En las profundidades del bosque Krasnosielski, a tres kilómetros de la frontera, hay un enorme claro atravesado en diagonal por un camino. Por la parte del sur, hay un gran barranco, oscuro y poblado de árboles apelotonados. Por allí se escurren a menudo los bisoños que atajan cruzando de prisa el calvero para desaparecer en los matorrales que bordean el barranco. Una noche, a unos cien pasos del ángulo izquierdo de este claro, creció un arbusto y, detrás de él, apareció una hondonada que no se veía desde lejos. A una docena de pasos hacia la izquierda, casi en el repecho del barranco, surgió un montón de heno… Yo estaba en la hondonada, parapetado tras el arbusto, y el Rata se había escondido en el nial. El Sepulturero estaba al acecho en los matorrales, a más de una decena de pasos del lugar donde el límite de bosque alcanzaba el barranco. De este modo, formamos un garlito parecido al que habíamos tendido cerca de Gora y en el que, en vez del grupo de Hetman, habían caído por casualidad siete contrabandistas, seis hombres y una mujer.
Una hora después del alba, vi al otro lado del claro a una gente que emergía del bosque. Caminaban a paso de gigante y hacían lo imposible por atravesar cuanto antes el espacio abierto. Todos llevaban chaquetones cortos de color negro y botas de caña alta. Pasaron al lado de mi escondrijo y se acercaron al grupo de matas que crecía en un rincón del calvero. Vi que el Sepulturero corría a su encuentro. En un primer momento, los bisoños no se dieron cuenta. Después se detuvieron, atónitos. Se oyó la voz del Sepulturero:
—¡Manos arriba!
Los novatos se lanzaron hacia la izquierda. El Rata salió de un salto del montón de heno. En las manos llevaba dos revólveres. Les gritó desde muy cerca:
—¡Cuerpo a tierra, o lanzo una granada!
Se desplomaron en el suelo.
—¡Brazos en cruz! —gritó el Sepulturero.
Les palpé la ropa: buscaba armas. Después les mandé levantarse y los registré a uno tras otro a conciencia. Fui amontonando los sacos llenos de pieles que llevaban a cuestas. El grupo estaba formado por hombres robustos, de buena estatura.
—¡Seríais unos buenos soldados del Ejército Rojo! —dije, mientras los chequeaba.
Los bisoños soltaron una risilla lisonjera. De sopetón, desde un extremo de la hilera, me llegó una voz familiar, la del Elergante. Era extraño que no lo hubiese visto antes:
—¡Mu-chaaaa-chos! ¡Es el Raaata!
El Elergante señaló con el dedo al Rata que estaba a pocos pasos del montón de heno. Se le había caído el bigote postizo mal pegado, de modo que el otro lo reconoció enseguida. Me precipité hacia el Elergante:
—¡Cierra el pico o verás un gato en lugar de una rata!
El Elergante empezó a retroceder, diciendo con una voz llorona:
—Señor…, camarada…, Wadek…
Acabé de registrar a los novatos y los dejé en libertad. Antes, les dije:
—¡Anunciadles a vuestros compañeros, a aquella caterva de bravucones de Raków, que la frontera está cerrada! ¡Que no dejaré pasar a ningún grupo! ¡Decidles que así pagan por el Cuervecillo, por el Lord y por tener tratos con los Aliczuk! ¿Entendido?
Se oyeron las voces de los bisoños:
—Entendido.
Entonces les dije:
—Bueno, ¡esfumaos! ¡Aligerad, porque si no, os acribillaré a balazos!
Los «elefantes» se dieron a la fuga. Les disparé un par de tiros por encima de las cabezas, cuidando de no darle a ninguno. Y el Sepulturero gritaba:
—¡Au-au-au! ¡A por ellos! ¡Contrabandistas! ¡Bravucones! ¡Ladronzuelos! ¡Bergantes!
Más tarde, cuando llevábamos el alijo a la guarida, el Rata dijo:
—Ahora yo también estoy arreglado. Lo sabrá todo el pueblo. A partir de ahora, estaré en el punto de mira.
—No te preocupes. ¡Saldremos de ésta! —dijo el Sepulturero.
