10

Alguien lo zarandeaba vivamente.

—¡Señor Harriman! Despiértate… El señor Coster está en la pantalla.

—¿Eh? ¿Qué pasa? ¡Oh, muy bien! —Se levantó y se arrastró hasta el teléfono. Coster aparecía despeinado y excitadísimo.

—Oiga, jefe… ¡Lo ha conseguido!

—¿Eh? ¿De qué me está hablando?

—Acaban de llamarme de Palomar. Han visto su señal y acaban de descubrir la propia nave. El…

—Espera un momento, Bob. Cálmate. Todavía no puede haber llegado. Piensa que partió anoche.

Coster parecía desconcertado.

—¿Qué le pasa, señor Harriman? ¿No se encuentra bien? Partió el miércoles.

De un modo vago, Harriman empezó a recordar. No, la partida no se había efectuado la noche anterior… recordó confusamente un viaje en coche a las montañas, un día pasado dormitando al sol, una especie de fiesta en la cual había bebido demasiado. ¿Qué día era hoy? No sabría decirlo. Pero si LeCroix había conseguido aterrizar en la Luna, entonces… no importaba.

—De acuerdo, Bob…, estaba medio dormido. Quizá he soñado otra vez la partida. Ahora comunícame esa noticia, lentamente.

Coster empezó a hablar.

—LeCroix ha aterrizado al oeste del cráter de Arquímedes. Desde Palomar pueden ver la nave. Dicen su posición con polvillo de carbón. Les debe haber recubierto una buena superficie con él. Dicen que se ve tan bien como una cartelera, a través del telescopio.

—Tal vez tendríamos que ir a echar una mirada por él. No… más tarde —rectificó—. Vamos a estar muy ocupados.

****

—No veo qué más podemos hacer, Harriman. Tenemos a doce de nuestros mejores expertos en balística calculando las posibles trayectorias.

Harriman se disponía a decirle que pusiesen a doce más, pero lo pensó mejor y apagó la pantalla. Aún seguía en Peterson Field, con una de las mejores naves estratosféricas de Rutas del Espacio lista y preparada para llevarle a cualquier punto del globo donde LeCroix pudiese aterrizar. Éste se hallaba en la parte superior de la estratósfera. Se encontraba allí desde hacía más de veinticuatro horas. El piloto disminuía lenta y cautelosamente su velocidad terminal, disipando la increíble energía cinética en forma de onda de choque y calor radiante.

Le seguían por medio del radar en sus vertiginosas vueltas alrededor del globo, una y otra vez… pero no había medio de saber dónde y de qué manera se arriesgaría el piloto a aterrizar.

Harriman escuchaba los constantes informes del radar, y se maldecía por la decisión de suprimir el peso que representaba el equipo de radio.

Las cifras comunicadas por el radar afluían con mayor frecuencia. La voz del locutor se calló y luego dijo:

—¡Está iniciando el planeo para el aterrizaje!

—¡Diga a los del campo que lo preparen todo! —gritó Harriman. Contuvo el aliento y esperó. Después de un tiempo que le parecía interminable, otra voz dijo:

—La astronave lunar está aterrizando. Se posará en algún lugar al oeste de Chihuahua, en el Viejo México.

Harriman salió disparado hacia la puerta.

****

Siguiendo las instrucciones que recibía por radio, el piloto de Harriman no tardó en localizar al Pionero, increíblemente pequeño sobre la arena del desierto. Con una impecable maniobra, hizo aterrizar su propia nave en las proximidades del Pionero. Harriman ya trataba nerviosamente de abrir la puerta de la cabina antes siquiera, de que la nave se hubiese detenido.

LeCroix estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en un patín de cola de su nave y gozando de la sombra que le proporcionaban sus robustos alerones triangulares. Un pastor nativo estaba de pie frente a él, contemplándolo boquiabierto. Cuando Harriman corrió hacia él, hundiendo sus pies en la arena y avanzando dificultosamente, LeCroix se incorporó, tirando lejos de sí la colilla de su cigarrillo y diciendo:

—¡Hola, jefe!

—¡Les! —Harriman le echó los brazos al cuello a punto de sollozar—. Cuánto me alegra verte muchacho.

