A la mañana siguiente, Strong entró en las oficinas conjuntas a las nueve en punto, como de costumbre. Le sorprendió encontrar ya allí a Harriman. Porque el hecho de que Harriman no apareciese en toda la mañana no tenía importancia, pero que llegase antes que los empleados era muy significativo.
Harriman estaba atareado consultando un globo terráqueo y un libro: el Almanaque Náutico del año en curso, observó Strong. Harriman apenas levantó la mirada.
—Buenos días, George. Dime, ¿a quién tenemos en el Brasil?
—¿Por qué?
—Necesito algunos tipos bien amaestrados que hablen portugués, eso es todo. Y también que hablen español. Sin contar las tres o cuatro docenas que están esparcidos en este país. He descubierto algo muy, pero que muy interesante mira: según estas tablas, la Luna, en su giro alrededor de la tierra, oscila entre los veintiocho grados, casi veintinueve, al norte y al sur del Ecuador —aplicó un lápiz sobre el globo terráqueo y lo hizo girar—. Ahí lo tienes. ¿No te da ninguna idea?
—No. Como no sea que estás rayando con el lápiz un globo que vale sesenta dólares.
—¡Y tú te dices un financiero viejo y realista! ¿Qué posee un hombre cuando compra un pedazo de tierra?
—Eso depende de los términos en que esté redactada la escritura. Por lo general, los derechos sobre minerales y otros yacimientos subterráneos…
—Eso no importa. Supongamos que compra la tierra sin renunciar a ninguno de sus derechos, ¿hasta qué profundidad la poseerá? ¿Y hacia arriba, hasta dónde?
—Bueno, poseerá una especie de cuña que alcanzará hasta el centro de la tierra. Así fue estipulado por lo que respecta a las escrituras o contratos de arrendamiento para la explotación y perforación de terrenos petrolíferos. En teoría, también tendría que poseer el espacio situado sobre el terreno, ascendiendo indefinidamente, pero eso fue modificado a la vista de una serie de casos que se presentaron cuando hicieron su aparición las líneas aéreas comerciales, lo cual fue muy conveniente para nosotros, pues de lo contrario tendríamos que pagar peaje cada vez que uno de nuestros cohetes despegase en dirección a Australia.
—¡No, no, no, George! No leíste bien estos casos. Se estableció el derecho de circulación y paso libre, pero la propiedad del espacio que se hallaba sobre el terreno en cuestión continuó inalterada. E incluso la libertad de circulación no fue absoluta; tú puedes construir, si se te antoja, una torre de dos mil metros de altura en un terreno de tu propiedad que se interponga en la ruta habitual de aviones, cohetes o lo que sea, y las naves se verán obligadas a pasar por encima de ella, y ya se guardarán bien de no embestirla. Recuerda cómo tuvimos que arreglar el espacio aéreo al sur de Hughes Field para garantizar que nuestra aproximación a aquella zona no era intencionada…
Strong parecía pensativo.
—Sí. Creo que te comprendo. El antiguo principio de la propiedad territorial permanece inalterado: por abajo hasta el centro de la tierra, por arriba hasta el infinito. ¿Pero eso de qué nos sirve? Se trata de una pura cuestión teórica. Supongo que no pretenderás hacer pagar derechos de portazgo a los tripulantes de esas naves interplanetarias de las cuales estás siempre hablando —sonrió con un gruñido ante su propia agudeza.
—Nada de eso. Es algo completamente diferente. George…, ¿de quién es la Luna?
Strong se quedó con la boca abierta.
—Delos, tú bromeas.
—Nada de eso. Te pregunto de nuevo: si jurídicamente un hombre posee la zona del cielo que se alza sobre sus terrenos hasta el infinito, ¿quién posee la Luna? Echa una mirada a este globo y podrás decírmelo.
Strong hizo como se le indicaba.
—Pero esto no significa nada, Delos. La legislación terrestre no se aplicaría a la Luna.
—Se aplica aquí, y esto es lo que me hace pensar. La Luna permanece constantemente sobre una faja de la Tierra limitada por la latitud y veintinueve al norte y por la misma latitud al sur; si alguien fuese dueño de este cinturón terrestre —que corresponde poco más o menos a la zona tropical— entonces también sería dueño de la Luna, ¿no es verdad? Esto si aceptamos todos los postulados que mantienen nuestros tribunales con respecto a la propiedad territorial. Y por derivación directa, según esa clase de lógica que es tan del gusto de los juristas, los diversos poseedores de esta faja de tierra tendría derecho (un derecho auténtico y que se podría comprar y vender) a la Luna, repartido de un modo colectivo entre todos ellos. El hecho de que la distribución de este derecho fuese algo vaga no le preocuparía demasiado a un jurista; los leguleyos se regodean defendiendo esta clase de derechos colectivos cada vez que se impugna un testamento.
—¡Pero todo esto es descabellado!
—George, ¿cuándo aprenderás que «descabellado» es una palabra que no figura en el diccionario de un abogado?
—Supongo que no tendrás la intención de comprar toda la zona tropical, porque eso es lo que tendrías que hacer, de acuerdo con tu teoría.
—No —dijo lentamente Harriman—. Pero no sería mala idea comprar los derechos, el título y la participación en la propiedad de la Luna que posean todos y cada una de las naciones soberanas que se encuentran en esta faja. Si creyese que podía hacerlo a la chita callando y sin levantar la liebre, lo intentaría. Todo el mundo vende muy barata una cosa cuando cree que no tiene valor, y desea efectuar la operación antes de que el comprador cambie de parecer.
»Pero no es este mi plan —prosiguió—. George, quiero fundar corporaciones (corporaciones locales) en cada uno de esos países. Quiero que las legislaturas de cada uno de ellos otorguen franquicias a su corporación del subsuelo, etc., y el derecho de reivindicar territorio lunar o favor de su patria, con los mínimos impuestos, naturales, y las quiero entregadas en bandeja de plata a la patriótica corporación autora de la idea. Y quiero que todo esto se haga a la chita callando, para que las tarifas no suban excesivamente. Nosotros seremos los dueños de las corporaciones, desde luego, y esta es la razón por la que necesito un rebaño de bien amaestrados. Cualquier día de estos habrá un follón de todos los demonios por la propiedad de la Luna y quiero tener la baraja marcada para que podamos ganar la partida sin que importe cómo sean repartidas las cartas.
—Te meterás en unos gastos espantosos, Delos. Y aun no sabes si podrás llegar a la Luna, y mucho menos si valdrá la pena haber efectuado el viaje, suponiendo que llegues a ella.
