I

Me sentía un poco conturbado. No profundamente, pero sí un poco. Sentado en mi gabinete, acariciaba con indolencia las cuerdas de mi banjo —un instrumento al que había tomado últimamente gran afición— y, si bien no cabía decir que mi entrecejo se frunciese con gravedad, tampoco podía afirmarse lo contrario de un modo absoluto. Acaso la expresión «estaba pensativo» defina bien mi estado de ánimo en aquellos momentos. Me parecía notorio que se perfilaba ante mí una situación fecunda en embarazosas posibilidades.

—¿Sabe usted lo que pasa, Jeeves? —dije.

—No, señor.

—¿No sabe a quiénes vi anoche?

—No, señor.

—A J. Washburn Stoker y a su hija Paulina.

—¿Sí, señor?

—Puesto que los he visto, deben de estar en Londres.

—Así parece, señor.

—Es enojoso, ¿eh?

—Opino que, después de lo sucedido en Nueva York, quizá fuese desagradable para usted hablar a la señorita Stoker, señor. Pero creo que no es inevitable que se presente el caso.

Ponderé sus palabras.

—Cuando uno empieza a pensar en las cosas molestas que pueden ocurrir, el cerebro vacila y se pierde en una niebla, Jeeves. ¿Se da cuenta de que me es preciso no aparecer en el camino de esa muchacha?

—Sí, señor.

—¿Y evitar su presencia?

—Sí, señor.

Arranqué al banjo cinco notas de El viejo del río con cierto abandono. Las expresiones de Jeeves me habían serenado un tanto. Su razonamiento me parecía comprensible. Al fin y al cabo Londres es una ciudad grande y, si uno no quiere, no tiene por qué encontrarse con la gente.

—De todos modos, la cosa me impresionó mucho.

—Lo concibo, señor.

—Y con más motivo por el hecho de que les acompañaba Sir Roderick Glossop.

—¿Sí, señor?

—Sí. Fue en la «Parrilla del Savoy». Los tres estaban en una mesa junto a una ventana. Y hay un aspecto raro en la situación, Jeeves. Con los tres estaba Mirtila, la tía de Lord Chuffnell. ¿Qué haría con ellos?

—Posiblemente su señoría será amiga de la señorita Stoker, del señor Stoker o de Sir Roderick, señor.

—Sí, puede ocurrir. Pero confieso que la coincidencia me sorprendió.

—¿Habló usted con ellos, señor?

—¿Yo? No, Jeeves. Salí de allí como una bala. Aparte de mi deseo de rehuir a los Stoker, ¿imagina usted que soy capaz de buscar deliberadamente la conversación de Glossop?

—En realidad, señor, Sir Roderick no se ha mostrado hasta ahora un gran amigo de usted.

—Si hay en el mundo un hombre con quien yo no desee volver a cruzar la palabra, es ese viejo.

—Olvidaba decirle, señor, que Sir Roderick ha estado esta mañana a visitarle.

—¿Cómo?

—Como digo, señor.

—¿A visitarme?

—Sí, señor.

—¡Me asombra usted!

—Sí, señor. Le dije que no estaba usted levantado aún y anunció que volvería.

—¿Sí, eh? —exclamé con una risita. (Una risita irónica, ¿entienden?)—. Pues cuando vuelva, suéltele el perro.

—No tenemos perro, señor.

—Pues vaya al piso de abajo y pida prestado a la señora Tinkler-Moulke su pomerania. ¡Hacerme una visita de cumplido después de cómo se portó conmigo en Nueva York! ¡En mi vida he oído cosa semejante! ¿Y usted, Jeeves?

—Confieso que, dadas las circunstancias, la presencia de ese caballero me sorprendió, señor.

—Lo creo. ¡Dios mío! ¡Santos cielos! Ese hombre debe tener la epidermis tan dura como un rinoceronte.

Cuando les cuente a ustedes toda la historia, reconocerán que mi acaloramiento estaba justificado. Expongamos los hechos.

Unos tres meses antes, notando en tía Ágata cierta animosidad contra mí, juzgué prudente desaparecer y esperar en Nueva York a que se le pasase el arrebato. Y hacia mediados de la primera semana, después de mi llegada a América, en el curso de cierta reunión en Sherry-Netherland, conocí a Paulina Stoker.

Me flechó en el acto. Su belleza me enloqueció como el vino.