—Yo también me alegro de verle a usted. Pedro —señaló al pastor— no comprende el inglés. —LeCroix miró en torno suyo; en las proximidades no había nadie más que el piloto de la nave de Harriman—. ¿Dónde están los demás? ¿Dónde está Bob?

—No les esperé. Seguramente estará aquí dentro de pocos minutos… ¡Míralos, ahí vienen! —Era otra nave estratosférica iniciando el aterrizaje. Harriman se volvió a su piloto—. Bill…, vaya a su encuentro.

—¿Eh? Ya vendrán, no se preocupe.

—Haga lo que le digo.

—Usted manda —el piloto se alejó caminando penosamente por la arena y mostrando su desaprobación. LeCroix parecía sorprendido—. Aprisa, Les…, ayúdame a ocultar esto.

«Esto» eran los cinco mil sobres estampillados que se suponía habían estado en la Luna. Los sacaron de la nave de Harriman y los transportaron hasta la nave lunar, donde los embutieron en un pequeño compartimiento para comida, mientras sus acciones quedaban ocultas a la vista de los recién llegados por el cuerpo de la propia nave.

—¡Bravo! —exclamó Harriman—. Por poco no lo podemos hacer. Es medio millón de dólares. Los necesitamos Les.

—Desde luego, señor Harriman, pero los dia…

—¡Silencio! Ahí vienen los otros. ¿Cómo han ido las cosas? ¿Te sabes ya el papel?

—Sí. Pero estaba tratando de decirle…

—¡Silencio!

No eran sus colegas; era un grupo de periodistas, operadores de cine y de radio, comentaristas y técnicos que se abalanzaron sobre ellos.

Harriman les hizo un alegre gesto.

—Como si estuviesen en su casa, muchachos. Tomen todas las fotografías que quieran. Suban a la nave. No hagan cumplidos. Vean todo lo que deseen. Pero no molesten al capitán LeCroix… está cansado.

Mientras tanto había aterrizado otra nave, tripulada por Coster, Dixon y Strong. Entenza apareció en la nave fletada por él mismo y empezó a dar órdenes a los de la televisión, radio y reporteros gráficos, y casi se enzarzó en una pelea con unos operadores cinematográficos no autorizados. Un gran helicóptero de transporte aterrizó, y de él saltaron un pelotón de tropas mexicanas vestidas de caqui. De algún lugar indeterminado —al parecer brotando de la propia arena— aparecieron unas docenas de campesinos indígenas. Harriman se apartó de los periodistas, sostuvo una rápida y cara discusión con el capitán de las fuerzas locales, y consiguió con su ayuda imponer cierto grado de orden y evitar a tiempo que el Pionero fuese hecho pedazos.

—¡Dejen eso! —era la voz de LeCroix, desde el interior del Pionero. Harriman esperó y escuchó—: ¡Esto no les importa! —la voz del piloto sonaba airada—. ¡Déjenlo donde lo han encontrado!

Harriman se abrió camino hasta la puerta de la nave.

—¿Qué ocurre, Les?

En el interior de la estrecha cabina, donde apenas cabría un aparato de televisión, había tres hombres, LeChoix y dos periodistas. Los tres parecían encolerizados.

—¿Qué ocurre, Les? —repitió Harriman. LeCroix sujetaba una bolsita de tela al parecer vacía. Esparcidas sobre la litera de aceleración, entre el piloto y los periodistas, se veían algunas piedrecitas de un brillo mate. Un periodista sostenía una de ellas y la examinaba a trasluz.

—Estos individuos meten la nariz en cosas que no les importan —dijo irritado LeCroix.

El periodista que examinaba la piedra dijo:

—Usted nos ha dicho que podíamos mirar lo que quisiéramos, ¿no es verdad, Harriman?

—Sí.

—Su piloto —e indicó con el pulgar a LeCroix— no esperaba al parecer que descubriéramos esto. Lo había ocultado bajo el acolchado de su asiento.

—¿Qué es eso?

—Diamantes.

—¿Qué se lo hace pensar?

—Le aseguro que son diamantes.

Harriman se detuvo y sacó un cigarro. De pronto dijo:

—Estos diamantes estaban donde usted los ha encontrado porque yo los puse allí.

Un flash se disparó detrás de Harriman; una voz dijo:

—Levanta más la piedra, Jeff.

