Ha sido una suerte que se decidiese a intervenir, Dan —decía Harriman—, o de lo contrario no tardaría en verse sin trabajo. Voy a hacerle una mala pasada a la compañía de energía antes de haber terminado con esto.
Dixon puso mantequilla en una tostada.
—¿Ah, sí? ¿Cómo?
—Montaremos pilas de alta temperatura como la Arizona, exactamente iguales a aquella que estalló, en el borde de la cara opuesta de la Luna. Los controlaremos a distancia; si una de ellas estalla, poco importará. Y obtendré más combustible X en una semana que la compañía en tres meses. No es ninguna cuestión personal; es únicamente que deseo una fuente de combustible para las naves interplanetarias. Si aquí no podemos conseguir el que nos hace falta, lo fabricaremos en la Luna.
—Interesante. Pero ¿de dónde piensa sacar el uranio necesario para seis pilas? Mis últimas noticias son que el Comité de Energía Atómica se reserva toda la producción futura en un plazo de veinte años.
—¿Uranio? No diga usted bobadas: lo encontraremos en la Luna.
—¿En la Luna? ¿Hay uranio en la Luna?
—¿No lo sabía? Creí que fue por eso por lo que decidió unirse a nosotros.
—No, no lo sabía —dijo Dixon de un modo deliberado—. ¿Qué pruebas tiene de ello?
—¿Yo? no soy un hombre de ciencia, pero es un hecho demostrado, gracias a la espectroscopia u otros métodos parecidos. Pregúnteselo a cualquier profesor. Pero no demuestre demasiado interés; todavía no podemos mostrar el juego. —Harriman se levantó—. Tengo que irme, o perderé la lanzadera de Rotterdam. Gracias por el almuerzo. —Tomó su sombrero y salió.
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Harriman se levantó.
—No gaste usted cumplidos, señor Mynheer van der Velde. Les doy a usted y a sus colegas una oportunidad fabulosa. Sus geólogos están de acuerdo en que los diamantes son un resultado de la acción volcánica. ¿Qué cree que encontraremos allí? —arrojó una gran fotografía de la Luna sobre la mesa del holandés.
El mercader de diamantes contempló impasible la imagen del planeta, marcada por mil cráteres gigantescos que parecían una terrible erupción de viruela.
—Eso en el caso de que consiga llegar hasta allí, señor Harriman.
Harriman recogió la fotografía.
—Llegaremos. Y encontraremos diamantes…, aunque yo soy el primero en admitir que tal vez transcurran veinte o incluso cuarenta antes de que encontremos un yacimiento que valga la pena. He venido a verle porque creo que no hay peor malvado en toda la sociedad que aquel que introduce un factor económico de enorme magnitud sin planear antes una política de ajuste de precios que permita un ajuste pacífico dentro de las nuevas condiciones. Me molestan los pánicos. Pero lo único que puedo hacer es advertirle. Buenos días.
—Siéntese, señor Harriman. Siempre se apodera de mí cierta confusión cuando hay alguien que me dice que está dispuesto a hacerme un favor. ¿Y si en lugar de esto me dijese qué beneficios piensa sacar usted? En ese caso, podríamos discutir el medio de proteger el mercado mundial contra una súbita afluencia de diamantes de la Luna.
Harriman se sentó.
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A Harriman le gustaban los Países Bajos. Encontraba delicioso descubrir un carrito para el reparto de leche tirado por un perro, y cuyo dueño calzaba auténticos zuecos de madera; sacaba fotografías lleno de contento y daba una buena propina al niño, sin comprender que aquello estaba preparado para atraer a los turistas. Visitó a varios otros mercaderes de diamantes, pero no les habló de la Luna. Entre otras cosas, compró un broche para Charlotte…, una ofrenda de paz.
