XV

Vago solo por bosques, campos y prados. Por la noche, rondo por la zona fronteriza. La soledad y el silencio misterioso de los campos y de los bosques me han enseñado muchas cosas. Me han enseñado a comprender mejor a los hombres, incluso a los que no puedo ver, a los que están en el otro mundo… La soledad me ha enseñado a pensar y a querer. De modo que, quiero al bosque como lo quieren un lince o un lobo. Quiero a mis armas como se quiere al mejor amigo, y quiero apasionadamente a la noche, la más fiel de mis amantes. Saludo cada noche nueva con alegría, maravillado. Cuando las noches son oscuras, cuando el cielo se emboza con las nubes, me cuelgo en el pecho la brújula y, guiado por la claridad viva y suave de su aguja, doy vueltas por la frontera. Cada anochecer salgo de mis escondrijos diurnos para zambullirme en las tinieblas. Del extremo del cañón de los revólveres cuelgo un retazo de un pañuelo blanco para poder apuntar mejor en la oscuridad. A veces, las noches son tan negras que ni siquiera se ven las manchas blancas de los colgajos que penden de los cañones. Entonces, empuño la linterna con la mano izquierda y coloco el índice de la derecha estirado a lo largo del cañón de la pistola. De esta manera, se puede disparar a ciegas, sólo de oído, con bastante precisión. Lo he comprobado: el índice tiene una sensibilidad propia. Los nervios auditivos y el cerebro le señalan la dirección de donde procede el ruido mientras que, con la mano entera, no tienen una comunicación tan perfecta. Y el gatillo puede apretarse con el dedo corazón.

Casi todos los días me cuelo en el otro lado de la frontera. Camino en silencio como un gato. Las noches sin viento, camino descalzo. Más de una vez, me he acercado a una emboscada y no me han visto. He aprendido a salvar la alambrada con gran rapidez y conozco muchos métodos de hacerlo. Con un palo en la mano, que me hace de percha, la salto por encima. O me apoyo en dos palos y traspaso las barreras poniendo los pies directamente sobre el alambre. Y a veces, cruzo las barreras a cuatro patas, deslizándome sobre los palos. También corto el alambre con tijeras. O me arrastro por debajo de la barrera. Para ello, suelo hacerme con un buen haz de ramitas cortas y ahorquilladas, apuntalo con ellas los alambres y repto por debajo hasta llegar al otro lado.

Una noche, tras salvar la barrera, caminaba completamente a oscuras hacia unos arbustos. Rocé ligeramente las ramas con el cañón de la parabellum. En los arbustos había una emboscada. Debían de estar muy atentos, porque aquel roce ligero los alertó, aunque no habían oído mis pasos. Por poco me descerrajaron un tiro en la cara. Abrí fuego con mi parabellum a ciegas, apuntando hacia delante y saltando a un lado. Restallaron unas descargas, pero no respondí. Si hubiera querido, habría podido rodearlos y acercarme por detrás para lanzarles una granada de mano o acribillarlos a tiros. Otro día, avanzaba por un camino vecinal hacia la frontera. La arena amortiguaba el ruido de mis pasos. De repente, oí un rumor justo delante de mí. Me puse en cuclillas. Al cabo de unos segundos, me rozaron los faldones de unos abrigos. Los soldados rojos pasaron por mi lado sin sospechar que yo estaba acurrucado entre ellos. Seguí adelante. Esto me hizo gracia. Por la noche, bajaba algunas veces al pueblo. Vagaba por las calles sin que nadie me reconociera. Me dejaba caer por la casa del Mamut y bebíamos vodka sin decir esta boca es mía. Le di la caja con el dinero del Sepulturero —la había sacado de nuestro «banco»—. Contenía casi mil dólares y más de seis mil rublos en monedas de oro. Metimos la caja en un saquito de lona, que cosimos por la parte de arriba. Sobre el paquete, puse la dirección de la madre del Sepulturero y le pedí al Mamut que se lo mandara al día siguiente. Lo hizo. Una tarde, visité a Josek el Ansarero. Cené con él y caté su vodka de ciruelas. Hablamos de muchas cosas. De sopetón, el Ansarero me preguntó:

—¿Por qué lo haces? ¿Por qué no permites que los muchachos crucen la frontera?

—Porque me da la gana. Y porque son unos contrabandistas sin escrúpulos.

