Del número de junio de la revista Mecánica Popular: «Yacimientos de Uranio en la Luna. —Un artículo sobre una gran industria que pronto será realidad».
De Holliday: «Luna de miel en la Luna —un reportaje sobre el magnífico lugar de veraneo que disfrutarán nuestros hijos, según le fue contado al director de nuestra sección de viajes».
Del American Sunday Magazine: «¿Diamantes en la Luna? —Un científico de fama mundial demuestra que los diamantes deben abundar tanto como los guijarros en los cráteres lunares».
—Desde luego, Clem, yo no sé ni una palabra de electrónica, pero así me lo explicaron. En nuestros días se puede bajar el rayo de una emisión de televisión hasta un grado determinado, ¿no es verdad?
—Sí… si se utiliza un reflector lo suficientemente grande.
—Dispondrás de espacio suficiente. Ahora la Tierra cubre una superficie de dos grados de anchura, vista desde la Luna. Claro, es una distancia muy considerable, pero no se tienen pérdidas de energía y las condiciones para la transmisión son absolutamente perfectas e invariables. Una vez hecha la instalación, no resultará más caro que emitir desde la cumbre de una montaña terrestre, y mucho menos caro que mantener helicópteros en el aire de una costa a otra, tal como tenemos que hacerlo ahora.
—Es un proyecto demasiado fantástico, Delos.
—¿Y qué tiene de fantástico? El llegar a la Luna es cuestión mía y no tuya. Una vez estemos allí, podremos realizar emisiones de televisión para la Tierra. Puedes apostar la camisa a que sí. No se necesita una instalación muy complicada para emitir en línea recta. Claro que, si no te sientes interesado, tendré que buscar a otro.
—Yo no he dicho que no esté interesado.
—Bueno, pues decídete. Aún hay otra cosa, Clem. No es que quiera meter la nariz en tu negocio, pero ¿no es cierto que te han ido bastante mal las cosas desde que no pudiste utilizar más el satélite artificial como estación retransmisora?
—Sabes las respuesta tan bien como yo; no tienes por qué fastidiarme con esas preguntas. Los gastos han crecido vertiginosamente, sin que haya habido aumento apreciable en los ingresos.
—No es eso lo que yo quería decir. ¿Qué me dices de la censura?
El director de la cadena de televisión se llevó las manos a la cabeza.
—¡No me hables de eso! ¿Cómo puede esperar alguien que se hagan negocios con todos esos mojigatos ejerciendo su veto sobre lo que podemos enseñar y lo que no podemos enseñar…? Es bastante para obligarle a uno a dimitir y dedicarse a vender corbatas. El propio principio en que se basa es ya completamente falso; es como si se obligase a los adultos a alimentarse con leche desnatada porque los niños de pecho no pueden comer bistecs. Si pudiese echar las manos al cuello a esos malditos, viscosos y mal pensados…
—¡Calma, calma! —le atajó Harriman—. ¿No se te ha ocurrido nunca que es absolutamente imposible interferir una emisión de televisión hecha desde la Luna; y que la censura de la Tierra nunca tendrá jurisdicción sobre ella?
—¿Cómo? Dilo otra vez.
De un artículo de Life: «Life se va a la Luna». Life-Time Inc tiene el orgullo de anunciar que se han ultimado las pertinentes negociaciones para proporcionar a los lectores de Life una información personal del primer viaje a nuestro satélite. En lugar de la acostumbrada sección semanal «Life asiste a una fiesta», empezaremos a publicar, inmediatamente después del regreso de la primera y triunfal…
Del folleto publicitario de la Nort Atlantic Mutual Insurance and Fiability Company: «Seguros de vida para una nueva era». «… La misma previsión para el futuro que protegió a nuestros asegurados después del incendio de Chicago y el de San Francisco, después de todos los desastres sucedidos desde la guerra de 1812, ahora extiende su radio de acción y se ofrece para asegurarle contra pérdidas inesperadas incluso en la Luna…».
