La temporada de oro y el otoño dorado se presentaron juntos en la frontera. El contrabando no cesaba. Casi no quedaba ninguno de los viejos matuteros…, ahora trabajaban los bisoños. Urdían intrigas, chismorreaban, se delataban mutuamente a ambos lados de la frontera y reventaban los precios.
El Rata pasó dos días en el pueblo. Consiguió enterarse con detalle de qué cuadrillas cruzaban la frontera, dónde tenían sus puntos de enlace y por qué caminos circulaban en la zona fronteriza. Nos trajo mucha información interesante y valiosa. En el pueblo quedaban pocos contrabandistas de la vieja guardia. En cambio, pululaban por allí novatos poco recomendables y despreciados por los cuatro matuteros viejos que todavía seguían en la brecha. Ahora, la frontera parecía desierta y sin color. Yo a menudo recordaba a los viejos compañeros y los echaba de menos. Józef Trofida ya no cruza la frontera. A Saszka Weblin lo han matado. El Resina se ha pegado un tiro. Julek el Loco ha muerto. Pietrek el Filósofo se ha marchado. Bolek el Lord está en chirona. Al Cuervecillo lo han asesinado los bisoños. Jurlin abandonó a raíz de la fuga de Sonia. El Chino ha caído muerto en la Unión Soviética. El Clavo se cortó el cuello con una navaja poco después de huir de donde estaba deportado. Felek el Pachorrudo cayó en manos de los guardias al comienzo del otoño. El Buldog ha sido condenado a deportación por el Tribunal Revolucionario. Waka el Bolchevique, después de pirárselas con Sonia, la de Jurlin, no ha regresado más al pueblo. Bolek el Cometa ahora es el maquinista de los salvajes. Tras el asesinato del Siluro, es su undécimo maquinista, es decir, el undécimo loco de remate, porque, si no lo fuera, no habría alcanzado una dignidad tan elevada. El Mamut se rompió la pierna en la segunda línea al saltar a un pedregal desde la margen escarpada de un río. Una vez curado, ha quedado cojo. Los Aliczuk salen poco. Tienen miedo de que se los carguen al otro lado de la frontera, porque saben que se han creado muchos enemigos. Los salvajes cada vez cambian de equipo. A algunos los han trincado en Polonia, a otros en la Unión Soviética, otros han muerto de bala o han sido heridos, y el resto trabaja haciendo aún más jolgorio y bullicio bajo el mando del orate de Bolek el Cometa. Nunca les hemos preparado una emboscada a los salvajes, aunque habría sido fácil. En el fondo, es la única cuadrilla que despierta nuestra simpatía.
Caímos sobre la frontera de improviso. Enseguida empezamos a hundir a un grupo tras otro. A veces sucedía que acabábamos con dos grupos en una sola noche. Y, a menudo, desplumábamos a la misma cuadrilla muchas veces seguidas. El pánico cundió en la zona fronteriza. Los «elefantes» temblaban. Los mercaderes perdieron el oremus. Nadie podía adivinar quién les hacía la pascua. Les limpiábamos los bolsillos en Polonia y en la Unión Soviética. Si no podíamos atraparlos por el camino, los atracábamos en los puntos de enlace. Llegamos a reunir una cantidad nada despreciable de género. Lo escondíamos en bosques y graneros, en las antiguas trincheras y en la destilería abandonada. De vez en cuando, el Rata les vendía grandes alijos a los contrabandistas de Rubieewicze y de Stopce. Preparábamos emboscadas con tanta astucia que, entre los tres, conseguíamos detener a cuadrillas muy numerosas. Para hacerlo, tomábamos en consideración el terreno, la hora del día, el tiempo, el tipo de mercancía, el tamaño de la cuadrilla, su talante, sus costumbres y muchas otras circunstancias. Pronto los novatos se enteraron de que era yo quien les hundía las partidas y les quitaba el contrabando, porque me reconocieron el Ruiseñor y el Elergante, que por aquel entonces salían con ellos. Me vieron en compañía del Sepulturero, que era un desconocido en el pueblo, y del Rata, a quien nunca nadie identificó porque llevaba un disfraz. En el pueblo se propaló el chisme de que yo, después de huir, me había hecho confidente para vengarme de los Aliczuk. A partir de entonces, cada vez que en algún lugar caía una cuadrilla, me cargaban el muerto a mí. Y los Aliczuk dejaron de ir al extranjero e incluso temían ser vistos por la noche en las calles del pueblo. Sólo había una cosa incomprensible para los bisoños: que les hiciera la puñeta tanto en la Unión Soviética como en Polonia.
