X

Un día el Rata vino a la guarida más temprano de lo esperado. Subió al desván, cerró la puerta y dijo en un tono solemne:

—¡Muchachos! ¿Sabéis la gran noticia?

—¡Venga, desembucha! —dijo el Sepulturero.

—Pietrek el Filósofo ha dicho adiós a la frontera. Hoy mismo se va a Vilnius. Quiere verte —se dirigió a mí—. Ha encontrado a su familia. Ayer recibió una carta de su madre. Está como aturdido. Hoy ha comenzado los preparativos para el viaje. Muaski, el amo de la casa donde vive, llora como una magdalena. El viejecito le había cogido cariño. Lo quería como si fuera su hijo.

El Rata se calló. Pensó un largo rato y después añadió:

—¿Sabéis qué, muchachos? Quizá nosotros también podamos hacer una escapada de un par de días a Vilnius. Tenemos una porrada de pieles que deberíamos vender. Y, de paso, nos divertiríamos un poco. ¿Qué me decís, eh?

—¡Eso está hecho! ¡De primera! Yo me apunto ahora mismo —se apresuró a decir el Sepulturero.

Entonces yo añadí:

—Yo también estoy de acuerdo. Además, es verdad que tenemos que hacer algo con las pieles.

El Rata bajó al pueblo para hablar con Pietrek sobre nuestro viaje a Vilnius. Volvió al atardecer cargado con dos maletas grandes y flamantes. Metimos en ellas todas las pieles y repasamos nuestra ropa para ofrecer un aspecto un poco más decente.

—¿Pietrek también coge el tren de noche? —le pregunté al Rata.

—Sí. Él va solo. Nos encontraremos en el tren por el camino.

Al anochecer nos despedimos de Hela y de su madre y les dejamos una importante suma de dinero. Primero, no querían aceptarla, diciendo que les parecía demasiado. Pero el Rata dijo que era el tanto por ciento que les correspondía de nuestro trabajo. Les prometimos volver al cabo de una semana. Al cerrar la noche, maletas en mano, nos dirigimos hacia el pueblo. Por senderos laterales, orillando el pueblo a través de prados y huertos, alcanzamos el camino que conducía a la estación de ferrocarril. Nos detuvimos en los confines del pueblo, cerca de la desembocadura de la calle Wileska.

—¿A qué esperamos? —le pregunté al Rata.

—Al cochero.

—¿Cómo nos va a encontrar aquí?

—Nos encontrará… Hemos quedado. Es Jankiel el Roña…

—¡Eso es otra cosa!

Al cabo de unos minutos, oí el fragor de las ruedas de un carro a toda carrera. Se acercaba a nosotros. Resonó la voz del cochero:

—¡So, nenes! ¡So!

El Rata enciende la linterna y traza un gran círculo en el aire. El carro se detiene. Montamos en el vehículo espacioso y resistente, adaptado para recorrer caminos impracticables. Jankiel el Roña me reconoce Dios sabe cómo. Tal vez vea en la oscuridad como los gatos, porque yo no he dicho esta boca es mía.

—¡Mis respetos, señor Wadzio!

—¡Buenas noches, Jankiel!

El carro arranca y corre adelante hacia la espesura de las tinieblas. No vamos por el camino normal y cómodo que conduce a Olechnowicze y se extiende a lo largo de la frontera desde Raków hasta Kuczkuny y Dubrowa, sino por el de Buzuny y Wokowszczyzna. Es un camino pésimo. Todo el tiempo tengo la sensación de que de un momento a otro vamos a volcar. El carro se tambalea y salta en los baches, pero los caballos corren a través de campos, prados y bosques, bordeando pueblos y caseríos.

—¡Arre, nenes! ¡Arre!

Recuerdo el viaje con Saszka y el Resina, y se me rompe el corazón. Dejamos a un lado Dubrowa y, ya por el camino normal, seguimos a toda velocidad, adelantando a numerosos viajeros. En la plaza de la estación, Jankiel para los caballos. El Rata y el Sepulturero se quedan en el carro, mientras yo voy a comprar los billetes. Tenía la intención de comprarlos de segunda clase, pero el Rata me ha dicho que llamaríamos la atención, porque no vamos vestidos como es debido. Me pongo en la cola de la ventanilla y compro tres billetes. Después, vuelvo a la plaza. Encuentro el carro cerca de la fonda… Mis compañeros, que se han apeado, beben vodka y lo comparten con el cochero.

