(La última aventura de Delos Harriman)
En una colina de Samoa hay una tumba. En la lápida están grabadas estas palabras:
Bajo el ancho y estrellado cielo.
cava mi tumba y déjame yacer en paz,
Satisfecho viví y satisfecho muero,
y por mi voluntad estoy tendido aquí.
Éste es el verso que grabarás en mi tumba:
«Yace donde anheló yacer:
el marinero está devuelto a su hogar, a salvo de las olas;
en casa está el cazador, que ha vuelto de las montañas».
Estas líneas están escritas también en otro lugar muy remoto, sobre una etiqueta arrancada de un tubo de aire comprimido y clavada en el suelo con un cuchillo.
Aquella fiesta no era muy brillante. Las carreras de trotadores habían fracasado, y los puestos de golosinas y diversiones estaban casi desiertos.
El chófer de Delos Harriman no pudo entender por qué su jefe, le ordenaba detenerse: en Kansas City, le esperaba una reunión de negocios, y él mismo tenía un asuntito que atender en cierta cervecería. Pero Harriman no sólo se había detenido, sino que se paseaba por la feria.
Un arco de madera recubierto de telas pintadas daba acceso a un gran cercado situado detrás de la pista de carreras. Otras rojas y doradas letras, anunciaban:
Frente a la entrada, un niño de nueve o diez años miraba embelesado.
—¿Quieres ver la nave? —Sí, señor… ¡claro que sí!
—Yo también; vamos los dos.
Harriman pagó cincuenta centavos por cada uno de los billetes que le daban derecho a entrar en el cercado y a examinar la nave cohete. El chico tomó su entrada y entró corriendo, con la precipitación propia de su edad. Harriman contempló las curvadas líneas de la nave, que le daban un cierto aspecto panzón. Advirtió que era un modelo de un solo curso, con control fraccional en torno al diafragma. A través de los cristales leyó el nombre escrito con letras doradas en el rojo sangre de la nave: Despreocupado. Pagó una nueva entrada para ver la cabina de control.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la semioscuridad del interior, causada por los gruesos cristales destinados a filtrar los rayos, los posó amorosamente en el tablero de instrumentos. Cada uno de los aparatos estaba en su lugar. Harriman los había visto nacer uno por uno en la mesa de proyectos y había seguido con angustia los ensayos.
Mientras se entregaba a sus ensueños frente al tablero, sintiéndose bañado en una suave tranquilidad, entró el piloto. Dijo:
—Lo siento, señor. Tenemos que prepararnos para zarpar.
—¿Eh? —exclamó Harriman, arrancado bruscamente a sus divagaciones. Frente a él estaba un hombre apuesto, de cabeza firme sobre anchos hombros, ojos intranquilos y boca sensual, pero de mentón decidido.
—¡Oh!, ¡disculpe, capitán!
—No se preocupe.
—Esto… capitán…
—McIntyre.
—Capitán McIntyre, ¿podría llevar un pasajero en su nave? —el anciano lo miraba con ansiedad.
—Bueno, si usted lo desea… Haga el favor de pasar a la oficina.
El piloto condujo a Harriman a una barraca en la que se leía la palabra Privado.
—Aquí hay un pasajero para reconocer, doctor.
Harriman no esperaba este requisito, pero permitió que el doctor lo auscultase, sin dar muestras de sorpresa. El médico lo auscultó con su estetoscopio y le tomó la presión. Mientras desataba la venda elástica, miró al piloto y movió negativamente su cabeza.
—¿No puedo hacer el viaje?
—No.
Harriman los miró.
—Mi corazón está perfectamente… sólo estoy un poco agitado.
—¿De veras? No se trata solamente de su corazón: a su edad, los huesos ya no pueden resistir el esfuerzo de un lanzamiento.
—Lo siento mucho, señor —añadió el piloto—, pero la Asociación de Ferias Rurales ha contratado al doctor para asegurarse de que no suba a la nave ningún pasajero que no pueda resistir la aceleración.
El anciano dejó caer sus hombros con desaliento.
—Ya me lo imaginaba…
—Lo lamento mucho, señor —el piloto se dio la vuelta para marcharse, pero Harriman salió tras él.
—Discúlpeme, capitán.
—¿Sí?
—¿Quisiera cenar conmigo cuando haya terminado su vuelo?
El piloto lo miró con cierta sorna.
—No tengo inconveniente, gracias.