Extracto de un anuncio de Delta Enterprise, Inc. «Las ilimitadas fronteras de la técnica». «Cuando la astronave lunar Pionero ascienda por los cielos en una escala de fuego, veintisiete aparatos esenciales de su interior estarán alimentado por baterías DELTA, especialmente construidas…»
—Señor Harriman, ¿podría usted venir aquí? —¿Qué ocurre, Bob?
—Dificultades —respondió Coster lacónicamente—. ¿Qué clase de dificultades?
Coster vaciló.
—Preferiría no hablar de esto por la pantalla. Si usted no puede venir, Les y yo iremos a verle. —Estaré ahí esta noche.
Cuando Harriman llegó allí, vio que el rostro impasible de LeCroix ocultaba una gran amargura. Coster mostraba una expresión obstinada y parecía hallarse a la defensiva. Esperó hasta que los tres se hallaron solos en el estudio de Coster, y entonces dijo:
—Vamos cuéntenmelo, muchachos.
LeCroix miró a Coster. El ingeniero se mordió los labios y dijo:
—Señor Harriman, usted ya sabe cuáles han sido las etapas de este proyecto.
—Más o menos.
—Tuvimos que abandonar la idea de la catapulta. Entonces adoptamos ésta —Coster revolvió en su escritorio y sacó un dibujo en perspectiva de un cohete de cuatro cuerpos, grande pero de línea bastante graciosa—. Teóricamente era posible, pero prácticamente hilaba demasiado. Cuando el grupo principal de trabajo, el auxiliar y el grupo de control terminaron de ensamblar las diferentes partes, añadiendo cosas por aquí, y cosas por allá, todo ello pensado, nos vimos obligados a llegar a este resultado —exhibió otro esquema; era básicamente igual que el primero, pero más rechoncho, casi piramidal—. Añadimos un quinto piso en forma de anillo en torno al cuarto. Incluso conseguimos ahorrar algo de peso utilizando la mayoría del equipo auxiliar y de control del cuarto piso para controlar el quinto. Y aún seguía teniendo suficiente densidad seccional para horadar la atmósfera sin verse frenado excesivamente, a pesar de su tosca forma.
Harriman asintió:
—Tiene usted que saber, Bob, que tendremos que abandonar la idea del cohete de varios cuerpos cuando establezcamos viajes regulares a la Luna.
—No sé cómo podrá abandonarla contando únicamente con cohetes movidos por energía química.
—Si dispusiese usted de una catapulta decente, podría lanzar un cohete de un solo cuerpo movido por energía química hasta una órbita en torno a la Tierra, ¿no es verdad?
—Desde luego.
—Eso es lo que haremos. Entonces, el otro cohete se repostará de combustible en esa órbita.
—Una instalación parecida a la de la antigua estación espacial. Es una cosa muy razonable. Estoy convencido de ello. Únicamente que la nave no tendría que repostarse allí para continuar el viaje a la Luna. Resultaría más económico disponer de naves espaciales que nunca aterrizasen y que saltasen desde allí a otra estación de servicio situada alrededor de la Luna. Entonces…
LeCroix dio muestras de una impaciencia desacostumbrada.
—Todo eso nada significa ahora. Continúa con la historia, Bob.
—Tiene razón —convino Harriman.
—Bien, este modelo tendría que haber realizado el viaje, y en realidad aún tendría que hacerlo.
Harriman se mostraba perplejo.
—Pero, Bob, éste es el diseño aprobado, ¿no es cierto? Por eso precisamente ha construido dos tercios de él en el campo.
—Sí —Coster parecía abrumado—. Pero no lo hará. No funcionará.
—¿Por qué no?
—Porque he tenido que añadirle demasiado peso muerto, éste es el porqué. Señor Harriman, usted no puede tener idea de las innumerables dificultades que se presentan cuando se tiene que crear de la nada una nave movida por energía de ese tipo. Considere, por ejemplo, las disposiciones que se han de tomar para la caída del quinto anillo propulsor. Éste se utiliza durante un minuto y medio, y después hay que desprenderse de él. Pero no podemos arriesgarnos a dejarlo caer sobre Wichita o Kansas City. Tenemos que dotarlo de un paracaídas. Aún así, tenemos que seguir su curso por radar y cortar por control remoto las sujeciones del paracaídas cuando se halle sobre campo abierto y a no demasiada altura. Esto significa más peso, sin contar el paracaídas. Terminada esta operación, no conseguimos una aceleración de un kilómetro y medio por segundo. No es suficiente.
