La primavera. Se habían acabado las rutas blancas y habían empezado las negras. Pero los contrabandistas iban poco al otro lado de la frontera. Las noches eran breves, los caminos impracticables. La frontera y toda la zona adyacente estaban bien vigiladas. En comparación con la temporada de oro, ahora sólo trabajaba un diez por ciento de los contrabandistas. La mercancía se pasaba al extranjero a un ritmo irregular: se elegían únicamente las noches más propicias. Las cuadrillas más antiguas habían suspendido la faena por mucho tiempo. En cambio, salían los bisoños, contrabandistas jóvenes y sin experiencia que no sabían ni jota de este oficio. Muy a menudo caían en manos de los guardias, pero enseguida los relevaban otros novatos, movidos por el afán de ganar unos rublos para la bebida.
Estuve cinco veces en el extranjero con el Cuervecillo. Seguíamos pasando «figurillas» a Polonia. Mi compañero me dijo que aquellos cinco que habíamos guiado a través de la frontera durante nuestra primera expedición eran oficiales.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.
—¡Tengo buen olfato!… He pasado por la frontera centenares de personas de toda clase. ¡En un santiamén veo quién es quién!
La tercera vez llevamos al punto de enlace a dos mujeres con dos críos y a un hombre de edad que las acompañaba. Nos dieron muchos quebraderos de cabeza. Las mujeres se cansaron enseguida, los churumbeles lloraban, y perdimos toda una jornada escondidos en el bosque para cruzar la frontera a la noche siguiente. La cuarta vez condujimos a Polonia a un sacerdote ortodoxo con su mujer y su hija. Tenían mucho miedo. El pope repetía sin cesar:
—¡Ojalá, queridos míos, todo salga como Dios manda!
—¡Con nosotros todo sale siempre como Dios manda! —le contestaba el Cuervecillo.
Además de hacerles de guía a las «figurillas», pasábamos algo de matute. Con cada viaje ganábamos entre sesenta y ciento cincuenta rublos en monedas de oro. Tras volver del extranjero, solíamos tomarnos entre dos y cuatro días de descanso antes de ponernos de nuevo en camino. El Cuervecillo era el encargado de gestionar nuestros asuntos. Adquiría el género. Y yo me quedaba en casa a la espera de su regreso, o vagaba por los bosques, que se habían cubierto de verdor primaveral y ofrecían un aspecto magnífico. Cuando volvimos del extranjero por quinta vez, el Cuervecillo bajó como siempre al pueblo, mientras que yo me fui a dormir. Mi compañero no regresó en todo el día y toda la noche siguientes. Esto me alarmó, porque me había prometido que nos veríamos aquella misma tarde. Al día siguiente, tampoco se presentó, o sea que decidí ir al punto de enlace al atardecer para averiguar qué le había ocurrido. Pero, poco antes de la puesta de sol, vino a verme el Rata. Estaba fuera de sí. Nunca lo había visto tan agitado.
—¿Qué te pasa?… ¿Dónde está el Cuervecillo?… —le pregunté.
—¡El Cuervecillo está en las últimas! ¡No sé si sobrevivirá! Se lo han llevado al hospital. El Lord está detenido…
—¿Por qué?
—¡Salió en defensa del Cuervecillo! ¡Palurdos! ¡Canallas! ¡Paletos! —maldecía el Rata.
Por su relato caótico, me enteré de lo que voy a contar a continuación. El día anterior, a eso de las doce, el Cuervecillo y el Lord habían ido a echar un trago a la taberna de Ginta. No había allí ninguno de nuestros muchachos. El salón estaba hasta los topes de bisoños. Borrachos, armaban una bronca detrás de otra. Bebía con ellos Alfred Aliczuk, que negociaba algún trato. Cuando el Cuervecillo y el Lord se sentaron junto a la mesa del rincón, los bisoños empezaron a tocarle las narices al Cuervecillo. Los azuzaba Alfred, que nunca le había perdonado el botellazo de aquella memorable noche en la casa de Saszka. Uno de los bisoños, completamente trompa, le lanzó un trozo de arenque en la cara. El Cuervecillo se le tiró encima y le arreó un mamporro. Otros novatos acudieron en ayuda de su compañero. Se armó un bochinche. Luchaban a puñetazo limpio, a botellazos y golpes de silla. Algunos de los bisoños sacaron las navajas. Tumbaron al Cuervecillo en el suelo. Entonces, el Lord desenfundó el revólver. Disparó repetidas veces al aire para acoquinarlos y, cuando cundió el pánico, arremetió con una silla contra los novatos que huían. Hirió de gravedad a dos. Lo arrestaron. El Cuervecillo recibió muchos navajazos. Alfred huyó apenas empezó la zapatiesta.