Entonces tomó un taxi para Londres, contó una historia a los representantes del sindicato de diamantes, hizo que sus procuradores londinenses le asegurasen en el Lloyd’s de Londres, a través de un hombre de paja, contra un viaje a la Luna que llegase a tener éxito, y llamó a su oficina de los Estados Unidos. Escuchó numerosos informes, especialmente los que se referían a Montgomery, y se enteró que éste estaba en Nueva Delhi. Le llamó allí, celebrando con él una larga conferencia, y luego salió apresuradamente hacia el aeropuerto con el tiempo justo de tomar su nave. A la mañana siguiente se hallaba ya en Colorado.
En Peterson Field, al este de Colorado Springs, tuvo algunas dificultades para que le franqueasen la entrada, a pesar de que ahora aquello pertenecía en subarriendo a sus dominios. Desde luego, podía haber llamado a Coster y le hubieran dejado pasar inmediatamente, pero deseaba echar una mirada por el lugar antes de ver a Coster. Afortunadamente, el jefe de la guardia lo conocía de vista; entró y paseó por allí durante una hora o más, con un distintivo tricolor prendido en su chaqueta para que nadie le molestase.
En el taller de maquinaria reinaba una moderada actividad, lo mismo que en la fundación… pero la mayoría de los talleres estaban casi desiertos. Harriman salió de ellos y entró en la nave principal de construcción. La sala de delineantes mostraba una gran actividad, al igual que la sección de cálculos. Pero había mesas desocupadas en el grupo de estructuras y una quietud de iglesia en el grupo de metales y en el laboratorio metalúrgico contiguos. Se disponía a entrar en el anexo de materias químicas y otros materiales cuando Coster apareció de pronto.
—¡Señor Harriman! Acabo de enterarme de que estaba usted aquí.
—Hay espías por todas partes —observó Harriman—. No quería molestarle.
—En absoluto. Suba a mi oficina.
Pocos momentos después, instalados en ella, Harriman preguntó:
—Bien…, ¿cómo va esto?
Coster frunció el ceño.
—Muy bien, supongo.
Harriman observó que las papeleras del despacho del ingeniero estaban abarrotados de papeles, que incluso caían al suelo. Antes de que Harriman pudiese responder, el teléfono que había sobre la mesa de Coster se iluminó, y una voz femenina dijo dulcemente:
—Señor Coster…, le llama el señor Morgenstern.
—Dígale que estoy ocupado.
Después de una corta espera, la muchacha respondió con turbación:
—Dice que tiene que hablar con usted, señor.
Coster parecía disgustadísimo.
—Discúlpeme un momento, señor Harriman… De acuerdo, pase la llamada.
La muchacha fue sustituida por un hombre, que dijo:
—¡Oh, por fin le encuentro!… ¿A qué se debe ese súbito paro? Mire, jefe, estamos en un aprieto por culpa de esos camiones. Todos y cada uno de los que alquilamos necesita un buen repaso, y ahora resulta que la compañía de la White Fleet no piensa hacer nada al respecto… no se apartan ni un ápice de lo que dice el contrato. En mi opinión, lo mejor que podríamos hacer sería cancelar ese contrato y entendernos con los Transportes de Peak City. Su organización me parece inmejorable. Nos garantizan…
—Ocúpese usted mismo de ello —rezongó Coster—. Usted hizo el contrato, y usted tiene autoridad para cancelarlo, lo sabe muy bien.
—Sí, pero, jefe, me figuré que desearía ocuparse usted personalmente de esto. Está relacionado con la política y…
—¡Ocúpese usted de ello! Me importa un pimiento lo que haga mientras consiga solucionarme el problema del transporte.
Cortó la comunicación.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Harriman.
—¿Quién, ése? ¡Oh!, es Morgenstern, Claude Morgenstern.
—No su nombre… ¿En qué se ocupa?
—Es uno de mis ayudantes…: construcción, terrenos y transporte.
—¡Despídalo!
Coster permaneció imperturbable, pero antes de que pudiera responder entró una secretaria y permaneció de pie a su lado, con un paquete de documentos. Frunció el ceño, los firmó y la mandó salir.