De resultas de nuestras acciones, algunas cuadrillas de novatos dejaron de existir y algunos mercaderes les suspendieron el suministro de mercancía. Mientras tanto, nosotros seguimos con nuestro «juego». Cuanto más difícil era, tanto más fervor y empeño poníamos en él. Requería mucha habilidad y resistencia. En resumidas cuentas, era un juego de azar apasionante en el que a menudo apostábamos nuestras vidas a una carta y, por tanto, estaba prohibido perder… Y no perdíamos nunca. Cometíamos errores insignificantes, pero pronto rectificábamos. Además, aprovechando la experiencia adquirida y los servicios de los informadores del pueblo generosamente pagados por el Rata, actuábamos casi sobre seguro.
En el pueblo, había un grupo que todavía no habíamos podido atrapar a pesar de haberle puesto muchas trampas. Siempre se nos escabullía. Esto nos irritaba y decidimos hundirlo costara lo que costara. Puesto que no queríamos perseguirlo a ciegas, el Rata bajaba al pueblo a por información. Y retomábamos la cacería, y ellos volvían a escabullirse. Aquella cuadrilla estaba formada por diez novatos guiados por un maquinista, Wicek Hetman, que era compañero y amigo de Alfred Aliczuk. Esta circunstancia nos enardecía aún más. Llevaban una mercancía muy cara y no se iban nunca de la lengua. Además, era una cuadrilla de creación muy reciente. El Rata nos dijo que Alfred sacaba tajada de las ganancias del judío que le suministraba la mercancía a Hetman. Finalmente, nos enteramos de la ruta que iba a tomar el grupo de Hetman y le preparamos una emboscada a tres kilómetros de la frontera. Decidimos pescar a la partida en el camino de vuelta a Polonia. Suponíamos que estarían cansados tras haber recorrido casi treinta kilómetros —su guarida estaba en las afueras de Minsk—. Sabíamos que el grupo de Hetman solía pasar al rayar el alba cerca del lugar donde nos habíamos emboscado. Puesto que normalmente tenían «comprado» el peaje de la frontera tanto a la ida como a la vuelta, se sentían del todo seguros. Después de haber examinado el terreno, les tendimos la trampa en un lugar abierto. A nuestras espaldas, estaba el bosque Krasnosielski. A la derecha, más allá de una ciénaga y de unas colinas, el pueblo de Gora. Lejos, delante de nosotros, se extendía la faja oscura de una espesura. Precisamente de allí tenía que salir la cuadrilla de Hetman que, para atajar, cruzaría un buen trecho de espacio abierto a lo largo del riachuelo, se adentraría en el bosque Krasnosielski y se dirigiría hacia la frontera.
El Sepulturero se apostó en medio de un prado, en una hondonada que habíamos ensanchado detrás de una gran isla de matas. El Rata se puso al acecho dentro de un almiar construido con una docena de gavillas hacinadas que se erigía en las lindes de un campo de labor. Yo me situé dentro de un grupo de arbustos, en la margen del riachuelo. De este modo, formábamos un triángulo de cincuenta pasos de largo por cada lado. Teníamos que permitir que el grupo de Hetman entrara en aquel triángulo como en un garlito y entonces atraparlo. La emboscada estaba lista a eso de las tres de la madrugada. No los esperábamos tan temprano. Echamos un trago de alcohol y nos fumamos dos cigarrillos por barba. Preparé mi pistola y una granada de mano. Ahora, cada uno de nosotros tenía cinco granadas que el Rata había conseguido en el pueblo. Poco a poco, despuntaba el día. Yo iba distinguiendo cada vez más detalles del terreno que se abría ante mí. Finalmente, columbré un valle estrecho y, a lo lejos, la faja de espesura que se destacaba en negro y de donde tenía que emerger el grupo de Hetman.
