El modelo de París

Mamá encontró el otro día, revolviendo en el armario de mi cuarto un vestido azul. En seguida llamó a Juana.

—Ponga usted a la niña este vestido.

—Es muy feo —dije yo.

—Las niñas se callan.

—Bueno, pues que se callen las niñas; pero yo digo que ese vestido es feo y viejo, y no es mío.

—Pero ¿te quieres callar? —dijo mamá, muy enfadada.

Me callé, y Juana me puso el vestido, que estaba muy arreglado. Era tan pequeño, que las mangas me llegaban al codo y el borde de la falda al ombligo.

—¿Ves como no es mío?

—¡Jesús! ¡Lo que crece esta criatura!

—No crezco.

—¡Siempre llevando la contraria! ¡Eres insoportable!

—No crezco. Ni mis muñecas tampoco; y si crecieran, me pondría muy contenta y no las reñiría como tú a mí. Sólo crece el rosal, porque lo empuja la tierra para arriba…

—¡Calla, calla, habladora, que me duele la cabeza!

A las personas mayores siempre les duele la cabeza cuando se les cuenta algo.

Mamá se fue a la calle a comprar no sé qué; Juana, a la cocina, a contarle historias a la cocinera, que nunca tiene dolor de cabeza, y yo me quedé en mi cuarto hecha una facha con el vestido azul.

Me lo quité, porque me apretaba los brazos y no podía hacer nada, y vi que no era muy feo. Estaba arrugado; pero planchándolo un poquito se quedaría precioso.

¡Qué guapa estaba con él «Julieta», mi muñeca! Un poco largo… Pero podía cortarlo… Y lo corté con ondas, como mi vestido blanco. Después descosí las mangas, que también eran largas, y se lo puse. ¡«Julieta» parecía una reina!

Ya habían pasado muchos días cuando Juana le quitó el vestido a mi muñeco gruñendo no sé qué, y se lo llevó.

¡Bueno! Ya le haré yo otro más bonito.

Hoy mamá me llama a su cuarto.

—¡Esto no puede continuar así, hija mía! ¡Eres mi tormento! ¿Tú crees que se puede estropear por juego un modelo que te trajeron de París el año pasado y que costó un dineral? ¿Por qué has hecho eso?

—¡Yo no sé lo que dices, mamaíta!

—Sí lo sabes, sí. Pero también debes saber que ya no irás a San Sebastián este año y te quedarás en la Sierra con los guardas, vestida con un delantal viejo y descalza como los chicos del pueblo.

Yo me puse a llorar. Todo aquello era una injusticia, porque yo no me acordaba de haber estropeado cosa alguna… ¡Ah! ¡Pero ya sabía!

—Ha sido Juana, mamá, ha sido Juana. Yo te lo aseguro.

—¿Qué estás diciendo?

—Que ha sido Juana. Cuando rompió el florero de cristal dijo que había sido yo; y ahora que ha roto eso que dices, me echa la culpa a mí.

Mamá me miró muy seria.

—¿Es verdad?

—¡Ya lo creo que es verdad!

Mamá salió del gabinete sin decirme nada, y en seguida oí llorar a Juana en el pasillo.

—¡No he sido yo, señora, no he sido yo! ¿Qué interés hubiera tenido yo en romperlo?

—El interés de no tenerlo que arreglar. Ya había yo notado que no tenía usted ningún deseo de alargarlo…

Entonces vino papá y me sentó en sus rodillas.

—Vamos, di la verdad: ¿quién ha cortado el vestido azul?

—Yo. No servía para nada, y a «Julieta» le estaba muy bien.

—¡Muy bonito! ¿Y por qué le has echado la culpa a Juana? La pobre está llorando, y dice que se va a ir.

—¡Anda! ¡Pero si yo no he dicho que Juana había cortado el vestido!

—¡Sí lo has dicho, embustera! —dijo mamá—. ¡Esta niña se va volviendo muy mala!

Entonces papá me llevó en volandas hasta el cuarto de los armarios, me dejó allí y echó la llave.

De tanto llorar me quedé dormida, y al despertarme comprendí que el vestido azul tenía otro nombre…

Mamá entró a buscarme…

—¡A comer y a ser una niña buena!

A Juana le pedirás perdón. Nosotros ya te hemos perdonado.

—¡Bueno! Y a mí, ¿quién me va a pedir perdón?

—¿Qué estás diciendo?

—Mamá, ¿cómo se llama el vestido que he roto?

—¡Silencio! ¿No te digo que te hemos perdonado? ¡De eso ya no se vuelve a hablar más!