¡Tienes que creerlo!
Ante la declaración de su socio, George Strong soltó un bufido.
—Delos, ¿por qué no desistes? Llevas varios años con la misma canción. Quizá algún día se vaya a la Luna aunque ya lo dudo. En cualquier caso, ninguno de los dos viviremos para verlo. La pérdida del satélite artificial impide que nuestra generación pueda realizar ese sueño.
D. D. Harriman gruñó.
—Claro que no lo veremos, si nos quedamos sentados estúpidamente y sin hacer nada para que ocurra. Pero podemos hacer que ocurra.
—Pregunta número uno: ¿cómo? Pregunta número dos: ¿por qué?
—¿Por qué? ¿Y preguntas por qué? George, ¿no hay en tu alma otra cosa además de descuentos y dividendos? ¿No te has sentado nunca con una muchacha, en una suave noche de verano, para contemplar la luna y preguntarte el porqué de su existencia?
—Sí, una vez lo hice. Y pillé un resfriado.
Harriman preguntó al Todopoderoso por qué lo había entregado en manos de los filisteos. Entonces se volvió hacia su asociado.
—Podría decirte el porqué, el verdadero; porqué, pero no lo entenderías. Tú quieres saber el porqué en términos de dinero, ¿no es verdad? Quieres saber cómo las empresas Harriman Strong y Harriman pueden hacer un buen beneficio, ¿no es cierto?
—Sí —admitió Strong—, y no me des ahora la lata hablándome del negocio turístico y de las fabulosas joyas lunares. Ya me la has dado bastante.
—Me pides que te muestre cifras de una empresa completamente nueva e insólita, y sabes que no puedo hacerlo. Es como si les hubiésemos pedido a los hermanos Wright, en Kitty Hawk, que calculasen cuanto dinero daría algún día la Curtiss-Wright Corporation con el negocio de la construcción de aviones. Te lo diré de otro modo: tú no querías que nos metiésemos en el negocio de las cajas de plástico, ¿verdad? Si te hubieses salido con la tuya aun estaríamos en Kansas City, seleccionando pastos para vacas y haciendo de guías.
Strong se encogió de hombros.
—¿Cuánto ha dado hasta la fecha Hogares del Nuevo Mundo?
Strong mostró una expresión ausente mientras ejercitaba el talento, que era su aportación a la sociedad.
—Esto… 172.946.004,62 dólares, descontando los impuestos, hasta finales del último año fiscal. El presupuesto de este ejercicio es de…
—No importa. ¿Cuál fue nuestra participación en los beneficios?
—Verás, esto, la Sociedad, con exclusión de la parte que sacaste personalmente y después me vendiste, se ha beneficiado de Hogares del Nuevo Mundo, durante el mismo período, en la proporción de 13.010.437,20 dólares, sin contar los impuestos personales. Delos, esa doble tributación debe terminar. Esta dolorosa economía es el medio más seguro de arruinar un país y echarlo de cabeza a…
—¡No pienses en eso! ¿Cuánto hemos sacado de Ráfaga Celestial y de los Antípodas Transcontinentales?
Strong se lo dijo.
—Y aun así, tuve que amenazarte con emplear la fuerza para que te decidieras a invertir algo en adquirir el control de la patente del inyector. Dijiste que los cohetes eran una moda pasajera.
—Estuvimos de suerte —objetó Strong—. Tú no tenías ninguna manera de saber que habría una enorme huelga de uranio en Australia. Sin ella, el grupo de Transportes Aéreos nos hubiera dejado en la estacada. Por el mismo motivo, Hogares del Nuevo Mundo también hubieran sido un fracaso si las ciudades-carretera no hubiesen hecho su aparición, proporcionándonos un mercado no sujeto a los código locales de construcción.
—Te equivocas en ambos puntos. El transporte rápido es remunerador, y siempre lo ha sido. Y en lo que se refiere a Nuevo Mundo, si diez millones de familias necesitan nuevos hogares y nosotros podemos vendérselos baratos, ten por seguro que los comprarán. No permitirán que los reglamentos de la edificación los detengan de un modo permanente. Jugamos sobre seguro. Recuérdalo, George: ¿En qué operaciones hemos perdido dinero y cuáles han resultado rentables? Todas las ideas que han salido de este cerebro nos han dado dinero, ¿no es verdad? Y las únicas veces que no hemos sacado beneficio ha sido al efectuar inversiones de tipo conservador.
—Pero también hemos hecho dinero con algunos negocios de tipo conservador —protestó Strong.
