La noche era oscura. Soplaba un viento cálido del oeste. El cielo estaba sembrado de miles de estrellas. A oscuras, los ojos sólo eran capaces de distinguir dos trasfondos: el negro del cielo punteado con las chispas de las estrellas desparramadas por doquier, y el blanco de la nieve manchado aquí y allá por los contornos de los árboles y matorrales. El campo estaba cubierto por la papilla aguada y gris de la nieve medio fundida, en la que los pies se hundían hasta el tobillo o resbalaban en todas direcciones. Esto hacía la caminata más difícil. En algún que otro lugar, la nieve que se había fundido durante el día formaba charcos. Por la noche, el frío los revestía de hielo, configurando así infinitas pistas de patinaje para el viento cálido del oeste. Y cuando éste se hartaba, deshacía el hielo con su aliento tórrido y fruncía los charcos con las minúsculas escamas de las olas.
Al cerrar la noche, el Cuervecillo y yo salimos de la casa, dirigiéndonos al bosque. Bajo las chaquetas llevábamos las «alforjas», una especie de enormes chalecos de lona de doble fondo, donde escondíamos la mercancía. El trabajo principal del Cuervecillo era guiar «figurillas» a través de la frontera, pero aprovechaba los viajes para pasar matute. No solía llevar consigo mucha mercancía para no limitar su libertad de movimientos. Llevábamos las alforjas repletas de agujas de sastre, de agujas de gramófono y de leznas de zapatero y de talabartero. Además, ambos cargábamos con unas cuantas decenas de navajas de afeitar. Caminábamos por el bosque cerca de la barraca del Cuervecillo. El perro, Karo, iba a la cabeza. En un lugar, el Cuervecillo se encaramó a la rama de un enorme tilo y sacó de un agujero del tronco un revólver. Era un nagan ruso de los que utilizan los oficiales, de repetición automática. Entonces le mostré mi parabellum.
Después, fuimos a través del bosque hacia el este. Karo corría adelantado.
—¿Pasas la frontera con el perro? —le pregunté al Cuervecillo.
—Sí. Karo la conoce mejor que yo. Es de confianza. Éste es el tercer año que trabajamos juntos.
Al oír su nombre, el perro se nos acercó, se detuvo y miró al Cuervecillo a los ojos.
—¡Anda! ¡No te pares! —le dijo el contrabandista.
El perro volvió a adelantarse una docena de pasos. Llegamos a los confines del bosque. Vi un gran espacio abierto. La frontera estaba a tres kilómetros, y unos doscientos pasos nos separaban del camino que une Woma con Raków. Nos sentamos sobre el tronco de un árbol caído. Esperábamos a que oscureciera más. Vaciamos una botella de vodka y nos fumamos algunos cigarrillos. Después, en cuanto oscureció del todo, nos dirigimos lentamente a campo traviesa hacia la frontera. Nos habíamos untado las botas con grandes cantidades de aceite de ricino para que no se empaparan de agua. Cerca de la frontera, descansamos un cuarto de hora con los oídos bien abiertos. Karo tomó la delantera. Lo seguimos. La nieve crujía profiriendo un sonido amortiguado. Pronto alcanzamos la frontera. La reconocimos por la gran cantidad de huellas que atravesaban la blancura de la nieve de sur a norte y viceversa. El camino era muy pesado. Hundirse continuamente hasta las rodillas y tener que sacar los pies de aquella espesa masa nívea era agotador. De golpe, el Cuervecillo se detuvo. Me acerqué a él.
—¿Qué ocurre?
—¿Te atreves a arriesgarte? —me preguntó en vez de contestar a mi pregunta.
—¿De qué se trata?
—Si te atreves, podemos ir por el camino. Yo a menudo voy por caminos.
—De acuerdo —dije—. Vayamos por el camino.
—Y si tropezamos con un demonio… —El Cuervecillo blandió su nagan.
Dicho y hecho: enfilamos el camino. Estaba lleno de baches y de agujeros dejados por las pezuñas de los caballos. De vez en cuando, lo cortaban anchos charcos. Pero, a pesar de ello, andar por allí era más fácil que por campo abierto. Por lo menos, los pies no se hundían en la nieve. A cambio, era muy resbaladizo. A lo lejos, vislumbramos las luces de un pueblo. Nos llegaron los ladridos de los perros. El Cuervecillo se detuvo.