—¡Llegaremos! Resultaría más costoso hacerlo si no estableciésemos antes estos derechos. De todos modos, no es necesario que gastemos mucho dinero; el arte de sobornar tiene algo en común con la homeopatía, y hay que utilizarlo como un catalizador. A mediados del siglo pasado cuatro hombres fueron de California a Washington con 40.000 dólares; era todo cuanto tenían. Pocas semanas después sin blanca, pero el Congreso les había concedido un billón de dólares como derechos de paso o de servidumbre del ferrocarril. Todo consiste en no levantar la liebre.
Strong agitó la cabeza.
—Sus derechos de propiedad no tendrán ningún valor. La Luna no permanece inmóvil sobre un solo sitio; es cierto que pasa sobre terrenos particulares, pero lo mismo hacen las aves migratorias.
—Y nadie puede pretender tener derecho sobre un ave migratoria. Veo a donde quieres ir a parar. Pero la Luna permanece siempre sobre esa única faja. Si tú trasladas de sitio una piedra en tu jardín, ¿pierdes tus derechos de propiedad sobre ella? ¿No sigue siendo propiedad tuya? ¿No siguen vigentes aún las leyes sobre la propiedad? Esto es como aquella serie de pleitos acerca de la propiedad de las islas errantes del Mississippi; las tierras se movían a medida que el río abría nuevos canales, pero siempre seguían siendo propiedad de alguien. En el caso que nos ocupa, yo pretendo arreglar las cosas de tal manera que nosotros seamos ese «alguien».
Strong frunció el ceño.
—Me parece recordar que esos casos a que aludes no se resolvieron siempre de la misma manera.
—Nos quedaremos con los fallos que más nos convengan. Por esto precisamente las esposas de los abogados tienen abrigos de visión. Vamos, George; manos a la obra.
—¿Qué quieres hacer?
—Reunir el dinero.
—Oh —Strong parecía aliviado—. Creía que tenías intención de utilizar nuestro dinero.
—Ésa era mi intención. Pero no tendremos bastante. Utilizaremos nuestro dinero para empezar a mover las cosas; pero mientras tendremos que descubrir la manera de que el dinero siga afluyendo. —Oprimió un botón sobre su mesa; el rostro de Saul Kamens, su consejero jurídico, apareció ante él—. Oiga, Saul. ¿Puede venir un momento?
—Sea lo que sea —respondió el abogado—, limítese a decirles que no. Ya me ocuparé yo de ello.
—Bien. Ahora venga, están removiendo cielos y tierra, y yo tengo una opción sobre las diez primeras cargas.
Kamens apareció al cabo de poco tiempo. Pocos minutos después Harriman ya le había explicado su plan de reivindicar la propiedad de la Luna antes de poner el pie en ella.
—Además de esas corporaciones que actuarán de hombres de paja —prosiguió—, necesitamos una agencia que pueda recibir contribuciones sin tener que admitir el menor interés financiero por parte del contribuyente, como la National Geographic Society.
Kemens movió la cabeza.
—Usted no puede comprar la National Geographic Society.
—¿Quién ha dicho que queremos comprarla? Crearemos la nuestra.
—Eso es lo que yo iba a decir.
—Muy bien. Tal como yo lo veo, nos hace falta por lo menos una corporación libre de impuestos y que no rinda beneficios, encabezada por personas adecuadas; tendremos que establecer un derecho de veto, desde luego. Probablemente necesitamos más de una, las crearemos a medida que las necesitamos. Y por lo menos tendremos que tener una nueva corporación ordinaria, no libre de impuestos, pero que no mostrará un beneficio hasta que nosotros creamos que ha llegado el momento. Mi idea es que las corporaciones que no den beneficios se queden con todo el prestigio y toda la publicidad, mientras que la otra obtendrá todos los beneficios, cuando llegue el momento. Haremos intercambios de bienes entre las corporaciones, siempre por razones perfectamente válidas, de modo que las corporaciones que no den beneficios paguen mientras los gastos. Pensando bien en ello, sería mejor que tuviésemos por lo menos dos corporaciones ordinarias, de modo que pudiésemos dejar que una de ellas fuese a la quiebra si creyésemos necesario sacarnos las pulgas de encima. Esto es en líneas generales mi plan. Ande, dése prisa y déle una apariencia legal, ¿quiere?
—¿Sabe usted, Delos? —dijo Kemens—. Resultaría mucho más honrado que lo realizase con las armas en la mano.
—¡Un abogado hablándome de honradez! No importa, Saul; no pienso engañar a nadie…
—¡Hum!
—… y pienso efectuar el viaje a la Luna. Para eso tendrán que pagar todos, y esto es lo que recibirán a cambio. Ahora resuelva usted todos los aspectos legales de la cuestión, y sea buen chico.
—Recuerdo algo que el abogado del viejo Vanderbit le dijo a éste en unas circunstancias similares: «Es tan hermoso tal como está, ¿por qué echarlo a perder dándole un aspecto legal?».
—Muy bien, amigo, le prepararé esa ratonera que me pide. ¿Algo más?
—Sí. Quédese por ahí, pueden ocurrírsele algunas ideas. George, dile a Montgomery que venga, ¿quieres?
Montgomery, el jefe de la publicidad de Harriman, tenía dos virtudes a los ojos de su jefe: era fiel a Harriman, y sería capaz de planear una campaña publicitaria para convencer al público de que Lady Godiva llevaba una faja marca Caresse durante su famoso paseo a caballo, o de que Hércules atribuía su fuerza a que tomaba Crunchies para desayunar.
Se presentó con una gran carpeta bajo el brazo.
—Me alegro de que me haya llamado, jefe. Vaya mirando esto. —Abrió la carpeta sobre el escritorio de Harriman y empezó a desplegar esbozos y diseños—. Son obra de Kinsky. ¡Este chico se ha vuelto loco!
Harriman cerró la carpeta.
—¿Para qué son?
—¿Eh? Para Hogares del Nuevo Mundo.
—No quiero verlos; estamos liquidando Hogares del Nuevo Mundo. Espere un minuto, no empiece a chillar. Que los muchachos lo terminen: quiero que se mantengan los precios mientras tanto. Pero ahora présteme atención: voy a hablarle de otra cosa.
Le explicó rápidamente el nuevo proyecto. Montgomery asintió.
—¿Cuándo empezamos y cuánto tenemos que invertir?
—Ahora mismo, y no se preocupe por los gastos. No se amilane ante ellos; éste es el mayor negocio en que nos hemos metido. —Strong pestañeó; Harriman prosiguió como si tal cosa—. Si es preciso, hoy no duerma en toda la noche; venga a verme mañana y lo comentaremos.
—Espere un momento, jefe. ¿Cómo conseguirá usted esas concesiones que pretende de los, esto de los estados lunares, o sea de esos países por encima de los cuales pasa la Luna, mientras desencadena al mismo tiempo una enorme campaña de publicidad acerca de un viaje a la Luna y de las enormes ventajas que puede reportar para todos? ¿No quiere que le dibuje a usted en un ángulo?
