9

La llanura de Colorado se iba cubriendo de sombras. El sol se ocultaba tras el pico de la montaña, y la ancha y blanca cara de la Luna, llena y redonda, se alzaba por el este. En el centro de Peterson Field el Pionero se erguía apuntando a los cielos. Unas alambradas, que rodeaban su base a una distancia de varios centenares de metros, mantenían alejada a la multitud. En el interior de la barrera las guardias patrullaban incansablemente. Otros circulaban entre la muchedumbre. En el interior del espacio acotado, y cerca de las alambradas, estaban aparcados los camiones y remolques de las cámaras, equipos de radio y de televisión. Al extremo de largos cables estaban situados mandos de control a distancia, a diferentes puntos más o menos próximos a la nave. Cerca de ésta había más camiones. Reinaba una actividad metódica y organizada.

Harriman esperaba en las oficinas de Coster; el propio Coster se hallaba en el campo, y Dixon y Entenza disponían de una habitación para ellos. LeCroix, todavía bajo los efectos de unas píldoras narcóticas, se hallaba en el dormitorio del cuartel general de Coster.

Frente a la puerta se produjo una considerable agitación y tumulto. Harriman la abrió sólo una rendija.

—Si es otro reportero, dígale que no. Envíelo allí enfrente, con el señor Montgomery. El capitán LeCroix no concederá entrevistas no autorizadas previamente.

—¡Delos! Déjame pasar.

—¡Oh… eres tú, George! Entra. Nos acosan implacablemente.

Strong entró y entregó a Harriman una pesada valija de considerables dimensiones.

—Aquí lo tienes.

—¿Aquí tengo qué?

—Los sobres estampillados por el sindicato filatélico. Ya te habías olvidado de ellos. Esto significa medio millón de dólares, Delos —gimió—. Si no los hubiese visto en tu armario ropero, buena la hubiésemos hecho.

Harriman trató de dominar su risa.

—George, eres un gran tipo, te lo aseguro.

—¿Quieres que los ponga yo mismo en la nave? —dijo Strong con ansiedad.

—¿Eh? Oh, no. Les se encargará de ello. —Consultó su reloj—. Tendremos que despertarle. Yo me encargo de los sellos. —Tomó la valija y añadió—: Tú no entres ahora. Ya te despedirás de él en el campo.

Harriman se dirigió a la puerta contigua, la abrió y la cerró tras de sí, esperó a que la enfermera diese al amodorrado piloto un inyectable estimulante que contrarrestase el efecto narcótico, y entonces la hizo salir. Cuando se volvió, el piloto se incorporaba, restregándose los ojos.

—¿Cómo te encuentras, Les?

—Perfectamente. Ya ha llegado el momento, ¿verdad?

—Sí. Y nos tienes a todos en vilo, muchacho. Mira tienes que salir y enfrentarte con todos esos de ahí afuera en un par de minutos. Todo está a punto… pero antes tengo que decirte algo.

—¿Sí?

—¿Ves esta valija? —Harriman le explicó rápidamente lo que contenía y significaba para ellos.

LeCroix parecía consternado.

—Pero no puedo llevármelo, Delos. Está todo calculado hasta el último gramo.

—¿Quién ha dicho que vas a llevártelo? Claro que no puedes; esto debe de pesar al menos veinte kilos. No he pensado en ello ni por asomo. Verás, esto es lo que vamos a hacer: de momento lo ocultaré aquí… —y Harriman escondió el saco en el fondo de un armario—. Cuando tú regreses, yo estaré esperándote. Entonces haremos un juego de manos y tú lo sacarás de la nave.

LeCroix movió la cabeza con un gesto aún más consternado.

—Delos, me decepciona. Bueno, ahora no estoy en disposición de discutir.

—Me alegro; de lo contrario tendría que ir a la cárcel por la insignificante cantidad de medio millón de dólares: ese dinero ya está gastado. De todos modos, no importa —añadió—. Sólo tú y yo lo sabremos… y los coleccionistas de sellos pagarán muy gustosos por tener esos sobres.

—Bueno, bueno —respondió LeCroix—. ¿Qué me importa lo que le ocurra a un coleccionista de sellos…, esta noche? Vámonos.

—Otra cosa —dijo Harriman, sacando una bolsita—. Ésta sí puedes llevarla… su peso ha sido incluido en los cálculos. Me ocupé personalmente de ello. Ahora voy a decirte lo que quiero que hagas —le dio detalladas y minuciosas instrucciones.