Harriman se agitó en su silla.
—Parece como si nos hubiésemos equivocado al tratar de lanzarlo desde los Estados Unidos. Suponga que despegamos desde algún lugar despoblado, por ejemplo la costa brasileña, y dejamos que los diferentes cuerpos vayan cayendo en el Atlántico. ¿Cuánto peso economizaríamos entonces?
Coster miraba a lo lejos con expresión abstraída, y luego tomó una regla de cálculo.
—Podría resultar.
—¿Daría mucho trabajo trasladar la nave, en este momento de su construcción?
—Bueno… tendríamos que desmontarla completamente; es lo único que podríamos hacer. No puedo darle un cálculo de los gastos, ni siquiera aproximado, así de pronto, pero resultará muy caro.
—¿Cuánto tiempo se requerirá?
—¡Hum…! Señor Harriman, ya le he dicho que no puedo responder así de pronto. Dos años…, dieciocho meses si tenemos suerte. Tendríamos que preparar un emplazamiento. Tendríamos que edificar talleres…
Harriman pensó en ello, aunque en el fondo de su corazón ya conocía la respuesta. El cordón de su zapato, a pesar de ser fuerte, estaba tan apretado que amenazaba romperse. No podía sostener la empresa durante dos años más únicamente con palabras: tenía que efectuar un viaje con éxito, y efectuarlo pronto…, o de lo contrario todo el endeble edificio financiero se vendría abajo.
—No nos interesa, Bob.
—Ya me lo temía. Bien, traté de añadir un sexto cuerpo. —Le tendió otro diseño—. ¿Ve esta monstruosidad? Llegué al punto de saturación. La velocidad total y efectiva es menor con este aborto que con el cohete de cinco cuerpos.
—¿Quiere esto decir que se da por vencido, Bob? ¿Se ve incapaz de construir una nave que nos lleve a la Luna?
—No, yo…
LeCroix dijo de pronto:
—Desalojemos Kansas.
—¿Eh? —exclamó Harriman.
—Evacuemos toda la población de Kansas y del Colorado oriental. Que las secciones cuarta y quinta caigan en cualquier lugar de esta zona. La tercera sección caerá en el Atlántico; la segunda permanecerá fija en una órbita permanente… y la nave seguirá hacia la Luna. Podríamos hacerlo si pudiésemos prescindir del peso de los paracaídas para la quinta y cuarta secciones. Pregúnteselo a Bob.
—¿Sí? ¿Es verdad, Bob?
—Es lo que he dicho antes. Es esa carga parasitaria lo que nos frena. El diseño básico es perfecto.
—Hum…, dénme un Atlas.
Harriman examinó los mapas de Kansas y Colorado, e hizo unos cálculos grosso modo. Permaneció con la mirada perdida en el espacio, con un sorprendente y momentáneo parecido con Coster, cuando el ingeniero se quedó pensando en su propia obra. Finalmente dijo:
—Imposible.
—¿Por qué no?
—Dinero. Yo les dije que no se preocupasen por el dinero… en lo que concierne a la nave. Pero costaría más de seis o siete millones de dólares evacuar esa área, aunque sólo fuese por un día. Tendríamos que establecer albergues improvisados inmediatamente; no podríamos esperar. Y habría bastantes cabezas duras que se negarían a moverse.
LeCroix dijo salvajemente:
—Si hay locos que no quieren moverse, allá se las compongan.
—Comprendo sus sentimientos, Les. Pero este proyecto es demasiado grande para ocultarlo y demasiado grande también para llevarlo a otra parte. Si no protegemos a los ciudadanos de la región, nos impedirán lanzar el cohete… nos arrestarán por mandato judicial y utilizando la fuerza pública. Yo no puedo comprar a todos los jueces de dos Estados. Algunos de ellos no están en venta.
—Se te agradece la intención, Les —le consoló Coster.