—¿El tren sale pronto? —me pregunta el Rata.

—Dentro de un cuarto de hora.

—Pues, ¡vamos!

El Rata paga generosamente a Jankiel. Le doy veinte dólares de los míos y le digo:

—¡Que te traigan suerte!

—¡Dios lo quiera! —contesta el cochero.

Cogemos las maletas y damos la vuelta a la estación. No queremos atravesar la sala de espera, donde hay policía y podríamos tropezar con algún conocido del pueblo. Desde el otro lado del tren, subimos a un vagón de tercera clase. Ocupamos un compartimiento libre. El tren arranca. El Rata sale. Va a buscar a Pietrek. Al poco vuelve con él. Saludo a mi compañero. Le ayudo a colocar sus trastos sobre la repisa. Hablamos de muchas cosas. El tiempo nos pasa sin darnos cuenta. El Rata y el Sepulturero se han tumbado para dormir, y nosotros seguimos charlando. Pietrek quiere devolverme el dinero que le dejé en depósito, pero yo le propongo que me guarde además los dos mil novecientos dólares que llevo, y así serán cuatro mil justos. Se deja convencer a regañadientes. Por la mañana llegamos a Vilnius. El Rata dijo que cogiéramos hoteles diferentes para no llamar la atención de los confidentes de la policía. Pietrek me dio la dirección de su madre, en el barrio de Zwierzyniec, y me pidió que fuera a verlo por la tarde. El Rata se instaló en un hotel de mala muerte, cerca de la estación. Llevamos allí nuestras pertenencias. Yo me alojé en un hotel de la calle Wielka. Y el Sepulturero llamó un coche de punto con un gesto majestuoso:

—¡Al hotel!

—¿A cuál?

—¡A uno de primera!

—Están el Bristol, el Kupiecki, el Palace…

—¡Al mejor!

Al principio, la gran ciudad me causó una enorme impresión. Estaba como aturdido. Me exasperaba el tráfico. Me ensordecía el ruido. Más de dos años de vida de lobo habían dejado su rastro. Muchas noches sin dormir, la costumbre de penetrar la oscuridad con la mirada, las caminatas bajo una lluvia de balas, el estado permanente de alerta, todo aquello me había convertido en otra persona. Hasta mi físico había cambiado. Hacía tiempo que no me miraba en un espejo grande. Cuando lo hice ahora, vestido de los pies a la cabeza con ropa nueva, me quedé estupefacto. Vi a un desconocido. Sobre todo, me parecieron extraños mi rostro y mis ojos…, unos ojos fríos, ausentes, con una profundidad que antes no existía. Desde entonces, no me gusta mirar a la gente de hito en hito y procuro que mi mirada sea tranquila y dócil…

La gente me sorprende. Se ponen nerviosos sin ningún motivo. Hacen muchos movimientos superfluos e irracionales. Son muy distraídos y poco cautelosos. Cualquier bagatela los saca de quicio y gritan. Son muy codiciosos y cobardes. A cada paso intentan estafarme… por cuatro céntimos. Me dejo tomar el pelo y me río para mis adentros.

Paso los días y las noches de jarana. Apenas si tengo tiempo de dormir un rato. Voy de parranda, es decir: como y bebo en los restaurantes, frecuento los cines y los teatros y compro a mujeres de la vida. Son una mercancía barata y por doquier hay intermediarios a porrillo. Ofrecen citas con pelanduscas, con chicas, con adolescentes y casi con crías. A las mujeres se les pone precio como a las yeguas: por un viaje, por una hora, por una noche. Algunas veces me han hecho proposiciones que me han revuelto el estómago. Vivo rodeado de comisionistas. Han husmeado la pasta. Ahora voy conociendo la otra cara de la ciudad, una cara que antes ignoraba por completo. Y veo que la gente vive de una manera terrible, peor que en la frontera. Aquí, a cada paso se libra una lucha sin cuartel que no deja muchas opciones ni a los débiles ni a los inadaptados.