A mi alrededor, ni un alma viviente. En el bosque cercano murmuran los árboles. El riachuelo susurra por lo bajinis mientras se escabulle a través del terreno fangoso. Escudriño un rato el bosque y, después, busco con la mirada a mis compañeros. Están perfectamente escondidos. Sólo puedo suponer dónde. En el momento crucial, aparecerán como si salieran de las entrañas de la tierra. Mi escondrijo tampoco se ve, ni siquiera a escasos pasos de distancia. De repente, me parece captar un movimiento en la lejanía. Al principio, pienso que es un espejismo, pero pronto me percato de que, al fondo del valle, cerca del bosque, algo se mueve. Veo a unos hombres que avanzan hacia nosotros. Dan grandes zancadas, porque quieren dejar atrás el espacio abierto cuanto antes. Miro el lugar donde se esconden el Rata y el Sepulturero. Noto que, de un modo casi imperceptible, se preparan para saltar adelante. Yo también adopto una posición cómoda para levantarme de un brinco. Y los que atraviesan el prado están cada vez más cerca. Ahora los distingo muy bien, aunque no puedo ver a cada uno de ellos por separado, porque van en fila india. A la cabeza, camina con brío Hetman. Ya puedo reconocer sus facciones. La distancia entre los «elefantes» y nosotros se acorta por momentos. Espero con paciencia a que se acerquen aún más. De improviso, Hetman dobla a la izquierda. Salva de un salto el riachuelo y, a unos cien pasos de nuestro escondrijo, se dirige en diagonal hacia el bosque, escalando un pequeño montículo. Va a campo traviesa, cruzando cultivos. Detrás de él, se abren camino los otros novatos. No son diez como siempre, sino once: el grupo ha crecido.
Me quedé boquiabierto. Al cabo de un rato, miré a mis compañeros. Vi que, entre las gavillas, asomaba la cabeza del Rata y que el Sepulturero había salido de detrás de su isla de matas. Seguimos con una mirada triste el grupo que se iba alejando. No tenía sentido perseguirlo. Sólo serviría para asustarlos y podrían dispersarse a los cuatro vientos. Nuestro objetivo era atrapar a la cuadrilla entera y no a unos cuantos hombres. El Rata y el Sepulturero se acercaron. El Rata hizo un gesto amenazador con el puño dirigido contra el grupo de Hetman que desaparecía en el bosque.
—¡Diantres, habéis salido de ésta! Pero da igual. ¡Ahora os tocaremos otra música!
En aquel mismo momento, el Sepulturero apuntó con el dedo hacia el valle. Miramos en aquella dirección. Capté un movimiento cerca de la espesura.
—¡Muchachos, a vuestras posiciones! —dijo el Rata. Corrió serpenteando hasta el otro extremo del prado y se enterró en su almiar.
El Sepulturero se escondió detrás de la isla de matas. Al cabo de un rato, vi acercarse a un grupo de «elefantes». Caminaban sin orden ni concierto, ajenos a lo que pasaba a su alrededor. Se veía a la legua que eran novatos.
Ya están cerca. Me agacho entre los arbustos, dispuesto a saltar hacia adelante. Nuestras previsiones no han errado: este valle, el prado y la vereda que orilla el torrente son una ruta ideal para los contrabandistas. Y los «elefantes» enfilan precisamente esta vereda. Pasan junto a los arbustos donde me escondo. Veo sus pies. Los cuento: uno, dos… De repente, veo una falda corta y unas piernas de mujer enfundadas en unas medias negras. Esto me deja atónito. Los «elefantes» han pasado de largo. Emerjo de entre los matorrales y los sigo a hurtadillas. En una mano llevo la parabellum, en la otra, la granada. No vuelven nunca la cabeza y no me ven. Siguen avanzando hacia la isla de matas, tal como habíamos previsto. Ya están muy cerca. De repente, justo delante de sus narices aparece el Sepulturero. Oigo su voz tranquila, fría y tajante:
—¡Alto! ¡Manos arriba!