—¿Atravesamos el pueblo o damos un rodeo?
—¿Hay «caravinagres» por allí?
—No… Al menos, antes no había ninguno…
—Pues, crucemos el pueblo.
Pronto atravesamos un arroyo por una pasarela para entrar en un gran pueblo que se extendía a ambos lados de una calle muy estrecha, trazando un ancho semicírculo. La nieve que cubría la calle era gris, casi negra, y en muchos sitios se mezclaba con el lodo. Avanzábamos a buen paso. A derecha y a izquierda, en las ventanas minúsculas de las casas agazapadas a la vera del camino, titilaban unos miserables reflejos amarillos. Aquí y allá, en los patios, se oían voces humanas. Parecían voces excitadas y llenas de ira. En la mayoría de los casos, mascullaban maldiciones. En un lugar, el Cuervecillo se acercó a una valla y arrancó una estaca. Probablemente, lo hizo porque había oído aullar a unos perros. Karo ya no corría delante de nosotros, sino que se mantenía muy cerca. Todavía dejamos atrás unas cuantas casas. En cuanto llegamos al centro del pueblo, nos rodearon unos perros que empezaron a ladrar. El Cuervecillo los ahuyentó a golpes de estaca. Siguieron ladrando y nos perseguían, pero a una distancia prudente. Karo iba tranquilo en cabeza. De repente, por la puerta de un patio salieron dos hombres. Cuando nos acercamos a ellos, nos iluminaron con una linterna de bolsillo. Se oyó una voz:
—¡Eh, vosotros! ¿Se puede saber adónde vais?
—¡No es asunto tuyo! —contestó el Cuervecillo.
—Soy el secretario del Volispolkom[35].
—Me alegro. ¡Pues, vete a tu Volispolkom y duerme la mona, porque vas trompa!
—¿Qué has dicho?
—Nada. ¡Apártate!
El Cuervecillo quería pasar, pero el secretario del Volispolkom lo agarró por el brazo. Entonces, el Cuervecillo le asestó un garrotazo en la cabeza. En aquel mismo momento, Karo se abalanzó sobre la garganta del secretario. El otro hombre quiso darse el bote, pero le eché la zancadilla y se cayó en el fango. El Cuervecillo los zurró con la estaca. Los gritos despabilaron las calles. En la oscuridad, relampaguearon unos fuegos. Dejamos a los dos hombres tendidos en el suelo y retomamos precipitadamente nuestro camino. Entonces, se desgañitaron de una manera espeluznante:
—¡A por ellos! ¡A por ellos! ¡Ladrones! ¡Bandidos! ¡A por ellos!
En las tinieblas, retumbaron unos pasos que se acercaban a todo correr. Lancé un haz de luz de mi linterna hacia atrás y vimos a una docena de hombres que nos perseguían con garrotes en la mano.
—¡Va, suéltales una traca! ¡Que se diviertan! —dijo el Cuervecillo.
Les mandé un puñado de balas de mi pipa. Oí unas pisadas aún más fuertes, pero ahora ya no se acercaban, sino que se alejaban a gran velocidad.
—¡Les ha dado por correr los cien metros lisos! —dijo el Cuervecillo.
Aceleramos el paso. Al salir del pueblo, abandonamos el camino para continuar a campo traviesa. El Cuervecillo sospechaba que el secretario iba a llamar por teléfono al pueblo vecino, donde estacionaba una guarnición de zagraditelnyi otriad[36]. O sea que podíamos esperar una batida. Reiniciamos la larga y pesada caminata a través de los campos de labor. Resultaba particularmente difícil avanzar sobre las glebas por estar la tierra aún helada y cubierta por una costra de escarcha que no ofrecía a los pies un apoyo lo bastante firme. Al cabo de mucho rato, salimos de aquel terreno resbaladizo y volvimos al camino para hacer unos cinco kilómetros más. Después, doblamos a la derecha y, a campo traviesa, alcanzamos un bosque.
A las cuatro de la madrugada llegamos a un caserío solitario. El Cuervecillo hizo pasar primero al perro, mientras nosotros avanzábamos poco a poco hacia las edificaciones. Nada delataba la presencia de forasteros. Con las armas en la mano, nos acercamos a una ventana que daba al camino y que no estaba protegida con postigos. El Cuervecillo la iluminó con la linterna. Entre una cortina blanca y el batiente, vi una maceta con geranios, la señal convenida de que en el caserío todo estaba en orden y no había gente extraña. El Cuervecillo golpeó el cristal con los nudillos. Durante un buen rato no hubo ninguna respuesta. Cuando, tras dejar que pasaran unos minutos, volvió a llamar con más insistencia, se oyó en el interior una voz femenina:
—¿Quién va y qué desea?
