que el alma de Chuffy, tan duramente maltratada por la tempestad, ha llegado al fin a puerto seguro. ¿Sabe usted que Stoker ha prometido comprar la casa?

—Sí, señor.

—¿Y lo del noviazgo?

—Sí, señor.

—El buen Chuffy debe de estar en la gloria.

—No del todo, señor.

—¿Eh?

—Siento decir, señor, que existe algo semejante a una dificultad.

—¿Cómo? ¿Se han peleado ya?

—No, señor. Las relaciones de los prometidos siguen siendo uniformemente cordiales. Con quien Su Señoría está en términos algo tirantes es con el señor Stoker.

—¡Dios mío!

—Sí, señor.

—¿Qué ha ocurrido?

—El origen del conflicto ha sido una pugna física entre los jóvenes Dwight y Seabury. Creo haberle dicho ya, señor, que en la comida aprecié cierta falta de mutua simpatía entre ambos muchachos.

—Pero me dijo…

—Sí, señor. Las cosas se arreglaron temporalmente, mas resurgieron de nuevo unos cuarenta minutos después de la comida. Los dos niños fueron juntos al cuarto de jugar, y parece que allí el joven Seabury se esforzó en exigir al joven Dwight la suma de un chelín y seis peniques en concepto de lo que él denominaba ayuda.

—¡Es brutal!

—Sí, señor. Tengo entendido que el joven Dwight, con expresiones muy vehementes, se negó al sablazo, según creo que suele decirse, y, de una palabra en otra, se llegó al resultado de que a las tres y media se percibieron, procedentes del cuarto de jugar, sonidos delatores de una refriega. Y habiendo subido los adultos al lugar del suceso, hallaron a los jóvenes en el suelo, rodeados por los restos de un tocador de China que habían derribado en su pendencia. Al llegar las personas mayores, el joven Dwight parecía llevar ventaja, ya que se hallaba sentado sobre el pecho de su contrincante y le golpeaba la cabeza contra la alfombra.

Para dar a ustedes una idea de la grave inquietud que me produjo la noticia, baste decirles que mis sentimientos no fueron los de la lógica alegría que debiera producirme el saber que alguien aplicaba al fin a Seabury el merecido a que se había hecho antes acreedor, sino los de un abatimiento desconsolado. Vi en seguida a qué iba a conducir aquello.

—¡Dios mío, Jeeves!

—Sí, señor.

—¿Qué pasó después?

—La acción se generalizó, si vale la frase.

—¿Qué? ¿Entró en combate la vieja guardia?

—Sí, señor. Y tomó la iniciativa Lady Chuffnell.

Emití un gruñido.

—No me extraña, Jeeves. Siempre me ha dicho Chuffy que la actitud de esa mujer respecto a su hijo es la de una tigresa respecto a su cachorro. Por defender a Seabury se ha sentido siempre inclinada a dar de puntapiés al mundo en pleno, añadiendo un codazo en el estómago. He oído temblar de emoción la voz Chuffy, al contarme que, antes de que él los mandase a vivir en la casa del parque, ella, en el desayuno, elegía siempre el huevo mejor y se lo daba al mocoso. Pero continúe.

—Al advertir la situación, Lady Chuffnell lanzó un grito agudo y golpeó con considerable energía la mejilla derecha del joven Dwight.

—Y entonces, por supuesto…

—Precisamente, señor. El señor Stoker, abrazando la causa de su hijo, dirigió un poderoso puntapié al joven Seabury.

—¿Y lo recibió el pequeño Seabury? ¡Dígame que sí, Jeeves!

—Sí, señor. Estaba incorporándose en aquel momento y se hallaba en magnífica posición para encajar el puntapié. Un instante después surgió un violento altercado entre Lady Chuffnell y el señor Stoker. Lady Chuffnell llamó en su socorro a Sir Roderick y éste (aunque algo a regañadientes, según me pareció) hubo de auxiliar en el combate a dicha dama. Se dijeron palabras muy acaloradas, y el desenlace de todo fue que el señor Stoker, con mucho fuego, informó a Sir Roderick de que si éste creía que, después de lo sucedido, el mencionado señor Stoker iba a comprar el palacio de Chuffnell, el antedicho Sir Roderick padecía un grave error.

Hundí la cabeza entre las manos.

—Después…

—Siga, siga, Jeeves. Ya lo veo todo.

