Vamos bien empalmados. Yo llevo dos parabellum: la mía y una de las que les hemos arrebatado a los Aliczuk. El Rata también lleva dos, y el Sepulturero dos nagan, porque no se fía de las armas automáticas. Transportamos el alijo de los Aliczuk repartido entre tres portaderas muy pesadas. Estaba destinado a los soviéticos y acabará en manos de los soviéticos. Sólo que con un día de retraso y en otro sitio. La noche es muy oscura. Caminamos sobre todo por el bosque, lentamente, con mucho cuidado, aunque nadie nos da miedo, porque podemos responder con una lluvia de balas a los disparos traicioneros procedentes de detrás de unos matorrales. Nuestra cautela se debe a las ganas que tenemos de sorprender a quien nos pueda acechar. Tomamos medidas de precaución que podrían calificarse de exageradas, pero si fuera necesario, lucharíamos hasta el último aliento.
Cerca de la frontera nos detenemos, nos sentamos en el suelo y nos quitamos las botas. A continuación, nos las metemos detrás del cinturón con la caña hacia abajo. Seguimos la marcha en calcetines. Nos deslizamos sin hacer el menor ruido, como fantasmas. Conozco muy bien este terreno y voy el último. El Sepulturero va detrás del Rata. En las manos llevo las dos pipas. Los cargadores de recambio me lastran el bolsillo izquierdo. Avanzamos poco a poco, en silencio. Dejamos atrás matorrales, árboles y montones de broza. Los ojos se acomodan lentamente a la oscuridad y empezamos a distinguir el terreno a gran distancia. Cruzamos los torrentes que los soldados soviéticos utilizan para desplazarse por la retaguardia de la frontera. Muy concentrados, aguzamos el oído durante un buen rato antes de atravesar estos lugares tan peligrosos. Y, ¡dale que dale!: la marcha, el bosque y otro torrente…
De golpe y porrazo, el Rata se detiene a dos pasos de una vereda. Inesperadamente, se arrodilla. Seguimos su ejemplo. Al principio, no oigo nada, pero al cabo de unos segundos empiezan a llegar unos rumores confusos. En un primer momento, me cuesta adivinar qué puede ser. Después, oigo el ruido de unos pies que se arrastran por el suelo… Son los «caravinagres». De vez en cuando se detienen y, entonces, se hace un silencio extraño, inquietante. Vuelven a oírse las pisadas… más y más cerca… De improviso, vislumbro unas siluetas oscuras que se desplazan por la vereda hacia donde estamos nosotros… Callamos. Levanto las pipas con los cañones hacia adelante: «¡Puedo hacer con ellos lo que se me antoje! Tengo dieciocho balas a punto. Puedo dispararles en cuestión de segundos. ¡Puedo convertir a estos dos guardias en un montón de carne trinchada a balazos!» Caminan poco a poco, desganados… Se detienen justo delante de nosotros. Uno carraspea flojito. El Rata está tan cerca de ellos que, si quisiera, podría agarrarlos por el abrigo. Permanecen allí un rato, aguzando los oídos. No ven nada sospechoso a su alrededor y reinician la marcha. Siento por ellos una mezcla de compasión y desprecio. El rumor de los pasos se aleja. El Rata se levanta y continúa adelante. Lo seguimos sin hacer nada de ruido, como sombras, como fantasmas. Somos picaros, experimentados, astutos, valientes, vamos armados hasta los dientes y nos sentimos seguros de nosotros mismos. Da gusto trabajar en estas condiciones y con compañeros como éstos.
Me fascina el loco del Rata. Pensaba que lo único que sabía hacer era armar broncas, pero él nos guía en silencio y con tanta prudencia que no encuentro palabras para expresar mi admiración. Por ejemplo: cruzar la segunda línea por el puente. Nadie lo vigilaba. Y si hubiera habido alguien, no nos habría visto hasta tenernos casi a su vera. Y entonces…
Oímos un carro que viene por el camino. Nos desviamos y nos detenemos cerca de un grupo de abetos. No es un solo carro, es toda una caravana. Se dirigen hacia la frontera, tal vez para realizar trabajos forestales.