—He hablado de ello con los nuestros… Bueno, y con los mercaderes. ¿Sabes qué? —dijo el Ansarero—. ¡Ellos harían lo que fuera! Llegarían a un acuerdo con la policía y con los Aliczuk… Les obligaríamos a retirar la denuncia. ¡Los Aliczuk tienen miedo de salir a la calle! Y tú podrías ganar una millonada. Si quieres, puedes montar tu propia cuadrilla y guiarla como socio de los mercaderes, cobrando un tanto por ciento. ¿Sabes qué significaría esto? Conoces la frontera y todos los caminos como la palma de la mano… Todos los alijos pasarían seguros y con cada uno te ganarías por lo menos dos mil dólares. ¿Sabes cuánto sería al cabo del año?

—De acuerdo —le interrumpí—. Pero ¿para qué diablos los necesito?

—Necesitas ¿qué?

—Bueno…, miles de dólares.

—¡¿Para qué necesitas miles de dólares?! —repitió el judío, boquiabierto, haciendo el gesto de contar los billetes con los dedos—. A todo el mundo le gustan.

—A mí no. Y no hablemos más de ello.

Enseguida me despedí del Ansarero. Su mente práctica era incapaz de comprenderme. Sin duda, consideraba que me había vuelto loco. Cada noche, preparaba emboscadas para pillar a Berek el Ciempiés. Me alejaba de Raków unos diez kilómetros en dirección a Woma y me ponía al acecho en uno de los caminos que solía tomar. No tenía ningún informador que me pasara noticias de él, de modo que, si quería cumplir la palabra que le había dado al Rata, tenía que actuar a ciegas.

Finalmente, conseguí atraparlo. A medianoche, el cielo se desencapotó y salió la luna llena. Yo estaba apostado algo más allá del camino que une Woma con Raków, en los confines de un robledal. Me sentía solo. Me calentaba el «sol gitano». El viento me cantaba canciones. La espesura murmuraba. A las tres de la madrugada, vi una silueta gris que atravesaba el campo en mi dirección. Me escondí mejor. El hombre —ahora lo veía claramente— se dirigía de prisa hacia el bosque. Era un campesino con zuecos y casaca. Llevaba un saco a cuestas. Se detuvo en el límite del bosque, miró a su alrededor, carraspeó unas cuantas veces y siguió adelante. Pasó a mi lado. Al cabo de un rato, vi que una mujer vestida con una zamarra y tocada con un gran pañuelo de lana se alejaba del camino a campo traviesa. Iba descalza. Llevaba la falda arremangada por encima de las rodillas. Caminaba a buen paso, barriendo con la mirada el terreno. Llevaba un paquete debajo del brazo. También la descarté. Al pasar, rozó con la zamarra los matorrales donde yo estaba escondido. Ni por un instante quité el ojo de la frontera. Más tarde, vislumbré una tercera silueta que se dirigía hacia el bosque. Era un hombre con una chaqueta negra y unas botas altas. Me latió el corazón. No cabía en mí de felicidad. «Los dos primeros hacen de anzuelo, y éste debe ser el Ciempiés.» El desconocido se me acercaba. Se apoyaba en un bastón. Cuando estaba junto a los matorrales, salté a la vereda y le planté cara.

—¡Manos arriba!

Se precipitó a levantar los brazos. El bastón se le cayó de las manos.

—Suelta la pasta. ¡Venga!

El Ciempiés se volvió los bolsillos del revés y cayeron al suelo unas monedas de oro y de plata. Me las entregó.

—Tome. Cójalas…

—¿No hay más?

—Esto es todo, señor.

—¿Y si encuentro algo más?

Jugaba con él. Era una lástima cerrar tan de prisa el trato con el hombre a quien yo y el Rata habíamos esperado tantas noches. Seguro que nunca nadie había esperado a una amante con tanto celo como yo a aquel judío.

—¿Qué puede encontrar? No tengo nada.

—Si encuentro algo, aunque sólo sea un dólar, aunque sólo sea un céntimo, ¿sabes qué te voy a hacer?

El Ciempiés abrió los ojos de par en par y se lamió los labios. Le vino un sofoco.

—Yo… nada… nada —susurró con una voz quejumbrosa.

—¿Nada? ¡A ver! ¡Desnúdate!

Dejé de hablarle con delicadeza y le tiré de la chaqueta con tanta fuerza que le saltaron los botones.

—¡Venga! ¿A qué esperas? ¿Quieres que te ayude?

