¡Se acabó el verano! Ya estamos en Madrid. Estos días, todos los mayores están de mal humor…
Papá no encuentra unos papeles que dejó no sé dónde, y revuelve por todas partes.
—¿Qué buscas, papaíto?
—¡Déjame…, que tengo un humor…! Mamá dice que la casa es pequeña, que es oscura, que le faltan tres habitaciones…
—Pero, mamita, ¿es que te figuras que se nos han perdido?
—¡No seas ridícula y déjame!… Tengo un humor muy malo.
Entre tanto, las muchachas y doña Benita andan con los muebles de una habitación a otra, limpia que limpia, y también furiosas. «Pirracas», aterrada, no quiere salir de debajo del armario de mi cuarto.
Y yo no sé dónde estar, porque todos los balcones están abiertos y en todas partes me dicen que estorbo.
—Pero ¿qué haces aquí molestando a Juana mientras limpia los cristales?
—Ya he probado a meterme debajo del armario con la gata, y no he podido.
—¿Qué estás diciendo? Hay que resolver lo que se hace contigo, porque esto no puede seguir así…
Y aquella misma tarde quedó resuelto. Mamá salió a la calle y vino hablando de un colegio que había visto.
—Es magnífico. Las madres son inteligentísimas y tienen un tacto admirable para tratar con las criaturas. María Luz habla y no acaba del orden maravilloso con que aquí se estudia.
—¿Quién es María Luz, mamá?
—La madre de Pisita.
—¿Entonces iré con Pisita al colegio?
—No. Ella no va ya…
—¡Ah, sí! Porque lo ha aprendido ya todo, ¿verdad? ¡Cómo me gusta a mí ese colegio! En otros hay que ir todos los días, y nunca se aprende nada… ¿Cómo van vestidas las madres? ¿De blanco o de negro?
—¡Cállate, charlatana!
Aún le seguía el mal humor a mamá…
En seguida me hicieron un vestido negro con un lazo de color y un sombrero de piel. Por la mañana bajé con Juana al portal a esperar un coche muy grande que vino a buscarme para ir al colegio. Una madre me ayudó a subir y me sentó a su lado. Todas las niñas me miraban cuchicheando y se reían. ¡Qué tontas! Yo les saqué la lengua…
Entonces le dijeron a la madre una cosa que no entendí, y me miró muy seria… Me puse muy encarnada y bajé los ojos con muchas ganas de llorar.
Al fin llegamos al colegio. Todas bajaron, y la madre y yo nos quedamos las últimas…
Primero rezamos en la iglesia. Escuché lo que decían y no entendí nada.
Me pareció que hablaban como el peluquero de mamá, que es francés. Después entramos en un salón muy grande, y todas se sentaron. Me miraban y yo no sabía qué hacer ni dónde sentarme… No conocía a nadie y tenía mucha pena…
Vino una monja y me llevó de la mano por unos pasillos largos hasta una habitación que parecía un despacho… Allí había una madre, y me quedé sola con ella.
—¿No sabe usted francés, «mademoiselle»?
—No. Pero sé inglés, y me llamo Celia…
—Ya lo sé. Vamos a ver. Contésteme usted sin miedo lo que sepa… ¿Cuál es la capital de Francia?
—Madrid.
—¿Está usted segura, «mademoiselle»?
—¡Ya lo creo!
—Y la capital de España, ¿cuál es?
—Madrid.
—¿Cómo se explica usted que Madrid sea la capital de dos naciones?
—Porque sí, porque es la capital.
—Bien. ¿Sabe usted lo que es la luna?
—Un farol muy precioso con una boca muy grande que se tragó al viejo de la leña… —
¡Chis! ¿No ha ido usted nunca al colegio, «mademoiselle»?
—Sí, he ido; pero en aquel colegio tampoco sabían nada. Doña Benita es la que me explica todas las cosas.
—¡Muy bien! Otro día nos las contará usted. Por ahora ya sé bastante. Sólo tengo que decirle que aquí está prohibido emplear el idioma castellano fuera de las clases en que se trate de él.
—Bueno. Hablaré en inglés.
—No, «mademoiselle», no; hablará usted en francés.
—Pero si no sé…
—No importa; así aprenderá. Lo que no sepa decir se lo pregunta a la compañera que esté a su lado… Puede usted retirarse…
Me encontré en el pasillo largo por donde había venido, y andando, andando, llegué a una clase que no era la mía. Todas me miraron, y la madre que estaba explicando me dijo no sé qué, muy enfadada. Escapé a correr y salí al jardín.
¡Allí respiré! ¡Vaya un colegio! No sabían nada, ni siquiera hablar como yo… Me hubiera ido; pero todas las puertas estaban cerradas. Entonces oí mucho ruido y vi que todas las niñas salían al jardín.
¡En ninguna parte me dejaban tranquila!
—¿Es que nos vamos a casa? —pregunté a una niña.
—«Qu’est–ce que vous dites, mademoiselle?»
¡Vaya, tampoco sabía hablar! Pero les dijo a las otras algo de mí y vinieron a mirarme… ¡Tontas! Les saqué la lengua… Una me tiró del pelo, y yo le pegué en la cara… ¡La que se armó!
Se puso a llorar a gritos. Vino una madre, y todas le contaron lo que había pasado, mirándome a mí.
¡Ah, pero yo también se lo conté!
En inglés, para que lo entendiera mejor…
Y lo entendió. Porque como al final me eché a llorar, ella me cogió en brazos y fue a sentarse a un banco conmigo.
—«Pauvre enfant! Pauvre mignonne!» —decía.
Y como yo entendí que me tenía mucha lástima, lloré más y le dije que todas se burlaban de mí, y que me habían echado de una clase, y que no sabía dónde estar.
Siempre me contestaba en francés, y yo decidí aprender para poder entenderme con aquella madre tan buena.
Me dejó en el suelo y caí sobre uno de sus pies.
—¡Oh! Perdón, «ma soeur», yo he «piss\ á vous»…
—«N’est pas possible, mademoiselle. Je ne suis pas mouill\e».
¡Cómo se reían todas! ¡Tontas!
¡Les hubiera pegado!
Gracias a esta madre no me desesperé más. Ella me llevó a una clase, me hizo sentar y me enseñó a decir algunas cosas.
Cuando volví a casa, todos querían saber cómo lo había pasado.
—Pues mira, mamaíta: no es tan buen colegio como te habían dicho. Ni siquiera sabían cual es la capital de España… Yo se lo he tenido que decir, y casi no lo querían creer. «¿Está usted segura? ¿Está usted segura?», decían. ¡Parecen tontas!
—¡Pero, hija, eso no puede ser! ¡Es que tú no has comprendido!
—Sí, eso sí, porque la madre que me preguntó sabía español… Pero no sabía lo que era la luna, ni lo del viejo de la leña…
—¡Jesús, qué tonterías has debido de decir!
—Lo único que saben todas es francés, y hoy he aprendido un poco con una madre muy buena que me quiere mucho…
—Entonces, ¿has aprendido algo?
—No creas, muy poco… Me parece que voy a tener que volver mañana…