La noche es cálida y silenciosa. El cielo negro está salpicado de miles de estrellas que iluminan vastos espacios. Estoy sentado en el borde de un despeñadero que se eleva a unos cuantos metros por encima de la carretera que une Raków con Minsk. En la mano izquierda llevo una linterna de bolsillo, en la derecha, la parabellum cargada. Miro con atención hacia el puente que está a unos cien pasos. Oigo el murmullo del agua, pero no veo ni el puente ni el arroyo. Allí, el agua corre entre los pedruscos. Esperamos a unos bisoños que tienen que volver de la Unión Soviética cargados de pieles por este camino. Como hemos deducido, cruzarán el torrente saltando de piedra en piedra y, si a continuación enfilan el sendero excavado en una larga loma, por fuerza tendrán que salir al inmenso calvero. Este sendero forma una especie de desfiladero de entre cuatro y cinco metros de ancho y un centenar de largo. Estoy a un lado de la entrada de este desfiladero artificial, y el Rata al otro. Es un buen lugar para tenderle una trampa al grupo que perseguimos desde hace dos semanas y que ya se nos ha escabullido tres veces. ¡Tienen una suerte extraordinaria! Esto nos irrita y estamos emperrados en cazarlos. Es la tercera noche que organizamos una emboscada en este desfiladero. Estamos a mediados de agosto. El verano está a punto de acabar. Ya hace cuatro meses que nos dedicamos a cazar novatos. Hemos pillado a más de diez grupos. Sin duda, muchos más que los guardias de ambos lados de la frontera a lo largo de todo el año. No perseguimos a las pequeñas cuadrillas de bisoños que van por cuenta propia: son una presa demasiado nimia para nosotros. Nos apoderamos sólo de cargamentos grandes, con mercancía valiosa. Hemos conseguido eliminar del todo alguna que otra cuadrilla, porque los comerciantes, al ver que sufrían un desliz tras otro, han dejado de confiarles el género. Ahora, a menudo nos conchabamos con los maquinistas u otros miembros de esos grupos que, a escondidas de sus compañeros, le pasan información al Rata; precisamente son ellos los que nos revelan los detalles de los itinerarios y de los puntos de enlace. Y nosotros les preparamos emboscadas en la Unión Soviética. Nos hacemos pasar por confidentes, chequistas o agentes secretos, y los cogemos in albis antes de que tengan tiempo de comprender lo que ha pasado y quiénes somos.
Luzco una chaqueta negra de cuero y una gorra con la estrella roja. Además, llevo unos pantalones azul marino con las costuras reforzadas con tiras de cuero y unas botas de caña alta. El Sepulturero va vestido igual. El Rata lleva un abrigo militar y la gorra reglamentaria sin distintivos. Es la una de la madrugada. Tengo mucho sueño, pero lo domino y miro con atención hacia el puente. Inopinadamente, oigo un leve rumor a mis espaldas. Me agacho hasta el suelo y preparo la pipa. Me llega un silbido sordo. Dos veces. Respondo. De detrás de los árboles emerge el Rata. Se sienta a mi lado y cuchichea.
—Seguro que ya no vendrán.
—Seguro… Ya es más de la una.
Me adentro en el bosque. Me quito la chaqueta. Me tumbo en el suelo. Con ella me cubro la cabeza. Enciendo el cigarrillo. Me lo escondo en la manga y vuelvo con el Rata. Él también enciende uno. Nos quedamos sentados un largo rato en silencio y fumando. Abajo, se extiende la superficie gris del camino que desaparece en una tenebrosidad blanquecina. El Sepulturero no está con nosotros. Acecha en la otra margen del riachuelo, en un matorral, cerca del puente. También hemos tomado en cuenta que el grupo pueda enfilar otra ruta, porque a la izquierda del puente hay un vado. Si el Sepulturero viese que el grupo pasa por allí, nos lo haría saber, y les cerraríamos el paso unos cuantos kilómetros más allá.