El relato me impresionó muchísimo.
—¿Y ahora, qué? —le pregunté al Rata.
—Que me aspen si lo sé. El Cuervecillo está malherido. Dudo que salga de ésta. ¡Y al Lord le caerá una buena castaña por tenencia ilícita de armas y por lesiones graves!
—¡Mal asunto!
—¡Malo! —confirmó el Rata.
—¡Los dos nos hemos quedado sin trabajo al mismo tiempo! Porque el grupo del Lord se ha ido al traste.
Pensativo, el Rata tardó mucho en contestarme. Después dijo:
—¡Esto se verá!
El Rata dio una patada en el suelo. Apretaba los puños.
—¡No se lo perdonaré nunca!… ¡Jamás!… ¡Y a ese Alfred, tampoco! —decía mi compañero, intentando dominar la ira.
Calló y se quedó durante un buen rato con la mirada clavada en el infinito.
—¿Tienes vodka? —preguntó.
—Queda un poco.
—¡Tráemelo! ¡Canallas! ¡Hijos de mala madre! —volvió a imprecar el Rata.
Traje una botella de vodka. Mi compañero apuró de una sentada casi la mitad, después encendió un cigarrillo y, escupiendo a diestra y siniestra, dijo:
—Tú tranquilo. No te preocupes. Saldremos adelante y todavía le echaremos una mano al Lord. Y ahora hay que mandar a la madre del Cuervecillo a ver a su hijo. ¡Vamos a buscarla!
Entramos en la casa. El Rata le contó a la madre del Cuervecillo a grandes rasgos la historia del incidente de su hijo. La anciana se vistió en un decir Jesús y salió de casa acompañada del Rata. Al despedirse, el Rata me dijo:
—No te alejes demasiado. Cuando arregle mis asuntos en el pueblo, vendré a buscarte.
Volvió al día siguiente, al atardecer. Ya iba ajumado. Me saludó cordialmente y lanzó:
—¡Bueno, compañero! ¡A trabajar! ¡Les aguaremos la fiesta!
—¿A quién? ¿De qué me estás hablando?
—A los novatos. ¡No les dejaré pasar ni un miserable alijo! Haré que caigan todos sin excepción. Pero, ojo, ¡no podemos aflojar las tuercas!
—¿Dónde está el Cuervecillo? —le pregunté al Rata.
—Lo han trasladado al hospital de Vilnius. Van a operarlo. Su madre ha ido con él.
—¿Y el Lord?
—Lo han mandado a Iwieniec. Al juez de instrucción.
—¿A qué trabajo te refieres?
—¡Por ahora, basta! Éste es un tema para una conversación más larga. Después te lo explicaré todo con detalle.
Apuramos una botella de vodka y el Rata empezó a hablar:
—Mientras en la frontera sólo trabajaban los nuestros, todo iba sobre ruedas. Después, aparecieron los bisoños. Faenan por cuatro duros. ¡Se pisan uno al otro! Se denuncian mutuamente. ¡Dirías que no son contrabandistas, sino una pandilla de palurdos! ¡Sus maquinistas también son unos charranes! Ni siquiera los salvajes quieren tratos con ellos. ¡Le pidieron al Siluro que les hiciera de maquinista y él les contestó que prefería pasar hambre o servir en una casa judía a hacer negocios con un hatajo de animales! El Buldog les contestó lo mismo. Antes, el contrabandista era todo un señor, y ahora es un macarra, un canalla y un hampón. ¡Ahora, por una botella de aguardiente, un novato bardearía hasta al tío más legal! ¡Es lo que le han hecho al Cuervecillo por lo de Alfred! ¿Sabes qué se me acaba de ocurrir?
Yo estaba intrigado por aquel sermón del Rata, o sea que le interrumpí:
—Quisiera saber de una vez qué te ronda por la cabeza.
—Quiero atacar a las cuadrillas de bisoños para desplumarlos. Si esto se repite, los mercaderes dejarán de suministrarles el género. ¿Comprendes?