Los «elefantes» se echan hacia atrás. Por un lado, surge el Rata. Se oye su voz desfigurada:
—¡Quedaos quietos!
Veo que algunos novatos retroceden. Entonces también grito:
—¡De rodillas o lanzo una bomba!
—¡Camarada! ¡No lances la bomba! —grita uno de ellos.
Para que nadie nos pueda ver de lejos, conducimos a nuestros prisioneros hasta la línea del bosque y los ponemos en fila de espaldas a los matorrales. El Rata y el Sepulturero se colocan a ambos lados de los contrabandistas, cerrándoles el paso en dirección al bosque. Me meto la fusca y la granada en el bolsillo y sacó del cinturón un puñal muy afilado. Es una precaución para que ningún loco intente arrebatarme la pistola mientras lo cacheo. Los «elefantes» son siete: seis hombres y una mujer. Me acerco y pregunto:
—¿Quién va armado?
Todos callan. Entonces repito:
—¡Si alguien lleva armas que lo diga ahora mismo! ¡Después será peor!
Callan, inmóviles, con los brazos en alto. De golpe, veo una cara conocida. Enseguida recuerdo al contrabandista a quien herí aquella noche cuando se escapaba por el bosque Krasnosielski. Pero entonces iba con otra cuadrilla. A la izquierda, hay un judío. Es el representante de los mercaderes. Empiezo por él. Al principio, lo registro muy someramente para ver si va armado, y después lo hago más a fondo. Encuentro dos pieles de zorro azul. Me las quedo.
—¡Camarada, suéltanos! —me dice el judío—. Te daré treinta rublos.
—¡Todo en su momento! ¡Y el dinero te lo quitaré sin tu permiso!
Rasgo con el puñal la caña de sus botas y saco cinco billetes de cien dólares. A continuación, desgarro la visera de su gorra y encuentro doscientos dólares más.
—¡Mira que listo! —le digo al judío, que sonríe tristemente con unos labios pálidos.
Tras haberlo cacheado, le ordeno que se tumbe en el suelo boca abajo con los brazos en cruz. Me dispongo a registrar al «elefante» de al lado. Aparto un saco lleno de pieles que lleva a cuestas. No encuentro nada más. Hace una mueca extraña.
—¡Abre la boca! —le digo.
Y entonces, el contrabandista escupe sobre la palma de la mano unas monedas de oro. Le hago un guiño y digo:
—¿De quién es esta calderilla? ¿Del mercader?
—¡Es mía, camarada, es mía!
Le meto el dinero en el bolsillo del chaquetón. Justo en ese momento, oigo unas pisadas y el crujido de las matas. El contrabandista que, tiempo atrás, se me había escabullido repetidas veces, ahora vuelve a intentarlo. El Sepulturero corre en pos de él. Lo atrapa en el bosque y lo obliga a reunirse con el resto del grupo. Lo pone de rodillas, diciéndole con furia:
—¡Si vuelves a hacerlo, te pegaré un tiro en la cabeza! ¡Estás avisado!
Me acerco al contrabandista y le digo:
—¿Qué? ¡Veo que se te ha curado aquella herida!
El bisoño me mira fijamente con ojos desorbitados. Entonces, añado:
—¡Ándate con cuidado, chaval, si no quieres irte al otro barrio!
Lo cacheo a fondo, pero sólo encuentro una docena de rublos en monedas de plata. No le quito el dinero. También desdeño las pieles que algunos «elefantes» llevan ocultas bajo la blusa. Hacino las portaderas. Hay mucho género. Me acerco a la mujer. Me da bochorno registrarla. Está asustada, pero intenta sonreír con unos labios pálidos. Veo que tiembla de la cabeza a los pies. La registro de prisa y someramente. Capto un guiño del Sepulturero y su risilla. Entonces, me pongo a cachear a la contrabandista a conciencia y con calma. No encuentro nada. Esto me parece sospechoso, porque creo que no tiembla sólo de miedo, sino también porque teme que encuentre algo. Si no fuera porque mis compañeros pudieran interpretarlo mal, la registraría mucho más a fondo. De improviso, me doy cuenta de que lleva el pelo recogido en la nuca en un gran moño. Saco las agujas y las peinetas. Algo cae al suelo. Es un fajo de unos cuantos centenares de dólares muy bien doblados y envueltos en un jirón de un media negra.
