La tía Julia es hermana de papá, y el primo Gerardo es hijo de la tía Julia, y médico además.
Los dos viven cerca del mar, en una casa muy grande, en medio de un jardín lleno de olivos y cipreses.
Y ahora hemos venido a pasar unos días con ellos, porque decían en una carta que me querían mucho y que estaban deseando conocerme. En el jardín de tía Julia, que es muy grande, viven diez o doce gatos tan listos, que cuando vocea la mujer que vende las sardinas hay que salir a defenderla.
«Cocó», el gato de Angora, es muy guapo y muy grande. Tiene el pelo negro y la pechuga y el cuello blancos. Se parece a Gerardo cuando se viste de etiqueta.
Y también, como él, se marcha por la noche y no vuelve hasta que es muy de día. Pero no viene de mal humor ni contesta a gritos cuando le preguntan dónde ha estado.
Al contrario, desde mucho antes de llegar a casa viene explicando, con la voz un poco ronquilla del relente, los negocios que le han entretenido tantas horas fuera del jardín.
—¡¡Miaaauuu!! ¡¡Miaaauuu!! ¡¡Miaaauuu!!
—¿Dónde has estado? ¡Perdido! ¡Mal gato!
—¡¡Miaaauuu!! ¡¡Miaaauuu!! ¡¡Miaaauuu!!
—¡Bueno, bueno! No me cuentes nada y ven a que te cure papá la nariz, que la tienes sangrando…
Un día trajeron, al mismo tiempo, gatitos a «Canalla» y a «Fripoullet». El jardinero los tiró todos menos uno, que era muy bonito. Las dos madres lo están criando a un tiempo, sin enfadarse.
A ninguna se le ocurre decir, como tía Julia dice a mamá:
—¡Ay, hija! ¡Qué mal educas a la niña! ¡Si fuera mía, ya le quitaría yo las mañas!
El primo Gerardo, como es médico, tiene un cuaderno en el que apunta todos los remedios. Mamá contó un día en la mesa:
—La gata negra comía hoy raíz de grama, porque han tirado a sus hijos y ya no ha de criar.
Mi primo apuntó en un papel. Era la receta. Decía así: «Cuando a una mujer que está criando la tiren sus hijos, que coma raíz de grama».
Al hotel de al lado ha venido una familia americana que tiene una pecera y una cacatúa. Nuestros gatos están asombrados y se pasan el día asomados a la verja.
A la cacatúa, para que no estorbe arriba mientras colocan los muebles, la han puesto en la cochera, entre los cajones de embalar. Una señora gorda, vestida de colorado, le hace caricias todo el día. Yo la he visto, escondida entre los árboles del jardín.
—¡«Pobresita», «Chonchón»! Tu amita te va a abrir la sombrilla linda para que no te enojes…
Era una bobada, porque en la cochera no daba el sol.
—¡Buenos días, Pancho! ¡Buenos días, Pancho! ¡El chocolate! ¡El chocolate! —gritaba la cacatúa.
—Cállate, «corasón»… El negro Pancho está lejitos y no te oirá. Tu amita te va a traer el chocolate, mi niña.
—¡El chocolate! ¡El chocolate!
Su amita le trajo una taza de chocolate muy espeso, que olía muy bien, y se lo puso en el comedero. Después echó dentro pedacitos de bizcocho.
—¡Come tú, mi niña, come tú! —le dijo, y se marchó, después de hacerle caricias y besarla en las alas.
En seguida vi pasar a «Fripoullet» entre los cajones, mirando a la cacatúa con ojos brillantes… De pronto se subió a un cajón.
—¡Aaaaa! ¡Aaaaa! —gritó aterrada «Chonchón».
Pero «Fripoullet» siguió tranquila su paseo por encima de los cajones, hasta llegar al que estaba junto a la percha. Miró a la cacatúa, un poco inquieta, y metió su hocico pecador en el chocolate.
—¡Aaaaa! ¡Aaaaa! —gritaba el pajarraco para asustarla.
Sí, sí; «Fripoullet» no se asusta… En su vida había comido un chocolate más exquisito… Al fin lo acabó todo, y sólo le faltaba rebañar la taza, cuando la otra tuvo una idea magnífica. Cantó:
«¡Santo Dios! ¡Santo fuerte! ¡Santo inmortal!» Entonces la gata miró asombrada, con los ojos muy abiertos… ¡Nunca había oído hablar a un pájaro!… Se tiró al suelo y corrió bufando a esconderse en un rincón del jardín.
La cacatúa gritaba:
—¡No hay chocolate! ¡No hay chocolate!
Al día siguiente vi a «Bicot» mirando la pecera, que estaba al sol en una ventana. Los peces dorados se movían dentro de la bola de cristal, y era muy bonito verlo.
Pero «Bicot» no se contentó con eso, sino que salió a la ventana y metió el hocico, y la pata después, en la pecera para sacarlos… Salió el amiguito y no pasó más.
Hoy estaba yo en la puerta del jardín cuando ha pasado la criada negra, que me ha dicho muy enfadada:
—Dime, niña: ¿se puede saber para qué tenéis esa tropa de gatos?
—¿A ti qué te importa?
—Porque cuando hay limpieza y buenas ratoneras, no hacen falta gatos que cacen a los ratones…
—¡Serás tonta! Si no los cazan: los asustan nada más.
—Pues en casa no se contentan con dar sustos, sino que han sacado los peces de la pecera y se los han comido…
—¡Qué bribones!
—Y todos los días se toman el chocolate de la niña «Chonchón», y me comen las chuletas, y han mordiscado el queso y el jamón, y meten el hocico en el cazo de la leche… Y esto no puede seguir así… Niña Aramita se ha pasado llorando toda la mañana…
—¿Es otra cacatúa?
—¡Cállate, descarada! Cuando se tienen gatos mal criados hay que marcharse a vivir a la manigua… Y les dices a tus papás que o matan a los gatos o mi amita dará parte a la Policía, y se los tirarán al mar. Porque si se han figurado…
—Oye, oye, negra, que tú no sabes lo que dices…
—¡Chis! ¡A callar! Las niñas no hablan hasta que han acabado los mayores.
—Pues tendré que esperar a que te vayas, porque pareces una tarabilla… ¿Tienes más que echar a los gatos de tu casa?…
—Sí, sí; los he querido pegar, y me han arañado. ¡Ay, cómo me duele! ¡Qué «desgrasiaíta» soy!
—Pues, hija, ¡no te apuras tú poco por un arañazo! ¿Cuál ha sido?
—Un «gataso» negro que «parese» un demonio…
—Sí, es «Cocó». Tiene mal genio y no se deja coger… Pero otro día le arañas tú a él, y ya estáis en paz.