El judío se estremeció. Se zafaba de la chaqueta y la americana atropelladamente.

—¡Señor! ¿Qué quiere de mí?

—Quiero ver si eres atractivo.

Acabó de desnudarse. Entonces, me dirigí a él:

—¿Sabes qué, Berek?

Al oír su nombre, se sobresaltó y me miró con ojos desorbitados.

—¿Estás dispuesto a jurar por tu vida y la de tus padres que no llevas más dinero?

—¡Que mal rayo parta a mis padres si tengo un céntimo más! —Berek se golpeó el pecho desnudo con el puño.

—¡Ahora sí que me lo creo, Berek!

El Judío se puso de mejor humor y se agachó para recoger su ropa.

—¿Puedo vestirme?

—¿Qué? ¿Quieres vestirte? ¡Ya te tengo, tramposo! Me has jurado que no tenías nada porque estabas desnudo. ¡Los dólares están en la ropa!

Empecé a revisar su ropa minuciosamente, pieza por pieza. En las prendas interiores no había nada. En la americana, en los pantalones y en el chaleco tampoco. En cambio, en la caña de las botas encontré casi mil dólares. Del cuello de la chaqueta saqué quinientos más. En la visera de la gorra, otra vez nada. Aquello era demasiado poco. Sabía que solía llevar por lo menos cinco mil dólares, el equivalente de dos o tres remesas de mercancía. Volví a registrar sus botas y esta vez las descosí del todo. No había nada. Tampoco encontré nada en la chaqueta, a pesar de sacar toda la guata. Hubiera podido pegarle, forzándole a golpes o con simples amenazas a confesar dónde tenía escondido el resto del dinero. Pero aquel método me repugnaba. De repente, se me ocurrió una idea: «¡Ajá, el bastón con el que se ayudaba a caminar!… ¡Allí debe estar el dinero!» Entonces, fingí renunciar a la búsqueda.

—¡Vístete, Berek!

El Ciempiés se vistió a toda prisa. Di unos pasos hacia el camino, después me volví y le dije:

—¿Qué haces aquí como un pasmarote? ¡Ya puedes irte!

Berek recogió del suelo el bastón e hizo ademán de marcharse. «¡Sí, el dinero está dentro del bastón: no se ha olvidado de recogerlo!» Entonces, le dije:

—¡Espera!

—¿Qué más quiere, señor?

Me acerqué a él y le pregunté:

—¿Qué hora es?

—No lo sé. Tal vez las cuatro…

—¿Las cuatro? ¡Qué tarde!… Bueno, dame tu bastón. Me duele el pie… Ya puedes irte…

Le arrebaté el bastón y me dirigí hacia Duszków. Berek se quedó petrificado en el límite del bosque, siguiéndome con la mirada durante un buen rato.

¿Qué estaría pensando? Probablemente, que yo no sabía que hubiera un dineral escondido dentro del bastón, y que lo tiraría por el camino. Yo no lo había sacado de este error. Aquélla era mi venganza por tantas y tantas noches esperándolo a la intemperie. Lástima que el Rata no estuviese conmigo, y que yo no tuviese ninguna posibilidad de comunicarle que había saldado las cuentas con el Ciempiés.

La añoranza me dio un pinchazo en el corazón. ¿Por dónde andaría ahora? ¿Qué estaría haciendo mi pobre amigo chalado que, de vez en cuando, tenía un gran corazón?

Después, al partir cuidadosamente el bastón con un cuchillo en el escondrijo de la destilería, encontré en su interior hueco sesenta billetes de cien dólares. En total, le robé al Ciempiés siete mil cuatrocientos dólares. Este aumento de capital no me alegró en absoluto. Con mucho gusto hubiera dado todo este dinero a cambio de la posibilidad de ver al Rata, aunque fuera unos minutos.