—Sí, señor. Convengo con usted en que el asunto tiene algo de la sombría infalibilidad de la tragedia griega. Al oír aquello, Su Señoría, que hasta entonces se había limitado a escuchar con inquietud, exhortó al señor Stoker a que rectificase sus expresiones. Su Señoría opinaba que, habiéndosele dado palabra de compra, el señor Stoker, como hombre de honor, no podía incumplir esa palabra. Y como el señor Stoker respondiera que le tenía sin cuidado lo que hubiese prometido o dejado de prometer, añadiendo que no gastaría un solo penique en el sentido indicado, lamento decir que Su Señoría se expresó en términos algo fuertes.

Exhalé un par de desolados gruñidos. Yo sabía de lo que era capaz el buen Chuffy cuando se irritaba. Le había oído expresarse pilotando el bote de su colegio, en Oxford.

—¿Qué? Increpó a Stoker, ¿eh?

—Muy vigorosamente, señor. Expuso con extrema sinceridad su opinión sobre el carácter, probidad comercial y aun fisonomía del señor Stoker.

—Eso sería el toque final.

—Creo que se ha producido cierta frialdad, en efecto, señor.

—¿Y luego?

—Así concluyó la deplorable escena, señor. El señor Stoker se volvió al yate con sus hijos. Sir Roderick se ha ido a la fonda del pueblo a buscar habitación para instalarse. Lady Chuffnell está aplicando árnica al joven Seabury, en su dormitorio. Y creo que Su Señoría se ha ido con el perro a pasear por el lado occidental del parque.

Medité.

—Cuando sucedió todo eso, ¿había dicho Chuffy a Stoker que se proponía casarse con su hija?

—No, señor.

—Pues no creo que pueda decírselo ahora.

—El anuncio no sería muy cordialmente recibido. Tal es mi criterio, señor.

—Tendrán que verse los novios a escondidas.

—Será un poco difícil, señor. Debía haberle mencionado el hecho de que, habiendo oído luego unas palabras entre el señor Stoker y su hija, he sacado la impresión de que ese caballero se propone recluirla en el yate mientras dure su obligada estancia en la bahía.

—¿No dice que no sabe lo del noviazgo?

—El motivo en que se funda el señor Stoker para aislar a su hija no es impedir que ésta se vea con Su Señoría, sino con usted, señor. El hecho de que usted la besase ha persuadido al señor Stoker de que ella sigue dedicando a su antiguo prometido el mismo afecto que en Nueva York.

—¿Está usted seguro de haberlo oído así?

—Sí, señor.

—¿Y cómo?

—Me hallaba hablando con Su Señoría junto a unos arbustos, y en el mismo momento se desarrolló al otro lado de ellos la plática entre padre e hija. Era imposible no oír los comentarios del señor Stoker.

Me sobresalté.

—¿Dice que estaba usted hablando con Chuffy?

—Sí, señor.

—¿Y oyó Chuffy todo eso?

—Sí, señor.

—¿Y lo de que yo había besado a Paulina?

—Sí, señor.

—¿Y no se indignó?

—Sí, señor.

—¿Y qué dijo?

—Algo relativo a sacarle a usted los intestinos de su sitio, señor.

Me enjugué la frente.

—Esto exige cuidadosa reflexión, Jeeves.

—Sí, señor.

—Aconséjeme, Jeeves.

—Creo, señor, que sería juicioso que tratase usted de persuadir a Su Señoría de que el beso que usted dio a la señorita era puramente fraternal.

—¿Fraternal? ¿Cree que eso valdría para algo?

—Entiendo que sí, señor. Al fin y al cabo, es usted un antiguo amigo de la joven. Es cosa muy comprensible que usted la besase fraternalmente para felicitarla al saber la noticia de su compromiso con un amigo tan íntimo de usted como Su Señoría.

Me levanté.

—Puede que eso dé resultado, Jeeves. Ahora le dejo. Necesito prepararme para la prueba con previa meditación.

—De aquí a un momento puedo traerle el té, señor.

—Ésta no es ocasión de tés, Jeeves. He de concentrarme y preparar la explicación antes de que llegue Chuffy. Seguramente me visitará pronto, ¿verdad?

—No me sorprendería, señor, que le encontrase esperándole en su casa.

Acertaba en absoluto. Apenas había yo cruzado el umbral cuando se proyectó fuera de una butaca un objeto agitado que resultó ser Chuffy en persona.

—¡Ah! —dijo entre dientes—. ¡Al fin llegas!

Su acento, sus modales, todo en él resultaba muy desagradable y turbador.

Esbocé una afectuosa sonrisa.

—Sí, llego. Lo sé todo. Jeeves me lo ha dicho. Es muy lamentable, muchacho. ¡Qué poco pensé, mientras besaba fraternalmente a Paulina, felicitándola por vuestro compromiso, que a poco iban a estallar tales complicaciones!

