«Para» cuidar del niño y de mí, cuando papá y mamá se vayan a Francia, ha venido doña Benita. Es una señora vieja, que también cuidó a mamá cuando era pequeña.
Lleva gafas para estar más guapa, y como no la dejan ver, mira por encima.
Habla como los niños pequeños, porque es andaluza, y, además, lo sabe todo.
—Dime, doña Benita: ¿dónde está Dios?
—En «er sielo. Sentao» en un trono de oro y estrellas.
—¿Pues no dicen que está en todas partes?
—Sí que está, y es lo mismito que el aire.
—Entonces, ¿Dios es el aire?
—Eso.
—Y las estrellas, ¿qué son?
—Pues los brillantes de la capa de Nuestro «Señó».
—En el colegio dicen que son mundos…
—Si te vas a creer todo lo que digan en el colegio…
—Y la luna, ¿qué es?
—Pues la luna es un globo de «lu» muy reteprecioso, que cuelga Dios del «sielo» algunas «veses» para que vayan los «mosos» de ronda y los gatos por los «tejaos».
—¡Mira qué bien! ¿Y es verdad lo que cuentan del viejo de la luna?
—¡Ya lo creo que es «verdá»! Ocurrió en un puerto «serca» del mío. Era un leñador que estuvo mirando toda la noche la luna, y cuando quiso volver a su casa, en lugar de irse por «er» camino del pueblo, se fue por un sendero blanco que era un rayo de «lu» y que acababa en la mismísima boca de la luna… Allí está, esperando que le llame Nuestro «Señó».
—¿Y por eso no se debe mirar a la luna por la noche?
—Por eso. Porque al rato de mirarla te atontas, y muy «fásilmente» te marchas del mundo sin saber lo que «hases».
—Doña Benita: y el sol, ¿qué es?
—Pues del sol no se sabe «na». Unos dicen que es un agujero que se le ha hecho al manto de la Virgen María y que por él se ve la Gloria… Otros, que es la carroza del mismo Dios… ¡Vaya usted a saber! Él calienta, ¿no es eso? Pues lo demás no importa nada.
—En el colegio dicen que es un mundo no sé cuántas veces más grande que no sé qué, y que está muy lejos, muy lejos, y que una bala de cañón tarda en llegar…
—No hagas caso. Cuando dan en hablar malamente de algo…
—Dime, doña Benita: ¿de donde he venido yo?
—Pues… de París de «Fransia»; de donde vienen todos los niños ricos.
—Y tú, ¿de dónde has venido?
—No sé. No me acuerdo de nada. ¡Como hace tanto tiempo!
—Pues mi hermanito ha venido del cielo.
—Bien puede ser, porque es mismísimamente, un angelito de Dios.
—¡Si hubieras visto cuando vino qué feo era!
—Eso pasa siempre… Pero los padres dan en «desir» que son tan guapos…
—¿Es que los angelitos que están en el cielo son feos?
—¡Quia! Los feos son los que mandan para acá…
—Doña Benita, ¿qué hacen los ángeles?
—Pues mismamente lo que los monaguillos. Entran y salen, llevan y traen y cuentan a nuestro «Señó» lo que «hasemos» por aquí.
—¿Y los demonios?
—Igual. Eran ángeles de Dios, y hasta de los más guapos que había en el «sielo»… ¡Pero hija, se «hisieron» malísimos, y hubo que despedirlos!…
—Eso me lo han contado en el colegio… Y que se abrieron las puertas del cielo y cayeron al infierno…
—Sí, hija, sí; cayeron… Pero ocurrió que una porción de angelillos chicos, que no se habían enterado de nada y estaban jugando al peón, al ver caer a tantos, jugaron a caerse también, y se tiraron de «cabesa»… En cuanto el Padre Eterno los vio tirarse dio una voz terrible, y se «serraron» las puertas del infierno… Pero, hija mía, ya habían caído todos contra la tierra y tenían las alas rotas… Aquí se quedaron con nosotros… Ahora son los duendes…
—¿Quiénes son los duendes?
—Pues ¿no te lo estoy diciendo? Los angelillos chicos que se tiraron del «sielo» por «equivocasión».
—¿Los has visto tú, doña Benita?
—No se los ve. Tienen el cuerpo como el cristal transparente; pero los he sentido. En todos los sótanos de mi pueblo juegan a las cartas… Son los que pierden las cosas, llaman a los timbres, «ensienden» la «lu»… En fin, como criaturas que son, con muchísimas ganas de jugar…
—¿Hay aquí duendes, doña Benita?
—¡Claro que habrá! Los hay en todas partes.
—¿También en Madrid?
—¡Que sé yo! ¡Allí hay tanto ruido!… A ellos les gusta estar solos. Por eso viven en las casas desalquiladas, en los graneros, en los cuartos oscuros…
—¡En la casa de la Sierra sí los hay! Ahora me acuerdo de que un día que dejé mi merienda en el cuarto del huerto, me la comieron casi toda.
—Serían los ratones.
—No, no; eso creía yo entonces; pero eran ellos, estoy segura…
¡Ay, doña Benita, qué precioso es eso que me has contado! Lo que me voy a divertir ahora que sé todas esas cosas.
Pondré nombres a todos los duendes y los llamaré en los cuartos oscuros.
Repartiré con ellos la merienda y me esconderé para que se crean solos y jueguen a las cartas…
—Mira, niña… Hay que ser respetuosa con las cosas del otro mundo. A los duendes todos les tienen miedo.
—Pero yo, no. ¿Por qué voy a tenerles miedo, si son angelillos chicos?
Entró mamá a preguntar no sé qué.
—¡Mamita! Ya no quiero ir al colegio, ni que vuelva miss Nelly. Doña Benita lo sabe todo y me lo explica mejor… Me ha contado lo de los duendes…
—Mira, Benita —dijo mamá muy enfadada—; no cuentes tus historias a la niña, ¿sabes? Demasiada fantasía tiene ella. Y si le das cuerda, cualquiera sabe adónde vamos a ir a parar.