—Sí, pero con ellos nunca hubieras podido comprarte tu yate. Trata de ser ecuánime, George: la Compañía para la Explotación de Los Andes, la patente del pantógrafo integrador, todos y cada uno de mis arriesgados y temerarios proyectos que te he obligado a aceptar a la fuerza… todos han resultado rentables.
—He tenido que sudar sangre para que lo fueran —gruñó Strong.
—Para eso somos socios. A mí se me ocurre una idea loca y descabellada; tú le das forma y realidad práctica, y la pones a trabajar. Ahora iremos a la Luna… y tú harás que esta idea nos produzca dividendos.
—No me mires al decir eso. Yo no pienso ir a la Luna.
—Pues yo sí.
—¡Hum! Delos, te concedo que nos hemos enriquecido especulando con tus ideas, pero has de reconocer que si uno se empeña en seguir jugando, termina por perder hasta la camisa. Como dice el viejo proverbio, tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe.
—¡Pues te equivocas, George… yo pienso ir a la Luna! Si no quieres ayudarme, no me importa: liquidemos nuestra sociedad, e iré solo.
Strong tamborileó con los dedos sobre la mesa del despacho.
—Bueno, Delos, nadie ha dicho aún que no piense ayudarte.
—Pues decídete de una vez. Ahora es la oportunidad, y ya he tomado mi decisión. Seré el Primer Hombre en la Luna.
—Está bien… vámonos. Llegaremos tarde a la reunión.
Cuando salieron de su oficina conjunta, Strong, siempre ahorrador, tuvo buen cuidado de apagar la luz. Harriman se lo había visto hacer centenares de veces, pero esta vez comentó:
—George, ¿qué tal te parecería un interruptor que funcionase automáticamente cuando se saliese de una habitación?
—Hum… pero suponte que se quedase alguien en ella.
—Bien… pero podría disponerse de tal manera que permaneciese abierto mientras hubiese alguien en la habitación… tal vez haciéndolo sensible a la radiación calórica del cuerpo humano.
—Demasiado caro y demasiado complicado.
—No necesariamente. Le pasaré la idea a Ferguson para que se entretenga con ella. No tendría que ser mayor que uno de los actuales interruptores, y lo suficientemente barato como para que la energía que ahorrase en un año fuese suficiente para amortizarlo.
—¿Cuál sería su funcionamiento? —preguntó Strong.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Yo no soy ingeniero; eso incumbe a Ferguson y a los otros chicos listos.
—No me parece buena idea desde el punto de vista comercial —objetó Strong—. La acción de apagar la luz al salir de una habitación es una cuestión temperamental. Yo tengo esa tendencia; tú, no. No conseguirás interesar jamás en ese interruptor a un hombre que no la tenga.
—Yo creo que sí, si la energía continúa estando racionada. Padecemos ahora escasez de energía, y con el tiempo esa escasez será aún mayor.
—Sólo temporalmente. Esa reunión pondrá remedio a la situación.
—George, no hay nada tan permanente en este mundo como unas medidas provisionales. Ese interruptor se vendería.
Strong sacó un libro de notas y un bolígrafo.
—Iré a ver a Ferguson mañana para hablarle de esto.
Harriman olvidó la cuestión, y nunca volvió a pensar en ella. Habían llegado al tejado; hizo una seña a un taxi, y después se volvió hacia Strong.
—¿Cuánto podríamos reunir si sacásemos los fondos que tenemos invertidos en Carreteras y en la Corporación de Transporte por Cinta… sí, y en Hogares del Nuevo Mundo?
—¿Eh? ¿Te has vuelto loco?
—Probablemente. Pero voy a necesitar todo el efectivo que puedas procurarme. De todos modos, Carreteras y Transporte por Cinta ya no son buenas inversiones; tendríamos que haber sacado nuestro dinero hace ya mucho.
—¡Ahora sí que creo que estás loco! Es la única inversión realmente conservadora que has patrocinado tú.
—Pero cuando la patrociné no era conservadora. Créeme, George, las ciudades-carretera caminan hacia su ocaso. Están moribundas, como sucedió a los ferrocarriles. Dentro de cien años no quedará ni una sola en todo el Continente. ¿Cuál es la fórmula para hacer dinero, George? —Comprar barato y vender caro.
—Esto es sólo la mitad de ella… Tu mitad. Tenemos que saber hacia dónde van las cosas, darles un empujoncito, y ver de estar entonces en la planta baja. Liquida esos valores, George, necesito dinero para trabajar.
El taxi aterrizó, subieron al vehículo, y despegaron.