Al cabo de unos días se organizó una cacería en la que nosotros éramos la presa. Habíamos ido a las inmediaciones de Minsk a hacer unos recados. Por la noche empezó a llover. Antes del alba, habíamos conseguido salir de los bosques Archirejskie y llegar al bosque Starosielski. Pasamos el día allí, cerca del camino, a diecisiete verstas de Minsk. Estábamos calados hasta los tuétanos. Poco antes del mediodía, la lluvia amainó y encendimos una hoguera para entrar en calor y secarnos la ropa. El humo podía traicionarnos, pero nos daba igual. Hacíamos guardia por turnos y secábamos nuestra ropa junto al fuego, que atizábamos añadiendo grandes leños. De golpe, dos rabadanes pasaron cerca de nuestro escondrijo. Los zagales se detuvieron un rato, lanzándonos unas miradas curiosas.
—Eh, ¿buscáis algo? —les gritó el Sepulturero—. ¡Largo de aquí!
Los pastorcillos se esfumaron entre los matorrales. Y al cabo de una hora —precisamente cuando yo hacía guardia— oí un crujido sospechoso. Volví la cabeza a la izquierda y, de improviso, mi mirada se cruzó por un instante con la de un par de ojos que me espiaban desde la espesura. Además, vislumbré una gorra negra de cuero con una estrella roja de cinco puntas. Sabía que me observaban, de modo que, en vez de dar muestras de inquietud, corrí el seguro de la fusca y metí un pie en la hoguera. Mis compañeros me miraron atónitos. Les di a entender con gestos que tenían que vestirse inmediatamente. Lo hicieron sin perder ni un segundo, pero no abandonaron el escondrijo. Les señalé con la mano los matorrales. Desde allí, nos llegaban murmullos y cuchicheos apagados que se percibían cada vez mejor. De pronto, muy cerca ladró brevemente un perro. Entonces, me incliné hacia mis compañeros y les susurré al oído:
—¡Las granadas! ¡Rápido!
Arrancaron las anillas de seis granadas defensivas de producción francesa y me dieron dos. Arrojé una hacia delante, directamente contra las matas, y otra algo más lejos. En aquel mismo momento, el Rata y el Sepulturero lanzaron las suyas a la derecha y a la izquierda. Al cabo de unos segundos, las granadas explotaron. El bosque se estremeció. Surtidores de tierra se elevaban al cielo. Chasqueaban las ramas de los árboles. Se oían gritos y pisadas de gente que huía. Lo aprovechamos para dirigirnos enseguida al oeste. Procuramos no hacer ruido. Hubo un largo rato de silencio y después retumbó un disparo de fusil. Le siguió un tiroteo intenso. No respondimos ni siquiera con un tiro, sino que proseguimos la marcha. Al cabo de un rato, a nuestras espaldas se oyeron los ladridos del perro.
—¡Maldita sea! —dijo el Rata—. Nos persiguen con un perro.
—Si tuviéramos aguarrás o amoníaco, podríamos rociar el suelo. El chucho no nos seguiría hasta muy lejos. Pero, tal como están las cosas, lo veo muy negro —dijo el Sepulturero.
Nos acercamos a las lindes del bosque. Enfrente, campos de labor. Para la frontera faltaban aún doce verstas, y más de cuatro nos separaban del bosque más cercano por donde podríamos alcanzarla. Además, no anochecería antes de tres horas, o sea que era demasiado peligroso salir a campo abierto. Bordeamos el bosque en dirección sur. Cruzamos un camino y volvimos al este. Ahora este camino nos separaba de nuestros perseguidores. De momento, la persecución se dirigía al oeste, mientras que nosotros íbamos al este. Ellos avanzaban muy lentamente, porque se temían una emboscada, mientras que nosotros caminábamos a toda velocidad. De vez en cuando, oíamos los ladridos del perro. Yo iba el primero. Para no perder el rumbo y no alargar la marcha guiaba a mis compañeros siguiendo las indicaciones de la brújula. Llegamos a los confines del bosque. Desde allí se veía Stare Sioo y los carros que circulaban por el camino. Torcí hacia el norte. Escogimos un momento propicio, cuando no había nadie por los alrededores, para cruzar el camino y regresar a la misma parte del bosque de donde nos habíamos retirado hacía una hora. Ahora estábamos en la retaguardia de la redada, que avanzaba poco a poco a unos dos kilómetros delante de nosotros. Pasamos al lado de nuestra hoguera apagada. Vimos los cráteres que las explosiones de las granadas habían abierto en la tierra. A partir de allí, nos dirigimos hacia el norte, y después volvimos a doblar hacia el oeste. Oíamos los ladridos del perro cada vez más cerca y el ruido que hacía aquella gente. La oímos alejarse hacia el sur y cruzar el camino. Entonces alcanzamos las lindes del bosque y, allí, nos detuvimos. Volvíamos a estar delante de los campos de cultivo… Pero todavía faltaban dos horas para la caída de la noche. Ya no dimos más vueltas por el bosque, porque sabíamos que descubrirían nuestra estratagema y nos prepararían otra emboscada o invertirían la dirección de la redada. Y todavía disponían de unas fuerzas considerables. Nos pusimos al acecho detrás de un grupo de arbustos cercano a las lindes del bosque, y allí esperamos. Teníamos las granadas y los revólveres a punto. El tiempo se nos hacía infinitamente largo… Faltaba mucho para el anochecer… Al cabo de una hora, la batida había dado la vuelta entera al bosque y se volvía a acercar. A intervalos de unos cuantos minutos se oían los ladridos del perro.