—Oh, no lo he dicho como una orden —añadió Harriman—, sino como un consejo serio. No voy a dar órdenes en sus propios talleres…, pero creo que querrá escuchar unos cuantos consejos.
—Naturalmente —convino Coster, muy tieso.
—¡Hum…! ¿Es la primera vez que trabaja usted como director?
Coster vaciló, pero terminó admitiéndolo.
—Le tomé a mi servicio creyendo lo que me decía Ferguson cuando lo señaló a usted como el ingeniero más adecuado para construir una nueva nave interplanetaria. No tengo ninguna razón, todavía, para cambiar de parecer. Pero la administración de una empresa no es lo mismo que la ingeniería, y tal vez yo pueda enseñarle algunas cosas, si usted me lo permite, que le serán de mucha utilidad al respecto. —Hizo una pausa—. No se lo tome como una crítica —añadió—. La dirección es como el sexo; si usted no lo ha experimentado, no puede saber nada sobre él.
Harriman tenía sus reservas mentales en el sentido de que, si aquel muchacho no quería dejarse aconsejar, lo tendría que poner de patitas en la calle, tanto si le gustaba a Ferguson como si no.
Coster tamborileaba con los dedos sobre su mesa.
—No sé exactamente lo que va mal, se lo aseguro. Parece como si no pudiese encargar nada a nadie, nadie hace las cosas a derechas. Me siento como si estuviese nadando en arenas movedizas.
—¿Se ha trabajado mucho últimamente?
—He hecho todo cuanto he podido —Coster señaló otra mesa, en un rincón—. De noche me quedo a trabajar ahí hasta horas muy avanzadas.
—Esto no me gusta. Yo le empleé a usted como ingeniero. Bob, esta instalación está mal de los pies a la cabeza. Los talleres tendrían que estar en plena actividad… y no lo están. Y su oficina tendría que estar más tranquila que una tumba. En lugar de eso, en su oficina reina una actividad frenética, y los talleres parecen una tumba.
Coster ocultó el rostro entre sus manos, visiblemente afectado.
—Lo sé. Sé lo que se tiene que hacer…, pero cada vez que trato de enfrentarme con un problema técnico para resolverlo, cualquier imbécil quiere que tome una decisión inmediata sobre camiones… o teléfonos… o cualquier otra estupidez. Lo siento, señor Harriman. Estaba convencido de que podía hacerlo.
Harriman le dijo amablemente:
—No se deje deprimir, Bob. No ha dormido mucho últimamente, ¿verdad? Le diré lo que vamos a hacer… Delegará usted momentáneamente el cargo en Ferguson. Yo ocuparé su oficina durante unos cuantos días, y le construiré una muralla protectora para defenderle de esos importunos. Quiero que su cerebro se ocupe únicamente en vectores de reacción, rendimiento de combustible y resistencia de materiales, y no en contratos de camiones —se dirigió a la puerta, paseó la mirada por las oficinas exteriores, y distinguió a un hombre que tal vez era el principal empleado en la oficina—. ¡Oiga, usted! Venga.
El interpelado pareció mostrarse sorprendido, se levantó, se acercó a la puerta y dijo:
—¿Qué?
—Quiero que se lleve esa mesa del rincón y todo lo que hay encima de ella a un despacho vacío de este mismo piso. Hágalo inmediatamente.
El empleado enarcó las cejas:
—¿Y quién es usted para darme órdenes, si se puede saber?
—¡Maldita sea…! Le he dicho que lo haga inmediatamente.
—Haga como le dicen, Weber —intervino Coster.
—Quiero que esté hecho antes de veinte minutos —añadió Harriman—. ¡Andando!
Volvió a entrar en el despacho de Coster, tomó el teléfono, y a los diez segundos estaba hablando con las oficinas centrales de Rutas del Espacio.
