XIV

Nuestra guarida es muy peligrosa. Vivimos rodeados de enemigos. Los «caravinagres», los confidentes, los de la secreta, los aduaneros y los chequistas pululan por los caminos, por los senderos, por los bosques, por los campos y por los prados. Y nosotros nos hemos refugiado, como en un nido, en una guarida camuflada en las profundidades del bosque Krasnosielski, y esperamos a que anochezca. Cualquier imprudencia nos puede traicionar, y un combate en pleno día contra un enemigo más numeroso no nos apetece nada, de modo que guardamos silencio y ni siquiera encendemos fuego. Estamos en aquel lugar tan peligroso porque esperamos atrapar allí a unas cuadrillas de bisoños.

De día, había caído un calabobos latoso. Eran las dos. No dormíamos. El Rata había encendido una pequeña hoguera en una hondonada que había quedado después de que, entre todos, arrancáramos una enorme roca clavada en la tierra. Para la hoguera utilizábamos sólo leña seca. Nuestra guarida estaba rodeada por tres lados por una ciénaga, pero se encontraba en la cima de un promontorio seco. Alrededor, crecían unos abetos pensativos, lóbregos y encanecidos por la vejez. Se elevaban formando unas columnas negras. El acceso quedaba cerrado no sólo por la ciénaga, sino también por enormes hendeduras, matorrales espesos y montones de broza. De repente, el Sepulturero se levantó de su sitio y dijo:

—Voy a estirar las piernas… Traeré agua.

El Rata asintió con un gesto de cabeza. El Sepulturero cogió la cantimplora y desapareció entre los árboles. Transcurrió una hora y aún no había vuelto. De improviso, a poca distancia hacia el sur, oímos dos disparos de revólver. El Rata se levantó de un salto.

—Un nagan —dijo brevemente.

De pronto, resonaron más tiros.

—La parabellum —exclamó el Rata—. Es el Sepulturero.

Corrimos a través del bosque en dirección de los disparos. Al cuarto de hora, estábamos en las lindes del bosque. En la lejanía, se perfilaba el tejado de un caserío. A la izquierda, a unos centenares de pasos, vi una silueta negra entre la hierba. Me acerqué a la carrera, pistolas en mano. Allí yacía un hombre vestido de campesino. Me agaché junto a él. Reparé en una barba pelirroja que apuntaba al cielo, una cicatriz en la mejilla izquierda y una sonrisa torcida y malévola sobre unos labios inertes, muertos y pálidos…

—¡Es Makárov!… —exclamé.

El Rata se inclinó sobre el cadáver del confidente.

—¡Míralo, al listillo! ¡Se había disfrazado de campesino! —gruñó con una voz ronca.

—¿Y dónde está el Sepulturero? —le pregunté.

Miramos alrededor. Los confines del bosque y del prado estaban desiertos. El Rata gritó:

—¡Sepulturero! ¡Sepulturero!

Nadie le contestó. El Rata se acercó al cadáver y recogió un nagan que estaba tirado en el suelo. Examinó el revólver y dijo:

—El Sepulturero debe andar muy cerca. Tal vez esté herido, porque si no, se hubiera quedado con la pipa.

Empezamos a registrar la orilla del bosque. En un lugar, vi unos zapatos que salían de debajo de un arbusto. Llamé al Rata:

—¡Ven aquí! ¡Lo he encontrado!

Mi compañero vino corriendo. Sacamos fuera del arbusto el cuerpo, que ya estaba tibio. El Rata lo volvió boca arriba. El Sepulturero estaba muerto. El Rata miró el cadáver de su compañero y después dijo:

—Ha expirado mientras se arrastraba para reunirse con nosotros.

El Sepulturero tenía dos heridas de bala en el pecho. No era nada difícil entender qué había pasado. Había llegado al límite del bosque y, al ver a un campesino que atravesaba el prado, se le había acercado sin sospechar que era un confidente. Cuando se cruzaron, Makárov debió de sacarse el revólver del bolsillo y le ordenó al Sepulturero, en quien enseguida había reconocido a un contrabandista, que levantara las manos. Entonces, el Sepulturero había esgrimido el arma. Makárov le había disparado dos tiros en el pecho y había intentado huir. El Sepulturero, con el resto de las fuerzas, había descargado su parabellum y le había dado en la cadera, en la espalda y en la cabeza. La última bala fue mortal. Entonces, el Sepulturero empezó a reptar en dirección a nuestra guarida. Consiguió arrastrarse hasta los matorrales y falleció.

—¡Bueno, bueno! ¡Hoy es nuestro día de suerte! —dijo el Rata, contemplando el cadáver de nuestro compañero.