—¡Voy a pelar a ese maldito chucho! —dijo el Sepulturero, rabioso—. ¡Esperadme aquí!
Se metió los revólveres en los bolsillos y arrancó las anillas de seguridad de dos granadas de mano. Después, avanzó por el bosque al encuentro de la gente que nos perseguía. Durante un cuarto de hora, hubo silencio. La batida estaba cada vez más cerca. De repente, explotó una granada y la explosión retumbó en el bosque… Otra explosión… El perro se calló… Después, empezaron a tronar los fusiles. Al cabo de unos minutos, el Sepulturero se reunió con nosotros.
—¿Le has dado al chucho? —le preguntó el Rata.
—¡Vete a saber! Pero seguro que esto los frenará un poco.
Faltaba más de una hora para la puesta de sol. Salimos a campo abierto. Nos dirigimos de prisa hacia el bosque que se destacaba en negro delante de nosotros. Cuando ya habíamos recorrido la tercera parte de la distancia, oímos unos disparos a nuestras espaldas. Me volví. Unos soldados corrían a campo traviesa en nuestra dirección con los fusiles en la mano y, de vez en cuando, se detenían para disparar. Aceleramos el paso. A medio camino, había un pueblo. Para igualar las posibilidades con las de nuestros perseguidores, que sin duda pensaban atravesarlo, decidimos ir por el atajo, enfilando un callejón estrecho y enlodado. No escondíamos las armas. Llevábamos a la vista las granadas y los revólveres. En medio del pueblo, había un gentío. Un mitin. La muchedumbre rodeaba un carro sobre el cual un hombre pronunciaba un discurso gesticulando con viveza. De golpe y porrazo, alguien nos divisó. Todas las miradas se concentraron en nosotros. Sin parar mientes en ello, seguimos adelante a toda velocidad. De improviso, el hombre que pronunciaba el discurso saltó del carro y echó a correr hacia el patio más cercano. El Rata gritó con voz penetrante:
—¡Cogedlo!
El Sepulturero silbó con los dedos una y otra vez. La muchedumbre se desbandó. Se dispersó a los cuatro vientos. Mientras seguíamos corriendo por la calle desierta, veíamos a gente espiarnos por la ventana o por detrás de una esquina. Llegamos al confín del pueblo y continuamos la marcha a campo traviesa. En la lejanía, no cesaban los disparos de los soldados que nos pisaban los talones y que, de este modo, querían avisar a los habitantes del pueblo para que nos detuviesen, pero lo único que consiguieron fue extender aún más el pánico y que los campesinos se escondieran cada cual en su agujero. Finalmente, alcanzamos el bosque.
—Podemos esperarlos aquí —dijo el Sepulturero, y se sentó sobre un tocón de abedul—. Veo que tienen prisa por ir al infierno…
A partir de entonces, ninguno de nosotros podría dejarse ver por el pueblo con impunidad. Solíamos visitarlo juntos y sólo de noche. El Rata se introducía a hurtadillas en las casas de sus informadores para obtener noticias sobre los trabajos de los novatos y los incidentes de la frontera, la zona adyacente y el pueblo. Después, íbamos juntos de tiendas y nos comprábamos lo que nos hacía falta. Algunas veces nos reconocieron, pero no había quien se atreviera a molestarnos. Y, con la compra hecha, nos escabullíamos del pueblo para volver a la guarida de la destilería de Pomorszczyzna o para escondernos en los bosques vecinos. La mayoría de las veces nos resguardábamos en los bosques, donde nos sentíamos más seguros que en ninguna otra parte.
Tardamos un par de días en reunir la mercancía que habíamos escondido en varios sitios y en transportarla a la casa del intermediario. Ganamos una pasión. Pero el dinero ya no nos alegraba. Qué más me daba estar forrado si no me podía comprar todo lo que me gustaba. La mayor parte de mis ganancias —por regla general, oro y billetes pequeños— la metía en nuestro banco, es decir, en el agujero del tronco del viejo tilo.
