Los hijos de «Dalila»

Tengo mucho que coser… Que no me hable nadie… Estoy terriblemente ocupada… No puedo atender a la muñeca ni al libro de estampas. Juana me ha dado una aguja, una aguja verdadera, y unas hebras de seda verdes y azules…

Estoy cosiendo de verdad. Haciendo grandes puntadas sobre tela amarilla, que será una bolsa preciosa para doña Benita. ¡Qué sorpresa le voy a dar el día de su santo!… Se lo merece la pobre. ¡Es tan buena!… Yo he tenido la culpa de que se le estropee su bolsa de terciopelo.

Papá y mamá se marcharon a París y nos dejaron en la Sierra con doña Benita y la perra «Dalila», que tenía siete perritos.

Manuel, el guarda, que es muy tonto, los quería tirar al río.

—¿Pero no ves que eso es una atrocidad?

—Son muchos. ¿Para qué queremos siete perros?

No sé cómo dice eso, porque él tiene nueve hijos y nadie le ha dicho nada de tirárselos al río.

—Bueno; pues no se tiran. Papá verá lo que hace con ellos cuando venga.

También doña Benita se opuso a que los tiraran, y los perros se quedaron en casa.

¡Qué contenta está «Dalila»! Los lame, los acaricia, les da de mamar.

Sólo a mí me deja cogerlos, porque sabe que los quiero tanto como ella.

Todos tienen nombre. El mayor se llama «Napoleón»; el otro, «Barrabás»; el chiquito, «Benjamín»; y «Lucero, Selim, Dick y Teddy», los otros. ¡Qué trabajo me ha costado bautizarlos a todos! Manuel se lleva a «Dalila» de caza todos los días. Es una maldad, porque los perritos se quedan aullando desamparados.

—No te la lleves, Manuel. ¿No ves que tiene que cuidar de sus hijos?

—Tengo que llevármela sin remedio. El señor me advirtió que no dejara un día de cazar. Es una perra muy joven y hay que enseñarla.

—Entonces, ¿es como si la llevaras al colegio?

—Talmente lo mismo.

—Vaya. ¡Pobrecita! ¿Y no hay vacaciones para ella?

—Sí; cuando cierren la caza; ahora no.

No he tenido más remedio que conformarme. Los pobres perros se pasan todos los días muchas horas perdidas por la huerta, andando a bandazos, como las barcas viejas…

Ayer se pegaron mucho. «Barrabás» y «Teddy» mordieron las orejas a «Napoleón» que chillaba como una rata.

María, la guardesa, salía con una caña y, a éste quiero y a éste no quiero (eso dice Juana), los molió a cañazos.

—¡Dichosos perros! ¡Me tienen aburrida!… ¡Han estropeado todas las lechugas de la huerta y me han roto un delantal!

—¡No los pegues, mujer, no los pegues, que son pequeñitos!…

Los he cuidado todo el día para que no hagan travesuras; pero a la hora de salir de paseo no sabía qué hacer con ellos… De pronto he tenido una idea.

María había tendido a secar los calcetines de su marido, que son grandes y fuertes. En cada uno ha cabido perfectamente un perrito. «Benjamín» se hundió del todo y asomaba las narices muy apurado. «Barrabás» se quedó dormido en seguida, tan contento. «Napoleón» sólo tenía la cabeza fuera. Y los otros, con las manitas debajo del hocico, se parecían a los amigos de papá cuando vienen a tomar el café a casa.

Sólo quedaba uno sin funda. ¡No había calcetín para él!

Entonces pensé que en la bolsa de doña Benita podría estar divinamente.

¡Yo no sabía que era tan preciosa como ella dice!

La colgué de los cordones y metí dentro a «Lucero», que parecía una señora con abrigo.

Al volver de paseo, Juana me dijo que todos los calcetines se habían roto con el peso de los perros, y que la bolsa de doña Benita se había desteñido con las humedades que dejó dentro «Lucero». ¡Qué cochino!

María está muy enfadada; pero yo no le hago caso. Doña Benita se puso triste; pero me besó en seguida…

Por eso le estoy haciendo una bolsa de seda amarilla y… ¡Dios mío, lo que me he entretenido charlando, charlando!… Pero se acabó.

Estoy horriblemente ocupada. Tengo que concluir mi labor para el día de su santo, que es en Nochebuena… ¿Vosotras sabéis cómo corre el tiempo?

No me es posible perder un minuto más…