El taxi les dejó en el tejado del Edificio de Energía para el Hemisferio. Se dirigieron a la sala del Consejo de Administración del Sindicato, que se hallaba a tanta distancia de la superficie del suelo, hacia abajo, como hacia arriba estaba la plataforma de desembarco… A pesar de los años de paz continuada, las personas aprensivas aún tenían por costumbre descansar en lugares relativamente inmunes a las bombas atómicas. La sala, sin embargo, no parecía un refugio antiaéreo. Tenía la apariencia de una estancia situada en un lujoso penthouse, porque una ventana panorámica a espaldas del presidente de la mesa dominaba la ciudad desde una gran altura… en una convincente y viva imagen estereoscópica retransmitida desde el tejado.
Los otros directivos ya estaban reunidos. Dixon hizo un movimiento de aprobación cuando ellos entraron, consultó su reloj anillo y dijo:
—Bien, caballeros, nuestro díscolo muchacho ha llegado ya; podemos empezar cuando quieran.
Ocupó el asiento presidencial, y golpeó la mesa pidiendo orden.
—El acta de la última reunión está ante ustedes, en sus respectivas carpetas como de costumbre. Sírvanse avisar cuando la hayan leído.
Harriman echó una ojeada al sumario que tenía ante sí, e inmediatamente oprimió un botón; encima de la mesa se encendió una lucecita verde en el lugar que ocupaba él. La mayoría de los directivos efectuaron la misma operación.
—¿Quién impide que empecemos? —inquirió Harriman, mirando en torno suyo—. ¡Oh…, eres tú, George! Date prisa, hombre.
—Me gusta comprobar las cifras —respondió obstinado su socio, pero terminó por oprimir su botón. Una luz verde mayor brillaba frente al presidente Dixon, que oprimió entonces un botón; una transparencia, que se alzaba unos centímetros por encima de la mesa frente a él, se iluminó con la palabra Grabación.
—Informe de operaciones —dijo Dixon, oprimiendo otro botón.
Una voz femenina surgió de la nada. Harriman siguió el informe en la siguiente hoja que tenía ante él. Trece pilas atómicas del tipo Curie estaban actualmente en funcionamiento, cinco más que en la última reunión. Las pilas de Susquehanna y Carleston habían asumido la carga que antes se tomaba de la Ciudad-Carretera Atlántica, y las carreteras de aquella ciudad habían readquirido su velocidad normal. Se esperaba que la carretera de Chicago a Los Angeles podría alcanzar de nuevo su velocidad máxima durante la próxima quincena. La energía seguiría racionada, pero la crisis estaba superada.
Todo ello muy interesante, pero no de un interés directo para Harriman. La crisis de energía ocasionada por la explosión del satélite artificial se estaba resolviendo satisfactoriamente…, lo cual era muy agradable, pero lo que le interesaba a Harriman era que, debido a ello, la causa de los viajes interplanetarios había recibido un duro golpe del cual no se podría reponer fácilmente.
Cuando los combustibles artificiales e isótopos Harper-Enckson fueron una realidad, tres años antes, pareció que, además de resolver el dilema de una fuente de energía imposiblemente peligrosa —que era también profundamente necesaria a la vida económica del Continente— se había descubierto un medio fácil de hacer realidad los viajes interplanetarios.
La pila de energía de Arizona se instaló en uno de los mayores cohetes de Las Antípodas. Este cohete estaba propulsado por combustible isótopo que se generaba en la propia pila de energía, y el aparato se colocó en órbita en torno a la Tierra. Otro cohete mucho más pequeño actuaba de lanzadera entre el satélite y la Tierra, llevando provisiones al personal de la pila de energía y trayendo combustible radiactivo sintético con el que alimentar la hambrienta tecnología de la Tierra.
Como dirigente del Sindicato de Energía, Harriman apoyó la idea del satélite productor… con un oculto designio: llegar a propulsar una astronave a la Luna con combustible manufacturado en el satélite artificial, y realizar así el primer viaje a la Luna con la menor dilación posible. Ni siquiera trató de llamar la atención del Departamento de Defensa, que dormitaba en un agradable sopor; no deseaba ninguna subvención gubernamental, la empresa era cosa segura; cualquiera podría realizarla…, pero la realizaría él, Delos Harriman. Él tenía la astronave; no tardaría en tener el combustible.
La astronave era una antigua nave de transporte de su propia línea de Las Antípodas, sin sus motores de combustible…; incluso había sido rebautizada con el nombre de Santa María en lugar de su antiguo de Ciudad de Brisbane.