A unos kilómetros de la frontera, volvemos a calzarnos las botas y proseguimos por los caminos vecinales, intentando hacer un atajo. Justo antes del alba llegamos al caserío de Lonia. ¡Por fin la veré! ¡He pensado tanto en ella! Nos detenemos en el bosque, cerca del caserío. Esperaremos a que salga el sol. Clarea. Ahora vemos muy bien el camino y el patio. Vemos a un jornalero que engancha los caballos para salir a arar. Después, observo una moza que se dirige a la pocilga con un gran barreño a cuestas. No se ve gente extraña alrededor del caserío.
—Iré a echar una ojeada… —le digo al Rata.
—De acuerdo. Y si ves que hay moros en la costa, dispara la artillería un par de veces y date el piro. Nosotros te cubriremos.
—¡De chipén!
Sin la portadera, camino ligero hacia el caserío. Entro en el patio, después en la galería y en el zaguán. No saco las manos de los bolsillos. Tengo allí mis hierros listos para disparar. Desde el zaguán, meto la cabeza en la cocina por la puerta entreabierta. Veo a Lonia. De espaldas a la puerta, se lava en una gran jofaina colocada sobre un taburete que está en el centro de la pieza. Se frota la cara y el cuello con las manos enjabonadas. Me acerco a hurtadillas. Lonia se enjuaga la cara con agua. Cuando se incorpora al cabo de un rato, la agarro por la cintura y la levanto en volandas. Profiere un grito y se escabulle de mis manos. La jofaina se cae al suelo. El agua se derrama.
—¡Lonia, soy yo!
Se pone la mano en el corazón y dice:
—¡Vaya susto me has dado! ¿De dónde has salido?…
—De Polonia… Me ha caído en las manos un alijo. Quería verte y he venido con unos compañeros.
—¿Cuántos son?
—Dos.
Lonia se seca de prisa con una toalla y contesta a mis preguntas con una sonrisa alegre y los ojos resplandecientes.
—¿Todo está tranquilo por aquí?
—Muy tranquilo… Ahora ya no me molestan… De alguna manera se habrán enterado de que liquidé el punto de enlace.
—¿Pero venderás esta mercancía para mí, verdad?
—¡Qué no haría yo por ti! ¿No me has olvidado? Ven aquí, te daré una bienvenida como Dios manda.
Lanza la toalla sobre el banco y me rodea el cuello con sus brazos. Huele a jabón y a menta. Me tira de la mano y me conduce a la otra parte de la casa.
—¡Abajo me esperan los muchachos! —le digo.
—Que se esperen un poco. ¡Yo te he esperado más tiempo!
Después, voy al bosque a buscar a mis compañeros y los traigo al caserío. Lonia ya está vestida. Nos hace pasar a la trasalcoba escondida detrás del tabique, donde, tiempo atrás, solíamos preparar las alforjas. Vamos sacando la mercancía de las portaderas, la clasificamos sobre la mesa y hacemos cálculos.
—¿Cuándo colocará estos trapos, querida señora Bombina? —pregunta el Rata.
—¿Tienes prisa?
—Sí. Ando corto de dinero.
—¿Cómo queréis cobrar: en oro o en dólares? ¿O tal vez querríais cobrar en pieles?
—¡Los dólares nos van bien!
—Si es así, lo preparé todo para mañana por la tarde. Hoy ya no da tiempo. Tendréis que pasar la noche en mi casa.
—¡Dios no quiera que nos trinquen aquí!
—No os van a trincar. ¿Cómo podrían saber que habéis venido?
—¿Y cómo lo supieron entonces, cuando lo de Wadek?…
—¿Entonces? Entonces os estaban esperando. Os había delatado alguien del pueblo y Makárov preparó una emboscada. Hacía cuatro días que os esperaban.
Pasamos la jornada en el desván, porque desde allí se veía perfectamente el camino en ambas direcciones y era fácil huir en caso de necesidad. Lonia se fue a Minsk y, al atardecer, cinco trajineras transportaron todo el alijo al lugar de destino. Yo maté el tiempo en la casa y mis compañeros en el desván.
—Hoy podremos marcharnos —le dije a Lonia—. La mercancía ha sido entregada y seguro que ya tienes nuestra pasta.
Lonia se enfadó.
