Acompañado de un hombre a quien apenas conocía y que era un experto en el fondo «alegre» de la ciudad, entré en un local donde había varias mujeres bonitas. Me quedé boquiabierto al ver entre ellas a Sonia, la mujer de Jurlin. Primero pensé que me equivocaba de persona, pero pronto me convencí de que era ella. Llevaba un vestido verde de seda con un escote muy pronunciado. Exhibía una espalda desnuda. Tenía un aspecto juvenil y atractivo. Estaba alegre. Me acerqué. No me reconoció.
—¿Tiene habitación adónde ir? —le pregunté.
—Sí.
—Pues, vamos.
Al encontrarnos a solas en un pequeño cuartucho, noté que la mujer fruncía el ceño y me clavaba una mirada atenta. Le pregunté:
—¿Cómo se llama?
—Laura.
—Muy bien. Para otros serás Laura, pero para mí eres Sonia.
—¿Y tú quién eres?
—Soy de Raków. Hacía rutas por la frontera contigo y con Jurlin. Después, no me llevasteis más con vosotros porque disparé contra unos campesinos en la ciénaga de las afueras de Gora.
—¡Ah! ¡Ya me acuerdo! ¡Eres Wadzio! ¡No te habría reconocido! ¡Has cambiado tanto!
—Te fugaste con Waka el Bolchevique. ¿Dónde está?
Los ojos de Sonia se empañaron de lágrimas.
—¡Me plantó, el hijo de perra! ¡Me robó todo lo que tenía y se fugó Dios sabe dónde!…
—Vuelve junto a tu marido. ¡Te quiere con locura! Te recibirá con los brazos abiertos.
—¿Para volver a vivir encerrada bajo siete llaves o rondar por los bosques? ¡Estoy harta de la frontera! ¡Acabé hasta el moño!
—¿O sea que prefieres estar aquí?
—Sí… No está tan mal… La dueña es buena. La comida es abundante. No tengo que partirme la crisma. Me visto como me da la gana. Les gusto a los clientes.
Boquiabierto, la escuché cantar las glorias de su profesión. Después, me preguntó:
—¿Vas a volver al pueblo?
—¡Cómo no!
—Pues, cariño, no le digas a nadie que me has visto aquí. ¿Me lo prometes?
—Si no quieres, no diré nada. No es asunto mío.
Más tarde, al despedirnos, volvió a rogarme, mirándome a los ojos con zalamería, que no se lo dijera a nadie. Noté miedo en su voz.
—No dirás nada, ¿verdad, cielo?
—¡Ya te lo he prometido una vez! ¡No hablemos más del tema!
—¡Va, no te enfades!
Me despido de Sonia. Me pide que vaya a verla de vez en cuando. Voy a por el Sepulturero. Mi compañero está repasando la larga lista de compras que acaba de hacer, mientras el Rata, sentado en un sillón, fuma un cigarrillo y se burla de él. El Sepulturero me dice:
—¡Míralo! —señala al Rata con la mano—. No para de leerme la cartilla. ¡Todo le parece mal! ¡Nada le gusta!
—¿De qué, diantres, te servirán todas esas cosas? —dice el Rata—. ¿Y dónde las vas a meter?
—Las llevaré a Radoszkowicze. Se las regalaré a mi madre…
—¿El neceser también? —pregunta el Rata.
—Todo.
—Y ella, ¿qué hará con eso?
—Le encontrará alguna utilidad en la finca. ¡De primera!
—¡Un neceser para pesar las patatas!
—¿Te preocupa mi dinero?
—¡Por mí, como si lo tiras o lo quemas! ¡Si ni siquiera el mío me preocupa! —replicó el Rata—. ¿Para qué diablos necesitas todos esos chismes? Todavía puedo entender que les sueltes mucha pasta a los cocheros, a los camareros, a los mozos del guardarropa y a las furcias. Pero ¿por qué compras todos esos cachivaches? ¡No lo entiendo!
—Los fabricantes también tienen que ganarse el cocido —dice el Sepulturero, soltando una carcajada sonora.
—¡Se ríe como un semental al ver una yegua! —observa el Rata.
Se hacía de noche. En el cuarto, oscurecía. No encendimos la luz. Callábamos. De buenas a primeras, el Rata dijo:
—¿Sabéis qué, muchachos? ¿Y si dejamos esto?… ¡Ahora es la temporada de oro, hay curro para todos, y nosotros estamos aquí tocándonos la barriga!…
—¡Sí! ¡Basta ya! ¡Mañana nos volvemos! —dije en un tono decidido.