—¿Y cómo vas a saber por dónde pasan?
—Me enteraré a través de sus maquinistas, de boca de los muchachos de la propia cuadrilla, o bien los espiaré. ¡Yo me apaño! ¡Daremos el golpe aquí, en la zona fronteriza, o todavía mejor, en la Unión Soviética!
El Rata me explicaba con un entusiasmo creciente cómo pensaba llevar a cabo su propósito. Yo asentía a todo y, de vez en cuando, metía baza. Poco antes de marcharse, mi compañero me dijo:
—¡Esta chusma nos ha dejado sin los mejores muchachos y sin trabajo! ¡Pero nos las pagarán!
Al cabo de unos días volvió de Vilnius la madre del Cuervecillo. Su hijo había muerto en el hospital, y tanto la madre como la hija lloraron su pérdida a lágrima viva. Al verlas tan desesperadas, sentía cada vez más odio hacia los bisoños. Esperaba el regreso del Rata con impaciencia, pero él se había metido Dios sabe dónde y yo ya empezaba a temer por si le había ocurrido alguna desgracia. Finalmente, vino pasados unos días. Me saludó con alegría:
—Ya hace tiempo que habríamos puesto manos a la obra, pero no encontraba a nadie adecuado para completar el trío. Y que no lo conocieran los novatos.
—¿Lo has encontrado?
—¡Cómo no! ¡Pero tuve que ir a buscarlo hasta Radoszkowicze!
—¿Quién es?
—Janek el Sepulturero. No lo conoces. Es un tío legal, de toda confianza. Y muy valiente. Igual sirve para un barrido que para un fregado. Y no es nada roñoso… ¿Sabes dónde lo he dejado?
—¿Dónde?
—En casa de Pietrek el Filósofo. Esta noche traeremos aquí un montón de cosas. Yo viviré en el pueblo y estaré al tanto de lo que pasa, y vosotros dos aquí… Hay que hablar con la madre del Cuervecillo.
Llamamos a la vieja para preguntarle si aceptaba tenernos en casa y si la podíamos convertir en un punto de enlace. Accedió con alegría. El Rata le dijo que le pagaríamos bien.
—¡Aunque no me pagarais! —dijo la anciana—. Erais sus amigos… ¡Ésta es vuestra casa! —Y se puso a llorar.
—No llore, madre —le dijo el Rata—. La vida no ha terminado… No hay que desesperar. Va a sacar una buena tajada del punto de enlace. Si hay suerte y podemos trabajar bastante tiempo, reunirá una buena dote para Helcia.
Me había olvidado de decir que Karo, el perro del Cuervecillo, murió en la reyerta con los novatos. Se les echó encima en defensa de su amo. Les desgarró las manos, las piernas y la cara. Pero uno de los novatos, que yacía en el suelo, lo abrió en canal con un cuchillo. También me había olvidado de decir que Julek el Loco había muerto en el hospital de tuberculosos. Me lo comunicó Pietrek el Filósofo a través del Rata.
Por la noche, vino a verme el Rata acompañado de Janek el Sepulturero. Era un hombre de media estatura, bastante corpulento y muy astuto. Tenía un pelo rubio que le clareaba por delante formando una calvicie de considerable tamaño. Sonreía a menudo y entornaba sus ojos grises y penetrantes. Debía de tener cuarenta tacos. Solía frotarse las manos diciendo: «¡Esto está hecho!… ¡De primera!» Mis compañeros habían traído dos grandes paquetes. Los desenvolvimos en el desván, donde teníamos nuestro escondrijo y desde donde era fácil escabullirse por el tejado del granero sin despertar a la madre del Cuervecillo ni a su hermana Helcia. En caso de peligro, desde allí se podía huir a través de unos agujeros abiertos en el tejado expresamente para esta eventualidad. Y el bosque nos rodeaba por todos los lados. Dentro de los paquetes, había una gran cantidad de ropa y los utensilios necesarios para una caracterización no demasiado complicada. Después de guardarlo todo, celebramos un consejo.
—Tenemos pocas armas —dijo el Rata—. Dos pipas para tres. Pero mañana habrá más.
—¿De dónde las has sacado? —le pregunté.
—¿De dónde? —El Rata sonrió y dijo—: Ya te enterarás. ¡Mañana hacemos nuestro primer trabajo!