—¡Bien hecho! —digo, y recuerdo al Lord, porque ésta era una de sus frases preferidas.
Los representantes de los mercaderes no suelen llevar todo el dinero encima, sino que le dan a guardar una parte a su gente de confianza en el grupo. Acabado el registro y les ordeno a los hombres tumbados en el suelo:
—¡Arriba!
Todos se levantan atropelladamente y me miran con atención. Entonces les digo:
—¡Marchaos con viento fresco! ¡Y podéis volver siempre que queráis, con más mercancía!
Las caras de los contrabandistas se serenan. El hombre a quien herí aquella vez se dirige a mí:
—Camarada, ¿me dejas ir al bosque a buscar la gorra? La he perdido.
—¡Irás descubierto! ¡Esta gorra te importa demasiado! ¡Lárgate de aquí!
Los «elefantes» se marchan a la carrera en la dirección que les he indicado y pronto desaparecen en el bosque. Mientras tanto, embutimos la mercancía en dos portaderas grandes. Hay cuarenta y dos martas y cinco cortes de lirón. En un saco, encontramos algunas vituallas y ropa interior femenina. ¡El Sepulturero se ríe!
—¡Mira qué elegante! ¡Hasta para salir a trabajar lleva consigo una muda! ¡Por si le entra el canguelo!
Después me dice:
—No has sabido cachearla bien. ¡Deberías haberla dejado en cueros!
—Sin desnudarla encontró lo que tenía que encontrar —dice el Rata—. ¡En cambio, tú sí que lo hubieras hecho y no habrías visto más que la pelambrera!
Con aquella partida que nos había caído en las manos de una manera tan imprevisible ganamos un pastón. Después, el Sepulturero encontró en el bosque la gorra que había perdido el novato. La descosimos, pero no encontramos nada. ¡Qué tipo más terco! ¿Para qué quería aquella gorra barata? ¡Y yo que estaba seguro de que llevaba en ella dinero oculto!
Vamos a la guarida del bosque. Encendemos una hoguera. Comemos, fumamos y bebemos alcohol, pero no estamos nada contentos. El hecho de que el grupo de Hetman se nos haya escabullido, nos pone de muy mal humor.
—No importa… ¡Ya veremos! —dice el Rata, y le brillan los ojos.
Sin preguntárselo, sabemos muy bien de qué habla. Media palabra, un gesto, una mirada, nos bastan para entendernos.
Habían empezado las lluvias. Las noches eran oscuras como boca de lobo. Nos zambullíamos en ellas como en el hollín. Continuaba la persecución del grupo de Hetman. Cuando el Rata vendió el resto de la mercancía que se nos había acumulado, dijo:
—¡Bueno, muchachos! ¡Ahora nos ocuparemos de Hetman! ¡Caramba, tarde o temprano tiene que dar un traspié! Ahora lo abordaremos de otra forma.
—¿Cómo? —le pregunté.
—¿Cómo? —repitió mi pregunta—. Muy sencillo: en la guarida… ¡Si ellos se ponen en camino, nosotros también! Que ellos se van a la guarida, nosotros tras ellos. Ponen pies en polvorosa, y nosotros, ¡pam!, los agarramos por el pescuezo. Y una de dos: ¡o manteca o mercancía!
—¡De fetén! —aplaudió el Sepulturero, dándose una palmada en la rodilla.
El Rata volvió al pueblo, mientras que yo y el Sepulturero seguimos escondidos en el bosque. Habíamos encontrado una guarida de ensueño. En caso de una redada, podíamos largarnos en cualquier dirección. Al anochecer, el Rata vino corriendo:
—¡Venga, muchachos! ¡Vamos! ¡Acaban de salir! Salimos en cuanto hubo anochecido. Avanzábamos guiados por el instinto, encontrando a oscuras el camino hacia Minsk, donde Hetman tenía su guarida. Caminábamos muy de prisa, sin descanso, y, a eso de la medianoche, llegamos cerca de nuestro objetivo. El Rata saltó la valla sin hacer ruido y se escurrió hacia el granero. Pronto volvió a reunirse con nosotros.
