IV

Puedo asegurar que me encontré en un apuro. Era uno de los tragos más acerbos que probara en muchos años. Encontrar en Londres aquel fragmento del pasado hubiese sido ya bastante grave. Hallarlo allí, con la perspectiva de un alegre festín por delante, era endiabladamente peor. Procuré afrontar el drama con tanta gracia y cortesía como pude, pero la turbación sonrojaba mi faz y mi boca se abría en estertores agónicos.

Chuffy desempeñaba su papel de anfitrión simpático:

—¡Hola, hola, hola! ¡Ya están todos aquí! ¿Cómo está usted, señor Stoker? ¿Cómo está usted, Sir Roderick? Hola, Dwight. Bue… buenos días, señorita Stoker. Señor Stoker, le presento a mi amigo Bertie Wooster. Dwight, mi amigo Bertie Wooster. Señorita Stoker, mi amigo Bertie Wooster. Sir Roderick, mi amigo Bertie… ¡Ah, pero si veo que se conocen todos!

Yo me hallaba como cloroformizado. Convendrán ustedes conmigo en que el golpe era para abrumar a cualquiera. Miré a la multitud. El viejo Stoker me contemplaba. El viejo Glossop me contemplaba. El joven Dwight me contemplaba. Sólo Paulina no parecía encontrar turbadora la situación. Estaba tan serena como una ostra en su media concha. No lo hubiera estado más de habernos reunido de común acuerdo. Mientras Bertram no acertaba sino a iniciar un débil: «¿Có…co…co…mo estás?», ya ella se adelantaba de un salto, hablando con vehemencia y tendiéndome con afecto la mano.

—¡Bueno, bueno, bueno! ¡El amigo Wooster en persona! ¡Mira que encontrarte aquí, Bertie! Te telefoneé a tu casa, en Londres, pero me dijeron que te habías trasladado.

—Sí. He venido aquí.

—Ya lo veo, bobo. ¡Me alegro mucho! Y tienes muy buena cara. ¿Verdad que sí, papá?

Stoker parecía poco deseoso de erigirse en juez de la belleza masculina. Emitió un sonido semejante al de un cerdo cuando encuentra una col, pero no fue más lejos de aquello. Dwight, un niño solemne, me devoraba con la vista. Sir Roderick, que se había puesto encendido, comenzaba a adquirir un tono de tez más suave, pero aun así daba la impresión de que sus sentimientos se hallaban sometidos a una dura prueba.

En aquel momento sobrevino Lady Chuffnell. Era una de esas mujeres enérgicas que pueden ser comparadas en cuestión de capacidad de mando al capitán de un buque, y a la sazón manejó todas las cosas con tranquila eficiencia. Antes de que yo me diese cuenta de nada, los recién llegados estaban dentro y yo me hallé solo con Chuffy. Éste me miraba de un modo curioso y se mordía repetidamente el labio inferior.

—No sabía que conocieras a esa gente, Bertie.

—Me los presentaron en Nueva York.

—¿Solías verte allí con Paulina Stoker?

—A veces.

—¿Sólo a veces?

—Sólo.

—Me pareció que te saludaba con mucho calor.

—No. Lo normal.

—Pues parecéis muy buenos amigos.

—Sólo buenos compañeros. Ella hace lo mismo con todos.

—¿Sí?

—Sí. Es una chica de mucho corazón.

—Tiene un carácter delicioso, generoso, impulsivo, espontáneo y sincero, ¿verdad?

—Eso es.

—Una chica muy mona, Bertie.

—Mucho.

—Y encantadora.

—Sí.

—Muy atractiva.

—Por completo.

—La he tratado mucho en Londres.

—¿Sí?

—Estuvimos juntos en el parque zoológico y en casa de madame Tussaud.

—Ya. ¿Y qué opina de la compra de la casa?

—La aprueba.

—Dime, muchacho —inquirí, ansioso de apartar la conversación de unos derroteros tan subjetivos—: ¿crees que las perspectivas de que Stoker se decida son favorables?