El Sepulturero se frotó las manos:
—¡Esto está hecho! ¡De primera!
—¿A quién vamos a limpiar? —le pregunté al Rata.
—¡A los Aliczuk! —contestó en un tono solemne.
—¡A otro perro con ese hueso! —No me lo podía creer.
—¡Que me ahorquen si…!
—¿Dónde los limpiaremos?
—A la altura del puentecillo, justo enfrente de Wielkie Sioo. Pasarán por allí con el género…
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé y punto. Pasan por allí cada cuatro o cinco viajes… Y ahora toca… Y que salen mañana lo sé de boca de un judiazo. ¡Un tío legal!
—¿Hablas de Josek el Ansarero?
—Sí.
—¡Pero los Aliczuk van todos empalmados, y nosotros tenemos sólo dos fuscas para los tres!
—¡Por eso seremos los primeros en descargar la artillería! Así conseguiremos más armas. Lo he calculado todo —dijo el Rata.
Ultimamos los detalles de nuestra expedición del día siguiente. A continuación, el Rata se despidió y volvió al pueblo, mientras que el Sepulturero y yo nos acostamos.
El atardecer era oscuro y silencioso como el día en que fui por primera vez al otro lado de la frontera con Józef Trofida. Ahora me hallaba en el mismo lugar, pero no me agazapaba en una zanja con todo un grupo de contrabandistas y no cargaba con ninguna portadera. Como ya dije al comienzo de este relato, el camino pasaba por un alto terraplén. Por debajo, había un desagüe de unos cuantos metros de largo que se llenaba durante las inundaciones de primavera. Los Aliczuk tenían que meterse en aquel desagüe y esconderse allí un rato para tomar aliento. Así actúan casi todos los grupos que siguen esta ruta. Lo sabíamos muy bien. Cuando llegamos al sitio, examinamos con atención el terreno. Por el lado de Pomorszczyzna, se extendían tierras negras de labor con anchos surcos entre caballón y caballón. Por aquel lado, no había manera de esconderse cerca de la entrada del desagüe. Al otro lado del terraplén, el de la frontera, se extendía un prado que formaba una cuña estrecha. Aquí tampoco encontramos ningún sitio lo bastante bueno para escondernos cómodamente con la entrada del desagüe en nuestro campo de visión. Entonces, lo organizamos así: en ambas caras del terraplén, por encima del desagüe, cavamos dos agujeros alargados de veinticinco centímetros de profundidad. El Sepulturero y yo nos tumbamos en el agujero que daba a la parte de Pomorszczyzna. El Rata se colocó en el lado de la frontera. Por debajo teníamos el desagüe y bastaba con levantar la cabeza para poder observar su entrada. Comprobamos si quedábamos bien escondidos. A continuación, nos metimos en el desagüe para fumarnos algunos cigarrillos y volvimos a ocupar nuestras posiciones. El tiempo se arrastraba lentamente. Muchas veces tuve la sensación de oír los pasos de gente que se acercaba desde Pomorszczyzna e incluso me pareció ver sus siluetas oscuras, pero aquello no eran más que imaginaciones mías. Mi mano derecha agarraba la parabellum y la izquierda, la punta de una cuerda cuyo otro extremo sostenía el Rata, tumbado en el lado opuesto del terraplén. Si veía a alguien cerca del desagüe, yo tenía que tirar de la cuerda una vez, y, en caso de que se metieran dentro, tres veces. Entonces, el Rata saltaría hasta la desembocadura del canal y encendería una linterna, dirigiendo el haz de luz hacia dentro, mientras que el Sepulturero haría otro tanto desde nuestro lado. La otra parte del trabajo estaba planeada hasta el último detalle, y todo el mundo sabía muy bien lo que tenía que hacer. El Rata y yo debíamos mantener la boca cerrada y abrirla sólo en casos excepcionales. Teníamos que ser muy lacónicos y desfigurar la voz. Esto era particularmente importante para el Rata, que todavía no era un proscrito y que, si seguía viviendo en el pueblo, podría reunir toda clase de información necesaria. El Rata llevaba una chaqueta con el cuello alzado y una gorra de ciclista con una gran visera. Había adornado su rostro con un enorme bigote postizo y ofrecía un aspecto cómico. Yo también gastaba un mostacho negro pegado con cola.