—¿Tengo tal vez cara de idiota? Tendremos las concesiones antes de que usted haya llenado una carpeta. Usted las obtendrá; usted y Kamens. Éste será su primer trabajo.
—¡Hum!— Montgomery se mordía la uña del pulgar—. De acuerdo… eso ya es distinto. ¿Cuánto tiempo tenemos para prepararlo todo?
—Le doy seis semanas. Si no se ve capaz de hacerlo, ya puede enviarme su dimisión, escrita sobre piel arrancada de su espalda.
—Voy a redactarla inmediatamente, si usted me ayuda sosteniendo un espejo.
—Vamos, Monty, sé que puede hacerlo en seis semanas. Pero dése prisa; no podemos recibir ni un centavo para ayudarnos en los gastos hasta que ustedes nos obtengan esas concesiones. Si ustedes no se dan maña para obtenerlas, nos moriremos todos de hambre, y no iremos a la Luna.
—D —dijo Strong—, ¿por qué preocuparnos por esas maquiavélicas reivindicaciones en un hatajo de apolillados países tropicales? Si se te ha metido en la cabeza ir a la Luna, llama a Ferguson, y adelante.
—Me gusta tu manera, directa de exponer las cosas, George —dijo Harriman, frunciendo el ceño—. Hum…, por allá 1845 o 46, un pundonoroso oficial del ejército norteamericano invadió California. ¿Sabes lo que hizo el Departamento de Estado?
—No.
—Le obligaron a devolverla. Al parecer, no había tocado la segunda base, o algo por el estilo. De modo que tuvieron que darse el trabajo de invadir de nuevo sólo unos pocos meses después. No quiero que esto vuelva a sucedernos ahora a nosotros. No se trata sólo de desembarcar en la Luna y reivindicar su propiedad; tendremos que dar validez a nuestra pretensión ante los tribunales terrestres, o de lo contrario nos veremos envueltos en muchos líos. ¿Eh, Saúl?
Kamens asintió.
—Recuerde lo que le ocurrió a Colón.
—Exactamente. No estoy dispuesto a que nos timen del mismo modo como timaron a Colón.
Montgomery escupió un pedazo de uña.
—Pero jefe, usted sabe perfectamente bien que esas reivindicaciones de los países de la banana no valdrán un comino, por bien que las presente. ¿Por qué no obtener una concesión de las propias Naciones Unidas y terminar así de una vez? Yo preferiría de buena gana tratar con las Naciones Unidas que con media docena de estúpidas legislaturas. En realidad, ya tengo un plan de ataque: empezaremos a través del Consejo de Seguridad y…
—Tendremos en cuenta esta sugerencia para utilizarla más tarde. Pero me parece que no ha comprendido bien todo el alcance del plan, Monty. Admito, claro, que esas concesiones no valen un pimiento, y que sólo tienen valor como estorbos. Pero este valor de estorbo es importantísimo. Escuche: imagine que llegamos a la Luna o que estamos a punto de hacerlo. Todos y cada uno de esos países que se ponen a graznar; los metemos a todos en el ajo a través de las corporaciones fantasmas a las cuales ellos han dado concesiones ¿Adónde irán a graznar? A las Naciones Unidas, desde luego. Ahora bien: las naciones poderosas del Globo, las que son ricas e importantes, se encuentran todas en la zona templada del hemisferio norte. Se enterarán de la naturaleza de las reivindicaciones, y echarán una frenética mirada al globo terráqueo. Entonces se darán cuenta, aterrados, de que la Luna no pasa por encima de ninguno de ellos. El mayor país de todos —Rusia— no posee ni un puñado de tierra al sur del paralelo veintinueve. Por lo tanto, rechazarán todas las reivindicaciones.
¿Pero lo harán todos? Los Estados Unidos frustrarán este propósito. La Luna pasa sobre Florida y la parte meridional de Texas. Washington se encontrará metido en un aprieto. ¿Tendrá que respaldar el Gobierno americano a los países tropicales y defender la teoría tradicional de la propiedad de la tierra, o tendrá que poner todo su peso en la balanza para defender la idea de que la Luna pertenece a todo el mundo? ¿O bien tendrá que reivindicar los Estados Unidos la propiedad total de la Luna, teniendo en cuenta que fueron americanos los que llegaron primero a ella?
En este momento salimos nosotros de entre bastidores. Resulta entonces que la nave lunar tenía dueño, y que los gastos de los viajes y construcción fueron sufragados por una corporación que no rendía beneficios, estatuida por las propias Naciones Unidas.
—Alto ahí —interumpió Strong—. Ignoraba que las Naciones Unidas pudiesen crear corporaciones.
—Pues tienes que saber que sí pueden hacerlo —respondió su asociado—. ¿No es cierto, Saúl? —Kamens asintió—. De todos modos —continuó Harriman—, ya tengo la corporación: la constituí hace varios años. Se ocupa casi exclusivamente de cuestiones educativas y científicas. ¡Pero, amigo, esto cubre un campo vastísimo! Volviendo a lo que decía… esa corporación, esa criatura de las Naciones Unidas, pide a su progenitora que declare la colonia lunar territorio autónomo, bajo la protección de las Naciones Unidas. No pediremos de momento la pura y simple calidad de miembros, porque no queremos embrollar las cosas.
—¡Embrollarlas, dice! —exclamó Montgomery.
—Sí, no queremos embrollarlas. Esta nueva colonia será de facto un estado soberano, cuyo poder se extenderá a toda la Luna, y, ¡escuchen bien esto!, con capacidad para comprar, vender, legislar, otorgar títulos de propiedad territorial, establecer monopolios, colectar impuestos, y así sucesivamente. ¡Y nosotros seremos sus propietarios!
»La razón por la que la propiedad revertirá a nosotros es porque los grandes de la ONU no podrán presentar una reivindicación que tenga los mismos visos de legalidad que la que habrán prestado los estados tropicales. Serán incapaces de ponerse de acuerdo acerca del modo de deshacer el entuerto sin recurrir a la fuerza bruta, y los otros países importantes no verán con buenos ojos que los Estados Unidos reivindiquen para sí toda la propiedad. El modo más fácil de salir de este callejón sin salida conservando unos derechos ilusorios a través de la propia ONU. Pero los verdaderos derechos, los derechos que controlen todas las cuestiones económicas y legales, revertirán a nosotros. ¿Comprendes ahora adónde quiero ir a parar, Monty?
Montgomery sonrió.
—Que me ahorquen si veo la utilidad, jefe, pero me encanta. Es estupendo.
—Yo no lo creo así —gruñó Strong—. Delos, te he visto montar tinglados complicadísimos, algunos de ellos tan tortuosos que me removían el estómago, pero éste es el peor de todos. Creo que te has dejado llevar por el placer que te produce tramar conspiraciones maquiavélicas en las que siempre se tiene que jugar con dos barajas.