—¡En marcha, muchachos! ¡Todo está en orden!
Nos acercamos al granero. Nos introdujimos a través de un hueco que había debajo del portalón. En el interior, reinaban el silencio y la oscuridad. A la izquierda, había unas tarimas donde solían dormir los bisoños. A la derecha, un cortapajas y un montón de gavillas. En un rincón, algunas decenas de sacos de trigo. Un pasillo estrecho los separaba de la pared del granero. Allí nos escondimos. El Rata nos dijo:
—Hoy vendrán y hoy mismo emprenderán el camino de vuelta. ¿Me seguís? Traen una mercancía de mucho precio y se llevarán otra aún más valiosa: pieles por el valor de tres remesas. ¡Éste sí que será un buen trabajo! Pero, andaos con cuidado, porque Hetman va empalmado. El Sepulturero se pondrá en la puerta y tú les mandarás tumbarse en el suelo y los registrarás. Le quitarás la pipa a Hetman. No busques pasta, porque no tienen mucha, y el género está ensacado. Ya deberían estar aquí. Han salido antes que nosotros. Y ya son casi las doce…
Al cuarto de hora oímos unas pisadas al otro lado de la pared. Después, silencio.
—Han ido a ver al amo —dijo por lo bajinis el Rata.
Pronto se oyó un ruido en la puerta. Chirrió el pestillo. Rechinaron los batientes y oímos unas pisadas en el solado. El amo de la guarida se sacó de debajo de la zamarra una linterna encendida y la colocó junto a la puerta. Vimos a los contrabandistas ajetrearse por el granero. Eran once. Se zafaban de las portaderas y las colocaban al lado de la puerta. Extendían heno por el solado y se tumbaban para dormir. El amo, Hetman y dos contrabandistas más cogieron la mercancía y salieron del granero. Al cabo de unos minutos, volvieron con cinco portaderas grandes a cuestas. Dentro, había pieles de astracán blancas y negras que los matuteros pensaban pasar a Polonia. Tocaban a dos por portadera y las tenían que cargar por turnos. Los «elefantes» fumaban, tumbados sobre el heno.
—¿Comeréis algo? —le preguntó el amo a Hetman.
—No. Volvemos a salir ahora mismo. Antes del alba tenemos que cruzar la frontera. Echaremos un trago y ¡en marcha! —contestó el contrabandista.
—¿Podría traernos unas manzanas? Las de San Antonio que son muy sabrosas —oí la voz de uno de los novatos.
—¡Son canela fina! —dijo el amo, escondiendo la linterna bajo la zamarra al salir del granero.
Está oscuro. En las tinieblas brillan las puntas de los cigarrillos. Se oyen las escasas palabras que alguien pronuncia de vez en cuando. Todos tienen ganas de descansar. Algunos descabezan un sueño. De repente, el Rata dice a media voz:
—¡El Sepulturero a la puerta! ¡Tú, adentro!
—¡Esto está hecho! ¡De primera! —susurra el Sepulturero.
Salimos de nuestro escondrijo y avanzamos a oscuras. En la mano izquierda llevo la linterna, en la derecha, la parabellum lista para disparar. Me acerco a los novatos que conversan en voz baja. Espero…
—Aquí hay un extraño —oigo una voz en la oscuridad.
Entonces, enciendo la linterna y levanto mi parabellum. Desde la puerta del granero y desde una tarima relampaguean las linternas de mis compañeros.
—¡Manos arriba! A la una, a las dos… ¡Venga! ¡Porque os volaré los sesos!
—¡Todos al suelo! ¡Boca arriba! —grita el Sepulturero.
Todos callan. Veo que Hetman deja caer el brazo a lo largo del cuerpo. Sé que quiere tirar su revólver a un rincón. El Rata se dirige hacia el portalón. Lo abre. Echa afuera las portaderas llenas de pieles. Yo chequeo, uno tras otro, a los contrabandistas, empezando por Hetman, a quien requiso un nagan cargado.