—¿A qué vienen tantas prisas? ¡No nos hemos visto durante más de un año y ahora resulta que no puedes esperar un poco! ¡No te preocupes, habrá tiempo para todo! ¿Tienes alguna urgencia en casa? ¿Eh?
—Ninguna.
—¡Pues, te irás mañana! Además, todavía no me han dado toda la manteca. Mañana iré a por el resto. ¡Con los judíos va como va, y vosotros queréis cobrar a tocateja!
—Sí.
—¿Lo ves? Conozco el paño.
Los muchachos durmieron en el altillo y yo pasé la noche con Lonia. Al día siguiente por la mañana, Lonia bajó a la ciudad. Volvió por la tarde. Calculó con detalle el valor de la mercancía y nos pagó dos mil novecientos cincuenta dólares. Separé doscientos cincuenta y se los entregué, diciendo:
—Esto es tuyo, por la fatiga y el techo.
Soltó una carcajada alegre.
—¡Miradlo! ¡Qué generoso! Si quieres pagarme, págame de tu parte y no de lo que es de todos.
—Muy bien —dije—. ¡Te daré la mitad de lo que me corresponde o, si quieres, hasta mi parte entera!
Lonia meneó la cabeza con un gesto de admiración fingida.
—¡Vaya, vaya! ¡Qué potentado! ¡Por mí no te preocupes! Yo cobro mi tanto por ciento de los judíos. Y lo vuestro es neto. Si queréis pieles en vez de dólares, todavía ganaréis más.
—¡Con lo que hemos ganado nos basta! —dijo el Rata—. No queremos meternos en líos.
Nos repartimos el dinero.
Al caer la noche, tras una cena copiosa, nos despedimos de Lonia y emprendimos el camino de regreso.
—¡Siempre que tengas más género, ven! —me dijo Lonia—. Ya no tengo punto de enlace, pero a ti nunca te diré que no.
La noche era cálida. Daba gusto caminar por campos y bosques sin llevar la portadera a cuestas. Eran las vísperas de alguna fiesta local. En los pueblos, las chavalas cantaban monótonas canciones bielorrusas. Atravesamos prados, campos de cultivo y bosques, hollamos veredas, musgo y caminos vecinales… Siempre rumbo a poniente, hacia donde el Carro se precipita al sesgo de este a oeste. Formamos una buena cuadrilla. Tenemos unas armas inmejorables. Disponemos de un buen fajo de dinero y esperamos ganar aún más. ¿Para qué lo quiero? ¿Yo qué sé? De hecho, no lo necesito. Me conformo con cualquier cosa…
Estamos a mediados de mayo. El Rata se encarga de nuestros asuntos en el pueblo: huronea con gran aplicación y astucia para descubrir si algún grupo de bisoños está a punto de cruzar la frontera. El Sepulturero se pasa todo el santo día durmiendo en el desván de nuestra guarida en la casa de la madre del Cuervecillo. Y yo, con las dos pipas en los bolsillos, vago por caminos y bosques. A veces llego hasta muy lejos. ¡No sé qué es lo que me empuja! No lo puedo comprender. ¿Tal vez la añoranza? Pero ¿la añoranza de qué? ¡Tengo buena manduca, vodka y unos compañeros leales! Estamos en plena primavera. El sol abrasa la tierra con sus rayos calientes. El bosque murmura y canta. La tierra se desfallece y jadea sin aliento. No dejo de deambular por los bosques, muy lejos del pueblo. De vez en cuando, me acompaña el Sepulturero, pero sólo por la tarde —mi compañero no es amante del sol—, y juntos visitamos las aldeas de la comarca. Allí, conocemos a muchos chavales y chavalas. Nos ganamos su simpatía con vodka y caramelos. El Sepulturero no es muy exigente: ¡se conforma con cualquier cosa que se parezca mínimamente a una mujer! Y, de día, con gran cinismo escarnece a las mismas mozas a las que, por la tarde o por la noche, soba obstinada y laboriosamente por rincones y graneros. Por ejemplo, dice:
—Para mí, una hembra empieza muy por encima de las rodillas y acaba alrededor del ombligo. ¡Eso sí que es de primera! ¡El resto no vale nada! Y tanto me da una que otra…
