III

Cuantos más años tengo, ¿entienden?, más me convenzo de que la gran cosa en la vida es saber bien lo que se quiere hacer, y hacerlo a pesar de todos los tipos que se empeñen en creer que ellos entienden mejor que uno lo que a uno le conviene. Cuando, durante mi último día de estancia en la capital, anuncié en «Los Zánganos» que me proponía retirarme al campo por un indeterminado período, todos me pidieron, casi con lágrimas en los ojos, que renunciase a un proyecto tan descabellado, asegurándome que me moriría de aburrimiento.

Pero yo ejecuté el plan adoptado, y en la quinta mañana de estar en mi nueva residencia me hallaba muy contento de mí mismo. El sol era brillante. El cielo azul. Y Londres parecía a muchas millas de distancia, como se encontraba en efecto. No exagero si digo que una gran paz circuía mi alma.

Una cosa que nunca sé hacer cuando escribo es definir un paisaje. He preguntado la técnica de esto a uno o dos escritores que trato, y sus opiniones difieren. Un sujeto al que conocí bebiendo cócteles en Bloomsbury dice que él es partidario de describir cocinas infectas y helados dormitorios y miseria en general, pero las bellezas de la Naturaleza, no. Y Freddie Oaker, socio de «Los Zánganos» —un tipo que escribe narraciones de puro amor para los semanarios, con el seudónimo de Alicia Seymour— me dijo una vez que él calculaba que las praderas floridas, sólo en tiempo de primavera, le rendían al menos cien libras al año.

Personalmente, me inclino a ser conciso en las descripciones paisajísticas y así pienso seguir haciéndolo. Cuando me hallaba allí aquella mañana, tenía ante la vista lo siguiente: un retazo de jardín compuesto de un arbusto, un árbol, un par de arriates de flores, un pequeño estanque conteniendo la estatuilla de un niño desnudo, y a la derecha un seto. Por encima de este seto, Brinkley, mi nuevo sirviente, charlaba con nuestro vecino, el sargento de policía Voules, que le había interpelado con el loable propósito, al parecer, de venderle huevos.

Delante había otro seto, con la puertecilla de entrada, y allende ese seto se divisaban las plácidas aguas de la bahía, que era aproximadamente como todas las bahías son, si se exceptúa el detalle de que por la noche había anclado en ella un yate de gran tamaño. De cuantos objetos aparecían ante mis ojos, el yate merecía mi aprobación más que ninguno. Blanco, de dimensiones semejantes a las de un transatlántico en pequeño, prestaba decididamente muy buen aspecto a la costa de Chuffnell Regis.

Tal era el panorama. Añádase un gato bufando ante un caracol en el camino, y a mí a la puerta, fumando un cigarro, y se tendrá una descripción completa. Pero miento, porque había dejado en la carretera mi coche de dos asientos y me cabía divisar su parte superior. Y en aquel momento el silencio estival fue roto por un bocinazo, y yo corrí hacia la puerta con toda la prisa posible, temeroso de que algún diablo en forma humana fuese a causarme algún desaguisado. Al llegar a mi destino, hallé un niño en el asiento delantero del coche, oprimiendo con gravedad la bocina, y ya iba a asestarle un pujo en la cabeza, cuando reconocí a Seabury, el primo de Chuffy, y me contuve.

—Hola —dijo.

—¿Qué hay? —repliqué.

Mi tono era reservado. El recuerdo de aquel lagarto en mi cama persistía aún. ¿No les ha ocurrido a ustedes meterse en el lecho dispuestos a echar un sueñecito y sentir un lagarto que se desliza por la pernera izquierda del pijama? Es una experiencia que graba perennemente su huella en quien la sufre. Y, aunque, como dije, yo no tenía prueba legal de que aquel mozo hubiera sido el autor de la broma, mis sospechas rayaban casi en certidumbre. De modo que no sólo le hablé con acusada frialdad, sino que le miré con ojos glaciales, ¿entienden?

Ello no pareció afectarle. Siguió mirándome con aquella su mirada despectiva que tantas antipatías le granjeaba entre la gente de recto sentir. Era un chicuelo menudo, pecoso, con orejas como aeroplanos, y le miraba a uno como si uno fuese alguna cosa estrafalaria que él hubiese encontrado en el curso de un viaje de exploración. En mi galería de niños repulsivos, creo que le correspondía el tercer lugar, ya que no era tan abominable como Tomás, el hijo de tía Ágata, o como el vástago de Blumenfeld, pero sí superaba con mucho a Sebastián Moon, a Bonzo, el hijo de tía Dalia y a los restantes.

Tras mirarme durante un instante con expresión delatora de que me creía cambiado en mal sentido desde nuestra última entrevista, dijo:

—Ya sé que va usted a comer con nosotros.

—¿Ha vuelto Chuffy?

—Sí.

Desde luego, puesto que Chuffy había vuelto, yo estaba a su disposición. Di una voz a Brinkley anunciándole que comía fuera, salté al coche y lo puse en marcha.