Le lancé una mirada estupefacta y dije:

—Lo llevaremos a la guarida.

Agarré el cuerpo del Sepulturero por debajo de los brazos, mientras que el Rata le levantaba por las piernas. Lo transportamos despacio a nuestra guarida. Acostamos el cadáver sobre unas ramas de abeto cortadas. El Rata empezó a vaciar la hondonada donde ardía la hoguera de leños encendidos, ascuas, ceniza y tierra. Lo hacía con prisas, febrilmente.

—¿Qué piensas hacer con esto? —le pregunté.

Mi compañero levantó la cara sudorosa y cubierta de ceniza donde brillaban salvajes un par de ojos.

—Una tumba para él… ¿Qué otra cosa puedo hacer? Si lo dejo aquí, lo arrastrarán por el suelo y lo descuartizarán. Ya ha sufrido lo suyo en vida. ¡Por lo menos, que tenga un poco de paz ahora! ¡Será una tumba de aúpa!

Tuve la sensación de que el Rata se había reído, pero esto difícilmente podía ser verdad. Más bien, profirió un gemido. Seguía cavando. Arrojaba gruesos terrones a la superficie. Trabajaba a toda prisa con las manos o con un palo acabado en punta. Finalmente, había excavado una fosa profunda. Entonces, salió del agujero, se secó el sudor de la cara con la manga de la blusa y dijo:

—¡Échale un vistazo! Coge el dinero y las armas. El dinero se lo mandarás a su madre, a Rubieewicze. Te daré la dirección. Vuelvo ahora mismo.

Se adentró en el bosque, y yo vacié los bolsillos del Sepulturero. Encontré dos revólveres, nueve cargadores de recambio, un buen puñado de cartuchos, cuatro granadas de mano, una linterna, una cartera con dinero y muchas fruslerías. Lo puse todo sobre un gran pañuelo.

El Rata volvió. Cargaba con una fajina de ramas de abeto. Las utilizó para forrar el fondo de la tumba. Después, salió y dijo con una voz ronca:

—Bueno. ¡Acabemos de una vez!

Bajamos los restos del Sepulturero a la tumba. El Rata se metió dentro y los colocó mejor. Le estiró los brazos a lo largo del cuerpo, y me dijo:

—¡Dame su pipa! ¡Que le haga compañía!

Puso el nagan cargado al alcance de la mano derecha del Sepulturero y cubrió atropelladamente el cadáver con ramas de abeto. Después, salió de la fosa y dijo, inclinándose sobre el cuerpo:

—Bueno, ¡adiós, Janek!

Deprisa y corriendo, cubrió la hondonada con tierra. La rastrillaba con las manos y con los pies. Pronto la fosa estaba tapada. El Rata holló la tierra.

—¿Qué te parece si ponemos unas piedras encima? —le pregunté.

Meditó un rato, después frunció el ceño, hizo un gesto de indiferencia con la mano y dijo:

—No es necesario. Le basta el peso con el que ha tenido que cargar en vida… Tú no tienes ni idea…

Se calló.

Improvisé una hoguera. Volvió a llover. Por arriba, el viento silbaba, lloraba y plañía. Arrancaba de los árboles las hojas amarillentas y hacía con ellas una colcha para la tumba.

El Sepulturero, nuestro compañero fiel, murió en las postrimerías de la temporada de oro. Igual que Saszka Weblin. Y todo nuestro alrededor se había vestido de oro. El oro colgaba de las ramas de los árboles y el oro le cubrió la tumba. Se acercaba la noche. Avivé el fuego. El Rata se despabiló. Sacó una botella de la mochila. Se limpió con alcohol la cara y las manos manchadas con la sangre de su compañero. Se las secó con el pañuelo. Después, encendió un cigarrillo, se sentó junto a la hoguera, clavando en el fuego una mirada pensativa. Escupía a las brasas y pensaba… Anocheció. La oscuridad arrebujó los bosques. Las tinieblas los guarnecieron con un crespón de luto. El viento se recrudeció. La lluvia no amainaba y, desde lo alto de los árboles, el oro caía al suelo sin tregua.

Ahora, actuábamos sin ningún plan. El Rata no se disfrazaba. Desplumábamos a los «elefantes» a cara descubierta. Trabajábamos con rabia y porfía. Casi no teníamos tiempo de descansar. Los novatos salían cada vez menos. Muchas cuadrillas habían abandonado y las que aún estaban en activo escogían rutas lejanas y daban grandes rodeos. Pero, incluso allí los alcanzábamos. Sólo había un grupo al que no habíamos tocado nunca ni con un dedo, y eso que era muy fácil. El de los salvajes. Ahora, los guiaba Dysiek Magiel, el duodécimo maquinista de la cuadrilla y el duodécimo loco. Bolek el Cometa había sido abatido en una emboscada de los bolcheviques. Una noche, se había puesto en el punto de mira de sus fusiles y murió acribillado. Así desapareció de la frontera el Cometa. El bebedor número uno la había espichado.