—¡Yo también vuelvo! —dijo el Rata.
—Entonces, voy con vosotros —metió baza por fin el Sepulturero—. Pero tenemos que divertirnos para rematar la juerga. ¡La vamos a armar gorda! ¡De primera!
Nos detuvimos en los confines del pueblo y despedimos al campesino que nos había llevado hasta allí desde la estación de Olechnowicze.
—Esperadme aquí, muchachos, que voy a la casa del Ansarero. Me informaré de lo que ocurre en el pueblo —dijo el Rata.
—¡Pero vuelve enseguida! —insistió el Sepulturero.
El Rata desapareció en la oscuridad. No volvió hasta al cabo de una hora. Y cuando finalmente compareció, dijo:
—Suerte que no hemos ido directamente a la guarida, chicos. Hace dos días que nos están esperando allí. Han registrado la casa… Alguien se ha ido de la lengua y saben que te escondes en la casa del Cuervecillo. ¡Maldita sea! ¡Meten el dedo a ciegas y aciertan! De mí todavía no saben nada. Sólo te buscan a ti. Bueno, y a él también —el Rata señaló al Sepulturero con un gesto de la cabeza—, pero no saben quién es.
—¿Y qué voy a hacer ahora? —le pregunté al Rata.
—Conozco un lugar. Una guarida a prueba de bomba. Sólo que allí no podrás hacer ruido…
—¡Llévame a ese lugar!
Bordeamos el pueblo por el ribazo y salimos a los campos. Después, nos abrimos paso por senderos estrechos que se extienden a ambos lados del Isocz. A continuación, nos acercamos a campo traviesa a un gran edificio de ladrillo que se caía a trozos.
—¿Qué es esto? —le pregunté al Rata.
—Una destilería. Pomorszczyzna no queda muy lejos. Y la frontera está al alcance de la mano. Muchas veces he escondido aquí la mercancía y hasta he descabezado un sueñecito.
El Rata se acercó a la ventana de la pared trasera de la destilería, que actualmente estaba fuera de servicio, y sin ningún esfuerzo arrancó del marco un gran gancho de hierro que, sin duda, había sido apalancado y aflojado. Después, entreabrió la contraventana y nos hizo entrar. Nos encontramos en un pequeño cuartucho con unas puertas que daban acceso a otras salas y a la destilería propiamente dicha. En un rincón, vi una gran caldera y, en otro, un enorme tonel en el cual podrían bailar cómodamente dos parejas. Echamos una ojeada dentro del tonel. Había allí una gran cantidad de tocino, un cubo y una docena de botellas vacías de vodka —vestigios de una antigua estancia del Rata—. Colocamos en el tonel nuestras cosas. Después, el Rata trajo de un riachuelo cercano un cubo lleno de agua. A continuación, fuimos al bosque contiguo a la casa de la madre del Cuervecillo. Encontré el tilo donde habíamos escondido las armas. Saqué del hueco del tronco los revólveres, los cartuchos, las navajas, las correas, los sacos y las linternas.
—Es una lástima que no tengamos aquí nuestra ropa —dijo el Rata.
—Sí. Todo se ha quedado en el desván.
—¿Y si fuéramos a la guarida? —propuso el Sepulturero—. No estará vigilada a todas horas. Vamos armados. ¡Nos las apañaremos!
—Tengo otra idea mejor —dijo el Rata—. Que nadie sepa que hemos vuelto. Es preferible tener una guarida provisional. Además, ¿para qué necesitáis un refugio fijo? Ahora es tiempo de currar. Y, en el bosque, os abrigará cada abeto, os cobijará cada arbusto.
Interrumpió su discurso. Calló un largo rato y después dijo con voz solemne:
—¡Ahora, muchachos, tenemos que dar el golpe decisivo! Que toda la frontera recuerde siempre qué grandes contrabandistas ha tenido.
—¡Esto está hecho! ¡De primera! —exclamó el Sepulturero, frotándose las manos.
Yo también me puse de buen humor. El Rata nos dijo que, de día, no la abandonáramos nunca, no fuera cosa que alguien nos guipara. Y él bajó al pueblo a comprar lo que necesitábamos y a informarse de las últimas noticias. Compartí con el Sepulturero una botella de vodka y nos acostamos dentro del enorme tonel. Aquello era una guarida inexpugnable. Nos sentíamos del todo seguros. Fumábamos y hablábamos en voz baja sobre el futuro trabajo. Yo fantaseaba sobre este tema y el Sepulturero decía que sí a todo.
—¡Esto está hecho! ¡De primera!