Harriman dio varias chupadas a su puro antes de responder.
—Me importa un pepino, George. Llámalo marrullería, llámalo como quieras. ¡Pienso ir a la Luna! Aunque tenga que manejar a un millón de personas para realizarlo, lo haré.
—Pero no es necesario que lo hagas así.
—Bien, ¿cómo lo harías tú?
—¿Yo? Crearía una corporación legal y honrada, y obtendría una resolución del Congreso convirtiendo a mi corporación en instrumento de los Estados Unidos.
—¿Soborno?
—No sería necesario. Me bastaría con influencias y presiones. Después, me pondría a reunir el dinero necesario, y emprendería el viaje.
—¿Y entonces la Luna sería propiedad de los Estados Unidos?
—Naturalmente —respondió Strong con cierta rigidez.
Harriman se levantó y empezó a pasear por la estancia.
—No lo has comprendido, George, no lo has comprendido. Yo no quería decir que la Luna tuviese que ser propiedad de un solo país, aunque fuese los Estados Unidos.
—Lo que tú querías decir es que tenía que ser propiedad tuya, supongo.
—Bueno si yo soy su propietario, aunque sea por un corto espacio de tiempo, no haré mal uso de ella, y ya tendré buen cuidado de que los demás no lo hagan. Sí señor, los nacionalismos se terminarán en la estratosfera. ¿No comprendes lo que ocurriría si los Estados Unidos pretendiesen reivindicar la propiedad de la Luna? Las demás naciones no reconocerían tal pretensión. Se convirtiría en una permanente manzana de la discordia en el Consejo de Seguridad, y precisamente en unos momentos en que empezábamos a acostumbrarnos a planear nuestros negocios sin pensar en guerras inminentes. Las demás naciones, con perfecto derecho, tendrán un miedo cerval a los Estados Unidos. Mirarán hacia el cielo todas las noches, y verán la mayor base de cohetes atómicos de los Estados Unidos sobre sus mismísimas cabezas. ¿Cree que se quedarán tranquilos después de esto? No, señor… tratarán de apoderarse de un pedazo de Luna para su propio uso nacional. La Luna es un bocado demasiado grande para tragárselo de una vez. Se establecerá allí otras bases, y no tardará en desencadenarse la más espantosa guerra que haya presenciado el planeta, y la culpa será nuestra.
»No: tiene que ser un arreglo que satisfaga a todos, y por eso nosotros tenemos que planearlo, pensar en todas las contingencias, y obrar en secreto hasta hallarnos en situación de ponerlo en práctica.
»Además, George, si tratásemos de reivindicar la propiedad en nombre de los Estados unidos. ¿Sabes dónde estaríamos nosotros, en nuestra calidad de hombres de negocios?
—En el asiento del conductor —respondió Strong.
—¡En el ojo de un cerdo! Nos quitarían de en medio. El Departamento de Defensa diría: «Muchas gracias, señor Harriman, muchas gracias señor Strong. Ahora nos encargaremos nosotros de esto en el interés de la defensa nacional; pueden ustedes volverse a casa».
»Y esto es lo que tendríamos que hacer… irnos a casa y esperar a que estallase la próxima guerra nuclear.
»No pienso hacerlo, George. No voy a permitir que los de las gorras de plato metan la nariz en esto. Voy a establecer una colonia lunar, y después cuidaré de ella hasta que sea mayorcita y pueda tenerse en pie. Os digo, ¡os lo digo a todos!, que ésta es la mayor empresa que ha abordado la raza humana desde el descubrimiento del fuego. Efectuada juiciosamente y con prudencia, puede significar un mundo mejor y más rico. Si se efectúa de cualquier manera, significa un billete de ida sin vuelta al Armageddon, o sea al infierno. Es inminente, no tardará en llegar, tanto si lo hacemos nosotros como si no. Pero pretendo ser yo precisamente el Primer Hombre en la Luna, y preocuparme muy especialmente de que todo se efectúe como debido.
Hizo una pausa. Strong dijo:
—¿Has terminado ya el sermón, Delos?
—No, no se ha terminado —dijo tozudamente Harriman—. No ves el asunto como debe ser. ¿Sabes lo que podemos encontrar allá arriba? —describió un arco con el brazo, en dirección al techo—. ¡Gente!
—¡En la Luna? —dijo Kamens.
—¿Por qué no en la Luna? —murmuró Montgomery a Strong.
—No, en la Luna no… por lo menos me sorprendería mucho el que, excavando en esa cáscara sin atmósfera, hallásemos algo bajo ella. La Luna es un astro muerto. Me refería a los demás planetas… Marte, Venus y los satélites de Júpiter. Incluso tal vez las propias estrellas. ¿Y si encontrásemos gente allí? Pensad en lo que significaría esto para nosotros. Hemos estado siempre solos, completamente solos; somos la única raza inteligente en el mundo que conocemos. Ni siquiera hemos podido establecer comunicación oral con los perros o con los monos. Todo hemos tenido que resolverlo nosotros mismos, como huérfanos desamparados. Pero suponed que encontramos personas, personas inteligentes, que hayan realizado algo con su propia inteligencia. ¡Ya no volveríamos a sentirnos solos nunca más! Podríamos mirar a las estrellas, y no volveríamos a sentir temor.
Se calló, con aspecto algo fatigado e incluso ligeramente avergonzado de su exaltada perorata, como un hombre sorprendido haciendo algo íntimo. Permaneció mirándoles, escrutando sus rostros.
—Me ha gustado, jefe —dijo Montgomery—. Me servirá. ¿Puedo utilizarlo?
—¿Cree que podrá recordarlo?
—No hace falta… conecté su dactilógrafa silenciosa.
—¡Váyase al diablo!
—Lo pondremos en visual… en un guión que estoy imaginando.
Harriman sonrió con alegría casi infantil.
—Nunca he actuado en escena, pero si usted cree que puedo servirle, estoy a su disposición.
—¡Oh, no, usted no, jefe! —respondió Montgomery horrorizado—. Usted no es el tipo. Me irá mucho mejor Basil Wilkes-Booth, creo. Con su voz que parece un órgano y su hermoso rostro de arcángel, extasiará al público.
Harriman echó una mirada a su barriga y dijo con un gruñido:
—De acuerdo, sigamos hablando de negocios. Hablemos ahora de la cuestión monetaria. En primer lugar, podemos buscar donativos para una de las corporaciones que no dejan beneficios, considerándolos dotaciones para colegas. ¿Cuánto creen que podemos reunir de esta manera?
—Muy poco —opinó Strong—. Esa vaca ya está muy exhausta.