—¿Lo he oído bien? Dejo que la descubran…, y luego digo la verdad exacta de lo que pasó, ¿no es eso?

—Ajá.

—De acuerdo —LeCroix ocultó la bolsita en un bolsillo con cremallera de su mono—. Salgamos al campo. Faltan veintiún minutos para la hora H.

Strong se unió a Harriman en el blocao de control, después de que LeCroix hubiera ocupado su puesto en el interior de la nave.

—¿Están ya a bordo? —preguntó ansiosamente—. No he visto que LeCroix llevase nada consigo.

—Por supuesto que sí —dijo Harriman—. Los envié antes. Será mejor que ocupes tu puesto. Ya se ha dado la señal de alerta.

Dixon, Entenza, el Gobernador de Colorado, el Vicepresidente de los Estados Unidos, y una docena de VIPs, estaban ya sentados ante sendos periscopios adaptados a una ranura, en una especie de plataforma situada sobre la zona de control. Strong y Harriman subieron por una escalera de mano y ocuparon las dos sillas restantes.

Harriman empezó a sudar y se dio cuenta de que temblaba. Por su periscopio veía la nave frente a él, desde abajo le llegaba la voz de Coster comprobando nerviosamente los comunicados de la estación de partida. A su lado un altavoz recitaba en sordina un comentario de los últimos preparativos. Harriman aparecía en él como el jefe de la operación, pero a pesar de serlo ahora ya no podía hacer otra cosa sino esperar, observar y tratar de rezar.

Una segunda señal luminosa trazó un arco en el cielo, estallando en luces verdes y rojas. Faltaban cinco minutos.

Los segundos pasaban lentamente. Cuando sólo faltaban dos minutos, Harriman comprendió que no podía soportar la espera observando a través de una rendija: tenía que estar allá afuera, tomar parte en ello… tenía que hacerlo. Se descolgó por la escalera, dirigiéndose a toda prisa a la salida del blocao. Coster miró a su alrededor con aspecto sorprendido, pero no trato de detenerlo: Coster no podía dejar su puesto ocurriera lo que ocurriese. Harriman apartó al guardia de un codazo y salió.

Hacia el este, la nave apuntaba al cielo, con su delgada forma piramidal recortándose en un agudo contraste sobre la Luna llena. Esperó. Y siguió esperando.

¿Era posible que algo hubiese ido mal? Faltaban menos de dos minutos cuando salió: estaba seguro de ello… y no obstante la nave aún seguía allí, silenciosa, oscura e inmóvil. No se oía el menor ruido salvo el distante ulular de las sirenas que advertían a los espectadores situados detrás de la distante cerca. Harriman sintió que se le paralizaba el corazón y se le secaba la garganta. Algo había ido mal. Había fracasado.

Un cohete luminoso partió del techo del blocao… y una llamarada brotó de la base de la nave.

La llamarada se extendió, convirtiéndose en una masa de fuego blanco que rodeaba la base. Lentamente, casi pesadamente, el Pionero se elevó, pareció cernirse inmóvil un momento, sostenido por una columna de fuego…, y luego partió hacia el firmamento con una aceleración tan espantosa que lo tuvo sobre su cabeza casi inmediatamente, dirigiéndose hacia el cenit, convertido en un cegador círculo de fuego. Se elevó con tanta rapidez que no pareció que subía delante de él sino como formando un arco sobre su cabeza de modo que parecía tuviera que caerle con toda seguridad encima. De un modo instintivo, aunque completamente fútil, se tapó la cara con una mano.

Entonces llegó hasta él el sonido.

No como un sonido…, era un rugir blanco, un bramido que abarcaba toda la gama, sónico, subsónico, supersónico, tan increíblemente cargado de energía que lo notó como un impacto en el pecho. Lo oyó con sus dientes y con sus huesos más que con sus oídos. Dobló las rodillas, cubriéndose el rostro para defenderse de él.

Siguiendo al sonido, y al paso de tortuga de un huracán, vino el vacío del desplazamiento del aire y la ardiente bocanada de fuego. Pareció arrancarle las ropas, quitó el aliento de sus labios. Tropezó ciegamente, tratando de retroceder, alcanzar el refugio del edificio de cemento, pero fue derribado.

Se levantó trabajosamente, tosiendo y ahogándose, miró con ansiedad al cielo. Exactamente sobre su cabeza había una estrella que disminuía de tamaño. Por último desapareció.

Entró en el blocao.