Anoche, regresé al hotel a eso de la una. Me estaba divirtiendo en compañía del Rata y el Sepulturero en una de las casas de citas clandestinas más caras. Estaba asqueado de todo aquello: de las mujeres desvergonzadas, libertinas y borrachas, del hedor a alcohol y de los cuartuchos con el ambiente cargado. Salí un momento al patio. Hacía una noche cautivadora. Las estrellas brillaban tan bellas como allí…, en la frontera. La Osa Mayor se desperezaba sobre el fondo negro del cielo. Todo era tan bello como allí… Sólo faltaba el murmullo del bosque, y lo que me rodeaba no eran campos ni árboles, sino casas de pisos oscuras, lóbregas y frías, donde vivía una gente tan oscura, lóbrega y fría como ellas.

Volví adentro. Me despedí de mis compañeros y de las mujeronas.

—¿Adónde vas tan temprano?

—La juerga todavía no ha empezado y tú ya…

—¿Te largas sin mojarla?

Vi los ojos ebrios y turbios de mis compañeros y sus sonrisas estúpidas. Vi los rostros sudados de las mujeres. Los polvos les chorreaban por las mejillas.

—Tengo jaqueca —dije, y salí de aquella casa.

Poco a poco, me arrastro por la ciudad. Las calles están desiertas. Hay pocos transeúntes. En las encrucijadas se dibujan las siluetas oscuras de los policías.

«La frontera», pienso, «y los "caravinagres"… Aquí también hay caminos fronterizos, alambre de púas, puestos de guardia y emboscadas. Sólo que el matute se pasa legalmente. Aquí, bajo muchas apariencias y muchas formas, se pasa de contrabando la mentira, la explotación, la hipocresía, la enfermedad, el sadismo, la arrogancia y el engaño… ¡Aquí todos son contrabandistas!… ¡Bi-so-ños!»

Me paseo lentamente por las calles. Voy bien vestido, por lo que los policías no me hacen caso. Cerca del hotel donde vivo, una muchacha sale a mi encuentro de un callejón lateral. Va desaliñada. Me observa un rato y finalmente me sonríe con coquetería, y me pregunta:

—¿Vamos?

Veo una cara joven y una sonrisa profesional prendida en los labios.

—¿Qué haces tan tarde en la calle? —le pregunto.

—Hoy no he ganado nada… Son días malos… ¡Antes de la paga!

—¡Pues, ven conmigo!

La introduzco en mi habitación del hotel. Le ordeno a un camarero soñoliento que traiga una botella de vodka, cervezas y entremeses. La muchacha devora con avidez la comida y esto me gusta: estaba verdaderamente hambrienta. Me bebo un vaso de vodka. Cuando deja de comer, le mando tumbarse en la cama por el lado de la pared. Cierro la puerta con llave y la escondo sin que se dé cuenta. Guardo la cartera con parte de mi dinero en el cajón de la mesilla de noche. Los billetes grandes los llevo escondidos en el infierno de la americana. Me meto en la cama. Me fumo un cigarrillo. Después, me duermo. Por la noche, me despiertan los movimientos cautelosos de la chavala. Suelo despabilarme en un segundo, no como la gente de ciudad que necesita un cierto tiempo y mucho esfuerzo. En un instante estoy alerta y consciente, pero finjo seguir durmiendo. Enseguida olfateo una trampa. Pienso: «A mí, hermanita, no me cogerás desprevenido.» Sé que quiere levantarse de la cama, de modo que sigo aparentando que duermo, me vuelvo sobre el costado izquierdo para tener una buena visión de todo el cuarto, me cubro la cara con el brazo y espero…

Ha salido de la cama. Se ha acercado a la mesa. En silencio, ha llenado de agua un vaso y bebe sin quitarme los ojos de encima. Después, vuelve a la cama y se inclina sobre mí. Respiro con regularidad, sonoramente. Aguza el oído un buen rato y, a continuación, abre a hurtadillas el cajón de la mesilla de noche para sacar la cartera. Del grueso fajo de billetes coge unos cuantos de diez zlotys. Vuelve a meter la cartera en el cajón y lo cierra. Después, recoge del suelo su zapatilla. Dobla los billetes varias veces y los introduce con fuerza en la punta de la zapatilla. La deja en el suelo y se escabulle con cautela a su sitio. Se mete en silencio bajo la sábana y escucha con atención si duermo. ¡Y yo duermo! Duermo, riéndome para mis adentros.