Mientras permanecemos sentados en el borde del despeñadero fumando con precaución los cigarrillos, de golpe noto que algo se mueve abajo. Parece como si una parte del camino empezara a reptar hacia arriba sin hacer el menor ruido… Me asomo enseguida. Oigo un ligero retintín de metal. Y otra vez el mismo sonido… Debe de ser el ruido de las armas. Levanto la parabellum que tengo en el regazo y me tumbo en el repecho del despeñadero. El Rata se arrodilla a mi lado con el revólver a punto. Transcurren unos segundos y vemos que, justo por debajo, caminan dos soldados rojos. Sus abrigos grises se confunden con el trasfondo blanquecino del camino, y si no se movieran, no podríamos distinguirlos. El ligero ruido de las armas resuena con cada movimiento. No oímos las pisadas de sus botas, porque los pies de los soldados rojos se hunden en el polvo que cubre el camino. Seguimos mirando hacia abajo. Los perdemos de vista.
—Han pasado de largo —le digo al Rata al oído.
Tarda mucho en contestarme y después susurra:
—No. Se han detenido…
—Voy a echar una ojeada.
Me levanto. Sigilosamente, doy un gran rodeo entre los pinos que crecen en la cresta del despeñadero y salgo al claro por donde pasa el camino de la frontera. No puedo ver ni el límite opuesto del claro, marcado por una faja de bosque, ni el puente que está en medio del camino, pero, sin embargo, me parece oír cómo se aleja el ruido de las armas. Me tumbo en el suelo y miro hacia el camino de modo que mi mirada abarque una parte del trasfondo oscuro del cielo. Es un buen método para ensanchar el campo de visión. Me parece avistar las siluetas de una gente que se aleja. Vuelvo al bosque y me dirijo hacia el despeñadero. Allí, entre las raíces salientes de un pino, he dejado una bolsa de lona con seis botellas de espíritu de vino, un litro de licor y una docena de tabletas de chocolate. Busco ese lugar. Avanzo poco a poco entre los árboles. En la mano izquierda llevo la linterna, en la derecha la parabellum. De improviso, me doy cuenta de que, en el borde del despeñadero, cerca del tronco de un pino viejo, hay una mancha gris. Pensando que es mi bolsa, me inclino para cogerla. De pronto, la mancha rehúye mi mano y oigo un grito:
—¿Kto eto? ¡Ruki v vierj![39]
Doy un gran brinco hacia atrás y, al mismo tiempo, a un lado. Me arrodillo y, con el brazo estirado hacia la izquierda, arrojo un haz de luz de la linterna eléctrica. Veo dos cabezas tocadas con casquetes militares con la estrella roja en la frente. Dos cañones de fusil apuntan al lugar donde yo estaba aún hace un instante. En el mismo momento, por la derecha, desde el borde del despeñadero, relampaguea otra linterna y se oye la voz del Rata:
—¡Ruki v vierj!
Apago mi linterna y, desde lo alto del despeñadero, que en aquel lugar no es excesivamente elevado, salto en medio de los soldados rojos. Tengo mi parabellum a punto. El Rata nos ilumina desde arriba.
—¡Diantres! ¿Quiénes sois? —reniego en ruso.
—Soldados del Ejército Rojo.
—¿Y qué diablos hacéis aquí?
—Volvemos de Krasne. Hemos estado en una emboscada.
—¿De dónde sois? ¿De la frontera?
—Claro.
—¿Quién os ha dado permiso para vagar por la retaguardia y preparar emboscadas?
—El oficial político.
—¿Lleváis las cartillas del Ejército Rojo?
—No.
—¿Y cómo carajo puedo saber que realmente sois del Ejército Rojo?
—Camarada, no digas palabrotas. ¡No tienes derecho!
—¿Y por qué vagáis por aquí y nos espantáis a los contrabandistas?
—Íbamos por el camino sin hacer ruido…
El Rata también saltó sin dejar de iluminar el escenario con la linterna. Después, la apagó y, por un instante, mientras los ojos no se acostumbraron, nos envolvió la oscuridad más absoluta.
—¿Tenéis un rato? —les preguntó a los soldados rojos mi compañero.