El ceño de Chuffy se frunció.

—Sí y no.

—¡Ah!

—Está indeciso.

—Comprendo.

—Ese Stoker me pone nervioso. A veces parece un gran amigo de uno y de pronto lo echa todo a rodar. ¿Puedes decirme si hay algún tema especial que convenga eludir en el trato con él?

—¿Un tema especial?

—Sí. Ya sabes lo que pasa con los extranjeros. A lo mejor les dices que hace muy buen día y ellos se ponen lívidos y se callan, recordando que en un día muy bueno su mujer se escapó con el chófer.

Medité.

—Yo en tu lugar no le hablaría mucho de B. Wooster. Eso, en el supuesto de que te propusieses alabarme…

—No me lo propongo.

—Stoker no simpatiza conmigo.

—¿Por qué?

—Se trata de una de esas antipatías sin causa… Y creo, chico, que valdría más que yo no comiese con vosotros. Puedes decir a tu tía que me ha dado una jaqueca.

—Si el verte va a enfurecer a Stoker… Pero ¿qué le hiciste para indignarle así?

—No lo sé.

—De todos modos me alegro de que me lo hayas dicho. Más vale que te largues.

—Me largaré.

—Y que yo me reúna con mis huéspedes.

Entró mientras yo paseaba lentamente por el jardín. Me alegré de estar solo. Me interesaba meditar en la actitud de Chuffy respecto a Paulina.

Usted, lector, ¿no ha observado, con los ojos de la mente, la parte de nuestro coloquio que versó sobre la muchacha?

¿Y no encuentra en esa parte algún elemento curioso?

¿No?

Claro que para apreciar el hecho en todo su significado tendría usted que haber estado presente. Yo soy hombre que sé leer en los semblantes y el de Chuffy me había parecido sugestivo. No sólo su expresión, al hablar de Paulina, había sido la de una rana disecada, más un toque de alma próxima a despertar, etcétera, sino que el color de sus mejillas se habían vuelto intensamente carmesí. En sus maneras se notaba turbación. Como resultado, juzgué que mi antiguo condiscípulo había picado, ¿entienden? Un poco de prisa, cierto, puesto que sólo conocía a la muchacha desde pocos días atrás, pero Chuffy es así. Impulsivo y con la sangre ardiente. Procúresele la muchacha y él se encargará del resto.

Por mi parte, bien. Bertram no es el perro del hortelano. Paulina podía entenderse con quien quisiera y mandar al diablo a su antiguo galán. Ya saben lo que pasa en esas cosas. El corazón desgarrado durante algún tiempo y luego la alentadora convicción de que ha sido una suerte salir del asunto. Seguía reconociendo que Paulina era una de las muchachas más lindas que yo había encontrado en mi vida, pero del antiguo fuego que me incitara a poner mi corazón a sus pies una noche, en el «Plaza», no quedaban vestigios.

Analizando esto —si analizar es el verbo adecuado— llegué a la conclusión de que mi cambio de opiniones se debía al hecho de que Paulina era endiabladamente dinámica. Aunque indiscutiblemente bonita, Paulina pertenecía a esa clase de muchachas que llegan y quieren que uno nade una milla antes de desayunar, o que, cuando uno descabeza un sueñecillo después de la comida, vienen y le despiertan para jugar al tenis. Y ahora que las escamas habían caído de mis ojos, me parecía indudable que la que yo deseara para futura señora de Wooster se parecía en exceso al tipo de mujer simbolizado por Janet Gaynor.

En el caso de Chuffy tales objeciones se venían a tierra. Él mismo es un sujeto dinámico. Nada, cabalga, caza, persigue zorros con jauría y, en general, está siempre ocupado en algo. Él y P. Stoker harían una pareja excelente. Y me dije que si en algo podía yo favorecer su aproximación, lo haría con el mayor placer.