Un día me di cuenta de que el Rata se había vuelto majareta. Empecé a observarlo y comprobé que le faltaba un tornillo. Poco después de la muerte del Sepulturero, pillamos a cinco «elefantes». Les quitamos la mercancía que llevaban a la Unión Soviética. El Rata desempaquetó todas las portaderas y amontonó su contenido. Después empezó a colgar de los abetos bufandas chillonas, medias, jerséis, tirantes, guantes y cinturones de charol. Así adornó unos cuantos árboles. Yo contemplaba sus esfuerzos sin estorbarle. Murmurando algo por debajo de la nariz, retrocedió unos pasos para valorar el efecto de su trabajo. Se frotó las manos y me dijo:

—¿Qué te parece? ¿De chipén, verdad?

—Qué quieres que te diga. No está mal.

El Rata cogió el resto de la mercancía y lo tiró a un torrente cercano. Después, cuando estábamos en nuestra guarida, dijo:

—¿Sabes qué hizo un campesino de Kurdunów?

—Dime.

—Era un tacaño. Toda la vida amasando pasta. Y cuando, en la vejez, cayó gravemente enfermo, la guardó en un saquito de piel debajo de la almohada. Tenía miedo de que algún familiar se lo afanara. Poco antes de liar el petate, empezó a tragarse las monedas de oro. Las engullía una tras otra como si fueran caramelos. Se ahogaba con el oro. Acudieron corriendo sus hijos, sus hijas y su mujer. Intentaron detenerlo. Los arañó, les dio mordiscos y los maldijo. En eso, murió.

Yo no sabía a santo de qué me explicaba aquello y qué relación tenía con nuestra vida. Pero él, de vez en cuando, y a menudo a horas intempestivas, me decía: «¿Sabes qué ocurrió en Gierwiele, en Usza o en Dubrowa?», o bien «¿Sabes qué hizo fulano o mengano?» ¡Y venga a contarme historias extrañas! Comprendí que el Rata se había vuelto loco. Pero no podía entender en qué consistía su demencia. No me separaba de él ni un instante. Por regla general, buscábamos escondrijos a la intemperie. Seguíamos con la cacería de los «elefantes», pero a menudo abandonábamos la mercancía en el bosque, donde se estropeaba o se perdía. Algunas noches, nos dejábamos caer por el pueblo. Comprábamos allí las provisiones. El Rata visitaba a sus informadores que le contaban quién seguía cruzando la frontera. De la noche al día, empezamos a andar faltos de trabajo, porque los bisoños dejaron prácticamente de pasar contrabando. Algunos incluso tenían miedo de salir solos a la calle. Los teníamos aterrorizados. El Rata se enteró de que había una cuadrilla de novatos que cruzaba la frontera utilizando como punto de partida Woma en lugar de Raków. A la ida, llevaban género muy caro y, a la vuelta, pasaban por el territorio que controlábamos nosotros. En cambio, Berek el Ciempiés, el representante de los mercaderes, tras haber pasado dos o tres alijos, regresaba solo y cargado con los dólares que le habían pagado por el matute. Llevaba grandes sumas —entre cinco mil y diez mil dólares, según la cantidad y el valor de la mercancía—. Nos indicaron aproximadamente el punto de la frontera por donde Berek el Ciempiés solía volver de la Unión Soviética. Al cabo de un tiempo, constatamos que Berek el Ciempiés, tras cruzar la frontera, escogía uno de los siguientes caminos: o bien pasaba cerca de un encinar que formaba parte de la heredad de Nowicki; o por el barranco rayano con el granero de Karabinowicz, el administrador de aquella misma propiedad; o junto al mesón que había a la vera del camino que unía Woma con Raków, o por el bosque que lo rodeaba. Después, recorría uno de estos itinerarios: caminaba a través del prado contiguo al pueblo, por el ala izquierda del bosque o por la vereda que lo atravesaba de parte a parte. Tomamos en consideración muchas circunstancias y le preparamos emboscadas en todos estos caminos. Siempre en balde. Después, el Rata se enteraba en el pueblo de que Berek había regresado otra vez por el territorio que controlábamos. Se ponía furioso.