—Sí.
—Así nos echaréis una mano. Debéis permanecer en silencio… Pueden oírnos. Ahora es la una y media. Podemos estar al acecho hasta las tres.
Uno de los soldados rojos se dirigió a mí diciendo:
—Camarada. Hay alguien en la otra orilla del riachuelo, entre los matorrales.
—¿Cómo lo sabes?
—Le hemos visto encender un cigarrillo. Ha centelleado la cerilla.
Comprendí que habían visto al Sepulturero, y dije:
—Es uno de los nuestros… ¿Conocéis a Makárov?
—De oídas…
—Es él.
—Pensábamos que eran contrabandistas. Esperábamos que saldrían a campo abierto, pero no han salido. O sea que hemos decidido seguir adelante, porque entre los matorrales puedes encontrarte con cualquier sorpresa.
—Bien hecho —les dije—. Si lo hubierais sorprendido, hubiera podido dispararos.
El Rata se lleva a un soldado rojo y yo al otro. Volvemos a nuestras posiciones y seguimos al acecho. Hablo en voz baja con el soldado. Es de Borysów. Me cuenta muchos detalles sobre él y sobre el servicio militar. Dice que hay un sitio por donde los confidentes pasan matute a Minsk en carro. Nos promete ayudarnos a tenderles una trampa. Me pregunta por la marca de mi revólver. Es la primera vez que ve semejante arma.
A las tres de la madrugada dejamos de vigilar. El Rata silba flojito dos veces y baja del despeñadero con su acompañante. Nosotros también abandonamos la loma y salimos al camino. Después, quedamos con los soldados rojos el próximo domingo a las nueve de la noche cerca del matorral, a la derecha del camino, pasado el torrente. Nos despedimos y se dirigen hacia la frontera. Cuando se han marchado, vamos a buscar al Sepulturero. Nos sale al encuentro de entre los arbustos.
—¿Qué novedades traes? —le pregunto.
—Han pasado por aquí los guardias… Eran dos. Han estado husmeando y se han marchado. He pensado que no estaría mal descerrajarles un par de tiros, pero no he querido armar jaleo.
—¡Te han guipado mientras fumabas! —dijo el Rata—. ¡Ándate con cuidado! ¡Éstas no son maneras de hacer las cosas!
Nos adentramos en el bosque por unas veredas estrechas y tortuosas. Cambiamos de rumbo muchas veces. Atravesamos una ciénaga. Finalmente, al rayar el alba, nos detuvimos en un lugar muy bien camuflado. Allí pasamos la jornada.
Antes que nada, desayunamos. Una rebanada de pan, una gran tajada de tocino, media tableta de chocolate y unos tragos de espíritu de vino por barba. Nos disponemos a dormir, acalorados por el movimiento y el alcohol. A mí me toca la primera guardia. Siempre lo hacemos así: velamos el sueño de los compañeros haciendo turnos de dos horas. Dormirse está terminantemente prohibido. Intento no tumbarme en el suelo. Me siento, permanezco de pie o camino en silencio alrededor de nuestro escondrijo, pero no me tumbo nunca para no quedarme dormido sin querer.
Se nos están acabando las reservas de alcohol y de tocino. Ya hace días que nos hemos quedado sin pan. Tenemos pieles de marta, de zorro y de lirón, pero nada para echarnos al coleto. Pasamos un día más, escondidos. Estoy de guardia. Atizo la hoguera. Aso al rescoldo las patatas que he recogido en el campo, cerca de la peguera. En mi regazo, se sienta un enorme gato pelirrojo. Tiene la cabeza grande y las orejas destrozadas en innumerables luchas. Debe de ser un vagabundo nato. Un conquistador felino. Sacudo la sal de unas lonjas finas de tocino y se las doy al gato. Se las come a regañadientes.