—¿Cuándo ha regresado Chuffy?

—Anoche.

—¿Comeremos solos?

—No.

—¿Quién más habrá?

—Mamá y yo y otras personas.

—¿Sí? Entonces más valdrá que me cambie de traje.

—No.

—¿Te parece bien éste?

—Me parece una porquería, pero no hay tiempo.

Y, asentado este punto, se sumió en silencio durante un rato. Era un rapaz meditativo. Salió de su mutismo para darme algunos informes de interés local.

—Mamá y yo vivimos otra vez en el palacio.

—¿Cómo?

—Porque en la otra casa había cierto olor…

—Y ahora que no estás tú, ¿lo sigue habiendo? —dije yo, ingenioso como siempre.

No pareció muy satisfecho.

—Déjese de bromas. Creo que el olor se debe a mis ratones.

—¿Tus qué?

—Mis ratones. Estoy criando allí ratones y cachorrillos. Pero mamá atribuye el olor a la humedad. ¿Puede usted darme cinco chelines?

Me era difícil seguir el hilo de sus palabras. Su conversación me producía ese sentimiento de desconcierto que se nota en los sueños a veces.

—¿Cinco chelines?

—Cinco chelines.

—¿Qué quieres decir con eso de cinco chelines?

—Quiero decir cinco chelines.

—Ya, ya… Pero lo que te pregunto es cómo has traído eso a colación. Estábamos hablando de ratones y tú sales hablando de cinco chelines.

—Es que quiero cinco chelines.

—Admitiendo que tú deseases esa suma, ¿por qué diablos te la voy a dar?

—Como ayuda.

—¿Qué?

—Ayuda.

—¿Cómo?

—Ayuda.

—Pues no cuentes con esos cinco chelines.

—Bueno.

Tras un breve silencio dijo, con acento ensoñador:

—Suelen ocurrir cosas a los tipos que niegan su ayuda pecuniaria…

Y con este toque de misterio concluyó la conversación, pero llegábamos al palacio y Chuffy aparecía esperándonos en la escalera. Frené el coche y me apeé.

—Hola, Bertie —dijo Chuffy.

—Bienvenido seas a esta mansión —agregué. Y, viendo que el niño había desaparecido, inquirí—: ¿Qué le pasa a ese rapaz?

—Nada. ¿Por qué lo dices?

—Porque creo que no está en sus cabales. Me ha pedido cinco pavos y me ha hablado no sé qué de ayudas…

Chuffy rió a mandíbula batiente.

—Es su última idea —explicó.

—¿Qué quieres decir?

—Ha estado viendo películas de bandidos.

Las escamas cayeron de mis ojos.

—¿Se dedica a la coacción?

—Sí. Se esfuerza en sacar ayudas de todos, con arreglo a los medios de cada uno. E invierte el dinero bien. Es un chico emprendedor. Yo, en tu lugar, le daría los cinco chelines.

Me sentí sorprendido. No tanto por la noticia de que el indecente niño hubiese dado una nueva muestra de la debilidad de su mente como por la actitud de divertida tolerancia de Chuffy. Le miré con fijeza. Ya desde el principio me habían parecido extrañas sus maneras. Normalmente, siempre se encuentra a Chuffy pensando en su situación económica y sus ojos aparecen apagados y su entrecejo delata graves preocupaciones. Así le había visto en Londres cinco días atrás. ¿Qué le hacía, pues, tener aquel aire insólito y hablar de Seabury con tono peligrosamente similar a una cariñosa condescendencia? Olfateando un misterio, resolví aplicar la prueba del agua regia.

—¿Cómo está tu tía Mirtila?

—Muy bien.

—Vive ahora en el palacio, ¿no?

—Sí.

—¿Indefinidamente?

—Sí.

Aquello era bastante. Debo mencionar que una de las cosas que hacía tan amarga la suerte del pobre Chuffy consistía en la actitud de su tía hacia él. Porque su tía no había podido aún acostumbrarse a la idea de que Chuffy heredase el título baronicio. Seabury no era hijo del difunto Lord Chuffnell, cuarto barón de tal nombre y tío de Chuffy, sino una cosa que Lady Chuffnell se había encontrado de camino en el curso de un matrimonio anterior. Por tanto Seabury no tenía derecho a alegar a lo que la Pairía llama parentesco de sangre. Y sin ese parentesco no hay sucesión. Por tanto, cuando el cuarto barón subió al cielo, fue Chuffy quien cargó con títulos y bienes. Todo clarísimo, como se ve, pero uno no puede hacer que las mujeres comprendan ciertas cosas, y la tía Mirtila, según Chuffy me contaba a menudo, se ponía muy desagradable respecto a aquello. Solía estrechar entre sus brazos a Seabury y mirar reprochativamente a Chuffy, sin decir nada, claro, pero con la actitud de una mujer que se considera víctima de una injusticia flagrante.