El Sepulturero sabe hablarles a las chavalas y tiene mucho éxito, aunque es feo y cínico. En cada pueblo de la comarca tiene unas cuantas amiguitas. Muchas veces le he oído contar a las muchachas unos chistes tan brutales, sobados y lúbricos que dan ganas de vomitar. Ellas lo ponen como chupa de dómine, le arrean puñetazos, se tapan los oídos con los dedos, pero lo escuchan y buscan su compañía. Cuando tenemos la noche libre, el Sepulturero no duerme en la guarida. Aparece por la mañana, picotea algo y se va a dormir hasta la tarde, que es cuando sale a inspeccionar los pueblos. O sea que de día estoy solo, porque no sé dormir hasta tarde. Me paso las horas muertas tumbado sobre el musgo mullido con los ojos clavados en las profundidades turquesas del cielo, por donde se deslizan borregos ingrávidos o se arrastran enormes castillos de nubarrones. Una vez me entretuve más de la cuenta en el bosque, cerca de Duszkowo. Quería bordear una aldea llamada Wygonicze para volver a la guarida. De repente, desde los confines de la espesura vislumbré a una pareja que caminaba hacia el pueblo: un muchacho jovencito y una muchacha. La silueta del muchacho me resultaba familiar. Retrocedí y me escondí detrás de un matorral. Cuando los paseantes se acercaron, reconocí a Pietrek el Filósofo de bracete con una muchacha desconocida. Nunca la había visto en el pueblo. Llevaba un vestido modesto. Tenía el pelo oscuro y unas cejas negras que contrastaban con su cara pálida.
Era muy joven, tal vez más que Pietrek. Tenía la sensación de haber visto aquella cara en algún lugar. Al principio, pensé acercarme a ellos, pero me detuve al percatarme de que la muchacha tenía gran parecido con alguien que había conocido en el pasado. Desfilaron por mi lado. Siguieron su camino, hablando a media voz. Yo no les quitaba la vista de encima y no dejaba de calentarme la cabeza. Finalmente, me acordé de la Tumba del Capitán y del fantasma… La misma cara, u otra muy parecida. La había visto en estado de delirio, se me había aparecido en la penumbra, pero había quedado grabada en mi memoria.
Los espío de lejos. No me atrevo a acercarme. Algo me retiene. Llegan a la finca Duszkowo y vuelven sobre sus pasos. Los acompaño desde lejos. Después, doy un rodeo por el bosque, los adelanto y me escondo entre las matas que crecen en la orilla del camino. Se aproximan. Oigo la voz de la muchacha:
—Escriba a Varsovia. Quizá allí tengan noticias de ellos…
—¡No señorita Irena! Todo esto no lleva a ninguna parte. Ahora quiero dirigirme a los emigrantes mediante la prensa. Pueden haberse marchado a Alemania o a Francia. Tal vez allí tengan algún conocido que sepa de ellos…
No oí la continuación del diálogo. De este fragmento deduje que Pietrek intentaba encontrar a unos parientes y hablaba de ello con la muchacha, que se llamaba Irena. Pero ¿quién era ella? Yo sabía que me enfrentaba a un enigma que no sería capaz de resolver sin la ayuda de Pietrek. Se alejaron, desapareciendo detrás de una colina.
Camino por campos de cultivo hacia el bosque donde está nuestra madriguera. En casa, Hela nos prepara la cena. Podríamos comer abajo, pero nos sentimos más a gusto en el desván, donde no hay «ceremonias». Así pues, meto la comida en un cesto, salgo de la casa y me encaramo al desván. Cuando entro, el Sepulturero me mira por debajo de los párpados entornados y finge dormir.
—¡Tío, nunca te cansas de dormir! —le digo, sorprendido.
—¿Y a ti qué te importa? ¿Qué otra cosa puedo hacer? De noche chingar y de día sobar.
—¡Levántate para cenar!
Comemos unos apetitosos huevos revueltos con lonjas de panceta, buñuelos calientes, carne guisada y col. Apuramos una botella de vodka. Después encendemos un cigarrillo. Todavía falta mucho para la puesta de sol.
—Ha venido el Rata —dice el Sepulturero—. Ha traído diez botellas de alpiste y dos mil trujas.
—¿Ha dicho algo?