—Nunca lo estará mientras haya ricachos que prefieren efectuar donativos antes que pagar impuestos. ¿Cuánto sería capaz de pagar cualquiera para tener en la Luna un cráter con su nombre?
—Suponía que ya todos tenían nombre —observó el abogado.
—Los hay a montones sin bautizar…, y además tenemos toda la cara opuesta, todavía intacta. Hoy no trataremos de hacer un presupuesto; sólo haremos un cálculo aproximado. Monty, quiero un medio para exprimir, también a los niños de las escuelas. Cuarenta millones de escolares a diez centavos por cabeza hacen 4.000.000 de dólares… que nos serán de mucha utilidad.
—¿Por qué conformarse con diez centavos? —preguntó Monty—. Si a un chico le interesa verdaderamente la cosa, será capaz de ahorrar un dólar.
—Sí, ¿pero qué le ofreceremos a cambio, aparte del honor de tomar parte en una noble y elevada empresa y etcétera etcétera etcétera?
—Hum… —Montgomery siguió royéndose las uñas—. Pero supongamos que establecemos dos clases de cuotas: diez centavos y un dólar. Por diez centavos el chico recibirá un carnet de miembro del Club Rayo de Luna…
—No, mejor el Club Joven Astronauta.
—De acuerdo, en ese caso los Rayos de Luna se reservarán para las chicas…, y no nos olvidemos de meter en el asunto a los Boy Scouts y las Girl Scouts. Daremos a cada muchacho una tarjeta; cuando afloje otros diez centavos, le haremos un agujerito. Cuando haya aflojado un dólar, le daremos un certificado, que podrá poner en un marco, con su nombre y un hermoso grabado, y en el reverso una imagen de la Luna.
—En el anverso —respondió Harriman—. Impreso todo de una sola vez es más barato y resulta más bonito. Les daremos algo más también; una garantía revestida de acero que su nombre figurará en las listas de los Jóvenes Pioneros de la Luna, y que estas listas serán colocadas en un monumento que se levantará en la Luna en el mismo lugar donde cayó la primera nave lunar…, en microfilm, desde luego; tenemos que ahorrar peso.
—¡Estupendo! —asintió Motgomery—. ¿Quiere que continuemos, jefe? Cuando su contribución alcance los diez dólares, le daremos una estrella fugaz de plata dorada, sólida y hermosa, para que la prenda en su pecho, y será entonces un Pionero Veterano con derecho de voto o algo parecido. Y su nombre figurará grabado en el exterior del monumento… sobre una placa de platino.
Strong ponía cara como si hubiese mordido un limón.
—¿Qué pasará cuando lleguen a los cien dólares? —preguntó.
—Bueno —respondió Montgomery lleno de contento— entonces les daremos otra tarjeta, y vuelta a empezar. No se preocupe por eso, señor Strong… si algún muchacho alcanza esa cantidad, tendrá su recompensa. Tal vez le dejemos visitar la nave por dentro antes de despegar y le demos, como regalo, un retrato suyo de pie frente a ella, con la propia firma del piloto reproducida al pie de la fotografía por alguna de nuestras empleadas.
—¡Expoliar a los niños! ¡Bah!
—Nada de eso —replicó Montgomery con voz ofendida—. «Intangibles» es la mercancía más honrada que se puede vender. Valen lo que usted quiera pagar por ellos, y nunca se estropean. Puede llevárselos a la tumba, y conservarán todo su brillo.
—¡Hum!
Harriman escuchaba, sonriendo y en silencio. Kamens carraspeó.
—Si estos vampiros han terminado ya de chupar la sangre de los niños de nuestro país, ruego que se me permita exponer otra idea.
—Desembuche.
—George, usted colecciona sellos, ¿no es verdad?
—Sí.
—¿Cuánto valdría una carta que hubiese sido estampillada en la Luna?
—¿Eh? Pero eso es imposible, usted lo sabe bien.
—Pienso que podríamos hacer que nuestra nave lunar fuese declarada legalmente una estafeta de correos sin demasiadas dificultades. ¿Cuánto valdría esa carta?
—¡Oh, eso depende de lo raras que fuesen!
—Tiene que haber algún número óptimo que pueda venderse a un precio máximo. ¿Sería usted capaz de calcularlo?
Strong dejó vagar su mirada por el espacio, después sacó un viejo lapicero y comenzó a efectuar cálculos. Harriman prosiguió:
—Saul, pienso en la idea que he tenido de comprar derechos de propiedad de la Luna. ¿Qué le parece la idea de vender terrenos para edificar en la Luna?
—Un poco de seriedad, Delos. Eso no se podrá hacer hasta que desembarquemos allí.
—Hablo en serio. Sé que está usted pensando en aquella ley del año 40 que decía que estos terrenos tienen que ser delimitados y descritos minuciosamente. Pero ya quiero vender terrenos en la Luna. Encuentre usted un medio de dar legalidad a la idea. Venderé toda la Luna, si puedo…; títulos de propiedad superficial, derechos sobre los minerales, todo lo que pueda.
—¿Y si desearan ocuparla?
—Magnífico. Cuantos más mejor. Me gustaría señalar también que nos hallaremos igualmente en situación de gravar con impuestos lo que hemos vendido. Si los compradores no lo utilizan y se niegan a pagar los impuestos, revertirá a nuestras manos. Ahora imagine usted el modo de ofrecer estos terrenos sin que tengamos que ir a la cárcel. Ponga quizá anuncios en el extranjero, y luego haga un plan para revender personalmente en nuestro país.
Kamens parecía meditar.
—Podría constituir la compañía para la venta de terrenos en Panamá y anunciar por video y radio desde México. ¿Cree usted de verdad que podríamos vender esa mercancía?
—Se pueden vender bolas de nieve en Groenlandia —atajó Montgomery—. Todo es cuestión de publicidad.
Harriman añadió:
—¿No oyó usted hablar nunca de la gran demanda de tierras que hubo en Florida, Saul? La gente compraba terrenos que nunca habían visto y los vendían triplicando su precio, sin que jamás les hubiesen echado la vista encima. A veces un terreno había pasado por una docena de manos antes de que alguien se molestase en ir a ver que el objeto de tantas ventas y reventas se hallaba bajo dos metros de agua. Nosotros podemos ofrecer unos tratos mucho mejores… un acre, un acre garantizado, seco y muy soleado, por menos de diez dólares… o una superficie de mil acres a un dólar el acre. ¿Quién rechazará semejantes condiciones? Y mucho menos después de que se haya difundido el rumor de que en la Luna hay grandes cantidades de uranio.
—¿Ah, sí?