Este gato llegó ayer, cuando yo estaba al acecho. Mi puesto era una zanja no muy profunda, cerca del puente. El Rata se escondía entre los matorrales que crecen en la otra orilla del camino. El Sepulturero se colocó en al otro extremo del calvero. Por ahí tenía que pasar un grupo considerable de contrabandistas guiado por un maquinista y un representante de los mercaderes que debían de llevar consigo una importante suma de dinero. El plan de acción era sencillo: en cuanto el grupo hubiera salido del bosque, el Sepulturero tenía que espiarlo, pisándole los talones a hurtadillas. Apenas entraran en el puente, yo los iluminaría con la linterna gritando: «¡Alto! ¡Manos arriba!» A continuación, el Rata haría lo mismo desde el otro lado del camino. Teníamos que identificar al maquinista y al representante de los mercaderes y, en caso de que el grupo se dispersara para huir, perseguirlos a ellos, ya que serían los que llevarían los dólares escondidos. La espera se me hacía interminable. Estaba muy oscuro. Me senté en la espesura de unas matas que poblaban las lindes del bosque y una zanja que hacía mucho que no había sido desbrozada. Con la mano izquierda sostenía la linterna, con la derecha, la pistola. Me harté de tanto aguzar los oídos y penetrar las tinieblas de la noche con la mirada. Entorné los ojos. Estaba convencido de que, aún así, oiría los pasos del grupo de contrabandistas cuando se acercaran. De repente, a mi izquierda, resonó un crujido dentro de la zanja. Casi me puse en pie de un salto. En el primer momento, quise lanzar un haz de luz de la linterna en aquella dirección, pero recordé a tiempo que no me estaba permitido hacerlo sino en caso de extrema necesidad. Seguí arrodillado en el fondo de la zanja. Dirigí el cañón de mi pistola hacia la izquierda y me preparé para disparar. De pronto, noté que algo me rozaba la rodilla. Era un gato. Tenía la cola cortada de raíz. Me sorprendió que hubiera llegado hasta aquella zona despoblada, en medio de un gran bosque. Se quedó conmigo emboscado hasta el amanecer. Después, lo llevé a nuestro escondrijo diurno. Ahora, juntos, velamos el sueño del Rata y del Sepulturero.
Poco antes del crepúsculo, nos ponemos a limpiar las armas por turnos, para que no haya muchas desmontadas al mismo tiempo. Les cuento a mis compañeros mi sueño. He soñado que estaba en un bosque espeso. Permanecía entre los troncos de unos pinos gigantes mirando a mi alrededor. De golpe, veía moverse los árboles. Esto me asustaba. Me parecía que los árboles iban a aplastarme. Quería defenderme. De improviso, veía un gran revólver en el suelo. Lo recogía. Estaba cargado. Lo agarraba con fuerza y barría con la mirada la espesura. Los árboles iban estrechando más y más el cerco. Entonces, levantaba el revólver y disparaba contra sus troncos rojizos que parecían cubiertos de sangre. Las balas arrancaban pedazos de corteza, dejando al descubierto las hebras blancas y jugosas. Pero los árboles seguían estrechando el cerco. Caía en el abrazo duro e implacable de aquellos gigantes vestidos de corteza rugosa, un abrazo que me quebraba los huesos. Tenía los brazos levantados. En la mano derecha, llevaba el revólver. Sentía que me estaba muriendo. Me faltaba el aire, y el abrazo se intensificaba gradualmente. Arriba, por encima de mi cabeza, veía una pequeña mácula blanca… Era el cielo. Apretaba el gatillo por última vez y disparaba mi revólver.
El trueno del disparo me ha despertado. He visto a mis compañeros y he respirado con gran alivio. El Sepulturero renegaba; mientras dormía, el fuego ha prendido en su gorra y le ha chamuscado el escaso pelo que le quedaba. El Rata, que estaba de guardia, no se ha percatado de que un ascua de la hoguera ha saltado a la gorra del Sepulturero.
—¿Sabéis qué he soñado? —ha dicho el Sepulturero, apagando la gorra y palpándose la cabeza.
—¿Qué? —le he preguntado, curioso.
—Que el bosque me saludaba.
—¿Qué quieres decir con lo de saludar?