Empezaron las noches de luna. Cuando se aclaraba el cielo, era fácil hacer emboscadas. Un día, como de costumbre, nos apostamos en dos puntos diferentes: yo en la vereda que atravesaba el bosque y el Rata en el ala izquierda. Sospechábamos que Berek regresaría por uno de estos caminos. Eran las dos de la madrugada. El lugar de la emboscada estaba bastante lejos de la frontera. Yo escudriñaba el terreno que se extendía delante de mí para que el judío no me pasara desapercibido. Cada vez que me parecía vislumbrar algún movimiento, me levantaba para examinar con la mirada el territorio. Me aseguraba de que aquello no era más que un espejismo y volvía a sentarme en el tocón de un pino. De repente, oí un ruido. Me acerqué a toda prisa, bordeando el bosque. Alcancé el lugar donde el Rata estaba al acecho. Lo vi cachear a un campesino. El campesino le suplicaba a grito pelado que lo soltara y le ofrecía diez rublos en monedas de oro. Llevaba una docena de quilos de lana de oveja en un saco y decía dirigirse a casa de unos parientes que vivían en las inmediaciones de Woma. De golpe y porrazo, se me encendió la bombilla. Cuando el Rata soltó al campesino, le dije que, a mi parecer, Berek el Ciempiés nunca volvía solo de la Unión Soviética, sino que lo hacía acompañado de un hombre y de una mujer que le abrían camino, separados por unas decenas de pasos. Detrás, algo más lejos, caminaba Berek. Le recordé la campesina que habíamos detenido hacía unos días cerca del granero de Karabinowicz. El Rata no dijo nada, sino que desanduvo el camino recorrido por el campesino. Volvió al cabo de un cuarto de hora y dijo:

—Tenías razón. Detrás de él, iba una mujer descalza y, algo más atrás, alguien con zapatos. Hay huellas. Seguro que era el Ciempiés. Nos han tomado el pelo.

Se sentó sobre el tronco de un abedul tumbado por el viento y permaneció inmóvil un buen rato. Encendí un cigarrillo y se lo pasé. Se lo fumó entero sin decir esta boca es mía.

—Tal vez sea hora de marcharnos —le dije.

Levantó la cabeza. A la luz de la luna, vi una cara pálida y flacucha, y unos ojos levemente entornados.

—¿Has dicho marcharnos?

—Sí. ¡No tiene sentido quedarnos aquí sentados!

—No. No nos iremos… Me iré yo solo. Tú no.

—¿Adónde quieres ir? —pregunté, estupefacto.

—Hacia el sur. Adonde han volado los pájaros. Allí están los míos. Conozco Kiev, Jarkov, Rostov, Odesa, Tiflis… Me voy. ¿Qué estoy haciendo aquí? Aquí no tengo a nadie… Mi hermano vive en Rostov, junto a mi madre y a mi hermana. Mi madre es una anciana, mi hermano es mayor que yo, y mi hermana tiene catorce añitos. Quizá estén pasando estrecheces. Iré a ver… ¡Al diablo con todo esto!

Se levantó y se dirigió por la vereda hacia la carretera. Llevaba el revólver en la mano. Se había olvidado de guardarlo. Lo seguí. Sabía que se le había metido en la mollera una idea nueva y que no habría manera de quitársela.

Al atardecer del día siguiente, cruzamos la frontera en Olszynka. Corté el alambre de púas de la barrera con unas tijeras que siempre llevo conmigo. A través del bosque, nos dirigimos hacia la segunda línea. Enfilábamos caminos bien conocidos, por donde habían pasado de este a oeste y viceversa muchos millones en efectivo y en especies. Allí, cada vereda, cada sendero, cada claro, cada barranco, cada riachuelo y casi cada árbol y arbusto nos eran familiares. Visitamos muchos lugares que nos traían recuerdos. No decíamos nada. Avanzábamos sin hacer ruido, bañados en la claridad de los rayos de la luna y en la oscuridad que se derramaba por la espesura. En las manos, llevábamos los revólveres. Nos acercamos al bosque Starosielski. Allí, salimos a la carretera. La seguimos sin escondernos hasta llegar a una encrucijada de caminos. Unos postes indicadores tendían sus brazos a los cuatro vientos. Aquel punto estaba a medio camino entre Raków y Minsk. El Rata se detuvo al lado de los postes. Se sentó sobre un montículo poblado de hierba y se sacó del bolsillo una gran botella. La miró a contraluz y dijo:

—Hace tiempo que no hemos catado el licor, ¿verdad?

—Muchísimo tiempo.

—Pues, echemos un trago como despedida… Porque lo más seguro es que no volvamos a vernos nunca.