—¿Cómo quiere que lo sepa? Cuando el apogeo empiece a decaer, anunciaremos la fundación de Luna City… y entonces se sabrá por casualidad que las tierras que rodean al emplazamiento escogido están aún en venta. No se preocupe. Saul, es un negocio redondo. Si se trata de bienes reales y verdaderos, George y yo los venderemos. Fíjese, allá en los Ozarks, donde la tierra se alza formulando una arista, llegamos a vender los dos lados del mismo acre —Harriman parecía pensativo—. Creo que nos reservaremos los derechos sobre los minerales… vayan a saber si efectivamente hay uranio allá arriba.
Kamens rió.
—Delos, es usted un niño. No es más que un delincuente juvenil…, grandullón, crecido y encantador.
Strong se enderezó.
—Me sale medio millón —dijo.
—¿Medio millón de qué? —preguntó Harriman.
—De dólares. Por los sellos estampillados, naturalmente. ¿No hablábamos de eso? Mi cálculo del número de cartas que se podrían colocar entre coleccionistas y comerciantes de sellos, es de cinco mil. Aún así, tendríamos que entregar antes las cartas a un sindicato, que las guardaría hasta la terminación de la nave y hasta que el viaje entrase ya en los dominios de lo posible.
—Muy bien —convino Harriman—. Ocúpate tú de eso. Únicamente te hago observar que hacia el final tal vez te pidamos otro medio millón.
—¿Tendré comisión? —preguntó Kamens—. La idea es mía.
—Tendrá usted un voto de agradecimiento… y diez acres de terreno en la Luna. Ahora, ¿a qué otras fuentes de ingresos podemos acudir?
—¿Piensa emitir acciones? —preguntó Kamens.
—A eso iba. Desde luego… pero no acciones preferentes o de prioridad; no queremos que nos obliguen a efectuar una reorganización. Acciones ordinarias, sin voto.
—Esto me parece como otra de esas corporaciones de los países de la banana.
—Naturalmente, pero quiero tener algunas en la bolsa de Nueva York, y usted tendrá que resolverlo de algún modo con la Comisión de Cambio de Valores. No demasiados…, éste es nuestro escaparate, y tendremos que mantenerlo en actividad y constante ascenso.
—¿No preferiría que atravesase a nado el Helesponto?
—No sea usted así, Saul. Esto nos evita tener que llamar a las ambulancias, ¿no es verdad?
—No estoy seguro.
—Bien, eso es lo que quiero de ustedes…
La pantalla que había sobre el escritorio de Harriman se iluminó. Una muchacha dijo:
—Señor Harriman, está aquí el señor Dixon. No estaba citado, pero dice que usted desea verle.
—Creía que ya había resuelto esto —murmuró Harriman oprimió un botón y dijo—: de acuerdo, hágale entrar.
—Muy bien, señor… ¡Oh, señor Harriman, en este momento acaba de llegar también el señor Entenza!
—Hágalos pasar a los dos —Harriman desconectó y se giró a sus asociados—. A callar, muchachos, y sujétense fuertemente la cartera.
—Miren quién habla —dijo Kamens.
Entró Dixon, seguido de Entenza. Se sentó, paseó la mirada a su alrededor, pareció disponerse a hablar, y se calló. Volvió a mirar en torno suyo, deteniéndose especialmente en Entenza.
—Adelante, Dan —le animó Harriman—. Aquí no hay nadie más que nosotros.
Dixon pareció decidirse.
—He resuelto unirme a usted, D. D. —declaró—. Como prueba de mi buena fe, me tomé la molestia de obtener esto.
Sacó un documento de aspecto serio del bolsillo y lo plegó. Era una venta de derechos lunares, efectuada por Phineas Morgan a Dixon, y redactada exactamente de la misma forma en que Jones había otorgado a Harriman.
Entenza pareció sorprendido, y buscó en el bolsillo interior de su chaqueta. Exhibió otros tres contratos de venta de la misma clase, cada uno de ellos extendido a nombre de un director del sindicato de energía. Harriman enarcó una ceja al verlos.
—Yo me he adelantado, Dan. Dixon sonrió astutamente.
—Eso es lo que tú crees —y añadió dos contratos más al montón, sonrió y tendió la mano a Entenza.
—Vamos a hacer colección de ellos —Harriman decidió no decir nada por el momento de siete contratos extendidos por telecomunicación y que guardaba en su mesa… Cuando la noche anterior se encerró en su habitación para acostarse, estuvo telefoneando ininterrumpidamente hasta casi media noche—. Jack, ¿cuánto pagaste por estos contratos?
—Standish exigió mil; los otros fueron más baratos.
—Ya te advertí que no subieses tanto el precio, Standish se irá de la lengua. ¿Y usted, Dan?
—Yo los obtuve a precios muy satisfactorios.
—Espero que no hablen, ¿eh? No importa… Señores, ¿se proponen seriamente participar en esto? ¿Cuánto dinero aportarán?
Entenza miró a Dixon y éste respondió:
—¿Cuánto hará falta?
—¿Cuánto pueden reunir? —preguntó a su vez Harriman.
Dixon se encogió de hombros.
—Así no iremos a ninguna parte. Hablemos de cifras. Cien mil.
Harriman resopló.
—Tendré que suponer que lo que usted quiere en realidad es que le reserven un asiento en la primera astronave que efectúe un viaje regular a la Luna. Por ese precio podré reservárselo.
—No se burle, Delos. ¿Cuánto necesita?
El rostro de Harriman permanecía tranquilo, pero meditaba intensamente. Le encontraban en descubierto, con poca información…, ni siquiera había hecho aún un cálculo aproximado con su ingeniero jefe. ¡Por todos los diablos!
—Dan, como le advertí, le costará ya un millón la simple entrada en la partida. ¿Por qué habría colgado aquel teléfono?
—Eso creía. ¿Cuánto me costará continuar en la partida?
—Todo lo que tenga.
—No diga estupideces, Delos. Tengo mucho más que usted.
Harriman encendió un cigarro, lo cual constituía su única señal de agitación.
—Suponga que nos iguala, hasta el último dolar.
—¿Por lo cual recibiré una participación?
—De acuerdo, de acuerdo, usted pondrá lo mismo que todos nosotros, iremos a partes iguales. Pero yo dirigiré las cosas.
—Usted dirigirá las operaciones —convino Dixon—. Muy bien, pondré ahora un millón, e iré igualando lo que usted ponga a medida que sea necesario. Supongo que no tendrá ninguna objeción a que tenga mi propio interventor, desde luego.
—¿Le he engañado alguna vez, Dan?
—Nunca, y no hay ninguna necesidad de que empiece a hacerlo ahora.
—Haga lo que quiera…, pero asegúrese bien de enviar a un hombre que sea capaz de callarse la boca.
—No dirá nada. Guardaré su corazón en un frasco de cristal dentro de mi caja de caudales.
Harriman pensaba en el volumen de la fortuna de Dixon.
—Es posible que más tarde le permitamos tener una participación mayor, Dan. Esta operación será muy costosa.