—Jeeves —dije a éste al volver a nuestras habitaciones—, ¿quién era el sujeto que, al mirar a no sé qué cosa, se sentía como otro que miraba a no sé cuál otra? Aprendí el párrafo en la escuela, pero se me ha olvidado.

—Presumo, señor, que se refiere usted al poeta Keats, quien comparaba su emoción al leer por primera vez a Homero, con la del férreo Cortés al mirar con sus ojos de águila el mar Pacífico[1].

—¿El Pacífico, eh?

—Sí, señor. Parece que aquellos españoles miraban ante sí con enorme sorpresa, desde lo alto de una cumbre, en Darien.

—Claro. Ahora recuerdo. Pues así me he sentido yo esta tarde al ser presentado a Paulina Stoker. Esta noche pláncheme los pantalones con especial cuidado, Jeeves. Voy a cenar con Paulina.

Siempre he visto que en Nueva York marchan muy de prisa las cosas sentimentales. Debe flotar en el aire algo que las estimula. A las dos semanas me declaré a Paulina. Y me aceptó. Pero ¿saben?, antes de cuarenta y ocho horas hubo quien se interpuso en el asunto y todo se vino abajo.

La mano que produjo la catástrofe fue la de Sir Roderick Glossop.

Como ustedes recordarán, he tenido frecuente ocasión de mencionar en mis Memorias a ese viejo perverso. Es un tipo calvo, de cejas como breñales, que pasa aparentemente por especialista en nervios, pero que en realidad se dedica a curar alienados. Semejante personaje lleva años enteros atravesándose en mi camino, y siempre con los más trascendentales resultados. Y dio la coincidencia de que se hallaba en Nueva York al aparecer en los periódicos la noticia de mi próximo enlace con Paulina.

El motivo de su estancia allí era hacer una de sus visitas regulares a un tal Jorge, primo segundo del señor J. Washburn Stoker. Aquel Jorge era un ciudadano que, después de pasarse la vida arrumando a viudas y huérfanos, empezaba a sentir el cerebro un poco flojo. Decía cosas muy raras y tenía una curiosa tendencia a andar a gatas. Sir Roderick le asistía desde varios años atrás y solía ir a visitarle en Nueva York cada cierto tiempo. En la ocasión a que me refiero llegó con la oportunidad justa para leer en el periódico, después del café y los huevos del desayuno, la noticia de que Paulina Stoker y Bertram Wooster iban a aterrizar, juntos, en el aeródromo matrimonial. Y, según mis informes, se lanzó al teléfono y habló con el padre de la presunta desposada.

No sé lo que diría a Washburn, pero presumo que debió hablarle de que yo, en una ocasión, había estado comprometido para casarme con Honoria, la hija del propio Glossop. Y que éste resolvió anular el compromiso por juzgar que yo andaba algo mediano de la sesera. Sin duda citó el lance de los gatos y el pez en mi dormitorio, y acaso el episodio del sombrero robado, así como mi costumbre de bajar a veces desde las ventanas por los canalones. Hasta puede que relatara el deplorable suceso de la botella de agua caliente que yo perforé mientras nos hallábamos en casa de Lady Wickham.

Siendo Glossop muy amigo de J. Washburn y hombre que merecía la confianza de dicho J. W., creo que debió de tener pocas dificultades para persuadirle de que yo no habría de ser un yerno ideal. En cualquier caso, el hecho fue que, a cuarenta y ocho horas de distancia del sagrado momento, se me notificó que podía prescindir de encargar frac nuevo y una gardenia, porque el compromiso quedaba cancelado.

¡Y tal era el hombre que tenía la incalificable frescura de aparecer en el piso de Wooster! ¿Qué les parece?

Resolví mostrarme muy altivo con él.

Me hallaba tocando el banjo cuando él llegó. Quienes conocen a Bertram Wooster saben que es hombre de arranques repentinos y entusiastas, y que si uno de éstos le domina, se convierte en una máquina inflexible, en un ser absorto, tenso, sólo dedicado a lo que le atrae. Desde que cierta noche, en el «Alhambra», el virtuosismo que Ben Bloom y sus Dieciséis Chicos de Baltimore desplegaban en el banjo me incitó a consagrarme al estudio de tal instrumento, no había pasado un solo día sin que yo dedicase dos horas a practicar asiduamente tan importante estudio. Y estaba templando las cuerdas, como un inspirado, cuando se abrió la puerta y Jeeves hizo entrar al avieso y mezquino especialista a que antes aludí.

