Mi hermanito y yo

¿Os acordáis de que cuando trajeron a mi hermanito dijeron que era para mí sola?

Papá me lo prometió, y yo quise regalar mis muñecas a Solita, creyendo que ya no me hacían falta.

Pues luego ha resultado que «Baby» era para mamá y el ama, que le llevan y le traen, y le visten y le desnudan.

A mí no me han dejado tenerle en brazos ni una sola vez.

Se lo he dicho a papá:

—Dime, papaíto: ¿de quién es el niño?

—Nuestro. De mamá, tuyo y mío.

—¿Pero no decías que era para mí sola cuando lo iban a traer?

—¿He dicho yo eso? Bueno…, si; es tu hermanito.

—No, no era así. Tú decías: «Será tuyo, como una de tus muñecas». Y yo quise darlas… ¡Ya ves: ahora no me dejan ni tenerle en brazos!

—Está muy gordo; pesa mucho y le tirarías… Además, ¡es tan malo! La verdad es que nosotros pedimos un niño bueno y nos han mandado un niño malo. ¿No te parece que deberíamos cambiarle?

—¿Y si nos mandan otro peor? No, no. Yo quiero mucho a éste… ¡Vaya una idea!

Ayer me lo encontré despierto en su cuna, y no había nadie con él. Al ama la oía hablar en la cocina.

—¿Quieres que te vista?

Se reía y me echaba los bracitos para que le cogiera. ¡Es más rico!

—Hoy te bañaré yo y te pondré ropita limpia… Ya verán luego si sé cuidarte o no.

Allí estaba la ropa ya preparada.

La llevé al cuarto de baño, y después cogí a «Baby», que me apretó el cuello con los brazos. ¡Cómo pesaba!

Casi no podía andar con él, y fuimos a tropezones por el pasillo.

Le senté en el suelo y le puse delante todos los frascos que pude alcanzar de la mesita y de los estantes, para que se entretuviera mientras se llenaba el baño. El agua estaba abrasando de caliente. Eché fría y se quedó helada. Abrí el grifo de la caliente y volvió a quemar…

Mientras, «Baby» había vertido un frasco y lo restregaba en el suelo con las manos. Después se quiso beber el charquito. ¡Huy, qué niño más revoltoso!

Lo desnudé. Tenía más de sesenta imperdibles y cientos de cintas atadas por todas partes. ¡Vaya un modo de hacerle los vestidos!

Ya desnudito, lo metí en el baño.

¡Dios mío, lo que pesaba! Casi se me cayó, y a poco más se ahoga… Se le hundía la cabeza en el agua, y yo no le podía sostener, porque el baño era muy hondo… Movía los brazos como si quisiera nadar, y se ponía muy colorado… Hacía pucheros; pero como tragaba agua, no lloraba… ¡Qué apuros pasé!

Quité el tapón del baño para que se vaciara un poco, y en seguida se marchó tanta agua, que «Baby» se pudo sentar. Entonces se reía y daba palmadas en el fondo. Los espejos y el techo se llenaron de gotitas como si lloviera.

Cuando se marchó toda el agua y se quedó el baño seco, quise sacar al niño; pero no podía, porque, como estaba mojado, pesaba más.

Entonces decidí vestirle dentro del baño, y me metí yo también, con todas las toallas y la ropa que le iba a poner.

De todos aquellos vestidos, ¿cuál sería el que había que ponerle primero? Me figuré que era igual. Seguramente tampoco el ama lo sabe y le pone el primero que encuentra.

En esto estábamos, cuando oí gritar. Era doña Benita, que decía: «¡Se lo habrán llevado los gitanos!» ¿Qué se habrían llevado? Escuché; pero aunque seguían gritando, se fueron más lejos y ya no oía nada.

¡Era tan difícil vestir a «Baby!» Yo no sabía si era retorciéndole los brazos hacia dentro o hacia afuera cómo se ponían las mangas.

Volví a oír gritos. Era el ama, que lloraba dando unos chillidos como si la estuviesen matando… Después, la voz de papá:

—¡Cállese usted, mujer!

¿Qué les pasaría? En cuanto vistiera a «Baby» saldría a verlo. Aquello no se acababa nunca. Le ponía vestidos y más vestidos, y siempre quedaba alguno que poner…

Me parecía que algo le faltaba o le sobraba, porque los demás días no estaba vestido así…

Entonces oí a mamá:

—¿Dónde está la niña?

Y a doña Benita:

—Han sido los gitanos.

Y papá, furiosos:

—¡No diga tonterías, señora!

¡Tran, tran, tran!

—¡Celia! ¿Estás aquí?

Era mamá la que llamaba a la puerta, y detrás de ella debían de estar papá, el ama, doña Benita, Juana y hasta Manuel y el chófer.

—Sí, aquí estoy. ¿Qué pasa? ¿Por qué venís todos?

—¿Está contigo el niño?

Yo no sabía qué decir. Seguramente se iban a enfadar…

—¡Contesta, Celia! —dijo papá—. ¿Tienes al niño ahí?

—Sí, aquí está…

—¡Bendito sea Dios!

Y mamá tenía la voz como si llorara…

—¡Abre!

Sí, sí; eso se decía muy bien; pero el pestillo, que yo había corrido tan fácilmente, ahora no se podía desechar. Apreté con todas mis fuerzas; me subí a una silla para hacerlo mejor… Nada… No era posible…

—¡No puedo correr el pestillo!

—¡Sólo nos faltaba eso! ¿Para qué te has encerrado, tonta?

Entonces me puse a llorar, y «Baby» también, porque se había caído… Yo notaba que estaban enfadados…

—¡No llores ahora! ¡Abre!

—¿Pero no os digo que no puedo?

—Pues tienes que poder. ¿No ves que la ventana tiene reja y no puedes salir por otra parte?

¡Era verdad! ¡Ay, Dios mío, que si no podíamos salir nos moriríamos de hambre! ¡Ay, lo que había hecho!

¿Qué iba a pasar?

Yo lloraba tan fuerte, que ya no oía lo que decían afuera; pero la puerta se movía por los golpes que daban.

—¡Abre! ¡Prueba otra vez a descorrer el pestillo!

Papá tenía la voz cambiada, como si estuviera muy asustado.

Volví a subirme a la silla y a apretar con todas mis fuerzas.

—¿Para qué lado tengo que dar la vuelta?

—Hacia afuera…, hacia el rincón.

¿Y qué era hacia afuera y hacia el rincón? ¡Me dolían los dedos mucho y se me hundían de apretar el hierro!

—¡Me hago daño en los dedos!

—Envuélvete la mano en una toalla.

La envolví de todas las maneras.

Primero mucho, y ya no podía mover la mano…; después, un poco menos…

—¡Abre, Celia!

Y la puerta volvió a temblar a golpes.

—Esperad, que voy a probar ahora…

Con el trapo me hacía menos daño, y de pronto, sin saber cómo y casi sin fuerza, se descorrió el pestillo. Me bajé de la silla…

—¡Ya está!

Abrieron. Entraron papá y mamá…

Cogieron a «Baby» y le besaron, como si le hubiera sucedido una desgracia… ¡Después sucedió una cosa horrible!…¡Mamá me cogió a mí y me pegó una azotaina!… ¡Y ni papá me defendió!