—Creí que podría ser la solución total del problema —respondió el piloto.
Harriman dijo:
—¿Iba usted a mencionar alguna otra solución, Bob?
Coster se mostraba incómodo.
—Ya conoce usted los planos de la nave propiamente dicha… está calculada para tres hombres: el espacio y las provisiones son para tres.
—Sí. ¿Adónde quiere ir a parar?
—No es necesario que sean tres hombres. Dividamos el primer cuerpo en dos partes, reduzcamos la nave al mínimo indispensable para un hombre solo, y librémonos del resto. Es la única solución que veo para convertir en realidad el diseño básico. —Exhibió otro diseño—. ¿Ve usted? Un hombre y provisiones para menos de una semana. Sin aire acondicionado… el piloto permanecerá encerrado en su traje de presión. Nada de cocina. Nada de literas. El mínimo imprescindible para mantener vivo a un hombre durante un máximo de doscientas horas. De este modo daría resultado.
—Dará resultado —repitió LeCroix, mirando a Coster.
Harriman contempló el diseño con una extraña sensación de náusea en el estómago. Sí, era indudable que daría resultado… y para en realidad sus fines no importaba si eran uno o tres los hombres que iban a la Luna y volvían. Era bastante con que el viaje se efectuase; estaba completamente convencido de que si el primer viaje tenía éxito, el dinero afluiría de tal modo que dispondría del capital necesario para construir naves capaces de transportar pasajeros.
Los hermanos Wright habían empezado con mucho menos.
—Si ésta es la única alternativa —dijo lentamente—, supongo que me veré obligado a aceptarla.
Coster parecía muy tranquilizado.
—Estupendo. Pero aún hay otra dificultad. Ya sabe usted las condiciones bajo las cuales acepté encargarme de este trabajo… yo tenía que ir. Pero ahora aparece Les agitando un contrato ante mis narices y diciendo que el piloto tiene que ser él.
—No es precisamente así —replicó LeCroix—. Tú no eres piloto, Bob. Te matarás, y estropearás toda la empresa, sólo por tu absurda terquedad.
—Aprenderé a pilotar. Después de todo, yo la he diseñado. Iré, señor Harriman, sentiría mucho ponerle un pleito (Les dice que está dispuesto a hacerlo), pero mi contrato es anterior al suyo. Tengo intención de hacérselo cumplir, aunque sea por la fuerza.
—No le escuche, señor Harriman. Déjele que ponga el pleito. Yo pilotaré la nave y se la devolveré incólume. Él la estrellará.
—O se me permite ir, o no construyo la nave —dijo Coster tajante.
Harriman les indicó con un gesto que permaneciesen tranquilos.
—Calma, calma; se lo pido a los dos. Ambos pueden llevarme a los tribunales si eso les da gusto. Bob, no diga tonterías; en este estadio de la construcción puedo buscar a otros ingenieros para que la terminen. Dice usted que tiene que ser un solo hombre.
—Así es.
—Pues aquí lo tienen, delante de ustedes.
Ambos le miraron fijamente.
—No se queden con la boca abierta —rezongó Harriman—. ¿Qué hay de divertido en eso? Ambos sabían que yo quería ir. No se imaginarán que me di todo ese trabajo sólo para que ustedes dos se diesen un paseíto hasta la Luna, ¿no? Pienso ir yo. ¿Por qué no puedo ser el piloto? Gozo de buena salud, tengo muy buena vista, y soy lo suficientemente listo como para aprender lo que tenga que aprender. Si tengo que conducir yo mismo mi propio carricoche, lo haré. No me apartaré por nadie ni ante nadie, ¿se enteran?
Coster fue el primero que recuperó el aliento.
—Jefe, no sabe lo que está diciendo. Dos horas más tarde aún seguían enzarzados en discusiones. La mayor parte de ese tiempo Harriman permaneció obstinadamente silencioso, negándose a responder a sus antagonistas. Por último salió de la habitación durante unos minutos con el pretexto acostumbrado. Cuando regresó dijo:
—Bob, ¿cuánto pesa usted?
—¿Yo? Un poco más de noventa kilos.