Pero el combustible tardaba en llegar. El combustible se reservaba con preferencia para el cohete-lanzadera; las necesidades de energía de un Continente racionado venían en segundo lugar… y esas necesidades superaban lo que él satélite podía ofrecer. En lugar de hallarse dispuesto a ayudarle para efectuar un «inútil» viaje a la Luna, el Sindicato acudió a las seguras pero menos eficientes sales de uranio de baja temperatura y al agua pesada, y a las pilas de energía tipo Curie, como un medio de utilizar el uranio directamente para enfrentarse con la siempre creciente demanda de energía, en lugar de construir y lanzar más satélites.
Desgraciadamente, las pilas Curie no proporcionaron la elevada temperatura, similar a la del interior de una estrella, necesaria para producir los combustibles isótopos que se necesitaban para un cohete movido por energía atómica. Harriman tuvo que enfrentarse a regañadientes con el hecho de que tendría que utilizar presiones políticas para arrancar la necesaria autorización de prioridad para los combustibles que deseaba con destino a la; Santa María.
Entonces fue cuando estalló el satélite artificial.
Harriman fue arrancado de sus sombrías reflexiones por la voz de Dixon.
—El informe de operaciones parece satisfactorio, señores. Si no surgen objeciones, lo daremos por aceptado. Observen que en los próximos noventa días alcanzaremos de nuevo el nivel de energía existente antes de que dejara de funcionar la pila Arizona.
—Pero sin reservas para las necesidades futuras —señaló Harriman—. Han nacido muchos niños mientras estábamos sentados aquí.
—¿Puede considerarse esto como una objeción a la aceptación del informe, D. D?
—No. Sólo era una consideración complementaria.
—Muy bien. Veamos ahora el informe de relaciones públicas… permítanme, caballeros, que llame su atención hacia su primer párrafo. El vicepresidente en funciones recomienda un presupuesto extraordinario de pensiones, beneficios, becas, etc., para los familiares de la dotación del satélite artificial y del piloto del; Caronte: vean apéndice «C».
Un directivo sentado frente a Harriman —Phineas Morgan, presidente del trust Cuisine Incorporatel— protestó:
—¿Qué es esto, Ed? Es lamentable que resulten muertos, desde luego, pero les pagábamos unos sueldos astronómicos, y además los teníamos asegurados. ¿Por qué tenemos que dar limosnas?
Harriman gruñó.
—Paguémoslos… yo apoyo la proposición. No vale la pena.
—Pues a mí me parece que sí vale la pena —protestó Morgan.
—Un momento, señores, por favor. —La interrupción venía del vicepresidente encargado de relaciones públicas, que además era miembro del Consejo Directivo—. Si quiere usted tener la bondad de observar las cifras finales, señor Morgan, verá que el ochenta y cinco por ciento de este presupuesto extraordinario se utilizará en dar publicidad a los donativos.
Morgan miró de soslayo las cifras.
—¡Oh…!, ¿por qué no lo dijo antes? Bien, supongo que los donativos podrán considerarse de inevitable preferencia, pero esto es un mal precedente.
—Sin ellos, no tenemos nada que dar a la publicidad.
—Sí, pero…
Dixon golpeó elegantemente la mesa.
—El señor Harriman ha manifestado su aprobación. Les ruego que indiquen sus opiniones. —La espaciosa mesa brilló con multitud de lucecitas verdes; incluso Morgan, después de una breve vacilación, aprobó la asignación—. El apartado siguiente está relacionado con el anterior —dijo Dixon—. Una tal señora… esto, Garfield, alega, amparada en sus abogados, que somos responsables de la condición de lisiado congénito de su cuarto hijo. Los hechos expuestos son que este niño nació en el mismo momento en que el satélite hacía explosión y que Mrs. Garfield se hallaba entonces en el meridiano situado bajo el satélite. Pide al tribunal que se le conceda medio millón de dólares como indemnización.
Morgan miró a Harriman.
—Delos, supongo que dirás que resolvamos este asunto amigablemente y sin acudir a los tribunales.
—No seas estúpido. Nos defenderemos.
Dixon le miró, sorprendido.
—¿Por qué, D. D? Presumo que podríamos arreglarlo con diez o quince mil dólares…, y esto es lo que iba a recomendar. Me sorprende que el departamento jurídico haya colocado este asunto en el capítulo de publicidad.
—Resulta evidente: está cargado con un peligroso explosivo. Pero lucharemos, sin importarnos un comino la mala prensa que nos pueda dar. No es como el caso anterior; ni la señora Garfield ni su tierno vástago son parientes de nuestro personal. Y cualquier idiota puede saber que es imposible ejercer una acción radiactiva que marque a un niño en el momento de su nacimiento; es necesario, como mínimo, actuar sobre los genes de la generación anterior. En tercer lugar, si tratamos de buscar un arreglo en este caso, nos pondrán pleitos por todos los huevos con doble yema que se pongan de ahora en adelante. Esto requiere pagarle lo que pida a la defensa para que se ponga de nuestra parte y no dar ni un centavo para llegar a un arreglo con la parte demandante.