En el intervalo transcurrido desde la primera noticia de su llegada a la visita presente, yo, reflexionando, había alcanzado la conclusión de que el sujeto, pensando en su comportamiento, creía oportuno presentarme excusas. Por tanto, el Bertram Wooster que se levantó para hacer los honores de su casa estaba bastante suavizado.

—Buenos días, Sir Roderick —dije.

Imposible superar la cortesía con que le hablé. Júzguese, pues, de mi sorpresa cuando su única respuesta fue un desagradable gruñido. Comprendí que mi diagnóstico de la situación era equivocado. Allí no apareció ningún leal caballero ansioso de disculparse. Sir Roderick hubiera mirado con más gusto si yo fuera el germen de la dementia praecox.

Bueno. Si aquella actitud era la que elegía, allá él. Mi amabilidad se desvaneció. Me erguí, muy rígido, y enarqué severamente una ceja. Y ya iba empezar con él: «¿A qué debo esta visita…?», y demás, cuando profirió:

—¡Deberían encerrarte!

—¿Cómo?

—Eres una amenaza pública. Parece que llevas semanas enteras amargando la vida a tus vecinos con no sé qué abominable instrumento musical. Y ahora te he visto con él en la mano. ¿Cómo te atreves a tocarlo en una casa respetable, endiablado loco?

Me mantuve frío y digno.

—¿Ha dicho «endiablado loco»?

—Sí.

—Pues permítame decirle que el hombre que no sienta la música en el alma…

Me asomé al pasillo para llamar a Jeeves.

—Jeeves: ¿de qué dice Shakespeare que es capaz el hombre que no siente la música en el alma?

—De traiciones, intrigas y maldades, señor.

—Gracias, Jeeves. Es capaz de traiciones, intrigas y maldades —declaré a Glossop.

Él adelantó hacia mí un par de pasos.

—¿Sabes que la persona que vive en el piso de abajo es la señora Tinkler-Moulke, una de mis pacientes y mujer que se encuentra en un estado de grave tensión nerviosa? He tenido que aplicarle sedantes, y…

Alcé la mano.

—Evíteme charlas sobre dementes —dije con aire distante—. ¿Puedo, a mi vez, preguntarle si sabe que la Tinkler-Moulke tiene un perro de Pomerania?

—No quiero bromas.

—No bromeo. Ese animal se pasa ladrando todo el día, y a menudo parte de la noche. ¿Y todavía tiene cara su dueña para quejarse de mi banjo? ¡Ah! Ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio —declamé, bíblico.

Glossop se amoscó visiblemente.

—No he venido a hablar de perros. Deseo que me garantices que vas a dejar de torturar a esa infortunada señora.

Moví la cabeza.

—Lamento que sea una oyente tibia, pero mi arte es antes que todo.

—¿Es ésa tu última palabra?

—Lo es.

—Muy bien. Ya oirás hablar de mí.

—Y esa mujer oirá esto —repuse, blandiendo al banjo.

Toqué el timbre.

—Jeeves —dije—, acompañe a la puerta a Sir R. Glossop.

Confieso que me sentía satisfecho de mi modo de comportarme durante aquel torneo de cerebros y voluntades. En otras ocasiones, ¿comprenden?, la aparición del viejo Glossop en mi casa me habría hecho esconderme como un conejo. Pero después de lo de Nueva York, ya aquel tipo no me infundía un terror indecible, como antes. Muy contento de mí mismo, ejecuté en el banjo La boda de la muñeca pintada, Cantando bajo la lluvia, Tres palabritas, Buenas noches, amor mío, La prueba de mi amor, Aquí está la primavera, ¡Qué niña eres! y parte de Quiero un automóvil con una bocina que haga tú-tú-tú. Toqué las piezas por el orden enumerado y llegaba al final de la última cuando sonó el teléfono.

Descolgué el aparato. Según escuchaba, mi faz volvíase fría y dura.

—Muy bien, señor Manglehoffer —dije glacialmente—. Puede usted informar a la señora Tinkler-Moulke y a los demás que opto por lo segundo.

Pulsé el timbre.

—Jeeves —dije—, ha surgido cierta complicación.

—¿Sí, señor?