Por la mañana, me lavo y me visto con esmero. Lola —ha dicho llamarse así— también se viste. Pido un desayuno copioso y la invito a compartir la mesa conmigo. La trato con mucha educación. La sirvo. Cada dos por tres le pregunto:

—¿Tal vez la señorita Lola desee algo más?

La muchacha come a dos carrillos, sin perder puntada. Después dice:

—Uff, ya estoy harta.

—Pues, ¡adiós!

Le tiendo la mano. Entonces, ella dice con una voz agresiva y chillona:

—¿Y quién me va a pagar la noche?

—¿La noche? —pregunto.

—¡Sí… la noche! ¿Qué te has pensado?

La miro fijamente. Empieza a retroceder hacia la puerta. Me acerco. Me agacho y le arranco del pie la zapatilla. Con dificultad, saco los billetes que había escondido en la punta. Los desdoblo. Hay setenta zlotys. Le doy un billete de diez y me meto el resto en el bolsillo.

—Toma. ¡Esto es por la noche!

Quiere decir algo, pero le señalo la puerta con la mano. Sale de prisa al pasillo.

Un poco más tarde apareció el Sepulturero y juntos fuimos al hotel donde se había instalado el Rata. Pieles sobre la cama. Pieles sobre la mesa. Un montón de pieles en las sillas, en el suelo, en los alféizares de las ventanas. Las había de zorro rojo, blanco y azul. Las había de marta, de nutria, de astracán y de lirón. Sobre todo, de marta y de lirón. Y también se habían colado trescientas pieles de gato húngaro: quince paquetes de veinte piezas. Digo «se habían colado», porque normalmente los gatos «van» de nuestra casa a los soviéticos. Son las únicas pieles que los contrabandistas transportamos a Rusia. Además de nosotros tres, en la habitación había tres judíos. Eran comerciantes. Clasificaban la mercancía y examinaban cada piel a conciencia. Soplaban a contrapelo, las palpaban por ambos lados y las miraban a contraluz. Finalmente, toda la mercancía estuvo clasificada. Empezó el regateo entre el Rata y los mercaderes. Para mi sorpresa, me enteré de que las pieles adobadas eran más baratas. Más tarde, el Rata me explicaría que, en Europa, la gente no tenía un gran concepto de los métodos rusos de adobar pieles.

Las martas las vendimos a doce dólares y medio la piel, y los lirones a veinte dólares el paquete de veinte. Esto era el grueso de la mercancía. A continuación, pusimos precio a los gatos húngaros: también a veinte dólares el paquete. Los comerciantes regateaban. Se lamentaban: «¡Que no vuelva a ver a mis hijos si no es verdad que, con este negocio, pierdo hasta la camisa!» Finalmente, pagaron siete mil quinientos dólares por todo. Metieron la mercancía en sacos y abandonaron la habitación del Rata. Nos repartimos el dinero: dos mil quinientos dólares por barba. Después, fuimos a mojar el negocio.

Fui a ver a Pietrek a la hora de almorzar. Lo encontré en casa. Había sufrido un cambio extraordinario. El chico estaba radiante de felicidad. No paraba de reírse y de gastar bromas. No hizo ninguna mención de la frontera. En casa de su madre me sentía patoso. Procuraba no moverme por miedo a no tumbar ni romper nada. Todo el mundo era muy amable y solícito conmigo, pero yo veía la curiosidad en sus ojos. Y esto es lo que más me intimida y me pone de mal humor. Encontré el momento propicio para decirle a Pietrek:

—¡Quiero hablarte de algo!

Cuando nos quedamos a solas en su cuarto, aparté dos mil dólares de la suma que me había correspondido y se los entregué para que me los guardara. En total, ahora tenía en depósito seis mil dólares. De repente, dijo:

—¿Y qué pasaría si este dinero se esfumara? ¿Si alguien me lo robara?