—Puede resultarnos muy caro —observó Dixon.
—Aún será más caro el no presentar batalla. Si fuese posible, incluso tendríamos que comprar al juez.
El jefe de relaciones públicas susurró algo al oído de Dixon, y luego declaró:
—Sostengo el punto de vista del señor Harriman. Mi departamento recomienda que se ponga en práctica.
La aprobación fue general.
—El apartado siguiente —dijo Dixon— está formado por un verdadero manojo de pleitos que nos ponen con motivo de la lentitud que nos hemos visto obligados a imprimir a las carreteras, con el fin de economizar energía durante la crisis. Alegan pérdida de dinero, de tiempo, de esto y de aquello, pero todos están basados en lo mismo. La demanda más conmovedora tal vez sea la que nos ha puesto un accionista, que alega que Carreteras y esta compañía están tan estrechametne unidas que la decisión de transferir la energía no se hizo en interés de los accionistas de Carreteras. Delos, esto va para usted; ¿tiene algo que decir?
—No piense más en ello.
—¿Por qué?
—Esas demandas no tienen importancia. Esta Corporación no puede hacerse responsable; yo ya tuve buen cuidado de que Carreteras se ofreciese para vender la energía, porque ya preveía esto. Y las direcciones de ambas no están estrechamente unidas; por lo menos no sobre el papel. Los hombres de paja nacieron para algo. No piense más en ello… por cada demanda que tiene usted ahí, Carreteras tiene una docena. Los venceremos.
—¿Qué le hace estar tan seguro?
—Verá… —Harriman se recostó contra el respaldo y pasó la pierna por encima del brazo de su sillón—. Hace bastantes años, yo era uno de los chicos de recados de la Western Union. Mientras esperaba en la oficina, leía todo lo que me caía entre las manos, incluso el contrato que figuraba en el dorso de los telegramas. ¿Los recuerdan ustedes? Se presentaban en grandes hojas de papel amarillo; al escribir un mensaje en el anverso de la hoja, se aceptaba implícitamente lo que estipulaba el contrato impreso en letra menudita en el reverso… aunque eran muchas las personas que no se fijaban en ello. ¿Saben ustedes a lo que se obligaba a la compañía por medio de este contrato?
—A enviar un telegrama, supongo.
—No, no prometía tal cosa. La compañía se ofrecía para; intentar cursar el telegrama, por caravana de camellos o encima de un caracol, o por cualquier otro método aerodinámico equivalente, si fuese necesario, pero en caso de fracaso la compañía no se hacía responsable de nada. Leí aquella letra menudita hasta que me la supe de memoria. Era el fragmento de prosa más encantador que haya leído nunca. Desde entonces he redactado todos mis contratos sobre este mismo principio. Cualquiera que demande a Carreteras descubrirá que esta empresa no puede ser demandada por lo que se refiere al tiempo, porque el tiempo no es un elemento esencial. En el caso de incumplimiento total —lo que aún no ha sucedido—, Carreteras sólo es responsable económicamente por las tarifas de flete o por el precio de los billetes de viaje personal. Así que no piensen más en ello.
Morgan se incorporó.
—D. D., suponte que yo decido irme esta noche al campo, por carretera, y hay una avería de la clase que sea, que no me permite llegar a mi finca hasta mañana. ¿Querrás decir que Carreteras no será responsable?
Harriman sonrió.
—Carreteras no será responsable ni aún en el caso de que te mueras de hambre durante el viaje. Te aconsejo que utilices tu helicóptero. —Se volvió nuevamente a Dixon—. Propongo que demos carpetazo a esas demandas y dejemos que Carreteras nos saque las castañas del fuego.
—Habiendo terminado el orden del día —anunció más tarde Dixon— concedemos la palabra a nuestro colega, el señor Harriman, que nos ha de hablar de un tema de su elección. No ha querido que lo señalemos en el orden del día, pero le escucharemos hasta que deseemos levantar la sesión.
Morgan miró agriamente a Harriman.
—Propongo que la levantemos inmediatamente.
Harriman sonrió.
—Por menos de dos centavos secundaría esa proposición y les dejaría a ustedes muriéndose de curiosidad.
La moción no fue aceptada, porque nadie la secundó. Harrison se levantó.