—Me saludaba, inclinándose hasta el suelo. Árboles grandes y pequeños…
El Rata ha soltado un breve resoplido. No sé si porque le fascina el sueño del Sepulturero, porque le atribuye algún significado o porque lo desprecia.
Cuando les acabo de contar mi sueño a mis compañeros, el Rata dice muy serio:
—¡Habrá una pelea! ¡Tenemos que andarnos con cuidado!
Por la noche, como siempre, vamos a emboscarnos. Me coloco en la zanja. Me siento al gato en el regazo. Ronronea por lo bajinis. Me trae recuerdos de mi casa, de mi familia, del fuego que ardía en la chimenea. Mis pensamientos vuelan lejos y, con ellos, pasan volando las horas. De repente, me despabilo. He oído muy cerca el ruido de unos pasos. Reniego para mis adentros, porque he estado en un tris de dormirme. Echo al gato fuera de mi regazo. Descontento, resopla en la oscuridad. Dispuesto a saltar hacia delante, estrecho la linterna con la mano izquierda y la parabellum con la derecha. Me repito que hay que perseguir al maquinista, un hombre de gran estatura, o al representante de los mercaderes, un retaco que va a la zaga. Pero da igual: si fallo yo, lo atrapará el Sepulturero, que sigue al grupo por la retaguardia. Penetro con la mirada la negrura de la noche. Pongo el pie izquierdo en el repecho de la zanja. Veo avanzar a una silueta oscura. La dejo pasar. Resuenan sus pasos en el puente. Sospecho, y con razón, que es el contrabandista que va de señuelo. A unos cuantos metros, camina el resto del grupo. Avanzan sin orden ni concierto, arrastrando los pies y haciendo mucho ruido. A los bisoños los llaman «elefantes» precisamente porque no saben caminar con sigilo.
Llegan a mi altura. A la cabeza, veo la silueta oscura de un hombre alto. Pienso: el maquinista, y lanzo en la oscuridad un haz de rayos luminosos. Al mismo tiempo, grito:
—¡Alto! ¡Manos arriba!
Ocurre algo extraño. Se oyen gritos y la masa oscura de cuerpos se precipita hacia los matorrales del otro lado del camino, donde, en aquel mismo instante, relampaguea otra linterna y suena la voz del Rata:
—¡Alto! ¡Cuerpo a tierra!
Por detrás, el Sepulturero repite la misma orden. Pero los novatos caen presa del pánico. Corren, tropiezan, se dan golpes contra los árboles, se arrastran por el suelo. Disparamos los revólveres, gritando: «¡Alto!», pero esto sólo aumenta el pánico. Alumbro con la linterna los alrededores, buscando al maquinista. De repente, a una docena de pasos delante de mí, veo a un hombre alto y robusto que se escurre entre los árboles. Corro tras él. Para desorientarlo y hacer que choque contra un árbol, lanzo un haz de luz hacia un lado. Pero no cae en esta trampa. Estoy a punto de atraparlo. Ilumino los bajos de sus piernas. Elijo el momento propicio y le salto sobre el talón. Se desploma.
—¡Levántate! —le digo.
Se levanta.
—¡Manos arriba! —exclamo, apuntándole con el cañón del revólver al pecho iluminado con la linterna.
De improviso, el contrabandista hace un gesto brusco. Apenas logro echarme atrás: ha intentado arrebatarme el revólver. Le doy una patada en la barriga. Entonces, se da a la fuga. Admiro su valor. Si no me hubiese hecho la promesa solemne de no matar si no es estrictamente necesario, ya hace un rato que lo habría matado. Y un verdadero chequista o un guardia fronterizo le hubiera disparado al primer desacato, sin siquiera tomarse la molestia de darle caza. Persigo al fugitivo. Vuelvo a derribarlo al suelo. Le ordeno que se levante. El contrabandista intenta por segunda vez arrebatarme el revólver y, tras una intentona frustrada, huye de nuevo. Esto me extraña. No puedo entender por qué huye tan desesperadamente a pesar de correr el riesgo de morir. Una vez más lo tumbo a tierra. Entonces, me meto la linterna entre los dientes y, con la mano izquierda, lo agarro por el cuello del chaquetón y lo levanto. Sostengo la parabellum en la mano derecha. Lo conduzco hasta el camino, y nos dirigimos hacia el puente. Allí, parpadean las linternas de mis compañeros. Inesperadamente, el prisionero me asesta un fuerte puñetazo en las costillas y se precipita fuera del camino, hacia la derecha. La linterna se me cae. Por suerte no se apaga. La recojo y, con el costado aún dolorido, corro en pos del fugitivo. Me invade una rabia cada vez más grande.