La sala se había convertido en una babel de alta tensión y confusión premeditadas. Los oídos de Harriman, que aún le zumbaban, oyeron lo que decía un altavoz:

—¡Puesto Primero! ¡Puesto Primero habla con blocao! Cuerpo Quinto desprendido según horario…, nave y cuerpo quinto aparecen separados en la pantalla… —y la voz de Coster, fuerte y colérica, atajó:

—¡Póngame con Trazador Primero! ¿Han localizado ya el cuerpo quinto? ¿Lo siguen con el radar?

En el fondo de la sala el comentarista radiofónico seguía echando toda la carne en el asador:

—¡Un gran día, señores, una fecha histórica! El poderoso Pionero, ascendiendo como un ángel del Señor blandiendo en la mano su espada llameante, se halla ya en su camino de gloria para nuestro planeta hermano. La mayoría de ustedes han presenciado su partida en sus pantallas; ojalá pudieran haberla visto como yo la vi, trazando una órbita que ascendía como un arco en el cielo crepuscular, transportando su preciosa carga de…

—¡Haced callar ese maldito altavoz! —rugió Coster. Luego, dirigiéndose a los visitantes que se hallaban en la plataforma de observación—. ¡Y silencio ahí arriba! ¡Cállense!

El Vicepresidente de los Estados Unidos volvió la cabeza sobresaltado y cerró la boca. Pero se acordó de sonreír. Los otros VIPs, también se callaron, para continuar hablando al poco tiempo en susurros y murmullos. Una voz femenina rasgó el silencio:

—Trazador Primero a blocao…, cuerpo quinto localizado alto, más dos.

Alguien se movió en el ángulo, donde una gran cubierta de lona protegía del contacto con la luz directa a una gruesa lámina de plexiglás. La hoja estaba dispuesta verticalmente y sus bordes estaban iluminados; en ella se desplegaba un mapa coordinado de Colorado y Kansas dibujado con finas líneas blancas; las ciudades y pueblos brillaban con luz roja. Las granjas no evacuadas eran pequeñas motas rojas de advertencia.

Un hombre situado tras el mapa transparente marcaba el curso con un lápiz graso; la localización que acababan de comunicar fue registrada en el mapa. Frente a la pantalla del mapa se sentaba un joven, sujetando en una mano una palanca y con el pulgar apoyado ligeramente sobre el botón de accionamiento. Era un especialista en bombarderos, cedido especialmente por las Fuerzas Aéreas; cuando oprimiese el botón, un circuito del cuerpo quinto controlado a distancia haría que se desprendiesen las sujeciones del paracaídas de aterrizaje del cuerpo quinto, y éste se desplomaría a tierra. Para su labor dependía únicamente dé los informes del radar, sin ningún observador directo que pudiese ayudarle. Se guiaba casi únicamente por el instinto…, o más bien por el saber y experiencia inconscientes acumulados a lo largo del ejercicio de su profesión, integrando en su cerebro los escasos datos disponibles, decidiendo dónde caerían las toneladas de peso del cuerpo quinto si él oprimía el botón en un momento determinado. No parecía preocupado en lo más mínimo.

—¡Puesto Primero a blocao! —repitió una voz masculina—. Cuerpo cuarto desprendido según horario —y casi inmediatamente, una voz más grave añadió—: Trazador segundo siguiendo al cuerpo cuarto: altitud en este instante nueve-cinco-uno, según vector previsto.

Nadie prestaba atención a Harriman.

Bajo la mampara transparente, la trayectoria observada del cuerpo quinto proseguía en brillantes puntos trazados por el lápiz, muy próxima a la trayectoria punteada prevista, pero no exactamente en ella. De cada punto de localización partía una línea en ángulo recto que comunicaba la altura a que había sido localizado el cuerpo en aquel momento.

El joven flemático que contemplaba el mapa oprimió de pronto y con fuerza el pulsador de la palanca y tiró hacia abajo. Luego se levantó, se desperezó y dijo:

—¿Alguno de ustedes tiene un cigarrillo?

—¡Trazador Segundo! —le respondieron—. Cuerpo cuarto… primera predicción de impacto… a cuarenta millas al oeste de Charleston, Carolina del Sur.

—¡Repítalo! —aulló Coster.

El locutor volvió a gritar con voz estentórea y sin la menor pausa:

—Rectifico, rectifico… cuarenta millas al este. Repito: cuarenta millas al este.