—Señor presidente, amigos míos —miró entonces a Morgan— y asociados. Como ustedes saben, estoy muy interesado en los viajes interplanetarios.
Dixon le miró frunciendo el ceño.
—¡No nos venga otra vez con eso, Delos! Si yo no ocupase la presidencia, propondría que se aplazase el debate.
—«Otra vez», ¿eh? —convino Harriman—. Ahora y siempre. Escúchenme: Hace tres años, cuando nos afanábamos por instalar la pila de energía Arizona en el espacio exterior, parecía como si los viajes interplanetarios tuviesen que proporcionarnos una buena renta. Algunos de los presentes se unieron conmigo para constituir Rutas del Espacio Incorporated, a fin de efectuar experimentos, exploraciones… y explotaciones.
»El espacio fue conquistado; los cohetes capaces de establecer órbitas en torno al globo terráqueo podían ser adecuadamente modificados para que se dirigiesen hacia la Luna…, y desde ella, ¡a cualquier punto del espacio! Todo consistía en hacerlo. Los problemas restantes eran de orden financiero… y político.
»En realidad, los verdaderos problemas técnicos de los viajes interplanetarios estaban ya resueltos desde la Segunda Guerra Mundial. La conquista del espacio, desde hace mucho tiempo ya no es más que una cuestión de dinero y política. Pero pareció que el proceso Harper-Erickson, concomitante con un cohete que dio la vuelta al Globo con una gran economía de combustible, la había convertido por último en algo muy posible, tan próximo a nosotros, que yo no presenté la menor objeción cuando las primeras cargas de combustible procedente del satélite se destinaron a la producción de energía industrial.
Miró a su alrededor.
—Me callé la boca, pero no tendría que haberlo hecho. Tendría que haber chillado, acalorándome e importunando a todo el mundo, hasta que se me concediese el combustible que pedía para que no importunara más. Porque ahora hemos perdido nuestra mejor oportunidad. El satélite ha desaparecido; la fuente de energía se ha perdido. Incluso el cohete-lanzadera ha pasado a la historia. Volvemos a hallarnos donde nos hallábamos en 1950. Por consiguiente…
Hizo una nueva pausa.
—Por consiguiente… propongo que construyamos una nave interplanetaria y la enviemos a la Luna.
Dixon rompió el silencio.
—Delos, ¿te has vuelto loco? Tú mismo has dicho que esto ya no era posible. Y ahora vienes con que construyamos una.
—Yo no he dicho que fuese imposible; he dicho que habíamos perdido nuestra mejor oportunidad. Ha llegado con mucho el momento de efectuar el primer viaje interplanetario. Nuestro globo cada día está más poblado. A pesar de los progresos técnicos, la producción diaria de alimentos en el planeta es más baja que treinta años atrás… y nacen 46 niños por minuto, lo cual hace 65.000 por día y 25.000.000 todos los años. Nuestra raza está a punto de saltar a los demás planetas; si nosotros tomamos la iniciativa, nadie nos arrebatará ya el primer lugar.
»Sí, perdimos la mejor oportunidad… pero los detalles técnicos pueden resolverse. La verdadera cuestión es: ¿Quién pagará la cuenta? Ésta es la razón que me obliga a dirigirme a ustedes caballeros porque esta habitación en que nos encontramos es la capital financiera del planeta.
Morgan se levantó.
—Señor Presidente, si ha terminado ya la discusión sobre los asuntos de la; Compañía, ;le ruego que me excuse.
Dixon asintió. Harriman dijo:
—Hasta la vista, Phineas. No soy yo quien te retiene. Ahora, como estaba diciendo, el problema principal es financiero y aquí es donde se encuentra el dinero que hace falta. Propongo que financiemos un viaje a la Luna.
La proposición no produjo ninguna excitación especial; los reunidos conocían a Harriman. Dixon dijo:
—¿Secunda alguien la proposición de D. D?
—Un momento, señor Presidente… —quien hablaba era Jack Entenza, presidente de la Corporación para la Diversión de los Dos Continentes—. Quiero hacer algunas preguntas a Delos. Se volvió hacia Harriman. —D. D., ya sabes que yo te apoyé cuando fundaste Rutas del Espacio. Me pareció un negocio económico y posiblemente de interés educativo y científico… pero nunca me gustó la idea de las naves interplanetarias saltando de planeta en planeta; es una idea descabellada. No me importa aceptar tus sueños en una medida prudente, pero ¿cómo te propones llegar a la Luna? Como tú mismo has dicho, nos falta el combustible.
Harriman seguía sonriendo.