—La antipatía levanta su torva faz en este edificio. Noto también falta de ese espíritu del hoy por ti y mañana por mí, y absoluta ausencia de la tolerancia mutua propia de vecinos. El administrador de la casa acaba de llamarme por teléfono y me ha presentado un ultimátum. Dice que o dejo de tocar el banjo, o debo cambiar de residencia.

—¿Sí, señor?

—Parece que han presentado quejas de mi banjo la honorable señora Tinkler-Moulke, del cuarto; el teniente coronel J. J. Bustard, del B 5, y Sir Everard y Lady Blennerhassett, del B 7. Está muy bien. Como quieran. Vamos a librarnos de esos Bustard, y esos Tinkler-Moulke, y esos Blennerhassett. Los abandono sin el menor sentimiento.

—¿Se propone mudarse de casa, señor?

Enarqué las cejas.

—Presumo, Jeeves, que no se le ocurrirá otro remedio.

—Temo que encuentre usted análoga hostilidad en cualquier sitio, señor.

—Donde pienso instalarme, no. Me propongo vivir en el retiro del campo. Espero hallar una casita en algún sitio remoto y recoleto y allí continuaré mis estudios.

—¿Una casita en el campo, señor?

—Sí, Jeeves. Y, a ser posible, cubierta de madreselvas.

Lo que ocurrió un instante después me produjo tal efecto que se me hubiera podido derribar con un mondadientes. Tras una breve pausa, Jeeves, aquel Jeeves a quien yo había albergado en mi seno, por decirlo así, durante años y años, tosió ligeramente y sus labios profirieron estas increíbles palabras.

—En ese caso, señor, deploro tener que notificarle mi propósito de dejar su servicio.

Hubo un tenso silencio. Miré al individuo.

—Jeeves —dije con una voz donde si ustedes aseguraran que había estupefacción, no estarían muy lejos de la verdad—, ¿le he oído bien?

—Sí, señor.

—¿Se propone abandonarme?

—Muy a pesar mío, señor. Pero si usted proyecta tocar ese instrumento en los angostos límites de una casita en el campo…

Le interrumpí, frío:

—Ha dicho usted «ese instrumento», Jeeves, con una voz muy desagradable. ¿Debo entender que no le gusta mi banjo?

—Así es, señor.

—Pues lo ha soportado hasta ahora.

—No sin grandes esfuerzos, señor.

—Pues sepa que hombres que valían más que usted han soportado cosas que valían menos que mi banjo. ¿No sabe que cierto búlgaro llamado Elías Gospodinoff estuvo una vez tocando la gaita durante veinticuatro horas? Ripley lo asegura en su Créanlo o no.

—¿Sí, señor?

—Sí. ¿Y cree que el criado de Gospodinoff se sintió molesto? Nada de eso. En Bulgaria los sirvientes son otras cosas. Tengo la certeza de que durante las veinticuatro horas estuvo ayudando a su señor a batir la marca europea de toque de gaita, aplicándole de vez en cuando compresas heladas y otros estimulantes. Siéntase búlgaro, Jeeves.

—Lamento, señor, tener que rectificar mi decisión.

—¿Cómo? ¿La rectifica?

—Ha sido un error. He querido decir que lamento tener que ratificar mi decisión.

Medité.

—¿Lo dice de corazón, Jeeves?

—Sí, señor.

—¿Lo ha pensado debidamente, pensando el pro y el contra?

—Sí, señor.

—¿Y está usted resuelto?

—Sí, señor. Si su intención es seguir tocando ese instrumento, no tengo más remedio que despedirme.

La sangre de Wooster hirvió en sus venas. Circunstancias ocurridas en los últimos años me habían hecho colocar a aquel Jeeves en la posición de un Mussolini doméstico, pero, dejando esto aparte y ateniéndome a los hechos escuetos, ¿qué era Jeeves, al fin y a la postre? Un criado. Un sirviente a sueldo. Y un hombre no debe dejarse havasayar. (A propósito: ¿se dice «havasayar»? Desde luego estoy seguro de que es una palabra que empieza con hache). No debe dejarse havasayar, o sea dominar, eternamente por un criado. Hay momentos en que uno recuerda que sus antecesores se batieron como el primero en la batalla de Crecy, y un momento de esos había llegado.

—¡Pues despídase, qué demonio!

—Muy bien, señor.