Dixon juntó cuidadosamente las puntas de sus dedos.
—Ya lo resolveremos cuando sea el momento. Creo que es un mal sistema tener que abandonar una empresa por falta de capital.
—Muy bien —Harriman se volvió a Entenza—. Ya has oído lo que ha dicho Dan, Jack. ¿Te gustan esas condiciones?
La frente de Entenza estaba cubierta de sudor.
—Yo no puedo reunir un millón con esa facilidad.
—Está bien, Jack. No lo necesitamos precisamente esta mañana. Tienes buen crédito; tómate el tiempo que quieras para efectuar liquidaciones.
—Pero tú has dicho que un millón no es más que el principio. Yo no podré seguiros indefinidamente; hay que poner un límite a la inversión. Tengo que pensar en mi familia.
—¿No tienes renta anual, Jack? ¿Ni dinero invertido en algún trust?
—No es ésa la cuestión. Vosotros me exprimiréis…, me dejaréis sin un centavo.
Harriman esperó, que Dixon dijese algo. Finalmente, Dixon dijo:
—No le exprimiremos, Jack…, mientras pueda demostrar que ha realizado hasta el último de sus valores. Le permitiremos participar a prorrata.
Harriman asintió.
—Eso es, Jack —pensaba que cualquier disminución en la participación de Entenza proporcionaría una evidente mayoría en las votaciones a él y a Strong.
Este último había estado pensando en algo parecido, porque de pronto dijo:
—No me gusta esto. Cuatro asociados por partes iguales… nos encallaremos demasiado fácilmente.
Dixon se encogió de hombros.
—No quiero preocuparme por eso. Me he metido en este asunto porque apostaría a que Delos se las arreglará para que resulte provechoso.
—¡Iremos a la luna, Dan!
—Yo no he dicho eso. Me refiero a que sacarás un beneficio, tanto si vamos a la luna como si no. Ayer pasé parte de la noche examinando los informes públicos de varias de sus compañías; eran muy interesantes. Sugiero que resolvamos la posibilidad de cualquier atasco dando al director, es decir a usted, Delos, la facultad de desempatar. ¿Le parece satisfactorio, Entenza?
—¡Oh, claro que sí!
Harriman estaba preocupado, pero no quería demostrarlo. No confiaba en Dixon, ni aunque éste le regalase el dinero. De pronto se puso en pie.
—Ahora tengo que irme; señores. Les dejo con el señor Strong y el señor Kamens. Vamos, Monty.
Kamens, estaba seguro, no se iría de la lengua antes de que fuese el momento, ni siquiera con unos socios nominales y efectivos. En lo que se refería a Strong… bueno, George sabía que no dejaba siquiera que su mano izquierda supiese cuántos dedos tenía la derecha.
Se despidió de Montgomery frente a la puerta del despacho de éste, y atravesó el vestíbulo. Andrew Ferguson, ingeniero jefe de las Empresas Harriman, levantó la mirada cuando entró.
—¿Qué tal, jefe? Oiga, el señor Strong me ha dado esta mañana una idea muy interesante acerca de un nuevo interruptor. De momento no me pareció muy práctica, pero…
—Olvídelo. Haga que se ocupe de ella uno de sus muchachos. Ya sabe usted a qué nos vamos a dedicar ahora.
—Me han llegado rumores —respondió Ferguson prudentemente.
—Tumbe patas arriba al que le ha comunicado ese rumor. No… mejor envíelo a una misión especial al Tibet y déjelo allí hasta que hayamos terminado. Bien, vamos a hablar de ello. Quiero que me construya lo antes posible una nave capaz de ir a la Luna.
Ferguson pasó una pierna por encima del brazo de su sillón, tomó unas tijeras y empezó a recortarse las uñas.
—Dice usted eso como si se tratase de construir un lavabo.
—¿Y por qué no? En teoría disponemos de combustibles adecuados desde el 49. Forme usted el equipo de delineantes necesario y la brigada de obreros que la construyan; usted se encarga de construirla…, yo pago las facturas. ¿Puede ser más sencillo?
Ferguson se quedó mirando al techo.
—Combustibles adecuados… —repitió con voz soñadora.
—Eso dije. Las cifras demuestran que, utilizando hidrógeno y oxígeno, se puede enviar un cohete a la Luna en viaje de ida y vuelta… sólo es cuestión de un diseño adecuado.
—Diseño adecuado… —repitió Ferguson con la misma voz suave; de pronto giró en redondo, clavó la tijera en la maltrecha mesa y aulló—: ¿Qué sabe usted de eso para hablar de diseños adecuados? ¿Dónde encontraré el acero que hará falta? ¿Qué utilizaré como revestimientos? ¿Cómo demonios me las arreglaré para quemar suficientes toneladas por segundo de su estúpida mezcla para evitar que toda mi energía se libere de una vez? ¿Cómo puedo obtener una relación de masas correcta en el primer cohete? ¿Por qué demonios no me permitió construir una nave adecuada cuando disponíamos de combustible?
Harriman esperó a que se calmase, y entonces dijo:
—¿Cómo lo haremos, Andy?
—Hum… lo he estado pensando toda esta noche… y mi mujer está disgustadísima con usted; tuve que terminar de pasar la noche en el diván. En primer lugar, señor Harriman, el modo más adecuado de llevar este asunto adelante es obtener un crédito para la investigación del Departamento de Defensa. Entonces, usted…
—Maldita sea, Andy, usted limítese a las cuestiones de ingeniería y déjeme a mí los aspectos políticos y financieros. No me interesan sus consejos sobre esa cuestión.
—Oiga, Delos, no hagamos las cosas a medias. Esto también es una cuestión de ingeniería. El Gobierno posee una enorme masa de información acerca de cohetes… perfectamente clasificada. Sin firmar un contrato con el Gobierno, ni siquiera se la dejarán ver.
—Eso no tiene demasiada importancia. ¿Qué puede hacer un cohete del Gobierno que no sea capaz de hacer un cohete de las Rutas del Espacio? Usted mismo me dijo que todo lo que saben sobre cohetes no vale un pimiento.
Ferguson adoptó una actitud de suficiencia.
—Me temo no poder explicárselo en términos vulgares. Tiene usted que partir del supuesto de que necesitamos imprescindiblemente esos informes sobre las investigaciones del Gobierno. No tiene pies ni cabeza gastar miles de dólares en unas investigaciones que ya han sido hechas.
—Gastaremos esos miles de dólares.
—Pueden ser millones.
—Gastaremos esos millones. No le asusten los gastos, Andy. Tiene que saber que no quiero que esto se convierta en una cuestión militar. —Pensó en explicar minuciosamente al ingeniero cuál era su secreta finalidad política, pero prefirió callarse—. ¿Cree de veras que le hace tanta falta todo ese material del Gobierno? ¿No puede obtener los mismos resultados tomando a su servicio a ingenieros que hayan trabajado ya para el Gobierno? ¿O incluso quitándoselos al propio Gobierno? Ferguson frunció los labios.