—No me hagas reír, Jack; sé muy bien por qué me apoyaste. No te interesaba un pimiento la ciencia; nunca hubieras desembolsado un centavo para ayudarla. Tú esperabas conseguir un monopolio de televisión para tu cadena. Bien, lo tendrás si sigues conmigo… o en caso contrario me uniré con «Recreos Ilimitada»; soltarán el dinero sólo para fastidiarte.
Entenza lo miró con suspicacia.
—¿Qué me costaría eso?
—Tu otra camisa, un ojo y los dientes, y el anillo de bodas de tu esposa… a menos que «Recreos» pague más.
—Maldita sea, Delos, eres más bribón que la pata trasera de un perro.
—Viniendo de ti, Jack, esto es un cumplido. Haremos cosas. En lo que se refiere a cómo llegaré a la Luna, ésta es una pregunta estúpida. Ninguno de los presentes es capaz de manejar una maquinaria más complicada que un tenedor y un cuchillo. Son ustedes incapaces de distinguir una llave inglesa de un motor a reacción, y sin embargo me piden que les muestre los planos de una nave del espacio.
»Bien, les diré cómo pienso ir a la Luna. Pondré a mi servicio a los cerebros más competentes, les daré todo cuanto necesiten, me ocuparé de que tengan todo el dinero que les haga falta, les convenceré para que trabajen sin descanso… Y luego me apartaré y contemplaré su labor. Pienso organizarla como se organizó el Proyecto Manhattan… casi todos ustedes recuerdan los trabajos de la bomba atómica, y algunos pueden recordar aún la Burbuja del Mississippi. El individuo que dirigió el Proyecto Manhattan era incapaz de distinguir un neutrón de tío Jorge… pero consiguió lo que se proponía. Resolvieron el problema de cuatro maneras. Por eso no me preocupa la falta de combustible; lo encontraremos. Es más, dispondremos de varios combustibles.
—¿Cree que eso dará resultado? —dijo Dixon—. Me parece como si nos pidiese que hiciéramos quebrar la compañía en aras de una acción sin un auténtico valor, dejando aparte el que pueda tener para la ciencia pura. Además, malgastaremos todo nuestro esfuerzo en un solo disparo. No es que yo me oponga a su proyecto (no me importaría invertir unos diez o quince mil para financiar un negocio que valiese la pena), pero soy incapaz de ver esta cuestión como un negocio.
Harriman se apoyó en la punta de sus dedos y paseó su vista por la larga mesa.
—¡Unos diez o quince mil! Dan, éste es el negocio más fabuloso de los siglos. No me pidas que te detalle cuáles serán las ganancias; no puedo hacerlo… pero sí puedo preverlas. Las ganancias son un planeta… un planeta entero, Dan, que nunca ha sido hollado por el hombre. Y después de éste, otros. Si no somos capaces de imaginar algún medio de sacar rápidamente algunos dólares contantes y sonantes de algo tan magnífico como esto, será mejor que nos releven. Es algo parecido al ofrecimiento de la isla de Manhattan por veinticuatro dólares y una caja de botellas de whisky.
Dixon gruñó.
—Lo planteas como la oportunidad del siglo.
—¡Un cuerno la oportunidad del siglo! Es la mayor oportunidad de toda la historia. Está lloviendo sopa; apresúrense a coger un cubo, caballeros.
Junto a Entenza se sentaba Gaston P. Jones, director del Transamericano y de media docena más de bancos. Era uno de los hombres más ricos de entre los que se hallaban en la sala. Cuidadosamente, quitó dieciocho milímetros de ceniza de la punta de su cigarro, y luego dijo secamente:
—Señor Harriman, le vendo todos mis intereses en la Luna, presentes y futuros, por cincuenta centavos.
Harriman parecía encantado.
—¡Compro!
Entenza se estaba tirando del labio inferior y escuchaba con expresión sombría. Entonces habló:
—Un minuto, señor Jones… le doy a usted un dólar.
—Un dólar cincuenta —replicó Harriman.
—Dos dólares —respondió lentamente Entenza.
—¡Cinco!
La puja continuó. Cuando subió a diez dólares, Entenza dejó que Harriman ganase y él se retiró, sentándose otra vez con ademán pensativo. Harriman miró a su alrededor lleno de contento.
—¿Cuál de entre los ladrones reunidos aquí es abogado? —preguntó.
La observación era retórica; de diecisiete directivos el porcentaje normal —once, para ser exactos— estaban constituido por abogados.