Ayer, el Rata bajó al pueblo solo. Lo esperábamos en el cementerio. Trajo unas cuantas botellas de vodka y mucha pitanza, y me dijo:
—Tengo una noticia para ti.
—¿Qué clase de noticia?
—Te lo diré cuando estemos en la guarida.
Llovía, de modo que fuimos a guarecernos a la destilería, donde podíamos descansar mejor.
—¡Cuéntame la noticia! —le dije al Rata.
—No sé si debería decírtelo…
—¡Va! ¡Desembucha!
—De acuerdo. Pero después no digas que te ha sentado mal… Mañana, domingo, se celebra el compromiso de Fela.
—¡Imposible!… ¿Con quién?
El Rata hizo una sonrisa amarga y pronunció poco a poco entre dientes:
—Con el se-ñor Al-fred A-li-czuk.
Me quedé boquiabierto. El Rata se dio cuenta de que la noticia me había afectado profundamente, y dijo:
—Mira, yo también me he quedado de una pieza. Lo he pensado mucho. Muchísimo… Me decía: ¿será posible que semejante hijo de perra se case con la hermana de Saszka y se haga con la dote que él atesoró y que pagó con su vida?… Esto es lo que he pensado. Y he decidido: ¡lo voy a liquidar! Pero después he sopesado los pros y los contras y he cambiado de parecer: no es necesario hacerlo y no lo haré. Quiero que me comprendas. ¿Sabes por qué no lo haré?
El Rata enderezó la vela encendida, levantó dos dedos y entornó los ojos. Una sonrisa amarga volvió a aflorar en sus labios.
—¡Porque están hechos el uno para el otro! Si ella consiente en casarse con él a sabiendas de que es un pájaro de cuenta, significa que… no vale mucho más que él. ¡Y él tampoco vale más que ella! ¡Que se vayan a freír puñetas! ¡Y tú, olvídalo y no te atormentes más! La hermana de Saszka no debería hacer eso, y si lo hace, significa que no es más que una… zorra.
Callé durante un largo rato. Me pasó por la cabeza un alud de pensamientos. Después, le estreché la mano al Rata con fuerza y dije:
—¡Tienes razón!
El Rata hizo un gesto de aprobación con la cabeza y los ojos le brillaron de alegría. Un poco más tarde, añadió:
—¿Sabes qué idea he tenido?
Le clavé una mirada interrogante.
—Mañana iremos los tres a los esponsales de Fela… ¿Qué te parece? No esperan tener unos invitados como nosotros. Reunirán a la flor y nata. ¡Y, en medio de la fiesta, nos presentamos nosotros para desear dicha y felicidad a la señorita y al palurdo! ¿Qué te parece?
—¡Vaya si lo haremos! —dijo el Sepulturero con alegría—. ¡De primera!
—¡Lo haremos! —grité yo también.
Me invadía la rabia. Estaba dispuesto a armar la de Dios es Cristo. Bebí mucho. Después, cuando mis compañeros se acostaron, permanecí tumbado sin pegar ojo durante horas enteras. A la noche siguiente bajamos al pueblo. A la casa de los Weblin se podía acceder con facilidad por todos los lados. Saltamos unas vallas y nos encontramos en el jardín. Desde allí, se podía observar cómodamente el ajetreo del interior y del patio.