Siguió mirándome.

—Fraternalmente, ¿eh?

—De un modo esencialmente fraternal.

—Stoker no parece pensarlo así.

—¿Acaso no sabemos lo que es el viejo Stoker?

—¿Fraternal? ¡Hum!

Exterioricé una varonil contrariedad.

—Tal vez haya hecho mal en besarla…

—Has tenido la suerte de que yo no estuviera delante cuando lo hiciste.

—¡Pero, hombre! Ya sabes lo que le pasa a uno cuando alguien que ha sido compañero de colegio y Universidad de uno se compromete con una chica a la que uno considera como una hermana. Sin darse cuenta, uno…

Era notorio que en el ánimo de mi amigo se libraba una lucha. Gruñó un tanto, y paseó por la habitación un tanto y, hallando un taburete en su camino, lo alejó de un puntapié un tanto. Luego se calmó. Se advertía que la razón recuperaba su trono.

—Bien —dijo—. Pero en lo sucesivo déjate de esas fraternidades.

—Bueno.

—Desarráigalas de ti. Refrena tus impulsos.

—Sí.

—Si quieres tener hermanas, búscalas en otro sitio.

—Eso.

—No me gustaría, estando casado, entrar en casa y hallar en ejecución un acto fraternal.

—Te comprendo muy bien, muchacho. ¿Sigues proponiéndote casarte con Paulina?

—¿Qué si me propongo? ¡Claro que me propongo! Sería un jumento si desistiese de casarme con una chica así. ¿No crees?

—¿Y los escrúpulos de los Chuffnell?

—¿Qué diablos dices?

—Que, si Stoker no te compra la casa, volverás a encontrarte en la situación de antes, obligado a no declarar tu amor, y a dejar que el pensamiento de Wotwotleigh anide en secreto como una crisálida en su capullo, y…

Se encogió ligeramente de hombros.

—Bertie —dijo—, no me recuerdes unos tiempos en que yo era un perfecto idiota. ¡No sé cómo he pensado nunca cosas así! Puedes dar por hecho que mis opiniones han cambiado. Ahora me tiene sin cuidado no poseer un penique y que ella posea una enormidad. Si puedo juntar los siete chelines y seis peniques de la licencia y el par de libras precisas para pagar al ciudadano que nos case, la boda es, definitivamente, cosa hecha.

—Muy bien.

—¿Qué vale el dinero?

—Nada.

—El amor es el amor.

—Nunca has dicho cosa más cierta, muchacho. En tu lugar, yo escribiría a Paulina una carta expresándole esas opiniones. Ahora que ella ve tus finanzas en mal estado, puede temer que te vuelvas atrás.

—Lo haré. Y Jeeves le llevará la carta. Así no habrá posibilidades de que Stoker la intercepte.

—¿Tú crees posible…?

—¡Querido amigo! ¡Si ese Stoker es un intercepta-cartas de nacimiento! Se lee en sus ojos.

—No digo eso. Digo que cómo va Jeeves a llevar la carta.

—¿Y no te he explicado que Stoker quiere tomarle a su servicio y que se despida de mí? Cuando se lo propuso me pareció una enormidad; pero ahora conviene que Jeeves acepte y se vaya con él.

Comprendí la treta (¿o ardid?).

—Me hago cargo. Al amparo del pabellón de Stoker, Jeeves podrá ir y venir con libertad.

—Exacto.

—Y puede llevarle a ella una carta tuya, y una de ella a ti, y una de ti a ella, y una de ella a ti, y una de ti a ella, y una…

—Sí, sí. Has acertado. Luego, en el curso de esa correspondencia, nos daremos una cita. ¿Tienes alguna idea de cuánto tiempo lleva arreglar una boda?

—No estoy seguro. Creo que, con una licencia especial, pueden hacerse las cosas a la carrera.

—Recabaré una licencia especial. O dos. O tres. Ea, todo está arreglado. Me siento un hombre nuevo. Voy a hablar con Jeeves. Puede irse al yate esta misma noche…

Se interrumpió bruscamente. Su mirada se oscureció de nuevo. Me dirigió una escrutadora mirada.

—¿Me querrá realmente Paulina?

—¿No te lo ha dicho, hombre?

—Sí, me lo ha dicho. Pero ¿quién puede creer lo que dice una muchacha?

—¡Parece mentira, Chuffy!

—Son como niñas grandes. ¡A saber si no estaría burlándose de mí!

—Eres injusto, muchacho.

Reflexionó.

—Me parece algo raro que te permitiese besarla.

—La cogí de sorpresa.

—Podía haberte dado un bofetón.