—Escucha, Tony —continuó—, redáctame ahora mismo una escritura que legalice esta transacción, para que yo pueda hacer valer mis derechos aunque sea ante el Trono de Dios. Que figuren en ella la totalidad de los intereses del señor Jones, junto con sus derechos, título, interés natural, intereses futuros, intereses que tiene directamente o por medio de sus acciones actualmente en su poder o que piensa adquirir, y así por el estilo. Pon abundantes latinajos. Mi propósito con esto es que cualquier interés que el señor Jones pueda tener o adquiera en la Luna es mío desde ahora… por diez dólares, a pagar al contado. —Harriman echó un billete de diez dólares sobre la mesa—. ¿De acuerdo, señor Jones?
El aludido esbozó una leve sonrisa.
—De acuerdo, joven. —Se metió el billete en el bolsillo—. Lo pondré en un marco para que mis nietos vean lo fácil que resulta ganar dinero.
Los ojos de Entenza pasaron rápidamente de Jones a Harriman.
—¡Magnífico! —dijo Harriman—. Señores, el señor Jones ha fijado un precio de mercado por los intereses de un ser humano en nuestro satélite. Con unos tres billones de personas viviendo actualmente en el Globo, esto da un precio a la Luna de treinta billones de dólares. —Sacó un fajo de billetes—. ¿Hay algún otro incauto? Compro todas las participaciones que me ofrezcan a diez dólares cada una.
—¡Yo ofrezco veinte! —dijo Entenza, golpeando la mesa.
Harriman le miró, apenado.
—¡Jack… no hagas eso! Jugamos en el mismo equipo. Dividamos las ofertas en partes iguales, a diez dólares cada una.
Dixon golpeó la mesa con el mazo, reclamando orden.
—Señores, les ruego que efectúen esas transacciones cuando se haya levantado la sesión. ¿Hay alguien que secunde la moción presentada por el señor Harriman?
Gaston Jones dijo:
—Creo que mi deber hacia el señor Harriman es proponer, sin prejuicios, que su moción sea puesta a votación.
Nadie hizo la menor objeción, y todos votaron. El resultado fue de once contra tres… Harriman, Strong y Entenza, los restantes se declararon en contra. Harriman se levantó antes de que nadie pudiese proponer que se aplazase el debate y dijo:
—Ya esperaba este resultado. Mi verdadero propósito es éste: puesto que la Compañía no está interesada en los viajes interplanetarios, ¿tendrá la amabilidad de venderme todo cuanto pueda necesitar en cuestión de patentes, procedimientos, ayudas, etc., ahora en poder de la Compañía, pero que se relacionen con los viajes interplanetarios y no con la producción de energía en este planeta? Nuestra corta luna de miel con el satélite artificial dio por resultado la constitución de un fondo de reserva; quiero utilizarlo. Nada oficial… sólo la seguridad de que la política de la Compañía será ayudarme en cualquier aspecto que no choque con sus intereses primordiales. ¿Qué les parece, caballeros? Con esto dejaré de importunarles.
Jones estudió de nuevo su cigarro.
—No veo ninguna razón para no acceder a lo que nos pide, señores… y hablo como parte completamente desinteresada.
—No hay ningún inconveniente, Delos —convino Dixon—. Únicamente que no te venderemos nada; te prestaremos todo cuanto te haga falta. Luego, si resulta que das en el blanco, la compañía se seguirá reservando una participación. ¿Tiene alguien alguna objeción que presentar? —dijo, dirigiéndose a toda la asamblea.
No hubo objeciones; la cuestión figuró en el acta como asunto de trámite de la Compañía, y la reunión fue aplazada. Harriman se inclinó para susurrar algo al oído de Entenza y, finalmente, acordó una cita con él. Gaston Jones estaba de pie junto a la puerta, hablando en privado con el Presidente Dixon. Hizo una seña a Strong, el socio de Harriman.
—George, ¿puedo hacerte una pregunta personal?
—No te aseguro que la responda, pero hazla.
—Tú siempre me has parecido un hombre muy equilibrado. Dime… ¿por qué te juntaste con Harriman? Ese hombre está más loco que un chivo.
Strong le miró con aspecto borreguil.
—Tendría que refutar esa afirmación, puesto que es amigo mío… y sin embargo no puedo. Pero ¡cielos!, cada vez que Delos tiene una de sus locas ideas, luego resulta que tiene razón. Me desespera andar con él, es algo que me pone nervioso, pero he aprendido a confiar en sus intuiciones más que en una declaración jurada o en un informe financiero.
Jones enarcó una ceja.
—El toque de Midas, ¿eh?
—Llámalo como quieras.
—Bien, pero recuerda lo que le pasó al rey Midas… Buenos días, caballeros.
Harriman dejó a Entenza; Strong se le unió. Dixon se quedó mirándole con expresión muy pensativa.