Empezó a llover y el patio quedó desierto. A través de las ventanas abiertas e iluminadas con profusión, nos llegaba el sonido de un gramófono. A la chita callando, me escondí bajo las ventanas y asomé la cabeza. Había una docena de personas sentadas junto a la mesa a punto de cenar. Fela estaba al lado de Alfred, que le decía algo y la miraba a los ojos con zalamería. No dejaba de sonreír y se atusaba el bigotillo con los dedos, pero la cara de la muchacha era impasible y severa. Además de la pareja, estaban en la sala todos los hermanos Aliczuk, Karol y Zygmunt Fabiaski, el Elergante y el Ruiseñor, que sostenía una guitarra en el regazo. Además, había algunos hombres mayores y algunos jovencitos, probablemente parientes de Aliczuk o de Fela. Entre las muchachas, vi a Belcia, que había hecho las paces con Alfred, a Andzia Sodat, a Zosia, la prima de Fela, y a unas cuantas mujeres cuyas caras apenas me sonaban. Sobre la mesa, había un buen muestrario de botellas vacías. La concurrencia iba trompa, pero conservaba la seriedad. El Rata y el Sepulturero se me acercaron. También empezaron a huronear a través de la ventana. El gramófono se calló. Vi a Lutka ubik decirle algo al Ruiseñor. Le estaría pidiendo que tocara o cantara alguna pieza. Otras mozas se sumaron a sus ruegos. El Ruiseñor se puso colorado. Se incorporó en la silla, sacó unos acordes de su guitarra y empezó a cantar. Pero no cantó una de nuestras canciones de contrabandistas, una de las que compone la frontera, sino otra, triste y llorosa:
¡La estepa alrededor,
del corazón el doloooor!…
Lejos se pierde mi canto,
cual de un reo el llanto,
lejos se pierde mi canto
cual de un reo el llaaaan-tooooo…
No soy capaz de despegarme de la ventana. La canción me deja maravillado. Me hace temblar de pies a cabeza. La absorbo con el alma, con el corazón y con todos mis nervios. De repente, el Rata me pone la mano en el hombro.
—¡Vamos!
Entro con ellos en el zaguán. La canción termina. Justo en aquel momento, el Rata abre la puerta de par en par e irrumpe en la sala. Le seguimos, atrayendo las miradas estupefactas de todos los presentes. Noto una agitación entre los Aliczuk. Alfred se mete la mano en el bolsillo. En aquel mismo instante, el Rata muestra dos pistolas y apunta a la concurrencia. Se dirige a todos, diciendo:
—Hemos venido aquí en nombre de Saszka, el hermano de Fela. ¡Saszka era mi compañero y murió en los brazos de éste! —Me señala con un gesto de cabeza—. O sea que, si estuviese vivo, nos invitaría a la fiesta de compromiso de su hermana antes que a muchos de vosotros. Y usted, señorito —el Rata se dirigió a Alfred—, cálmese y tenga las manos quietas, porque en lugar de una boda habrá un par de entierros.
El Rata se sienta a la mesa entre Lutka ubik y Zosia, frente a Alfred. Todo el mundo calla. De improviso, se oye la voz de Fela que, mirándome fijamente, dice:
—Señor Wadek, ¿le parece bonito venir de visita armado?
—Yo no llevaba ninguna arma en la mano —le contesto con una voz lúgubre—. ¡La he sacado porque Alfred intentaba hacer lo mismo y porque sé muy bien que no sería la primera vez que disparara contra alguien a traición!
—¡Esto me ofende! —dice Fela y, en su frente aparece una larga arruga vertical.
—¡Ah! ¿O sea que la señorita Fela es tan susceptible? Eso no me constaba. Más bien opinaba lo contrario, porque veo que el mismo individuo que hace un año la llamó «puta», cosa que nuestra querida Fela sabe muy bien, ahora es su prometido.
—¡No es asunto tuyo! —masculla entre dientes Alfred.
El Rata mete baza:
—¡Sí que es asunto suyo, porque es tu padrino!
—Claro. ¡Llevó a la pila bautismal a un gato roñoso! —añade el Sepulturero.
—No —prosigue el Rata—. No es por eso. Es porque te partió la cara y te agujereó la pierna.
—¿Quién os ha invitado? —pregunta Fela.
Entonces digo:
—Un día usted me invitó. Vine achispado… y fui objeto de sus burlas. Ahora vengo sereno, con unos compañeros, y tampoco le gusta.
—Con unos bandidos —espeta Alfred.
—¡Pero no con unos canallas como tú, que disparan por la espalda desde detrás de una valla, les van con el soplo a los maderos, tienen tratos con los confidentes de la checa y venden a los nuestros en la Unión Soviética! —le digo.
—¡Sois vosotros los que no dejáis trabajar a nadie! —dice Alfred.
—¡No permitimos que trabaje la chusma como tú! ¡Y no lo permitiremos nunca! ¡Se os ha acabado la mina de oro! ¡Se os da mejor cortar leña, traer agua del pozo y lavar pañales que hacer de matuteros! —dice el Rata—. ¡Por tu culpa murió el Cuervecillo, y también por tu culpa murió el Clavo! Tú predispusiste a los bisoños en contra de nosotros. Tú nos lanzaste a los chequistas encima. Así que recuerda: ¡Para vosotros la frontera está cerrada y si, a partir de este momento, os pesco al otro lado —el Rata toca con el dedo, uno tras otro, el pecho de los cinco hermanos Aliczuk— os pegaré un tiro en la cabeza para que no ensuciéis más la frontera! Y si trinco a algún novato, y seguro que trincaré a alguno, le romperé los huesos. Se lo podéis decir. ¡Y ahora basta de discursos! Hemos venido a brindar y a desearle suerte a Fela. ¡Ya pasaremos cuentas en otro sitio!