—¡Alto! ¡Alto o te mato! —grito sin detenerme.
Sigue huyendo. Entonces, casi tocándole el hombro con el cañón de la parabellum y sin interrumpir la persecución, aprieto el gatillo. No suena ningún disparo. Es la primera vez que me ocurre algo semejante. Siempre había tenido la parabellum por un arma infalible. Con un movimiento rápido, me meto la parabellum en el bolsillo y, sin dejar de correr, saco el nagan. Es fiable al cien por cien. Grito:
—¡Alto! ¡Último aviso! ¡Si no, te mato!
No se detiene. Disparo, apuntándole al brazo izquierdo, justo por encima del codo. Apenas resuena el disparo, se desploma y se pone a gritar con una voz penetrante:
—¡O-go-go-go-go-go!
Diría que esto parece un estallido de alegría o una llamada más que un alarido de desesperación. Y él sigue desgañitándose con una voz terrible que el eco atrapa y esparce por todo el bosque.
—¡O-go-go-go-go-go!
Noto que empalidezco. Tengo ganas de pegarle un tiro en la cabeza para interrumpir este grito horroroso. «¿Por qué vocifera de este modo? Seguro que no de dolor.» Sé por experiencia que, en un primer momento, no se siente dolor. Y, además, su herida no es nada grave.
—¡Levántate! —le ordeno.
No hace ningún movimiento y grita aún más fuerte. Entre los árboles relampaguea una linterna. Se acerca. Es el Sepulturero. Se inclina sobre el herido.
—¿Qué le pasa? —me pregunta.
—¡No ha querido detenerse! Ha intentado huir unas cuantas veces. Me ha arreado un puñetazo. Quería arrebatarme el revólver… Le he herido en el brazo.
—¿Y por qué no le has pegado un tiro a la primera? ¡Menudo jueguecito! ¡Él no hubiera tenido tantos miramientos contigo!
El Sepulturero se dirige al herido:
—¡Venga! ¡Arriba! ¡Zumbando! Si no, te reviento la cabeza y cachearé a un fiambre.
El herido se levanta y, doblado en dos, se arrastra hacia el camino. Nos acercamos al puente, que está cerca del calvero. Allí, veo a dos hombres tendidos en el suelo. Son los novatos a quienes el Rata ha echado el guante cuando intentaban esconderse de nuestra persecución agazapados bajo una mata. No llevan nada encima. Registramos a mi prisionero centímetro a centímetro. Sólo encontramos diez rublos en monedas de oro. Esto nos deja atónitos.
—¡¿Por qué, diablos, huías?! —refunfuña el Sepulturero—. ¿Te has emperrado en recibir un balazo?
Después, les preguntamos a los «elefantes» si se van a llevar al herido y los dejamos en libertad. Se alegran mucho. Agarrando al herido por el brazo, se alejan camino de la frontera.
Durante el incidente, el Rata ha escondido la cara en la sombra sin decir esta boca es mía. A pesar del disfraz —lleva pegado un bigote pelirrojo— tiene miedo de ser reconocido. Ahora que tengo un momento de calma, examino mi parabellum para saber por qué no ha disparado. La causa es del todo inesperada. La pistola estaba en perfecto estado, pero mientras yo forcejeaba con el «elefante», he corrido sin querer el seguro.
Aquella vez no tuvimos suerte. Más tarde, encontré al gato en la zanja. No lograron ahuyentarlo ni los gritos, ni los disparos. Era un gato aguerrido que no se dejaba impresionar o asustar fácilmente.