—Los bisoños están quietos. Por ahora no hacen ninguna ruta. Y los Aliczuk te denunciaron diciendo que los habías atracado en el camino de Raków a Olechnowicze.
—¡No fastidies! ¡No puede ser!
—Lo ha dicho el Rata. También echaba pestes. ¡De primera!
—No pudieron reconocerme de ningún modo. ¡No dije ni mu y no me vieron ni la punta de la nariz!
—El Rata opina que lo dijeron al tuntún, por si la bofia se lo tragaba. No saben quién los desplumó, pero te denunciaron a ti, porque te tienen ojeriza. Esto es obra de Alfred… ¿Te preocupa? No querrás que alguien crea que perdieron la mercancía camino de la estación.
—¡Me la trae floja! —dije con furia—. ¡Que me denuncien! ¡Le pediré al Rata que investigue cuándo vuelven a cruzar la frontera y se lo haré pagar con las setenas!
—¡Ahora me gustas! ¡Hazlo! —dijo el Sepulturero.
—¿Qué más ha dicho el Rata? ¿Habrá curro?
—De momento, no hay nada. Ha dicho que todavía tenemos que aguantar un poco. Hasta que lleguen las noches sin luna. ¡Entonces nos pondremos a trajinar! ¡De primera!
—Me aburro…
—Pues, ve a darte un revolcón. ¡Sé de un pueblo de por aquí donde hay unas pelanduscas que no tienen desperdicio! ¡De primera!
El sol se ha puesto. Hacemos una excursión a uno de los pueblos vecinos. Nos sentamos sobre una roca, cerca de la primera casa y, desde lejos, observamos el ajetreo vespertino. Unos pastores, envueltos en una polvareda, conducen al establo un rebaño de vacas. Un campesino pasa por nuestro lado. Tiene una cabeza enorme y greñuda, y unos pies ennegrecidos y deformes.
—¡Que Dios te bendiga, Walenty! —le grita el Sepulturero.
El campesino vuelve hacia nosotros su cara sudada.
—Ah… ¡Dziakuyu![37].
Sigue caminando.
—¡Vaya ametralladora! —dice el Sepulturero.
—¿Dónde has visto una ametralladora?
—La lleva a cuestas.
—¡Es una horca!
—Es lo que digo. Una ametralladora bielorrusa: ¡hace cinco agujeros de una tacada!
—Entonces ¿cómo será un cañón bielorruso?
—Es el hacha —dice el Sepulturero—. ¡Un hachazo y hasta un caballo estira la pata!
Por el lado de los prados se acerca un grupo de mozas con rastrillos en las manos. Llevan las faldas arremangadas y las camisas empapadas de sudor. Desfilan frente a nosotros, meneando la pechuga y dejando un rastro denso de tufo a cuerpo sudado, a queso, a cebolla y a estiércol. Nos miran atentamente y siguen adelante, mimbreando las ancas con exageración.
—¡Hanka, se te ha deshecho la trenza! —grita el Sepulturero.
Una de las mozas se toca la nuca con la mano.
—No por detrás…, sino por delante —le espeta el Sepulturero.
—A xtob tiabie trasca uziala[38] —le contesta Hanka.
Las demás muchachas sonríen de oreja a oreja y muestran unas encías rosadas y un buen puñado de dientes blancos y sanos.
—Si os apetece, venid a casa de Akulina. ¡Nos divertiremos un poco! —se desgañita el Sepulturero en pos de las mozas.
—Muy bien —dice una de ellas.
Seguimos sentados sobre la piedra. Se despliega una noche cálida de primavera. Oscurece. El Sepulturero se levanta, aprieta los puños y se despereza hasta que le crujen todos los huesos.
—¡Va! ¡Ven! ¡Nos vamos a divertir! ¡De primera!
Nos adentramos en el pueblo por una calle estrecha y tortuosa. Todo lo de aquí es natural: el hedor, la mugre, el hambre… Las mujeres también: si son guapas, lo son de veras, y si son feas, lo son un rato largo. En todo el pueblo no encontrarás ni un corsé, ni una peluca, ni una dentadura postiza. Apenas una pizca de colorete, un poco de polvos y algún que otro afeite. Y eso sólo en casa de los campesinos más acomodados.