El duendecito

Jugábamos en el jardín una mañana Carlotica y yo, cuando vimos un caza–mariposas que aparecía y desaparecía por encima de la tapia del huerto.

—¿Quién será? ¿Quién no será? —decíamos, recordando que no habíamos visto en el pueblo a nadie que cazara mariposas con red. Además, ¿cómo había entrado si estaba la puerta cerrada?

Yo miré por el ojo de la llave, y vi…, ¡Dios mío lo que vi!: ¡un duende!…

Chiquito, rubio, muy rubio y muy blanco, aunque no transparente, como dice doña Benita, con unos pantalones encarnados y un gorro en punta…

Del gorro puntiagudo nadie me había dicho nada; pero yo estaba segura de que los duendes lo llevaban. ¡Y en verdad!

—Mira tú, Carlotica. ¿Qué ves?

—Un niño vestido de colorado.

—¡No, boba! Es un duende…

Dimos la vuelta a la llave y entramos en el huerto.

—¡Duende! ¡Duendecito!

Nada: no nos hacía caso. Corría de un lado para otro sin mirarnos.

—¡Chis!

¡Cómo se reía porque había cogido una mariposa!

Llegamos hasta él, y le puse una mano en el hombro.

—¡Duende!

Me miró, y vi que tenía los ojos azules.

—¡Duendecito!

Entonces dijo unas cosas muy raras que no entendimos.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Carlotica.

—¡Vete tú a saber! Los duendes no hablan como nosotros.

—¿Dónde vives, duende? ¿Vives en el sótano o en el granero? Nunca te habíamos visto hasta ahora…

No contestaba nada. Se reía y nos enseñaba unos dientes muy blancos.

—Mira, Carlotica, mira qué gordito está… ¡Y decía doña Benita que no son de carne!

—¡Parece un niño!

—¡Qué ha de parecer! ¿No ves cómo habla? Además, ¿has visto tú algún niño que tenga el pelo tan rubio y vaya vestido de colorado, con un gorro en punta?

—¡Es verdad!

—¡Claro que es verdad! ¡Hay que fijarse en las cosas!

—Pero no tiene alas…

—¡Serás boba! Los duendes no tienen alas, porque se las rompieron al caerse del cielo; pero ya verás cómo tiene señales en la espalda de haberlas tenido… Tírale tú de la camisa por ese lado, mientras yo se la desabrocho.

—¡No se dejaba! Riendo se retorcía y se escurría… ¡Tenía cosquillas como una persona! Pasó una mariposa y se escapó detrás de ella corriendo. Me acordé de que me había dicho doña Benita que eran golosos…

—Quédate tú al cuidado para que no se vaya del huerto, mientras yo voy a buscar unos bombones que me han traído ayer y están en mi cuarto.

—¡Qué alegría le entró cuando me vio volver con el paquete! Dejó la red y se vino a mí.

Los comía como si fueran cerezas…

Uno, otro, otro, otro… ¡Si le dejo, no queda uno! Cuando cerré el paquete se puso muy triste y abrió la boca para que yo viera que se los había tragado todos.

—Sí, sí, ya lo veo. Pero ¿te crees tú que los bombones se comen como píldoras? Si vienes con nosotras, te daremos más…

—¿Adónde vamos? —dijo Carlotica.

—Al gallinero. Ahora no hay nadie allí y está oscuro. A los duendes les gustan los rincones oscuros… ¡Como que no sé yo cómo se ha venido éste al huerto!

Andábamos, enseñándole el paquete de bombones, y se vino detrás hasta meterse en el gallinero, que estaba abierto y sin gallinas. Los tres nos sentamos en el suelo.

—Toma, duende, toma los bombones… Pero ya no te has de ir nunca. Serás mi amigo, y yo te llamaré… ¿Cómo te llamaré?

—Llámale José Luis, como el niño que vive en el hotel grande.

—No puede ser. ¿No ves que es nombre de persona?

El pícaro me había quitado el paquete de bombones y se los estaba comiendo muy de prisa. ¡Si llega a ser un niño, revienta!

—¿Ves cómo es un duende? ¿Has visto tú a un niño que se coma así los bombones?

—¡Anda! Yo me los comería si me dejaran…

—¡Qué tonta! Voy a buscar una baraja para que no se aburra cuando le dejemos encerrado aquí. A los duendes les gusta mucho jugar a la baraja…

Subí al billar, y me encontré a mamá, que bajaba la escalera.

—¿Dónde te metes toda la mañana, criatura?

—He encontrado un duende, mamita, y no quiero que se me escape.

—¡Jesús, qué cabeza destornillada!

Y mamá se metió en su cuarto sin hacerme caso.

Encontré la baraja en el cajón de la mesita pequeña, y bajaba con ella corriendo cuando subía doña Benita.

—¿Adónde vas con la baraja? ¿No ves que te van a reñir si la manchas?

—Es para un duende que he encontrado.

—¡Bendito sea Dios! ¿Pero le ves?

—¡Ya lo creo! ¡Es más guapín!

Tiene un gorro colorado. Ven tú a verle…

—No, hija, yo no le vería. Las cosas del otro mundo sólo las ven los niños… ¿Le has conjurado para que te diga quién es?

—¿Qué es eso?

—Dile: «En nombre de Dios, yo te conjuro para que me digas si eres duende, alma en pena o espíritu infernal».

—Pero si no sabe hablar como nosotros…

—No importa: tú le entenderás. ¡Qué cosas, Señor, qué cosas! ¡Para que digan que una ve visiones!

De un salto volví al gallinero. Ya se había comido los bombones y se quería marchar. Carlotica estaba luchando con él a brazo partido… Me cogió las manos para ver si le traía más, y abrió la boca para que viera que se los había comido.

—¡Ya sé, ya sé! ¡Capaz serías de comerte todos los de una confitería!

¡Júrame, por Dios, que eres duende y no espíritu de Barrabás!

—Eso debe de ser —dijo Carlotica, que estaba furiosa—. Mira qué mordisco me ha dado.

De pronto le entró al duende una furia terrible. Se tiró al suelo y empezó a revolcarse… ¡Cómo se puso!

Hasta la cara se le llenó de basura…

—Es que quiere volverse al sótano de donde ha salido.

Decidimos encerrarle en el gallinero y abrir la tapa del sótano entre las dos.

En el jardín estaba papá.

—Papaíto, ¿quieres abrirnos la puerta del sótano?

—¿Para qué?

—Para meter al duende que vive allí, y ahora está desesperado por volver.

—Pero ¿dónde está ese duende?

—En el gallinero. ¿No le oyes dar patadas en la puerta? ¡Está muy furioso!

—¡Pues es verdad! ¡Va a romper la puerta! ¿Pero a quién diablos tenéis encerrado ahí?

—Al duende, papaíto. ¿No te lo estamos diciendo?

—¿Es algún perro?

—No. ¡Es un duende con su gorro colorado! ¡Ven y verás!

Manuel, que estaba atando los rosales, se reía como un tonto que es, y fue delante de todos a abrir la puerta.

—¡Que se va a escapar, Manuel! ¡No le dejes salir!

¡Se escapó! En cuanto vio la puerta abierta, salió corriendo al jardín, y a la carretera por la puerta de servicio.

—¡Si es el pequeño de los alemanes, señorita! ¡Pues sí que se ha puesto hecho un San Lázaro! La pobre señora le anda buscando toda la mañana… Aquí ha estado hace un rato a preguntar por él…

—Ya te decía yo que parecía un niño —me dijo Carlotica.

Y papá:

—¡Pero Celia…, hija mía!