Coster suspiró. El suspiro fue interrumpido por otra comunicación:

—Puesto Primero a blocao…, cuerpo tres desprendido cinco segundos antes del tiempo fijado —y un locutor del gabinete de control de Coster gritó:

—Señor Coster, señor Coster…, el Observatorio de Monte Palomar desea hablarle.

—Dígales que se vayan a… ¡No, dígales que esperen!

Inmediatamente resonó otra voz:

—Trazador Primero, alcance auxiliar Fox… Cuerpo primero a punto de caer cerca de Dogde City, Kansas.

—¿A qué distancia de ella?

No se recibió respuesta. Entonces la voz del Trazador Primero dijo:

—Comunican impacto aproximadamente a veinte kilómetros al sudoeste de Dodge City.

—¿Hay víctimas?

El Puesto Primero empezó a hablar antes de que el Trazador Primero pudiera responder:

—Cuerpo Segundo desprendido, Cuerpo Segundo desprendido… la nave sigue ahora por sí misma.

—Señor Coster…, por favor, señor Coster…

Y una voz totalmente nueva dijo:

—Puesto Segundo a blocao… estamos siguiendo ahora a la nave a través del radar. Le iremos comunicando distancias y rumbo. No se retire…

—Trazador Segundo a blocao… el cuerpo cuarto caerá con toda seguridad en el Atlántico. Calculamos impacto a cinco-siete millas al este de Charleston rumbo nueve-tres. Repito…

Coster miró en torno suyo con irritación.

—¿No hay agua para beber en esta guarida?

—Señor Coster, por favor… Palomar dice que tiene absoluta necesidad de hablar con usted.

Harriman se dirigió a la puerta y salió. De pronto se sintió muy abatido, enormemente cansado y deprimido.

El campo tenía un aspecto extraño sin la nave. Él la había visto crecer… y ahora, de pronto, se había ido. La Luna, que seguía alzándose sobre el horizonte, parecía abstraída e indiferente… la navegación interplanetaria era un sueño tan remoto como lo había sido en su niñez.

Había varias figurillas afanándose en torno a la cerca protectora que había rodeado la base de la nave… coleccionista de recuerdos, pensó con desdén. Alguien se le acercó en la oscuridad.

—¿Señor Harriman?

—¿Eh?

—Soy Hopkins… de la Associated Press. ¿Quiere hacer alguna declaración?

—¿Cómo? No, no tengo nada que decir. Estoy muy cansado.

—¡Oh, sólo unas palabras! ¿Qué tal se siente después de haber patrocinado el primer viaje a la Luna… que es de suponer tendrá éxito?

—Tendrá éxito. —Meditó un momento, luego irguió sus fatigados hombros y dijo—: Diga que esto marca el comienzo de la era más trascendental para el género humano. Diga que hasta el último ciudadano dispondrá de la oportunidad de seguir los pasos del capitán LeCroix, descubriendo nuevos planetas, construyéndose un hogar en otras tierras. Diga que esto significa nuevas fronteras, la apertura del cuerno de la abundancia. Significa… —y se interrumpió—. Eso es todo por esta noche. Estoy hecho polvo, muchachos Déjeme solo, ¿quiere?

Entonces salió Coster, seguido por los VIPS, Harriman se dirigió al primero.

—¿Todo va bien?

—Claro. ¿Por qué no tendría que ir? El Trazador Tercero lo siguió hasta el límite de su alcance…, sin que se saliese del rumbo. —Coster añadió—: El Cuerpo quinto mató una vaca al tomar tierra.

—No tiene importancia… tendremos bistec para desayunar.

Harriman tuvo entonces que sostener una conversación con el Gobernador y el Vicepresidente, y acompañarlos hasta sus vehículos. Dixon y Entenza se fueron juntos, con menos ceremonias; por último, Coster y Harriman se quedaron solos, con la única compañía de subordinados demasiado jóvenes para ser un estorbo, y de los guardias que los protegían contra el asedio de la multitud.

—¿Adónde piensa ir, Bob?

—Al Broadmoor, a dormir por lo menos una semana. ¿Y usted?

—Si no te importa, me iré a tu departamento.

—Está a su disposición. Encontrará sedantes en el cuarto de baño.

—No los necesitaré.

Bebieron unas copas juntos en la oficina de Coster, hablaron de cosas vagas y sin importancia, y después Coster llamó a un helicóptero y ambos se dirigieron al hotel. Harriman se echó sobre la cama, volvió a levantarse, leyó un número del día anterior del Post de Denver lleno de fotografías del Pionero, y finalmente cedió y tomó dos de las píldoras de Coster.