—¡Vaya garras que tienes! —le comento.
Al poco rato, ya los he registrado a todos. El representante de los mercaderes llevaba encima casi mil rublos en monedas de oro.
—¡Ven aquí! —me grita el Sepulturero.
Voy hacia la puerta abierta. Después me vuelvo y digo:
—Que a nadie se le ocurra salir antes del amanecer. ¡Porque si pillamos a alguno fuera del granero, le pegaremos un tiro!
Cuando nos hallamos en el patio, vi al amo acercarse linterna en mano. La linterna estaba medio cubierta con un faldón de su zamarra y lanzaba hacia el suelo una mancha de claridad temblorosa. Me abalancé sobre él. Le arrebaté el capazo repleto de manzanas y lo dejé en el suelo. Después dije, deslumbrándolo con la linterna:
—Estás detenido. ¡No salgas del granero si no quieres tragarte una bala!
Abrí la puerta y empujé hacia dentro al campesino helado de miedo. Después, cerré la puerta y eché el pestillo. El Sepulturero y yo cogimos dos portaderas, y el Rata sólo una. Lentamente, nos pusimos en camino. Nos arrebujó una oscuridad densa. A duras penas logramos llegar a nuestra guarida del bosque Krasnosielski antes de que rayara el alba. Aquel mismo día, al anochecer, transportamos la mercancía al pueblo y el Rata la colocó. Dos días más tarde, volvimos a desplumar al grupo de Hetman. El Rata se enteró en el pueblo de que los «elefantes» se trasladaban a otra guarida. Vino a vernos en pleno día:
—¡Bueno, muchachos! —dijo con un brillo maligno en los ojos—. Hoy, Hetman y los suyos vuelven a hacer la ruta. Daremos el golpe aquí, en el pueblo. ¡Se armará un buen cisco! Salen del granero de Malcusiak, de la calle Zagumienna. Y recordad: ¡con mucho brío! ¡Van a saber lo que vale un peine!
Al atardecer, preparamos la emboscada cerca del granero donde iban a reunirse los bisoños del grupo de Hetman. Cuando cerró la noche, saltamos la valla y nos tumbamos en un surco, a diez pasos de la entrada del granero. Oímos que, por allí, se detenía un carro para descargar el género. Después, el carro se marchó y los contrabandistas empezaron a acudir al granero. Llegaban de uno en uno o en parejas. Captamos sus conversaciones apagadas.
—¿Ya estamos todos? —se oyó la voz de Hetman.
—¡Sólo falta Janek Kieb! —contestó alguien.
—Llegará pronto. Ha ido a por bebida —dijo otro novato.
Al cabo de unos minutos, oímos unos pasos precipitados. El caminante abrió el portalón y entró. Nos pusimos en pie de un salto e irrumpimos en el interior en pos de él, al tiempo que encendíamos las linternas. Haciendo ostentación de las fuscas iluminadas por los haces de luz, ordenamos:
—¡Manos arriba! ¡Sentaos!
Cacheé a los «elefantes». Esta vez también comencé por Hetman y le volví a quitar un nagan. Le dije:
—La próxima vez que te pille con un juguete de estos, lo usaré para esparcir tus sesos por el suelo!
Los registré a todos. Lo hacía con una parsimonia deliberada. Mientras tanto, el Sepulturero arrojaba las portaderas fuera del granero y el Rata se las llevaba de dos en dos muy lejos, al campo. A continuación, les ordené a los contrabandistas que no salieran del granero antes del amanecer y cerré la puerta. Llevamos la mercancía a un intermediario que el Rata había avisado el día anterior. Media hora después del atraco, el alijo ya estaba vendido. Cobramos sólo la tercera parte de su valor efectivo.
El Rata se reía alegremente:
—¡Ahora sí que habrá chismorreo! ¡Es como meter un palo en un hormiguero! ¡Pero, hemos hecho lo que había que hacer! ¡Y si se tercia, los desplumaremos otra vez!