—Si usted se empeña en crearme dificultades, ¿cómo quiere que llegue a obtener algún resultado?
—Yo no le creo dificultades. Sólo le digo que este proyecto no es del Gobierno. Si usted no quiere hacerse cargo del mismo en estos términos, dígamelo ahora, para que pueda encontrar a alguien que acceda a hacerlo.
Ferguson empezó a jugar a mumblely-peg sobre su mesa. Cuando llegó a «narices» —y no acertó—, dijo suavemente:
—Estoy pensando en un muchacho que trabajó para el Gobierno en White Sands. Era un chico muy listo… sería un magnífico jefe de sección.
—¿Quiere decir que lo pondría usted al frente de su equipo?
—Ésta era mi idea.
—¿Cómo se llama? ¿Dónde está? ¿Para quién trabaja? —Verá, cuando el Gobierno clausuró White Sands, me pareció una vergüenza que un muchacho de su valía se quedase sin trabajo y, por lo tanto, le di un empleo en Rutas del Espacio. Ahora es ingeniero jefe de conservación y entretenimiento en una base costera.
—¿Entretenimiento? ¡Valiente misión para un hombre con espíritu creador! ¿Pero quiere decir que ahora trabaja para nosotros? Póngame con él en la pantalla. No… llame a la costa y que lo envíen inmediatamente en un cohete especial; iremos a almorzar los tres juntos.
—Bueno —dijo Ferguson con la misma suavidad— resulta que anoche me levanté para llamarle…, esto fue lo que agotó ya del todo la paciencia de mi esposa. Está esperando ahí fuera. Se llama Coster…, Bob Coster.
Una lenta sonrisa se extendió por el rostro de Harriman.
—¡Andy! Pirata de negro corazón, ¿por qué te hacías el remolón?
—No era esa mi intención. Me gusta mi empleo, señor Harriman. Me gusta, mientras usted no se entrometa en mi trabajo. Mi idea es la siguiente: nombraremos al joven Coster ingeniero en jefe del proyecto, y le daremos su dirección. Yo no me inmiscuiré en sus decisiones; me limitaré a leer sus informes, y usted déjele en paz, ¿me oye? Nada saca más de sus casillas a un buen técnico que un profano incompetente con un talonario de cheques en la mano diciéndole como tiene que hacer las cosas.
—De acuerdo. Pero yo tampoco quiero que ningún viejo tacaño le escatime los medios, ¿entiende? Mire de no entrometerse en su trabajo, o de lo contrario daré un tirón a la alfombra y usted se caerá de narices. Me parece que nos comprendemos muy bien.
—Yo también lo creo así.
—Entonces, hágale entrar.
Al parecer, la idea que tenía Ferguson de un «muchacho» correspondía a la de un hombre de unos treinta y cinco años, pues ésa es la edad que Harriman atribuyó a Coster. Era un hombre alto y delgado, de una tranquila vehemencia. Harriman le estrechó la mano y fue inmediatamente al grano:
—Bob, ¿es usted capaz de construir un cohete que pueda llegar hasta la Luna?
Coster encajó el golpe sin pestañear.
—¿Tiene usted una fuente de combustible? —replicó; «Combustible X» era la abreviatura que empleaban corrientemente los técnicos en cohetes para referirse al combustible isótopo que antes se producía en el satélite artificial.
—No.
Coster se quedó perfectamente inmóvil durante varios segundos, y luego respondió:
—Me veo capaz de enviar un cohete mensajero sin tripulantes hasta la Luna.
—No es suficiente. Quiero que llegue hasta ella, se pose en su superficie, y regrese. No me importa si para aterrizar nuevamente en la Tierra tiene que utilizar la energía o el frenado atmosférico.
Al parecer, Coster era un hombre tardo en sus respuestas. Harriman se imaginaba oír las ruedas girando en el interior de su cabeza.
—Eso resultaría muy costoso.
—¿Quién le ha preguntado el precio? ¿Puede hacerlo o no?
—Podría intentarlo.
—Pues inténtelo, diablos. ¿Cree que puede hacerlo? ¿Pondría hasta su camisa en la empresa? ¿Sería capaz de arriesgar el cuello por el triunfo? Si uno no cree en sí mismo, amigo, siempre pierde.
—¿Cuánto quiere arriesgar, señor? Ya le he dicho que la empresa será muy costosa…, y dudo que tenga una idea de las enormes sumas que se requerirán.
—Y yo le repito que no se preocupe por el dinero. Gaste lo que necesite: soy yo quien pagará las facturas. ¿Puede hacerlo o no?
—Sí; puedo hacerlo. Más adelante le comunicaré a cuánto ascenderán los gastos y el tiempo que se requerirá.
—Bien. Empiece a reunir su equipo. ¿Dónde efectuaremos el trabajo, Andy? —añadió, volviéndose a Ferguson—. ¿En Australia?
—No —fue Coster quien respondió—. Australia no sirve; necesitamos una montaña que haga las veces de catapulta. Esto nos ahorrará la construcción de una rampa de lanzamiento.
—¿Tiene que ser muy grande esa montaña? —preguntó Harriman—. ¿Nos servirá Pikes Peak?
—Tendría que ser en los Andes —objetó Ferguson—. Allí las montañas son más elevadas y están más cerca del Ecuador. Después de todo, contamos allí con toda clase de facilidades… es decir, la Compañía para el Desarrollo de Los Andes, que por algo es nuestra.
—Haga como le plazca, Bob —dijo Harriman a Coster—. Yo preferiría Pikes Peak, pero es usted quien manda.
Estaba pensando que habría tremendas ventajas económicas colocando la base de lanzamiento en los Estados Unidos… y ya veía la publicidad que se podría hacer disparando las naves lunares desde la cumbre de Pikes Peak, a la vista de todo el mundo en una extensión de cientos de kilómetros hacia el este.
—Ya le avisaré cuando haya estudiado el asunto.
—Muy bien hablemos ahora del sueldo. No piense en lo que le pagábamos hasta hoy. ¿Cuánto quiere ganar?
Coster hizo un gesto vago, como si quisiera desechar aquella cuestión.
—Sólo para pagarme los cigarrillos.
—No diga usted tonterías.
—Déjeme terminar. Los cigarrillos y otra cosa: quiero ir en el primer viaje.
Harriman pestañeó:
—Bien, eso lo comprendo perfectamente —dijo lentamente—. Mientras abriré una cuenta corriente a su nombre y yo fijaré el sueldo. Será mejor que calcule una nave para tres hombres… a menos que sea usted el piloto.
—No lo soy.
—Entonces tres hombres. Verá… yo también iré.