—Jim, ¿está por ahí Jock Berkeley? Concédale permiso y envíemelo inmediatamente a Peterson Field, en un cohete especial. Quiero que despegue diez minutos después que usted y yo terminemos de hablar. Que envíen sus cosas después. —Harriman escuchó un momento, y después respondió—: No, su organización no se desmoronará si pierde a Jock… y, si se desmorona, será tal vez porque hemos estado pagando el salario máximo a una persona que no era la adecuada… De acuerdo, de acuerdo, tiene usted derecho a pegarme un buen puntapié la próxima vez que nos encontremos, pero envíeme a Jock. Hasta la vista.
Vigiló el traslado de Coster y su mesa a otro despacho, se ocupó de que el teléfono de la nueva oficina estuviese desconectado y, como si se le ocurriese de repente, mandó que instalasen allí una cama de campaña.
—Instalaremos un proyector, una mesa de dibujo, librería y otros accesorios esta misma noche —dijo a Coster—. Hágame una lista de todo cuanto necesite… para trabajos de ingeniería. Y llámeme si quiere algo especial.
Volvió al despacho del ingeniero jefe nominal y se puso a trabajar alegremente, tratando de descubrir los puntos flacos de la organización y lo que realmente estaba bien en ella.
Unas cuatro horas más tarde, acompañó a Berkeley al despacho de Coster. El ingeniero jefe estaba dormido en su mesa, con la cabeza apoyada en los brazos. Harriman se disponía a irse, pero Coster se despertó.
—¡Oh, lo siento! —dijo, enrojeciendo. Debí quedarme dormido.
—Para eso le traje el catre —dijo Harriman—. Descansará mejor en él. Bob, le presento a Jock Berkeley. Es su nuevo esclavo. Usted continuará como ingeniero jefe indiscutido. Jock será el Lord Mayor de Todo lo Demás. Desde ahora no tiene usted que preocuparse por nada… excepto por el pequeño detalle de construir una nave interplanetaria.
Se estrecharon la mano.
—Sólo quiero pedirle una cosa, señor Coster —dijo Berkeley muy serio—. Traspáseme todo lo que quiera. Usted dirigirá la parte técnica, pero por el amor de Dios, regístrelo todo y pásemelo para que yo sepa cómo van las cosas. Haré que pongan un micrófono en la mesa de su despacho que haga funcionar un registrador sellado colocado en mi mesa. —¡Magnífico!
Harriman pensó que Coster ya parecía más joven.
—Y si quiere usted algo que no sea técnico, no lo haga usted mismo. Conecte el micrófono y silbe; yo me ocuparé de que se haga. —Berkeley dirigió una mirada a Harriman—. El jefe dice que quiere hablar con usted sobre la cuestión verdaderamente importante, de modo que les dejo y me voy a poner manos a la obra inmediatamente —y se fue.
Harriman se sentó; Coster hizo lo mismo y dijo:
—¡Dios!
—¿Se encuentra mejor?
—Ese Berkeley me ha causado muy buena impresión.
—Tanto mejor; desde ahora considérele como su hermano gemelo. Basta de preocupaciones para usted; conozco muy bien a ese hombre y sé el resultado que dará. Le parecerá que vive en un hospital bien gobernado. A propósito, ¿dónde vive?
—En un motel de Springs.
—Esto es ridículo. ¿Y ni siquiera tiene lugar aquí para dormir? —Harriman se inclinó hacia la mesa de Coster, y estableció comunicación con Berkeley—. Jock… alquile un piso para el señor Coster en el Broadmoor, bajo nombre supuesto.
—Y arregle como una sala de estar la habitación adyacente a su oficina.
—Muy bien. Esta misma noche.
—Ahora, Bob, hablemos de la nave interplanetaria. ¿Cómo está eso?