—Cerca de cien diría yo. Les, ¿cuánto pesa usted?
—Setenta.
—Bob, diseñe la nave para una carga neta de setenta kilos.
—¿Eh? Espere un momento, señor Harriman… —¡Cállese! Si yo no puedo aprender a ser piloto en seis semanas, tampoco podrá usted.
—Pero yo poseo los conocimientos matemáticos y básicos que…
—¡Le digo que se calle! Les ha pasado tanto tiempo aprendiendo su profesión como usted aprendiendo la suya. ¿Puede convertirse en un ingeniero en seis semanas? Entonces, ¿qué le dio a usted la presunción de imaginar que podía aprender a pilotar la nave en tan corto espacio de tiempo? No voy a permitir que usted estrelle mi nave para satisfacer su egolatría. Además, usted me dio al verdadera clave del problema cuando estábamos discutiendo los diseños. El verdadero factor que los limita es el peso del pasajero o pasajeros, ¿no? Todo… todo actúa en proporción a esta única masa. ¿No es cierto?
—Sí, pero…
—¿Es cierto o no es cierto?
—Bueno, sí, pero… Yo sólo quería…
—Un hombre más pequeño necesita menos agua para subsistir, consume menos aire al respirar, ocupa menos espacio. Así que irá Les —Harriman se levantó y, aproximándose a Coster, le puso una mano en el hombro—. No lo tome usted tan a pecho, muchacho. Esto no es peor para usted que para mí. Este viaje tiene que ser un éxito… y eso quiere decir que usted y yo nos vemos obligados a declinar el honor de ser el primer hombre en la Luna. Pero yo le prometo esto: los dos iremos en el segundo viaje, iremos con Les, y él será entonces nuestro chófer particular. Esto marcará el inicio de una serie de viajes con pasajeros. Mire, Bob… usted puede ocupar un gran lugar en esta empresa si ahora se porta bien. ¿Qué tal le parecería ser ingeniero jefe de la primera colonia lunar?
Coster se esforzó por sonreír.
—No estaría mal del todo.
—Le gustará. Vivir en la Luna representará un constante problema de ingeniería: usted y yo hemos hablado muchas veces de ello. ¿Qué tal le parecería tener ocasión de poner en práctica sus teorías? ¿Construir la primera ciudad? ¿Construir el gran observatorio que estableceremos allí? ¿Mirar a su alrededor y saber que es usted quien lo ha hecho?
Coster demostraba sin lugar a dudas que la idea le complacía.
—Lo dice usted de un modo muy convincente. Dígame, ¿y usted qué hará?
—¿Yo? Verá, tal vez sea el primer alcalde de la Luna City —La idea se le ocurrió de repente: la saboreó—. El Honorable Delos David Harriman, Alcalde de Luna City. Hombre, ¿sabe que me gusta? Nunca he tenido ningún cargo público; sólo he poseído empresas. —Miró a sus interlocutores—. ¿Está todo arreglado?
—Creo que sí —dijo Coster lentamente. De pronto tendió su mano a LeCroix—. Tú la pilotarás, Les; y yo la construiré:
LeCroix le estrechó la mano.
—Trato hecho. Y tú y el jefe empezad a trabajar y a hacer planes para la nave siguiente… y que sea lo suficientemente grande para los tres.
—¡De acuerdo!
Harriman puso su mano sobre las de ambos.
—Así me gusta. Permaneceremos juntos, y juntos fundaremos Luna City.
—Creo que deberíamos llamarla «Harriman» —dijo LeCroix con seriedad.
—Nada de eso. He pensado en ese nombre de Luna City desde que era niño: se llamará Luna City. Aunque no digo que no pongamos Harriman Square a la plaza mayor —añadió.
—La señalaré con este nombre en los planos —convino Coster.
Harriman se marchó inmediatamente. A pesar de haber hallado una solución, se sentía terriblemente deprimido, y no quería que sus dos colegas se dieran cuenta de ello. Aquélla había sido una dura victoria: había salvado la empresa, pero se sentía como un viejo zorro que ha tenido que roerse él mismo una pata para poder escapar de la trampa.