Le miré a los ojos y le dije en un tono serio:

—No lo sentiría en absoluto. Si me hiciera falta pasta, sabría ganármela. ¡Y si algún día lo necesitas, no tienes más que decirlo!

—¡No seas malpensado! —contestó Pietrek—. Ha sido una broma. ¡Nadie sabe que tengo tu dinero y nadie me lo robará!

Durante el almuerzo, me sentía incómodo. Los manteles eran de un blanco deslumbrante. Había flores en el comedor. Alrededor de la mesa, estaban sentadas unas señoritas elegantes, amigas de Zosia, la hermana de Pietrek, acompañadas de algunos petimetres. Yo allí sobraba. No sé soltar elegantes parrafadas y no me veía capaz de adaptarme al tono general de aquel grupo. Me di cuenta de ello y puse cara de viernes. Respiré con alivio cuando el almuerzo terminó y pude abandonar la sala. Salí con Pietrek al jardín. Nos paseamos por los senderos, conversando. Después, nos sentamos en un banco, en el rincón más recóndito. Encendimos los cigarrillos. Callamos un buen rato… A continuación, le pregunté:

—¿Eres feliz?

Calló durante unos segundos, sorprendido por mi pregunta, pero enseguida me contestó:

—Sí, soy feliz.

—¿Y no echas de menos a los muchachos y a la frontera? Piensa: ¡ahora es la temporada de oro! Las noches son largas, sordas y negras. El oro se cuela a chorros por la frontera. Los muchachos se escabullen por campos y bosques. Pasan el día en los graneros o en la espesura. Beben, se divierten… ¡Cada día algo nuevo! ¡Cada noche algún incidente!…

Ya hace mucho rato que le hablo, cuando de pronto capto su mirada perdida y me detengo. Me doy cuenta de que no me está escuchando. Y él me dice:

—¿Sabes qué? ¡Ya lo he olvidado del todo!

—¿Del todo?

—Sí… No pienso nunca en ello… Porque ¿qué tiene de interesante?

Entonces, me levanto y le digo:

—¡Bueno! ¡Se me ha hecho tarde!… ¡Me esperan!

Me despido de él. Me aprieta la mano y me pregunta:

—¿Cuándo volverás?

—No lo sé.

—Ven mañana. Sin falta.

—Tal vez.

Me acompaña hasta la calle. Después se retira. Mientras camino por la acera de su casa, me llega a través de las ventanas abiertas su risa alegre. Diferente de la de antes: ¡jugosa, sincera, llena de vida y de energía!… «¡No, él no es uno de los nuestros!»

Voy calle abajo. Tengo la cabeza llena de pensamientos rebeldes. Algo me duele. ¡El corazón se me hace añicos como si hubiera perdido para siempre algo de valor! Voy a buscar a mis compañeros. Iremos al restaurante: allí, nos emborracharemos y remataremos la velada en un burdel. Todo esto empieza a aburrirme. Estoy hasta la coronilla de las cogorzas, de los mentirosos y de esta ciudad, donde la verdad se pasa de contrabando como nosotros matuteamos el alijo: ¡esquivando muchos cordones de control! Aquí todo es artificial, brillante y muy complicado, pero por debajo se oculta la simple mugre y el vacío… Allí, yo vivía con más plenitud. Allí, la gente es sincera. Bajo una capa mísera de palabras, se esconden pensamientos dorados y en el pecho laten sentimientos vivos y corazones ardientes. Y aquí, ni un solo pensamiento sincero, ni una sola palabra sincera. Aquí todo el mundo aparenta algo, desempeña algún papel en una gran farsa, en una comedia, actúa en casa y fuera de ella. Aquí, las mujeres camuflan sus cuerpos contrahechos y ajados con atuendos preciosos y lencería refinada, aunque a menudo sucia. Allí, bajo un vestido barato y una miserable ropa interior de lino, hay cuerpos calientes y fuertes que aman sin falsedad, y lo hacen por necesidad y no por afán de lucro o para fisgonear…

Empiezo a sentir añoranza… Tengo la intención de anticipar mi regreso a la frontera. Se me ocurre un buen pretexto: hay que aprovechar la temporada de oro y acabar con los novatos. Mañana hablaré de ello con los muchachos.