—¿Por qué? Comprendió que mi abrazo era puramente fraternal.

—Fraternal, ¿eh?

—Totalmente fraternal.

—Puede ser —dijo Chuffy, dudoso—. ¿Tienes hermanas, Bertie?

—No.

—Y si las tuvieses, ¿las besarías?

—Muchas veces.

—Bien, bien… Bien; quizá no haya nada de extraño…

—¿Acaso no crees en la palabra de un Wooster?

—No sé. Recuerdo que una vez, la mañana siguiente a las regatas, cuando estudiábamos segundo en Oxford, dijiste ante un magistrado que te llamabas Eustaquio H. Plimsoll y vivías en «Los Laburnos», carretera de Alleyn, West Dulwich.

—Era un caso especial que requería medidas especiales.

—Sí, claro… Sí; bueno… Quizá tengas razón. ¿Me juras formalmente que no hay nada entre Paulina y tú ahora?

—Nada. Nos hemos reído cordialmente al evocar aquel momento de locura, en Nueva York.

—No me habías hablado de esa risa.

—Pues nos hemos reído… frecuentemente.

—¿Sí? En ese caso… Supongo… Bueno; voy a marcharme y a escribirle la carta…

Durante un rato después de marcharse Chuffy, permanecí sentado, con los pies encima de la chimenea, procurando calmar mi tensión anímica. En conjunto, el día había sido un tanto accidentado y me era preciso reposar de tantas emociones. El reciente intercambio de ideas con Chuffy me había desorganizado un poco los nervios. Y cuando Brinkley, entrando, me preguntó a qué hora me proponía cenar, la idea de sentarme, solo, ante una chuleta y unos fritos, en la desierta casa, no me sedujo. Me sentía inquieto, excitado.

—Voy a cenar fuera, Brinkley —dije.

Aquel sustituto de Jeeves me había sido enviado por una agencia de Londres, y debo decir que no respondía a la clase de sujeto que yo hubiese elegido de haber tenido tiempo para andar buscándolo en persona. No era en verdad el hombre de mis sueños. Tratábase de un ciudadano melancólico, con la cara larga, flaca y llena de granos; con ojos profundos y meditativos; con una acentuada aversión a la agradable cháchara entre amo y criado a que me acostumbrara Jeeves. Yo me había esforzado en establecer con Brinkley relaciones cordiales desde el principio, pero sin éxito. Exteriormente se mostraba muy respetuoso, pero se advertía de modo palmario que en el fondo soñaba con la revolución social y miraba a Bertram Wooster como un tirano y un opresor.

—Sí, Brinkley; voy a cenar fuera.

Nada dijo, limitándose a mirarme de arriba abajo como si me tomase la medida para saber en qué farol debía colgarme cuando llegara el momento.

—He tenido un día de mucho ajetreo y necesito luces y vino. Presumo que podré encontrar ambas cosas en Bristol. Y también se podrá ver algo en el teatro, ¿verdad? Bristol es una ciudad muy atractiva para darse una vuelta por ella.

Suspiró con fuerza. Aquella idea de pensar en su señor asistiendo al teatro no le seducía. Lo que él anhelaba en realidad era verme correr, Park Lane abajo, perseguido por una turba de revolucionarios, todos con cuchillos goteantes de sangre.

—Me llevaré el coche. Usted puede salir un rato, después de cenar.

—Muy bien, señor.

Prescindí de él. Aquel hombre me enojaba. Yo no tenía objeción alguna que formular a que proyectase matanzas en masa de burgueses, pero ¿por qué no las proyectaba sonriendo alegremente a la vez? Le despedí con un ademán y fui a sacar el coche.

Había cosa de treinta millas hasta Bristol, y me quedaba tiempo para tomar un buen bocado antes de ir al teatro. En éste resultó representarse una opereta que ya había visto yo en Londres; pero no me contrarió volver a presenciarla, y al regresar a casa me sentí animado y optimista.

Debía ser cosa de medianoche cuando volví a mi rústico retiro, y, sintiendo no pocas ganas de dormir, no perdí tiempo en encender luz para subir la escalera. Recuerdo que al abrir la puerta de mi alcoba pensaba ahincadamente en lo agradable que iba a serme poder echar un sueño, y me dirigí al lecho con una canción en los labios, por decirlo así. De repente un objeto se incorporó en la cama.

La bujía que había encendido al entrar en la estancia se me cayó de las manos y todo quedó sumido en tinieblas. Pero yo había visto ya lo suficiente.

El contenido de mi lecho, según se iba por él a mano derecha, consistía en Paulina Stoker vistiendo mi pijama color de heliotropo con un ribete dorado.