Dormida en el jardín

Después de cenar salí al jardín a buscar mi muñeca, que se había quedado sentada en un sillón de mimbre.

Había luna y claridad azulada como en el teatro. Dentro hacía calor, y me senté un poco con «Julieta» en brazos.

¡Qué sueño! Ya vendría Juana a acostarme…

Me desperté con frío… Casi no sabía dónde estaba… ¡Qué de noche era!

La luna se estaba mirando en el estanque con su cara de boba. No se oía nada. Pero ¿por qué no me había acostado?

El cisne se paseaba despacito por el agua, y «Pirracas», con otros dos gatos daba saltos entre las flores…

Entonces vino volando la cigüeña de la torre y se posó cerca del estanque.

—¡Buenas noches, señor Cisne! ¿Qué tal lo pasa usted por este jardín?

—Regular nada más, señor Cigüeño. Ha de saber usted que aquí hay una niña muy molesta que se llama Celia. Ella canta, baila y tira piedrecitas en el agua. ¡Me tiene en un sobresalto continuo!

—¿Y por qué no se va usted?

—¿Cómo me voy a ir, ¡desgraciado de mí!, si en este ridículo charco no hay sitio para abrir las alas?

Se hicieron muchas reverencias, y después de enviar recuerdos a la señora cigüeña y a los cigüeñines, se despidieron hasta la noche siguiente.

¿Quién dice que esto no es verdad?

Pues no sé por qué. ¿Ha estado alguien conmigo en el jardín esa noche? ¿No? Entonces debe creer lo que digo… ¡Vaya!

Todo el jardín estaba de fiesta, y entre la hierba se encendían farolillos chiquitines, como en las verbenas. ¡Cómo olían los jazmines! Las hadas iban a venir seguramente; pero aunque me sacaba los ojos a mirar, no veía ninguna.

De pronto oí cantar en la carretera, y me asomé a la verja.

«Aquella estrellita, madre, que va detrás de la luna, esa estrella me acompaña las noches que voy de tuna».

Era un chico el que cantaba. Traía un morral a la espalda y una manta al hombro.

—¡Chis! ¡Muchacho!

—¿Quién me llama?

—¡Yo! ¿Por qué andas por el campo tan de noches?

—Porque soy el rey, y tengo que tocar la cuerna antes de que amanezca.

—¡Huy, el rey! ¡Y esa estrella que te acompaña será la de los Reyes Magos!… Pues yo soy una princesa —dije la mentira para que viera que podía hablar conmigo.

—¡Arrea! Por eso dicen en el pueblo que la gente de los hoteles es muy principal…

—Oye, rey: tendrás otros hermanos, porque en los cuentos siempre son tres…

—Sí; tengo otros dos.

—¡Ya lo sabía yo! ¿Y también son reyes?

—También. Uno está en Otero y otro en Zarzalejo.

—Y… ¿estáis encantados?

—¡Qué va uno a hacer! Pero lo que yo quiero es irme a Madrid.

—¿A tocar la cuerna?

—No; allí no hay marranos.

—No creas…, hay también gente muy sucia.

—Yo lo que quiero es entrar en una tienda de comestibles.

—¿Sí? ¡Qué raro! ¿Y para qué?

—Pa lo que se ofrezca.

—Pues eso es muy fácil. En cuanto estés en Madrid entras y sales en donde quieras.

—Hasta que venga San Miguel no puedo salir de aquí.

—¡San Miguel es un ángel! ¡Qué bonito es eso que me cuentas! ¿Y también va a desencantar a tus hermanos?

—¿Eh?… Sí, en cuanto venga ya están cumplidos y se pueden venir a casa.

—¿Y tardará mucho?

—¿Quién?

—San Miguel.

—Quia, unos días… Pues por eso…; si tú, señorita marquesa, se lo dijeras a tu padre, que tendrá empeños y poder, puede que me buscara una tienda de comestibles.

—¡Jesús! Pero ¿tanta hambre tienes? ¡Claro! No me acordaba yo de que los que están encantados no comen… ¿Y tus padres qué hacen?

—¡Anda! Pues trabajar como burros…

—También estarán encantados… Eso habrá sido algún mago o alguna bruja que os habrá echado mal de ojo.

—Eso dice mi madre, que se crió en buenos pañales y ahora las pasa muy negras…

—¡Pobrecitos! ¡Vaya, no te apures! Ya se está preparando San Miguel para venir…

De pronto se fue la luna y todo se puso oscuro… El viento movía los árboles y hacía frío. El rey dijo:

—Me voy, que se hace tarde. Dile a tu padre lo que te he dicho.

Y se fue no sé por dónde… Me dio miedo y corrí hacia la casa para llamar por la puerta de la cocina.

—¡Juana! ¡Juana! ¡Abre!

No abrían, y di patadas y golpes con el puño cerrado.

Al fin se abrió la puerta y apareció Juana espantada.

—¿Dónde has estado? ¿Quién te ha abierto la puerta? ¿Por dónde has salido?

—¡Tonta! Si no me has acostado.

—¿Y has estado en el jardín hasta ahora? Pero si doña Benita quedó en acostarte… ¡Dios bendito, si lo saben los señores! ¿Tienes frío? ¡A ver si has cogido una pulmonía!

—No he cogido nada.

Salió doña Benita a las voces, y vuelta a hacer aspavientos y a decir que si yo habría cogido esto o lo otro, y a reñir con Juana porque si tenía la culpa ella y que si no era su obligación acostarme.

—¿Has tenido miedo, hija?

—A lo último. Antes estuve hablando con un rey que está encantado y tiene hambre… Hay que decírselo a papá.

—Eso lo has soñado —dijo Juana—. A ver si has cogido una pulmonía.

—Yo no las he visto. ¿Eran los farolillos del suelo?

—A dormir, que no sabes lo que hablas…

Y me quedé sola con doña Benita, que me abrigaba con una manta y me calentaba las manos entre las suyas.

Cuando Juana se marchó y nos dejaron solas, doña Benita me dijo:

—Hija, no te duermas aún… Dime antes… ¿Estás segura de lo del rey encantado? ¿Le has visto como me ves a mí?

Yo, contenta, porque doña Benita es la única persona mayor que me comprende, pues con los demás no se puede atar cabos, empecé a contarlo todo… Pero me dormía, y me dijo:

—Duerme, duerme primero. Mañana me lo contarás…