Así, cuando Paulina salió de la casa y se precipitó sobre mí con el palmario propósito de cambiar impresiones, no puse pies en polvorosa, sino que la acogí con un brillante: «¿Qué hay?», y consentí en que me guiara por un camino que conducía a un plantío de rododendros.

Todo ello muestra de lo que es capaz Wooster cuando se trata de ayudar a un amigo, porque lo que menos me interesaba en aquel momento era entablar una charla íntima con la joven. Había pasado el primer sobresalto, pero yo distaba todavía mucho de encontrarme en condiciones de una charla franca con ella. Como nuestras relaciones habían terminado por carta y la última vez que Paulina y yo nos vimos éramos prometidos, no me sentía muy seguro de qué tecla sería más correcto tocar.

Pero la idea de que me iba a ser posible favorecer a Chuffy, me dio valor para afrontar la prueba. Así, aterrizamos en un banco rústico y fuimos al asunto derechamente.

—Ha sido extraordinario encontrarte aquí, Bertie —empezó ella—. ¿Qué haces por estas latitudes?

—Estoy temporalmente retirado del mundo —repuse, satisfecho de ver que el diálogo principiaba sobre una base ajena a toda emotividad—. Yo necesitaba un lugar donde poder tocar el banjo en paz y encontré esa casita.

—¿Cuál?

—Una que tengo junto a la bahía.

—Ha debido extrañarte vernos, ¿eh?

—Mucho.

—Tu extrañeza ha sido mayor que tu placer, ¿verdad?

—Desde luego, chica; me encanta encontrarme contigo, pero cuando te acompañan tu padre y el viejo Glossop…

—Glossop no es uno de tus mayores admiradores, ¿eh? A propósito, Bertie: ¿sigues teniendo gatos en tu dormitorio?

Me amotiné un tanto.

—En cierta ocasión hubo gatos en mi dormitorio, pero el incidente a que aludes puede fácilmente…

—Bueno, bueno. Dalo por explicado. Pero me gustaría que hubieses visto la cara de papá cuando lo oyó. ¡Ah! Y si yo viese la que ponía ahora, no sabes lo que reiría.

En esto no pude coincidir con ella. Bien sabe Dios que soy tan amigo de reír como el primero, pero la cara de J. Washburn Stoker no me había producido nunca ni una sonrisa. Era un sujeto cuya faz me recordaba siempre la de un antiguo pirata de la Gran España, un tipo macizo, de ojos penetrantes. Lejos de reír, viéndole, yo nunca había conseguido sentirme completamente natural en su presencia.

—Quiero decir —siguió Paulina— si yo viese la cara que él pondría, de llegar por el sendero y hallarnos aquí, juntos. Está convencido de que todavía te aprecio.

—¿Es posible?

—Sí.

—Pero…

—Te digo la verdad. Se parece a uno de esos padres Victorianos que lograban separar a los jóvenes enamorados y ejercían incesante vigilancia para que no se viesen más. No se le ocurre pensar que tú nunca tuviste un momento más dichoso que cuando recibiste mi carta concluyendo el noviazgo.

—No es verdad.

—Sé franco, Bertie. Reconoce que te encantó.

—No.

—No me lo niegues.

—Te aseguro que no. No hables así. Siempre te he tenido en muy elevada estima.

—¿Sí? Oye, ¿y dónde has aprendido esas expresiones?

—Ha debido ser con Jeeves, mi criado anterior. Tenía un vocabulario muy selecto.

—¿Por qué era «anterior»? ¿Se ha muerto?

—Se despidió. No le gustaba oírme tocar el banjo. Tuvimos unas palabras y ahora trabaja con Chuffy.

—¿Chuffy?

—Lord Chuffnell.

—¡Ah!

Hubo una pausa. Ella escuchó por un momento los gorjeos de dos pájaros que se querellaban en una rama próxima.

—¿Hace mucho que conoces a Lord Chuffnell? —preguntó.

—Mucho.

—¿Sois muy amigos?

—Amigos del alma sería le mot juste.

—Lo celebro. Quisiera hablarte algo de él. ¿Puedo confiar en ti, Bertie?

