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La casa de Harriman fue construida en la época en que todos los que podían hacerlo huían del centro de las ciudades y se ocultaban en el subsuelo. En la superficie se alzaba una perfecta y coquetona villa del Cape Cod —cuyas tablas de chilla ocultaban planchas de blindaje— y un jardín delicioso y cuidadosamente arreglado; en el subsuelo había un espacio cuatro o cinco veces mayor que en la superficie, inmune a todo lo que no fuese un impacto directo y que poseía una provisión de aire independiente con reserva para un millar de horas. Durante los Años Locos la valla que rodeaba el jardín fue reemplazada por un muro que tenía el mismo aspecto para que lo hubiera detenido todo excepto un tanque perforador… y las puertas no eran ni mucho menos los puntos débiles del sistema; su mecanismo tenía la misma fidelidad que un perro bien entrenado.

A pesar de su aspecto de fortaleza, la casa era cómoda. También era muy cara de mantener.

A Harriman no le importaban los gastos; la casa era del gusto de Charlotte y le proporcionaba algo en que pasar el tiempo. Cuando se casaron, ella vivió sin quejarse en un estrecho piso situado sobre una droguería; si a Charlotte le gustaba ahora jugar al ama de casa en un castillo, eso a Harriman le tenía sin cuidado.

Pero de nuevo se embarcaba en un negocio arriesgado; los pocos miles de dólares mensuales que representaban los gastos domésticos podían significar, en algún momento dado, la diferencia entre el éxito y el arresto por insolvencia. Aquella noche, a la hora de cenar, después de que los criados les hubieron servido el café y el Oporto, abordó la cuestión.

—Querida, me he estado preguntando si te gustaría pasar unos meses en Florida.

Su esposa le miró de hito en hito.

—¿En Florida? Delos. ¿Sabes lo que dices? Florida es insoportable en esta época del año.

—Digamos pues Suiza. Escoge tú misma. Tómate unas verdaderas vacaciones, tan largas como quieras.

—Delos, tú estás tramando algo.

Harriman suspiró. Estar «tramando algo» era el crimen imperdonable e inmencionable por el cual cualquier varón norteamericano podía ser encartado, procesado, declarado convicto y sentenciado, todo de una vez. Se preguntó por qué las cosas habían sido dispuestas de tal modo que obligaban a la mitad masculina de la raza humana a conducirse siempre de acuerdo con las reglas de conducta y la lógica femeninas, como cualquier mocoso frente a un severo maestro.

—Hasta cierto modo, sí. Tú y yo hemos convenido muchas veces en que esta casa es un elefante blanco. He pensado en cerrarla, incluso en vender el terreno… ya que ahora vale más que cuando lo compramos. Luego, cuando nos venga en gana, podremos construir algo más moderno y que tenga menos el carácter de refugio antiaéreo.

La señora Harriman se aplacó temporalmente.

—Verás, Delos, yo también había pensado que sería muy bonito construirnos otra casa, por ejemplo un pequeño chalet oculto en las montañas, sin ostentación, sólo con dos o tres criados. Pero no cerraremos esta casa hasta que esté construida la otra. Delos… después de todo tenemos que vivir en alguna parte.

—Yo pensaba construirla enseguida —respondió él cautelosamente.

—¿Y por qué no? Ya no somos jóvenes, Delos; si queremos disfrutar de las cosas buenas de la vida, será mejor que no nos entretengamos. Tú no tienes que preocuparse por eso; ya me ocuparé yo de todo.

Harriman consideró la posibilidad de dejar que su esposa se ocupara en la construcción de la casa para mantenerla de este modo atareada. Si él retiraba los fondos necesarios para la construcción de su «pequeño chalet», ella se iría a vivir a un hotel cercano al lugar donde decidiese construirlo, y entonces él podría vender la monstruosidad que ocupaban ahora. Con la carretera rodante más próxima situada ahora a menos de diez kilómetros, el terreno les reportaría más de lo que costaría la nueva casa de Charlotte, y de este modo él se vería libre de la sangría mensual que sufría su talonario de cheques.

—Tal vez tengas razón —convino—. Pero suponte que la construyes inmediatamente; aun no vivirás allí, pero tendrás que supervisar todos los detalles de la nueva casa. Yo creo que deberíamos dejar ésta; nos sale carísima entre impuestos, mantenimiento y otros gastos.

Ella denegó con la cabeza.

—Eso está totalmente fuera de lugar, Delos. Ésta es mi casa y mi hogar.

Él tiró al suelo el cigarro que empezaba a fumar.

—Lo siento, Charlotte, pero es imposible tenerlo todo Si te decides a construir la nueva casa, no puedes quedarte aquí. Si te quedas aquí, tendremos que cerrar estas catacumbas subterráneas, despachar a una docena de esos parásitos que viven a nuestras expensas, y limitarnos a habitar la casa de superficie. Estoy reduciendo gastos.