Decidimos tomarnos una semana de descanso. De día, el Sepulturero y yo dormíamos en la destilería, y de noche vagábamos por los alrededores de Raków. Rondábamos por los bosques, por los caminos y, de vez en cuando, incluso hacíamos incursiones en el pueblo. Mientras tanto, el Rata planeaba trabajos futuros. Nos encontrábamos por la noche.
Por aquel entonces, además de los seis mil dólares que le había dejado en depósito a Pietrek, tenía ocho mil quinientos dólares y más de dos mil rublos en monedas de oro. Escondí la mayor parte del dinero en la madriguera del Cuervecillo. El Sepulturero también guardaba allí su capital. Aquel escondrijo —el agujero en el tronco del viejo tilo— lo llamábamos nuestro banco.
Una tarde fui con el Rata y el Sepulturero a ver al Mamut, que había quedado tan cojo que no podía seguir de contrabandista. El compañero nos recibió con alegría. Tapó las ventanas con las cortinas y cerró los postigos. Nos pusimos a beber vodka. El Mamut clavó en mí los ojos, se quedó mirándome un buen rato y después dijo lentamente, ligando con dificultad las palabras:
—¿Es… verdad… que tú?… Bueno…
—¿Es verdad, qué? —le pregunté.
—Que tú eres un con-fi-den-te.
El Rata soltó una carcajada, y después dijo:
—Mamut, estás espeso. Somos nosotros tres los que desplumamos a los novatos. ¿Lo entiendes? Les caemos encima aquí y allá… ¡Ellos lo han reconocido cuando los desplumaba y ahora cuentan patrañas!
El Mamut me hizo un gesto de aprobación con la cabeza y los ojos le brillaron de alegría.
—¡Les estamos pasando factura por todo! —prosiguió el Rata—. ¡Por el Cuervecillo, por el Lord y porque son unos palurdos, unos catetos y unos hijos de perra! ¡Si se nos antoja, por la frontera no pasará ni un solo cargamento! ¡La frontera es nuestra, no suya! ¡Es nuestra y basta! ¡Somos tres y ellos son trescientos, pero no pasará ni uno solo! ¡Ni uno! ¡La frontera es nuestra!
El Mamut bebía, asintiendo con la cabeza. Tenía la cara como esculpida en piedra y sólo los ojos, unos ojos buenos, de niño, nos sonreían mientras reflejaban una avalancha de emociones y pensamientos que aquel hombre nunca sería capaz de expresar con palabras. Cuando nos disponíamos a marchar, el Rata llamó a la mujer del Mamut y le dijo:
—Ahora su marido no le sirve de gran cosa, ¿verdad?…
—¡Qué le vamos a hacer! No me quejo…
—¿Le apetecería poner una tienda o montar cualquier otro negocio?
Los ojos de la mujer brillaron de alegría.
—Pero ¿con qué dinero?
—Yo pongo mil rublos —dijo el Rata.
—Yo también —seguí su ejemplo.
—Y aquí van otros mil —añadió el Sepulturero.
—¿Y cómo los devolveré? —preguntó la mujer.
—¡No es necesario! Lo hacemos por él —El Rata señaló al Mamut con el dedo—. Basta con que usted cuide de este… mamut, porque incluso un crío podría hacerle daño. En los tiempos que corren, se destroza a dentelladas a cualquiera que sea frágil y bueno.
Le dimos tres mil rublos a la mujer del Mamut y abandonamos su casa. Al día siguiente, el Rata me trajo un paquete que alguien había mandado a su dirección, pero que estaba destinado a mí. El paquete procedía de Vilnius, de Pietrek. Dentro, había una carta y una cajita. En ella encontré una brújula de Bézard de excelente calidad en un estuche de piel. Nunca se me había ocurrido comprarme una brújula, aunque me hubiese resultado muy útil. A partir de ahora, incluso en la noche más oscura podría encontrar el rumbo en un terreno desconocido sin miedo a equivocarme. Aquella tarde, contemplé un largo rato la aguja fosforescente de mi brújula y, enternecido, pensaba en Pietrek: «¿Cómo se le ha ocurrido? A pesar de todo, ha pensado en mí… ¡La ha comprado para mí!»