A la mañana siguiente, un prehistórico automóvil apareció entre nubes de polvo por el camino de acceso, y vino a detenerse resoplando ante la puerta de la estancia. De su interior bajó torpemente un hombre de gran estatura y aspecto imponente, pero afable.
—¿Es usted James McIntyre?
—Sí.
—Soy el oficial de la justicia de la Corte Federal. Tengo una orden de prisión contra usted.
—¿Por qué motivo?
—Se le acusa de intento de violación a la ley de Seguridad en el Espacio.
Charlie se unió a su amigo.
—¿Qué pasa, Mac?
El oficial de justicia se encargó de responderle:
—Usted debe ser Charles Cummings. También tengo orden de arresto contra usted y contra Delos Harriman. Además, debo incautarme de su nave.
—No tenemos ninguna nave.
—¿Y qué tienen en ese cobertizo?
—Un yate estratosférico.
—¿Ah, sí? Bueno; me voy a incautar de él hasta que encuentre la nave. ¿Dónde está Harriman?
—Allí —señaló Charlie, pasando por alto las señas de su amigo.
El oficial de justicia miró en la dirección indicada, Charlie le descargó un certero puñetazo en la mandíbula, y el hombre cayó al suelo sin soltar un gemido.
—¡Maldita sea…! —exclamó Charlie frotándose los nudillos—. Siempre me lastimo el dedo que me rompí al béisbol. Nunca me voy a curar del todo.
—Lleva el viejo a la cabina y ajústale las correas de seguridad. —Dijo McIntyre sin hacerle caso.
Con un tractor sacaron el cohete, lo orientaron y lo arrastraron la distancia necesaria para zarpar. Subieron a la cabina y se aprestaron para el vuelo. Charlie vio desde la ventanilla al oficial de justicia que los miraba con desesperación.
McIntyre conectó el interfono y preguntó a Charlie, que estaba en la sala de máquinas:
—¿Todo en orden?
—Sí, pero no podemos zarpar todavía: no hemos bautizado la nave.
—No tenemos tiempo para supersticiones.
La voz de Harriman resonó en los audífonos:
—Bauticémoslo Lunático; es el único nombre apropiado.
McIntyre apoyó su cabeza en las almohadillas, empujó dos palancas y luego otras tres en rápida sucesión, y el Lunático despegó.
¿Qué tal se siente, señor Harriman?
Charlie escrutó ansiosamente el rostro del anciano. Harriman se pasó la lengua por los labios y trató de hablar.
—Muy bien… No podría estar mejor.
—La aceleración ya terminó. Ahora será más suave. Le voy a soltar los correajes para que pueda estirarse un poco. Pero me parece mejor que no se levante todavía.
Charlie forcejeó con las correas, tratando de soltar las hebillas. Harriman dejó escapar un quejido.
—¿Qué le pasa?
—Nada; no aprietes mucho por ese lado.
Charlie manipuló con extremada delicadeza.
—No crea que me engaña, señor Harriman; pero no puedo hacer nada por usted hasta que lleguemos.
—Charlie, ¿no me puedo acercar a la ventanilla para ver la Tierra desde el espacio?
—Todavía no la puede ver. Espere a que hagamos girar el cohete. Será mejor que ahora le dé unas píldoras para dormir. Lo despertaré cuando hayamos hecho el giro.
—No, Charlie.
—¿Por qué?
—Quiero estar despierto.
—Como guste.
Charlie trepó como un mono hacia la proa del cohete y se instaló junto al piloto. McIntyre le consultó con la vista.
—Sí. Pudo resistir, pero está muy mal.
—¿Qué tiene?
—Por lo menos dos costillas rotas. Debe de tener otros huesos estropeados. No sé si llegará vivo. El corazón le latía como un tambor.
—Llegará, Charlie. Lo peor ya pasó.
—¿Estás seguro?… Es delicado como un bebé.
—Sí, pero quiere llegar. Eso es lo que interesa.
—Con todo, sería bueno que aterrizases lo más suavemente posible.
—Sí. Voy a dar una vuelta completa a la Luna para decelerar y trataré de aterrizar en una curva de involución. Me parece que el combustible alcanzará.
Ya estaban en órbita libre. Tan pronto como el piloto invirtió la nave, Charlie soltó la hamaca de Harriman y la acercó al ojo de buey para que pudiera mirar al espacio. McIntyre situó la espacionave en un eje transversal, de modo que la cola apuntase hacia el Sol, luego la hizo girar levemente sobre su eje longitudinal mediante los dos cohetes tangenciales, y logró de este modo cierta gravedad artificial. La ingravidez inicial, causada por el deslizamiento, había producido en el anciano la náusea característica del vuelo libre, y el piloto deseaba evitar a su pasajero todas las incomodidades posibles.
Pero a Harriman no le preocupaba en absoluto el malestar de su estómago.
Ante su vista estaba el espectáculo que había soñado noche tras noche. La luna refulgía majestuosamente, mucho mayor de lo que la había visto jamás. Todos los accidentes de su superficie se podían distinguir ahora con absoluta claridad. Cuando el cohete giró, apareció en el ojo de buey la imagen de la Tierra, la Tierra cual la había imaginado siempre, como una Luna mucho más ancha, mucho más luminosa y sensualmente bella que la verdadera Luna. El Sol se ponía en la costa del Atlántico; una línea de sombra cubría la costa de Norteamérica, cortaba a Cuba como un cuchillo y lo oscurecía todo menos la costa oeste de Sudamérica. Harriman paladeó el pastoso azul del océano Pacífico, sintió en las yemas de sus dedos el untuoso tacto de los verdes continentes y admiró las albas caperuzas de los casquetes polares. El Canadá y los estados septentrionales de Norteamérica aparecían sombreados por las nubes. Una zona de baja presión se extendía por todo el continente. Vistas desde arriba, las nubes refulgían con una albura mucho más intensa que la de los casquetes polares.