La espera se me hace eterna. Yazgo escondido junto al Sepulturero de cara a Pomorszczyzna y pienso en muchas cosas. No muy lejos de aquí, cerca de la frontera, está la Tumba del Capitán. Levanto la cabeza y miro por encima del terraplén en aquella dirección. Pero no veo nada en la oscuridad que arropa el terreno. En algún lugar, ladra un perro. Intento adivinar dónde. «Por allí viene alguien». En Pomorszczyzna arden hogueras. Hay unas cuantas. Cuando las miro durante un rato, me parecen cambiar de sitio. Pasan las horas. No hay nadie. Miro las saetas fosforescentes del reloj. Son casi las once. De repente, oigo un sonido confuso, como si alguien tropezara con el tacón en una piedra. Miro hacia la derecha y aguzo el oído. Me parece captar el eco de unas pisadas. Después, todo se apacigua. Una quimera. «Tal vez hoy no hayan salido o hayan escogido otra ruta.» De golpe, oigo con toda claridad un ruido de pasos. «¡Ya vienen!», pienso con alegría. «¡Seguro que son ellos!» Me incrusto en la tierra con todo mi cuerpo y sólo levanto la cabeza a fin de penetrar con la mirada el terreno sumido en las tinieblas. Pero hace una noche tan oscura que el oído presta mejor servicio que la vista, y capta, cada vez más nítidos, los pasos de aquella gente. Le doy un codazo al Sepulturero, señalando con el cañón de la parabellum la zona de la sombra donde resuenan. Él aguza el oído durante un buen rato y asiente con un gesto de cabeza. Noto que prepara la linterna y la siria (faca en mano, registrará a los Aliczuk dentro del desagüe). Ahora oigo muy bien los pasos que se acercan. Entonces, le doy un tirón a la cuerda. El Rata me responde con una sacudida ligera. Está alerta… Los pasos van acercándose. Sé que no pueden ser los «caravinagres», porque de aquí a la frontera hay un buen trecho. Así que deben de ser los Aliczuk u otra cuadrilla de contrabandistas. De repente, a unos diez pasos, veo con claridad una silueta que emerge de las tinieblas. Y, a su espalda, avanza otra. Agacho la cabeza para que los contrabandistas no puedan verme la cara.
Son cinco. Alcanzan el terraplén. Se detienen cerca del canal. Permanecen inmóviles durante un buen rato y, a continuación, uno de ellos sube corriendo por la vertiente escarpada y pasa al otro lado. No me lo esperaba. «¿Esto qué es? ¿No piensan meterse en el canal?» Miro a los cuatro hombres que se han quedado al pie del terraplén y la entrada del desagüe. Nos rodea el silencio. «Quizá quieran inspeccionar el otro lado del terraplén y del canal.» No me equivoco. Al cabo de un rato, veo emerger del desagüe a unos cuantos metros de mi posición a una figura tenebrosa con el rectángulo gris de la portadera a cuestas. Oigo un ligero: «¡Sst, sst!», y las cuatro siluetas se dirigen a lo largo del terraplén hacia la entrada del canal. El corazón me late de alegría en el pecho: ¡todo va que chuta, tal como habíamos previsto! Los Aliczuk, muy agachados, se meten dentro del canal. Entonces, le doy tres enérgicos tirones a la cuerda y el Rata se pone en pie de un salto. En cuatro zancadas desaparece detrás del terraplén. El Sepulturero se precipita por nuestro lado. Lo sigo. Las linternas, una en la entrada y la otra en la salida del canal, se encienden casi al mismo tiempo. Inundan el interior de rayos deslumbrantes. Después, oigo la voz fría y tranquila del Sepulturero.
—¡Manos arriba! ¡Venga! ¡Y no quiero oír ni mu! ¡De primera!
«¡Diantres!», pienso. «¡Sí que es una buena pieza!»
Enciendo mi linterna, mientras el Sepulturero, con la reluciente siria en la mano derecha, empieza a avanzar encogido. El Rata y yo seguimos iluminando el interior del canal. Nos hemos desabrochado las chaquetas y tapamos la entrada y la salida del desagüe para que, de lejos, no se vea el titileo de las linternas. El Sepulturero registra al primero de la fila. Reconozco a Albin. Le saca del bolsillo un revólver, los cargadores y algo más que no puedo identificar ya que estoy demasiado lejos. Se lo mete todo en los bolsillos. Después, registra a Adolf. Lo soba de la misma manera y le requisa el arma. El tercero es Alfons. Detrás de él, Ambroy. Y, finalmente, Alfred. Dice algo. No lo oigo bien. Resuena la respuesta del Sepulturero: —¿Qué con qué derecho? ¡Porque me da la real gana! ¡Y si además me da la gana de partirte los dientes y pincharte con el churi, también lo haré! ¿Entendido?