El Rata coge de la mesa una gran botella de cristal tallado y llena de vodka tres vasos: uno para él, otro para mí y otro para el Sepulturero.
—¡Venga, remojemos el gaznate! —dice alegremente—. ¡Brindemos a la salud de la señorita Fela, la hermana de Saszka Weblin, el rey de la frontera!
Apuramos el vodka de un trago.
—¡Y ahora, muchachos, los vasos contra el suelo, para que nadie pueda brindar con ellos a la salud de Fela, la señora de Aliczuk, la esposa de Alfred!
Los rostros de los presentes expresaban muchos sentimientos contradictorios. Algunos contenían una carcajada, otros frenaban un ataque de furia. Algunos estaban asustados, aunque deducían de nuestro comportamiento que no teníamos intención de hacerle daño a nadie. Notaba en la cara del Ruiseñor y en la del Elergante una expresión de simpatía hacia nosotros. El Rata se acercó al Ruiseñor, le quitó la guitarra de las manos y dijo:
—Canté muchas veces para Saszka. ¡Ahora, cantaré por última vez para su hermana!
Rasgueó las cuerdas de la guitarra y se puso a cantar. La canción era cómica y subida de tono. Describía con humor las desgracias y los riesgos de la profesión de contrabandista. En algunos rostros, sobre todo femeninos, distinguí unas sonrisas alegres. El Rata terminó la canción y dijo:
—Y ahora, mi apreciada Fela…
—¡Ni tuya, ni apreciada! —gruñó Alfred desde el otro extremo de la mesa.
El Rata entornó los ojos y replicó:
—¡En eso de que no es mía te doy la razón! Pero, cuando digo «apreciada» tengo razón yo, porque lo que te interesa no es la novia, sino su dote.
—¡El perro ha olido el tocino! —gritó el Sepulturero.
—Todos están cargados de razón… ¡Pero a este cabrón lo meteremos en razón nosotros! —dijo en un tono jocoso el Rata, señalando a Alfred con el dedo.
Fela se levantó de un salto.
—¿Tienen ustedes la intención de quedarse aquí mucho rato? —dijo con una voz aguda y desagradable—. Porque, si es así, ¡yo me voy!
—No —dijo el Rata—. Nos marchamos ahora mismo… Para acabar, sólo querría entregarle a la señorita Fela mi regalo de boda, porque no espero que nos invite. Además, no iríamos —añadió tras un instante de silencio—. A ver, el oro le sobra, porque Saszka ganó bastante para… Alfred. O sea que no le daré oro. Le haré otro regalo, que incluso Saszka aceptaría de buena gana.
El Rata se inclinó hacia Fela por encima de la mesa y puso sobre el mantel una granada de mano. El Sepulturero lo imitó.
Entonces dije:
—En cambio, yo quiero ofrecerle otra cosa: un obsequio que, en su tiempo, me mandó Alfred. Entonces no corrí a llevarlo a la policía, sino que se lo mostré a Saszka, y ahora se lo doy a usted.
Puse al lado de las granadas aquella bala de browning que había sacado de la pared de la casa de los Trofida en el otoño de 1922, después de que me dispararan.
Todos callaban. Fela miraba con ojos desorbitados las granadas y la bala que tenía delante. Algunos de los invitados se apartaron de la mesa junto con sus sillas. Y el Rata dijo:
—¡Venga, chicos, larguémonos! Dejemos que esta pareja se revuelque en su propio hedor y engendre una caterva de críos. ¡A nosotros nos esperan las noches negras, las veredas invisibles, el bosque verde y la frontera silenciosa!
Salimos de la casa. Una vez en el zaguán, oí la voz de Alfred:
—¡Hay que avisar a la policía! ¡Qué se han creído! ¡Vaya escándalo! ¡Tenemos testigos!
E inmediatamente después nos llegó la voz de Fela, tranquila, grave, con unas resonancias metálicas:
—Siéntate de una vez… Eres un…, un… —no acabó.
Salimos a la calle y nos zambullimos en la oscuridad de aquella noche de noviembre. Yo caminaba pensando todo el rato: «¿Qué palabra tenía Fela en la punta de la lengua al dirigirse a Alfred?» ¡Pagaría lo que fuera para saberlo!