Desprendió el lacre del gollete frotándolo contra el poste, e hizo saltar el tapón de la botella dándole una palmada en el culo. Después dijo:

—Bueno, ¡cuídate y no te dejes amilanar por los palurdos! ¡Y sé muy feliz!

Empezó a beber. Vació la mitad de la botella y me la pasó.

—¡Que la suerte te acompañe! —le dije.

Apuré el resto del licor y lancé la botella muy lejos. Encendimos un cigarrillo.

—¿Sabes qué? —dijo el Rata.

—Dime.

—Tienes que pillar a Berek el Ciempiés… Por lo menos una vez. Yo no puedo quedarme Tengo que irme lejos…, pero tú, ¡hazlo por mí! ¿Lo harás?

—Seguro, ¡si él no abandona antes!

El Rata se levantó. Miró alrededor y me dijo:

—¿Sabes una cosa? Cerca de Kamieniec vivía un campesino. Tenía negocios con el terrateniente. Una vez, el terrateniente le hizo una jugarreta. El campesino decidió tomarse la revancha. Un día, el perro del terrateniente entró en el patio de su casa. El campesino tenía la guadaña en la mano. Tomó impulso y le cortó una pata al perro. Esto es lo que pasó. ¿Lo has entendido?

Yo no sabía cómo y con qué se comía todo aquello, pero le dije:

—Sí que lo he entendido.

—Pues, ¡adiós! ¡Ya es hora de que me marche!

Me apretó la mano con fuerza y se fue con pasos precipitados por el camino que conducía a Stare Sioo. Yo miraba tras él por si volvía la cabeza. No la volvió… Pensé que podía ocurrirle algo malo. En Stare Sioo vivían o solían pasar temporadas confidentes, aduaneros y chequistas. Nosotros siempre intentábamos evitar aquel lugar. Esperé un largo rato: ¿quizá se oigan disparos? ¿Tal vez necesite ayuda? Pero sólo se oía el silencio… Di media vuelta y, lentamente, me dirigí hacia el oeste. Me había quedado solo, completamente solo en toda la zona fronteriza. La caminata era triste. Me vinieron ganas de echar un trago, pero no tenía vodka. Había dejado unas botellas de alcohol en la destilería, pero quedaba muy lejos, al otro lado.

Al rayar el alba, me encontré cerca de la frontera. En Olszynka, me tumbé en una cuenca formada por dos islotes de hierba que crecían en una ciénaga. A mi espalda, murmuraba un gran pinar y se oía el chapoteo de un arroyuelo. Delante, más allá de una larga faja de alisales, estaba el camino de la frontera cortado longitudinalmente por las barreras de alambre espinoso en las que la noche anterior yo había abierto una brecha con las tijeras. Era imposible salir al camino. Si había allí una emboscada —y era casi seguro que había alguna—, podían coserme a balazos incluso a gran distancia. Tenía que verlos antes de que ellos me vieran a mí. Estaba tumbado dentro del nicho húmedo. En las manos, dos pistolas a punto de disparar. Escudriñé por entre los árboles el espacio que me separaba de la frontera. Vislumbré la barrera y la brecha. De repente, oí a mi espalda un leve rumor. Me volví. De un grupo de abetos, salió corriente un gran lobo. No era un lobo gris, sino rojizo, viejo y algo acaballado. En cuatro saltos atravesó media ciénaga y se tendió de cara a la frontera sobre el gran islote de hierba. Estaba a unos veinte pasos de mí. «Estará acatarrado», se me ocurrió. «Si no, seguro que me hubiera venteado.» En aquel mismo momento, el lobo torció rápidamente la cabeza a la izquierda. Se le erizaron los pelos en los gruesos repliegues de la nuca. No huyó. Dio una dentellada al aire.

En el camino de la frontera, resonaron unos pasos. Primero, silenciosos, y después cada vez más audibles. Por debajo de las ramas inferiores de los alisos, como por el resquicio de un telón, vi las botas y los abrigos grises de tres soldados rojos. Arrastraban los pies lentamente, desganados. Se detuvieron. Husmearon el humo del tabaco. Me aferré a las armas. Pasaron de largo. El lobo se levantó de un brinco y alcanzó el camino en cuatro saltos. Me precipité en pos de él. Delante de mis ojos, apareció el espacio abierto del camino enmarcado por dos paredes tenebrosas de espesura. El lobo corría hacia la alambrada. Se coló por la brecha que yo había abierto la noche anterior y desapareció en el bosque del otro lado. «¡Tendrá algo muy urgente que hacer!» Crucé el camino de la frontera siguiendo su rastro y me hallé en el bosque. Después, me dirigí hacia el oeste.