El Sepulturero acaba de registrar a los Aliczuk. A continuación, les dice:
—¡Soltad las portaderas! ¡Con garbo, si no queréis que os ayude yo!
Ahora, el Sepulturero lleva en la mano izquierda la linterna y, en la derecha, la parabellum que le ha quitado a Alfred. Los hermanos se libran rápidamente de las portaderas. Entonces, el Sepulturero dice en voz alta:
—¡Y ahora, hacia la frontera! ¡Venga! En fila india… Yo iré a la cola. Quien vuelva la cabeza, recibirá una pastilla… para purgar la conciencia. ¡Arriba! ¡Esto está hecho! ¡De primera!
El Rata apagó la linterna y destapó la entrada. Uno tras uno, los Aliczuk salieron del canal y se dirigieron hacia los campos. El Sepulturero los seguía. El Rata se metió en el canal y empezamos a sacar afuera las portaderas. Pesaban mucho. Las até de dos en dos. Dos para el Sepulturero y dos para mí, dejando sólo una para el Rata, que era el más débil de los tres. Esperábamos a que volviera el Sepulturero.
—¡Los ha pasado por la piedra! —le dije al Rata a media voz.
—¡Es gato viejo! ¡Un bandolero nato! ¡Sé con quién me juego los cuartos! ¡Hay pocos como él en la frontera!
Pronto oí unos pasos ligeros y el Sepulturero bajó corriendo por el terraplén.
—¿Dónde los has dejado? —le preguntó el Rata.
—Les he hecho andar medio kilómetro. Tal vez hasta la misma frontera… No lo sé, no conozco estos parajes. Y después yo, a la chita callando, marcha atrás… Tienen un canguelo… Caminarán así hasta Moscú. Piensan que les sigo pisando los talones.
Regresamos a nuestra madriguera. En el desván, a la luz de la linterna, el Sepulturero fue sacando las cosas que les había robado a los Aliczuk. Había allí cinco hierros —tres parabellum y dos nagan—, cinco linternas y un buen puñado de cartuchos y cargadores de recambio. Además, unas cuantas carteras. El Rata las examinó. Contenían una cierta cantidad de dinero polaco y soviético; y también dólares. No encontramos documentos de ninguna clase. Los contrabandistas no llevan carné de identidad cuando salen a trabajar.
—¿Sabes qué? —dijo el Rata—. La mitad de este dinero se lo daremos a la madre del Cuervecillo y la otra se la mandaremos al Lord al talego. Al fin y al cabo, ambos han sido víctimas de esa chusma. ¡Que saquen por lo menos algún provecho!
—Hasta de una oveja roñosa se puede sacar una vedija —dijo el Sepulturero.
—Y el género y las pipas serán para nosotros.
Desenvolvimos las portaderas. La mercancía era cara: charol, gamuza, botones franceses de nácar, batista y medias de seda. Todo de la mejor calidad.
—¡Válgame Dios! ¡Nos hemos llevado una buena tajada! —dijo el Rata.
—¿Dónde lo vas a colocar? —le preguntó el Sepulturero.
—¡Qué sé yo! ¡Conozco un sitio, pero perderíamos un buen pico!
De repente, se me ocurrió una idea.
—¿Sabes qué? —le dije al Rata—. ¿Y si llevamos el alijo a la casa de Bombina? Ya hace tiempo que está en libertad y ya habrán echado tierra a aquel asunto.
—¡Qué gran idea! —dijo el Rata—. Aquí, tendríamos que darlo todo casi de balde. Y allí ganaremos el cien por cien. Además —me hizo un guiño—, verás a tu Bombina. ¡Suerte que has pensado en ella!
Decidimos, pues, aprovechar las noches sin luna para llevar al otro lado de la frontera la mercancía que les habíamos quitado a los Aliczuk. El Rata bajó al pueblo y el Sepulturero se quedó conmigo en la guarida.