El periodista llamado Jeff obedeció y dijo:

—Me parece una acción muy extraña la suya, señor Harriman.

—Me interesaba saber cuál sería el efecto de las radiaciones del espacio interplanetario sobre los diamantes en bruto. Cumpliendo mis órdenes, el capitán LeCroix colocó este saquito de diamantes en la nave.

Jeff silbó dubitativamente.

—Verá, señor Harriman, si usted no me hubiese dado esta explicación, hubiera creído que LeCroix había encontrado esos diamantes en la Luna y trataba de ocultárselos.

—Publique eso y lo demandaré por libelo. El capitán LeCroix me merece una absoluta confianza. Ahora deme los diamantes.

Jeff enarcó las cejas.

—Pero no tan absoluta como para permitir que él se los quede ¿no?

—Deme estas piedras. Y ahora lárguense.

Harriman arrebató a LeCroix de manos de los periodistas tan pronto como pudo, y lo metió en su propia nave.

—Esto es todo por ahora —dijo a los periodistas y fotógrafos—. Les veremos de nuevo en Peterson Fields.

Cuando la nave despegó se volvió hacia LeCroix.

—Lo has hecho estupendamente, Les.

—Ese periodista llamado Jeff debe estar hecho un mar de confusiones.

—¿Eh? ¡Oh, te refieres a aquéllo! No, yo me refería al viaje. Lo conseguiste. Eres el hombre más famoso de la Tierra.

LeCroix se encogió de hombros, como quitando importancia a la cosa.

—Bob construyó una buena nave. Era infalible. Hablemos ahora de estos diamantes…

—No pienses en ellos. Has representado muy bien tu papel. Diremos a todo el mundo que los pusimos en la nave antes del viaje… no tienen por qué dudarlo. Si no nos creen, no será culpa nuestra.

—Pero, señor Harriman…

—¿Qué?

LeCroix abrió el cierre de cremallera de uno de sus bolsillos y sacó un sucio pañuelo, cuyos extremos estaban atados formando un hatillo. Lo desató… y vertió en las manos de Harriman muchos más diamantes de los que había mostrado antes en la nave… más grandes y mucho más hermosos.

Harriman los contempló, y empezó a reír.

Los devolvió a LeCroix.

—Guárdalos.

—Imagino que pertenecen a todos nosotros.

—Bueno, pues guárdalos para nosotros entonces. Y no hables a nadie de ellos. No, espera. —Escogió dos enormes piedras—. Mandaré hacer unos anillos con estos dos. Uno para ti y otro para mí. Pero no digas nada a nadie, o de lo contrario no valdrán nada y sólo interesarán como curiosidades.

Aquello era muy cierto, pensó. Hacía tiempo que el Sindicato de Diamantes había comprendido que los diamantes en gran cantidad valdrían poco más que el vidrio, excepto para usos industriales. En la tierra ya había diamantes más que suficientes para la industria, y más que suficientes también para la joyería, pero el Sindicato los controlaba para evitar su devaluación. Si en la Luna los diamantes eran literalmente tan abundantes «como las piedras», entonces no serían más que esto… piedras.

No valdrían ni los gastos de traerlos a la Tierra.

Pero había que pensar en el uranio. Si éste era también tan abundante.

Harriman se reclinó en su asiento y se puso a soñar despierto.

LeCroix dijo con voz suave:

—¿Sabe jefe? Aquello es maravilloso.

—¿Eh? ¿Qué?

—La Luna, por supuesto. Tengo que volver. Tengo que volver allí tan pronto como pueda. Tenemos que trabajar a toda prisa en la construcción de la nueva nave.

—¡Claro que sí, claro que sí! Y esta vez la construiremos con capacidad para los tres. ¡Esta vez yo también iré!

—¡Naturalmente!

—Les… —Harriman hablaba casi con timidez—. ¿Qué aspecto tiene la Tierra vista desde allá arriba?

—¿Eh? Pues parece… parece… —LeCroix se interrumpió—. ¡Caramba, jefe, no se lo puedo explicar! Es maravilloso, esto es todo. El cielo es negro y…, bueno, espere a ver las fotografías que tomé. Aún mejor, espere a verlo usted mismo personalmente.

Harriman asintió.

—Pero la espera se me hará muy larga, —dijo.