—¿Despedir a los criados? Delos, si crees que voy a aceptar construir una casa para ti sin el servicio adecuado, será mejor que…

—Alto ahí. No hace falta un batallón de criados para formar un hogar. Cuando nos casamos, tú no tenías criados, y estabas muy contenta de lavarme y plancharme tú misma las camisas. Pero entonces teníamos un hogar. Los verdaderos dueños de esta casa son los sirvientes. Voy a librarme de ellos, con excepción de la cocinera y de un criado para todo.

Ella no pareció haberle oído.

—¡Delos!, siéntate y compórtate como es debido. Ahora dime: ¿qué es eso de reducir gastos? ¿Te encuentras en algún apuro? ¿Qué te ha sucedido? ¡Responde!

Él se sentó cansadamente y replicó:

—¿Se tiene que estar necesariamente metido en un apuro para desear reducir gastos excesivos?

—En tu caso, sí. Ahora dime de qué se trata. No intentes escapar con evasivas.

—Mira, Charlotte, hace mucho tiempo que convinimos que las cuestiones de negocios se quedarían en mi oficina. Por lo que se refiere a la casa, sencillamente, no necesitamos tener una de este tamaño. Sería distinto si tuviésemos una cuadrilla de críos que mantener.

—¡Oh! ¡Ya estás reprochándome de nuevo esto! —Mira, Charlotte —volvió a decir cansadamente—, yo nunca te lo he reprochado, y tampoco lo estoy haciendo ahora. Lo único que hice fue sugerirte saber cuál es la causa de que no tengamos hijos. Y durante veinte años me has hecho purgar el habértelo dicho. Pero esto está fuera de lugar ahora; simplemente quería señalar que dos personas no pueden llenar veintidós habitaciones. Estoy dispuesto a pagar un precio razonable por una nueva casa, si tú la deseas, y darte una buena cantidad para su mantenimiento. —Se disponía a señalar la cantidad, pero luego decidió no hacerlo—. O bien puedes cerrar esta casa y vivir en el chalet de encima. Simplemente, vamos a dejar de derrochar dinero durante cierto tiempo.

Ella recogió su última frase.

Durante cierto tiempo. ¿Qué pasa, Delos? ¿En qué vas a derrochar ahora el dinero? —Viendo que no respondía, prosiguió—: Muy bien, si tú no quieres decírmelo, se lo preguntaré a George. Él me lo dirá.

—No hagas eso, Charlotte. Te lo advierto. Yo…

—¡Tú qué! —estudió su rostro—. No necesito hablar con George; sólo con mirarte puedo saberlo. Tienes la misma expresión que el día en que viniste a casa y me dijiste que habías invertido todo el dinero en esos disparatados cohetes.

—Charlotte, eso no está bien. Las Rutas del Espacio fueron una buena inversión. Nos han dado un montón de dinero.

—Eso ahora no importa. Sé por qué te comportas de un modo tan extraño: has recaído en tu vieja locura del viaje a la Luna. Pues bien, no estoy dispuesta a soportarlo más, ¿te enteras? Me opondré a ello; no esperes que te apoye. Mañana mismo por la mañana me iré a ver al señor Kamens para saber qué tengo que hacer para obligarte a que te portes como es debido.

Los nervios de su cuello temblaban mientras hablaba.

Él esperó, tratando de calmar su indignación antes de proseguir.

—Charlotte, en realidad no tienes por qué quejarte. Me pase lo que me pase, tu futuro está asegurado.

—¿Crees que me gustará quedarme viuda?

Él la miró en aspecto pensativo.

—No lo sé.

—¿Cóm… cómo, animal sin corazón? —Se levantó—. Que no se hable más de ello, ¿entiendes?

Salió de la estancia sin siquiera esperar respuesta.

Su ayuda de cámara estaba esperándole en su habitación. Jenkins se acercó solícito, disponiéndose a ayudar a Harriman a despojarse del batín.

—Lárgate —gruñó Harriman—. Sé desnudarme solo.

—¿Necesita el señor algo más esta noche?

—Nada. Pero no te vayas, si no quieres. Siéntate y sírvete algo de beber. Ed, ¿cuánto tiempo llevas casado?

—Con su permiso. —El criado se sirvió una copa—. El próximo mayo hará veintitrés años, señor.

—¿Qué tal te ha ido, si no te importa que te lo pregunte?

—No muy mal. Claro que a veces…

—Sé lo que quieres decir. Ed, si no estuvieses a mi servicio, ¿qué harías?

—Verá usted, señor, mi mujer y yo hemos hablado algunas veces de abrir un pequeño restaurante, una cosa sin pretensiones pero que esté bien. Un lugar donde las personas distinguidas puedan disfrutar de una buena comida en paz y tranquilidad.

—Sólo para hombres, ¿verdad?

—No, no del todo, señor, pero habría una sala reservada a los caballeros. Ni siquiera habría camareras; yo mismo les serviría.

—Pues ya puedes empezar a buscar el local, Ed. Considera que tu negocio está en marcha.