El resultado era que Lady Chuffnell no figuraba entre las gentes predilectas de Chuffy. Sus relaciones eran definidamente tirantes, y cuando yo mencionaba aquel tema las bien formadas facciones de Chuffy se contraían y sus ojos parpadeaban, como quien siente el dolor de una antigua herida.

Y ahora sonreía. Ni siquiera mi alusión a que su tía moraba en el palacio le había inmutado. Era obvio que allí se encerraban misterios. A Bertram le estaban ocultando algo.

Yo abordé la cuestión con franqueza.

—Chuffy, ¿qué significa esto?

—¿El qué?

—Ese optimismo que te rodea. A mí no me engañas. Nada escapa a los ojos de halcón de Wooster. Hablemos claro, muchacho. ¿Qué es esta felicidad que se respira aquí?

Vaciló un instante y me miró fijamente.

—¿Serás capaz de guardarme un secreto?

—No.

—De todos modos no importa mucho, puesto que la noticia saldrá en el Morning Post de aquí a un par de días. ¿Sabes lo que pasa, muchacho? Que me quito de encima a tía Mirtila.

—¿Va a casarse con alguien?

—Sí.

—¿Quién es el insensato?

—Tu antiguo amigo Sir Roderick Glossop.

Quedé estupefacto.

—¿Es posible?

—También yo me sorprendí.

—¡Pero ese tipo no puede pensar en casarse!

—¿Por qué no? Es viudo hace dos años.

—No es eso. Quiero decir que no me parece un hombre indicado para andar navegando entre flores de azahar y pasteles de boda.

—Pues la cosa es como te digo.

—Estoy asombrado.

—Claro.

—Una cosa hay cierta, querido Chuffy. Y es que ese Seabury tendrá un padrastro imponente y que Sir Roderick tendrá un hijastro tal como se lo deseo. Los dos se merecían una cosa así hace años. Pero ¡que haya una mujer capaz de unir su suerte a la de ese viejo! ¡Oh, las ironías anónimas!

—Creo que hay heroísmo por ambas partes. Mitad y mitad. Además, Glossop tiene también buenas cualidades…

Con esto no pude estar acorde. Me pareció absurdo.

—Escucha, muchacho. Aun admitiendo que te libre de tía Mirtila…

—Y de Seabury.

—Y de Seabury, cierto. Pero, aun así, ¿qué ves de bueno en ese viejo infecto? Acuérdate de las cosas que te he contado de él en diversas ocasiones y que le presentan a una luz muy dudosa.

—Pues, sea como fuere, me va a prestar un gran servicio. ¿Sabes por qué quería verme cuando me telegrafió llamándome a Londres?

—No.

—Pues porque ha encontrado un americano que, según él cree, acaso me compre el palacio.

—¿De verdad?

—Sí. Y si todo sale bien me desembarazaré por fin de este caserón y podré reunir algún dinero. Y todo ello se deberá al tío Roderick, como ya me complace llamarle. Así, Bertie, procura refrenarte cuando hables de él, y sobre todo no le menciones poniéndole al mismo nivel que a Seabury. Piensa en mí y acostúmbrate a estimar al tío Roderick.

Moví la cabeza.

—No, Chuffy; siento no poder rectificar mi opinión.

—Pues vete al diablo entonces —dijo simpáticamente Chuffy—. Por mi parte me considero tan obligado a él como si me hubiese salvado la vida.

—Pero ¿estás seguro de que el asunto saldrá bien? ¿Para qué va a comprar un americano un edificio como éste?

—Porque el sujeto es muy amigo de Glossop. Él pondrá el dinero y Glossop destinará la casa a una especie de sanatorio de sus enfermos neuróticos.

—¿Y cómo Glossop no te lo alquila? Sería más sencillo.

—Mi querido burro, no tienes idea del estado en que se encuentra el edificio. Hablas como si bastara venir acá e instalarse. Pero la mayoría de las habitaciones no se usan desde hace cuarenta años. Sólo para reparaciones harán falta lo menos quince mil libras. O más. Y luego muebles, instalaciones… Si un millonario como ese americano no me compra la casa, tendré que cargar con ella todo el resto de mi vida.

—¡Ah! ¿Es un millonario?

—Sí. Sobre eso no hay duda. Lo único que debe preocuparme es conseguir que firme la escritura de compra. Hoy come aquí, y va a comer bien. Eso le pondrá de buen humor, ¿verdad?

—A no ser que sufra de dispepsia. Muchos millonarios americanos la padecen. Quizá tu hombre sea uno de esos que sólo pueden tomar un vaso de leche y un bizcocho.

Chuffy rió jovialmente.

—Éste no. El buen Stoker no.

Y de pronto comenzó a agitarse y poco menos que a saltar como un corderino en primavera, mientras exclamaba:

—¡Hola, hola, hola!

Un coche se había parado junto a los escalones y de él salía un grupo de pasajeros.

El pasajero A era J. Washburn Stoker. El pasajero B, su hija Paulina. El pasajero C, Dwight, el hermanito de Paulina. Y el pasajero D, Sir Roderick Glossop.