Sigo vagabundeando por la zona fronteriza. Todo el mundo me ha abandonado. No tengo ni un solo amigo. Un día, fui a la guarida del bosque Krasnosielski, donde tiempo atrás me había escondido con el Sepulturero y el Rata. Estaba desnuda, vacía y fría. La había cubierto una capa gruesa de hojarasca. No había nadie, ni siquiera mi viejo amigo… el gato pelirrojo de la cola cortada. Pululo por la frontera. Me consume la tristeza. Me carcome la inquietud. Salgo al camino. El viento empuja las hojas amarillentas. Los postes de telégrafo se elevan apesadumbrados, oscuros y empapados de lluvia… Se acerca el invierno. Husmeo su hálito en el aire. En pocos momentos, las rutas se cubrirán de nieve blanca…

Pasé aquella noche en las profundidades del bosque, cerca de la segunda línea de la frontera. Levanté las ramas de un abeto —enormes, pesadas y bañadas en plata por la vejez—, y me metí debajo… Olía a resina y a moho. Encontré una yacija hecha del alhumajo acumulado por los años. Un lugar como aquél solía ser cálido y seco, incluso en los inviernos más inclementes. No pegué ojo en casi toda la noche. Vi cosas extraordinarias. Oí las voces de los vivos y de los muertos… Aquella noche medité y entendí muchas cosas que no sabría expresar con palabras, pero que viven en mis entrañas y que no suelen aparecerse en los sueños de los que duermen en una cama. Aquella noche decidí abandonar la frontera. Al día siguiente, era el aniversario de la muerte de Saszka Weblin. La alborada fue hermosa. La contemplé desde lo alto de un cerro escarpado que estaba en la segunda línea.

Un día más tarde, bajé al pueblo. Quería despedirme de Józef Trofida y de Janinka. Pero no los encontré en casa. Allí vivía una gente desconocida. Me dijeron que Józef había vendido la casa y se había ido con su madre y su hermana a vivir bajo el techo de unos parientes que tenía cerca de Iwieniec. Entonces, fui a ver al Mamut. No estaba en casa. Había ido a la estación para recibir un transporte de mercancía para la tienda que había puesto en el pueblo. Me hallé cerca del mesón de Ginta. Desde nuestro salón, me llegaban los sonidos de un acordeón, gritos de júbilo y carcajadas. Entré. Cuando me planté en el centro de la sala con las manos apoyadas sobre las culatas de los revólveres que llevaba en los bolsillos, vi a una docena de bisoños. Conocía a algunos personalmente. Había pillado a muchos con la mercancía. De repente, se oyó un rugido:

—¡Muchachos, es él! ¡Es…!

Todos los rostros se volvieron hacia mí. Antoni dejó de tocar la marcha que interpretaba. Ginta, sorprendida y desconcertada por aquel silencio repentino, entró como una exhalación. Al verme, empezó a retroceder hacia la puerta.

—¡Ah…, es el señor Wadek!

—Sí, soy yo. ¡Tráeme ahora mismo una copa de aguardiente y algo para matar el gusanillo!

En un periquete trajo el vodka y los entremeses. Lo dejó todo en un extremo de la gran mesa donde se agolpaban los bisoños. Unos de ellos quiso despedirse a la francesa. Saqué la parabellum y le señalé con el cañón un rincón de la sala.

—¡Andando! ¡Y vosotros —me dirigí a los demás— quedaos en vuestros asientos y mantened la boca cerrada!

Me eché al coleto un vaso de vodka. Piqué algo. Después, me acerqué a Antoni y le di un billete de cien dólares.

—¡Toca La manzanita!

Antoni tocó con ardor. Apuré el resto de vodka y encendí un cigarrillo. Acto seguido, me despedí de Antoni con un gesto de cabeza y salí del salón, que me había producido una impresión agobiante. No había encontrado a ninguno de mis viejos amigos o compañeros con quienes tantas veces había estado allí de jarana.

A altas horas de la noche, enfilé el camino de Pomorszczyzna. Cogí de la destilería el resto de las armas que tenía escondidas. Después, me dirigí a la frontera. El «sol gitano» lanzaba a la tierra unos rayos tenues tamizados por la cortina de nubes. Me detuve al pie de un pequeño montículo. Era la Tumba del Capitán. Me encaramé a la cima. Desde allí, veía los fuegos reflejados por las ventanas de las casas de Wielkie Sioo, en el lado soviético. A mis espaldas, tenía Pomorszczyzna. Cerca de allí, pasaba el camino que unía Raków con la frontera. Me dio por ver qué aspecto tenía el canal que pasaba por debajo del terraplén. La noche que crucé la frontera por primera vez, estuve allí dentro con Józef Trofida y otros compañeros. Y precisamente en aquel canal, el Rata, el Sepulturero y yo les quitamos la mercancía a los Aliczuk. Me acerqué al terraplén. Iluminé con la linterna la entrada del canal. Vacío y silencioso. Lo recorrí hasta el otro extremo. Me senté en la desembocadura para contemplar la frontera. Encendí un cigarrillo. No ocultaba la brasa. «¿De qué puedo tener miedo? Tengo cuatro revólveres cargados y once granadas de mano… Todo un arsenal.» De repente, en el calvero dividido por el cauce de un torrente seco en esta época del año, divisé una silueta oscura. Me puse en pie de un brinco. La silueta avanzaba de prisa. «¡El fantasma!», pensé. Sin hacer el menor ruido, seguí a la silueta. La perdí de vista cerca de la Tumba del Capitán. Casi me eché a la carrera, intentando no hacer estrépito. Poco a poco, subí a cuatro patas la ladera del cerro. En la cima, vi a una mujer arrodillada. Escondía la cara entre las manos. La observé sin hacer ningún movimiento. «¿Qué está haciendo? ¿Reza?» Avancé despacio y vi a una muchacha joven vestida con un paltó negro. Debió de intuir mi presencia, porque se levantó de un salto. Se puso a caminar a reculones. Entonces, dije:

—No tenga miedo, señorita.

Se detuvo. La luna salió de detrás de las nubes y, cual si fuera un reflector, le inundó la cara con una lluvia de rayos. Reconocí a la mozuela que paseaba con Pietrek por los aledaños de Duszków, la misma cara que, tiempo atrás, había visto en este mismo montículo cuando, tras haber huido de la Unión Soviética, perdí la conciencia. Entendí que había sido ella quien había avisado a Pietrek y a Julek de que yo me encontraba allí. Y entendí algo más: que tenía alguna relación con el fantasma y con el relato sobre la Tumba del Capitán que me habían contado. Le dije:

—Soy un amigo de Pietrek. Usted me salvó la vida cuando yacía aquí, enfermo. Recuerdo su cara… Se llama Irena, si no me equivoco.

—Sí.

—¡Qué extraño que la haya encontrado precisamente hoy!

—He venido a despedirme de mi padre. Cayó muerto aquí…

—Y yo he venido a despedirme… de la frontera. Querría preguntarle algo relacionado con este lugar.

—Adelante.

—He oído la leyenda de un fantasma que se aparece por estos andurriales. Lo vi con mis propios ojos…

—¿Qué vio exactamente?

—Una mancha blanca sin forma que se movía en todas direcciones. Alzaba el vuelo, caía en picado…

Una ligera sonrisa afloró en los labios de la muchacha.

—No era ningún fantasma. Era Mosca. La perra del amo de la casa donde vivo. La llevaba conmigo las noches sin luna para no extraviarme y para que me avisara de los peligros. Hoy he venido sola…

La muchacha se calló. Se quedó un rato pensativa y dijo:

—Adiós, señor. Hoy me marcho a Vilnius, a la casa de Pietrek. Él y su familia me han invitado.

—¿Vuelve ahora a Wygonicze?

—Sí. Y esta misma tarde me voy a Olechnowicze.

—¿Quiere que la acompañe al pueblo?

—No. No tengo miedo de nada. He paseado por aquí muchas veces. ¡Hasta la vista!

—¡Buen viaje!

Bajó corriendo del cerro, ligera y ágil. Se volvió una vez más, me hizo una señal con la mano y se dirigió al oeste. Me quedé un buen rato mirando el lugar por donde había desaparecido. Se había fundido en la claridad de la luna… A paso de buey, me dirigí a Wielkie Sioo. Pronto me encontré cerca de los mojones. Seguían allí, lóbregos. Se miraban con hostilidad como dos combatientes de lucha libre que miden en silencio sus fuerzas… A la izquierda, retumbó un disparo de fusil. Después, se oyeron algunos más. Despertaron el eco de los barrancos y de los bosques cercanos.

«Los salvajes habrán cruzado la frontera.» Miré a mi alrededor… Silencio, vacío…

La luna vertía sobre la frontera rayos pálidos y fríos. Las estrellas brillaban, neblinosas. En lo alto, desfilaban las nubes. Se colaban a través de unas barreras que los hombres desconocemos. Y, en el noroeste, resplandecían magníficas las joyas de las estrellas que forman la magnífica Osa Mayor. Era el aniversario de la muerte de Saszka Weblin, el rey sin corona de la frontera. Era el fin de mi tercera temporada de oro.

Era mi última noche en la zona fronteriza.

Cárcel de wity Krzy

14 de octubre - 29 de noviembre de 1935