—Desde luego.

—Ya lo sabía yo. Es lo que tiene de bueno haber sido novia de un hombre. Cuando se rompe con él, una se siente como si fuese su hermana.

—Yo no te considero como una humana. Yo…

—No te he dicho «humana», Bertie; he dicho hermana.

—Ya. Entonces tú ¿me miras como a un hermano?

—Sí. ¡Qué de prisa comprendes las cosas! Y quiero que ahora obres como un hermano. Háblame de Marmaduke…

—No sé quién es.

—¡Lord Chuffnell, idiota!

—¿Se llama Marmaduke? ¡Vaya, vaya! Con razón se dice que no se saben nunca ni la mitad de las cosas ajenas. ¿Conque Marmaduke, eh? ¡Por algo se mostraba tan reservado en la escuela respecto a su nombre! —exclamé, riendo de muy buenas ganas.

—Pues es un nombre muy bonito —dijo ella, hosca.

Dirigí a Paulina una de esas rápidas y agudas miradas que son peculiares en mí. Aquellas palabras de la muchacha significaban algo. Nadie osaría decir que Marmaduke es un nombre bonito, de no asistirle para ello muy buenas razones. Y noté que Paulina tenía los ojos brillantes y muy sonrojada la faz.

—¡Hola! —dije—. ¡Hola, hola, hola!

—Bueno, bueno —atajó ella, provocadora—. Nada de hacer aquí el Sherlock Holmes. No trato de esconder… Precisamente iba a decirte…

—¿Que quieres a esa…? ¡Ja ja! Perdona, ¿eh? A ese Marmaduke.

—Estoy loca por él.

—Siendo así…

—¿No encuentras adorable la manera que tiene de llevar el pelo un poco levantado por detrás?

—Tengo ocupaciones más importantes que mirar la nuca de Chuffy. Pero iba a decirte que, siendo así, vas a recibir noticias muy satisfactorias. Soy muy buen observador, y hace poco, hablando con Chuffy, saqué la impresión de que está profundamente enamorado de ti.

Ella encogió ligeramente un hombro y aplastó con el pie, distraída, un gusanillo que pasaba por el sendero.

—Ya lo sé, hombre. ¿Crees que las muchachas no nos damos cuenta?

Quedé desconcertado.

—Pues si los dos os queréis, no veo qué inconvenientes…

—Está loco por mí, pero no dice ni esto.

—¿No te habla de…?

—Ni una sílaba.

—Y, después de todo, ¿por qué había de hacerlo? Estas cosas requieren cierta corrección, cierto decoro. Aún no es oportuno. Te conoce sólo hace cinco días. Pero dale una oportunidad, y…

—Hay veces en que me siento tal como si él, en otros tiempos, hubiera sido un rey en Babilonia y yo una esclava cristiana.

—¿Por qué sientes eso?

—Porque sí.

—Tú lo sabrás mejor… A mí no me ocurre lo mismo. Pero ¿qué quieres que haga yo?

—Tú eres amigo suyo. Hazle una insinuación. Dile que no es necesaria tanta timidez.

—No es timidez. Es delicadeza. Como acabo de explicarte, los hombres en esas cosas tenemos nuestro código propio. Podemos enamorarnos muy de prisa, pero luego sentimos la necesidad de dar marcha atrás. Somos perfectos y gentiles caballeros y nos parece impropio declararnos a una muchacha de repente, como quien entra corriendo en una fonda de estación a pedir una taza de caldo. Porque somos…

—¡Cuántas tonterías! Tú me propusiste que nos casáramos a las dos semanas de conocernos.

—Sí, pero tú tratabas con un fiero Wooster.

—De todos modos, no veo…

—¿No? Pues continúa. Te escucho. Pero ella miraba, más allá de mí, hacia un punto situado al sudeste. Volviéndome, noté que ya no estábamos solos.

Allí, en una actitud cortés, iluminadas por el sol sus bien formadas facciones, se hallaba Jeeves.