Pasaron las dos horas siguientes discutiendo los detalles del problema tal como los expuso Coster. En realidad se había hecho muy poco trabajo desde que se arrendaron aquellos terrenos, pero Coster había realizado una considerable labor teórica y cálculos antes de verse ahogado entre la maraña administrativa. Harriman, aunque no era ingeniero y mucho menos matemático, pues no pasaba de la aritmética monetaria más elemental, hacía tanto tiempo que devoraba cuanto le caía en las manos acerca de navegación interplanetaria que se hallaba en disposición de seguir casi todo cuanto le exponía Coster.
—No veo aquí nada que se refiera a su montaña-catapulta —dijo de pronto.
Coster parecía incómodo.
—¡Ah, eso! señor Harriman, creo que hablé algo a la ligera.
—¿Eh? ¿Qué está diciendo? Tengo a todos los chicos de Montgomery haciendo hermosos dibujos del aspecto que tendrán las cosas cuando efectuemos viajes regulares. Tengo la intención de convertir Colorado Springs en la capital interplanetaria del mundo. Ahora tenemos la concesión del viejo ferrocarril de cremallera. ¿Cuál es la dificultad?
—Verá, se trata de tiempo y dinero.
—No piense en el dinero. De eso me ocupo yo.
—El tiempo, pues. Aún sigo pensando que un cañón eléctrico será lo mejor para conseguir la aceleración inicial necesaria para una nave movida por energía química. Así… —y empezó a dibujar rápidamente—. Esto nos permitiría prescindir del primer cohete atmosférico, que es mayor que todos los demás juntos y al propio tiempo terriblemente ineficiente, pues posee una relación de masas muy baja. Pero ¿qué hace falta para conseguirlo? No se puede construir una torre, por lo menos una torre de tres kilómetros de altura, lo suficientemente sólida como para resistir las sacudidas, en menos de un año. Por lo tanto, tendremos que utilizar una montaña. Pikes Peak es tan buena como otra cualquiera; por lo menos es accesible. Pero ¿qué tendremos que hacer para utilizarla? En primer lugar, un túnel que penetre en su interior desde la ladera, desde Manitou hasta debajo mismo del pico, y lo suficientemente grande como para admitir en su interior a la nave con su carga.
—¿Por qué no la baja desde la cumbre? —sugirió Harriman.
—Ya había pensado en eso —respondió Coster—. Pero unos ascensores que bajen tres mil metros cargados con una nave interplanetaria no se pueden construir con cordeles precisamente; en realidad no se pueden construir con ninguno de los materiales disponibles. Es posible amañar la propia catapulta de manera que las bobinas de aceleración puedan ser invertidas y sincronizadas de un modo diferente, pero créame, señor Harriman, esto nos metería en otros problemas de ingeniería tal vez mayores…, tales como un ferrocarril gigantesco hasta el extremo superior de la nave. Y aún seguiríamos sin haber excavado la zanja de la catapulta propiamente dicha. No puede ser del mismo tamaño que la nave, ni como el cañón de un fusil con relación a la bala. Tiene que ser considerablemente mayor; no se puede comprimir impunemente una columna de aire de tres kilómetros de altura. ¡Oh, podría construirse una montaña-catapulta, pero eso requeriría diez años de trabajo…, o más!
—Entonces no hay ni que pensar en ello. Construiríamos para el futuro, pero no para nosotros. No, espere…, ¿qué le parece una catapulta de superficie? Excavamos el costado de la montaña y lo curvamos en su extremo.
—Francamente, creo que tendremos que utilizar algo parecido. Pero si tiene que ser para hoy, sigue creándonos problemas. Aunque pudiésemos construir un cañón eléctrico en el cual se pudiese hacer esa curva final, y actualmente no podemos, la nave tendría que ser construida de modo que resistiese terribles tensiones laterales, y todo el peso adicional sería parasitario por lo que se refiere a nuestro propósito principal, que es la construcción de un cohete interplanetario.
—Y bien, Bob, ¿cuál es la solución que ofrece?
Coster frunció el ceño.
—Volver a lo que sabemos… un cohete de varios cuerpos.