A medida que la nave se desplazaba lentamente, la Tierra iba perdiéndose de vista, y las estrellas comenzaban a presentarse ante la ventana… las mismas estrellas que siempre había conocido pero ¡cuánto más brillantes, más firmes, más serenas!
Sintió un dulce gozo, muy distinto de todos los sentimientos análogos que había experimentado hasta la fecha. Sintió como si albergase en su pecho la embriaguez de todos los hombres que desde el comienzo de los tiempos han levantado su vista para contemplar las estrellas.
Transcurrieron las horas, y Harriman seguía ensimismado en su arrobamiento, mirando el cielo a ratos, dormitando otros, y soñando. Por último debió de dormirse profundamente, porque se despertó de pronto pensando que su esposa Charlotte lo llamaba:
—«Delos», decía, «¡ven adentro!; ¡te vas a resfriar si continúas ahí!».
¡Pobre Charlotte…! Había sido una buena mujer, una buena esposa. Estaba seguro de que lo único que la preocupó en el momento de morir fue que él no supiera cuidarse de sí mismo como lo había cuidado ella. No podía reprobarle el no haber compartido los ideales y entusiasmos de él.
Charlie acomodó la hamaca de Harriman para que pudiera ver por la ventanilla de pilotaje la distante faz de la Luna El anciano descubrió con placer, uno tras otro, todos los rasgos familiares del paisaje lunar. Los había contemplado cien veces en fotografías, y le parecía como si viera de nuevo el paisaje de su tierra nativa. McIntyre hizo descender lentamente la astronave sobre la cara que mira a la Tierra, y se dispuso a aterrizar al este del Mare Fecunditatis, a unos quince kilómetros de la maravillosa Luna City.
El aterrizaje fue excelente, dadas las circunstancias. Pero Mac tuvo que aterrizar sin recibir ninguna indicación desde el suelo y sin tener siquiera un copiloto que vigilase el radar. Preocupado por aterrizar lo más suavemente posible, tomó tierra cincuenta kilómetros más allá del lugar escogido, pero no pudo evitar un fuerte choque.
La nave se detuvo envuelta en densas nubes de piedra pómez pulverizada. Charlie entró en la cabina de pilotaje.
—¿Cómo está nuestro pasajero? —preguntó Mac.
—Voy a ver, pero no me hago muchas ilusiones… El aterrizaje fue terrible.
—Ya lo sé. Hice todo lo que pude.
Harriman estaba vivo y conservaba el conocimiento, pero sangraba por la nariz y en sus labios había una espuma rojiza. Lo encontraron pugnando por salir de la hamaca, y lo ayudaron entre los dos a ponerse en pie.
—¿Dónde están los equipos de presión? —fueron sus primeras palabras.
—Despacio, señor Harriman. No lo podemos dejar salir así; primero tenemos que hacerle una cura de urgencia.
—¡Le digo que me dé el equipo de presión! Ya habrá tiempo para curas.
Le obedecieron en silencio. Su pierna izquierda estaba prácticamente inutilizada. Lo tuvieron que ayudar a salir por la escotilla, uno por cada lado. No les fue difícil: en la Luna, Harriman no pesaba más de treinta kilos. A unos diez metros de la nave encontraron un lugar donde depositarlo cómodamente. Lo acostaron y colocaron un trozo de escoria bajo su cabeza.
McIntyre inclinó la cabeza apoyando su yelmo contra el de Harriman y le dijo:
—Lo dejaremos un momento para que contemple el paisaje mientras nosotros preparamos la ida a la ciudad. Estamos muy cerca, y tenemos que llevar sólo unas botellas de aire y algunas provisiones; enseguida volveremos.
Harriman asintió con un gesto y le estrechó las enguantadas manos con un apretón sospechosamente enérgico.
Se sentó tranquilamente y frotó sus manos contra el suelo de la Luna, disfrutando la curiosa sensación de ingravidez. ¡Por fin se sentía en paz! Sus heridas ya no le dolían. Estaba donde siempre había ansiado estar… había cumplido su destino. Hacia el oeste, la Tierra en cuarto menguante refulgía contra el oscuro cielo; era como una luna gigantesca de fulgor azul blanquecino, Sobre la cabeza de Harriman brillaba el Sol en medio de un cielo oscuro y estrellado. Y bajo él estaba ¡la Luna!, ¡el suelo de la Luna!
Volvió a reclinarse, mientras oleadas de dicha lo inundaban hasta los últimos rincones de su alma.
Su atención se debilitó de nuevo, y le pareció que alguien pronunciaba su nombre, Charlotte. «Me estoy volviendo viejo», pensó; «se me va la cabeza».
En la cabina, Charlie y Mac ajustaban correas a una camilla.
—Bueno; ya está —exclamó Mac—. Vamos a traerlo; cuanto antes nos pongamos en marcha, mejor.
—Ya lo traeré yo —replicó Charlie—. Lo alzaré y lo traeré en brazos: no pesa casi nada.
Tardó más de lo que McIntyre había calculado. Apareció por fin, solo. Mac esperó a que entrase y cerrase la escotilla. Luego le preguntó:
—¿Qué pasa?
Había lágrimas en los ojos de Charlie.
—No te preocupes por la camilla: ya no hace falta. No hay nada que hacer. Ya hice yo todo lo necesario.
McIntyre, sin decir una palabra se agachó a recoger las anchas raquetas necesarias para caminar sobre el suelo recubierto de ceniza, y salió por la escotilla.
Ni siquiera se molestaron en cerrarla con llave.