—¡Abre, Stasia! —respondió el Cuervecillo.
—¡Espera! ¡Ya voy!
—¡No tienes que vestirte, así también te reconoceré!
Al cabo de un rato, alguien descorrió la cortina y quitó la maceta. El Cuervecillo se subió al alféizar, saltando con gran agilidad, y se coló en la casa por la ventana. Seguí su ejemplo. El muchacho llamó al perro y Karo también entró por la ventana. Estábamos en una cocina. En un primer momento, a oscuras. Stasia salió corriendo de la casa para cerrar los postigos.
—¿Geniusia, todavía no estás durmiendo? —preguntó el Cuervecillo—. Podrías hacerme sitio a tu lado para que me caliente sobre la estufa… Entre tus muslos cálidos…
—¡Y un cuerno, granuja! Sube aquí y verás cómo te arderán las orejas. ¡Qué te has pensado! ¡Ajo y agua!
Oigo una risotada. Vuelve Stasia y enciende la lámpara de la mesa. El lado izquierdo de la cocina está ocupado por una gran estufa. Por un lado la tapa una cortina larga y floreada a través de la cual unos ojos inquisidores nos lanzan miradas curiosas. Nos libramos de las chaquetas y, acto seguido, de las alforjas. Sacamos de los bolsillos cuatro botellas de alcohol. La puerta se abre y entra en la cocina una mujer de unos cuarenta años, alta y corpulenta. Parpadea deslumbrada por la luz y se rasca las nalgas. Lleva una bata rosa, holgada y desteñida, y unas zapatillas que dejan entrever unos pies desnudos. Es Marianna Zych, la propietaria del caserío y madre de seis hijas. En el caserío no había hombres, si no contamos a un jornalero corto de entendederas llamado Onufry que tenía la misma edad que su ama y vivía allí desde hacía más de diez años. Le habían dado un techo para que cuidase de los caballos y fuese al bosque a por leña. El resto de los trabajos de la finca los hacía con sus propias fuerzas la «brigada femenina», como la llamaba el Cuervecillo. La finca no era muy grande y las mujeres se las arreglaban sin problemas. La madre del Cuervecillo era una parienta lejana de Marianna.
Marianna Zych regentaba aquel punto de enlace a medio camino entre Nowy Dwór y Piotrowszczyzna, al sudoeste de Minsk. Los intermediaros buscaban en la ciudad a personas que quisieran pasar clandestinamente de la Unión Soviética a Polonia. A cambio de una retribución astronómica, las llevaban al punto de enlace de Marianna y, desde allí, el Cuervecillo las guiaba a través de la frontera. Aquél era el tercer año que se dedicaba a este negocio sin renegar no obstante del contrabando.
Vaciamos las alforjas y Marianna, con la ayuda de Stasia, su hija mayor, clasificó e inventarió la mercancía. A continuación, se puso a echar números con el Cuervecillo (solían hacer estas cosas en un decir Jesús). El precio de todo el alijo se fijó en trescientos setenta dólares. A mí me tocaron veinte.
Más tarde, Stasia y Marianna nos prepararon el desayuno. Después de desayunar, el ama dijo:
—Bueno, muchachos. ¡Subid al desván a dormir!
—¡Y un cuerno! —gritó el Cuervecillo—. ¿Al desván? ¡Prefiero dormir sobre la estufa!
Saltó a la repisa. Desde allí se zambulló bajo la cortina y se subió arriba. Se oyeron gritos, chillidos y risas.
—¡Fuera de aquí! ¡Sinvergüenza!
Enseguida, el Cuervecillo saltó de la estufa al suelo, perseguido por una lluvia de puñetazos. Acto seguido, cogimos dos zamarras largas y, acompañados de Marianna y Stasia, que llevaba una lámpara de queroseno, fuimos al zaguán donde había una escalera que conducía al altillo. El Cuervecillo se encaramó y llamó al perro. Karo subió con mucha maña por los peldaños de la escalera. Una vez en el desván, Marianna nos dijo:
—¡No encendáis las linternas y no provoquéis un incendio!
—Bueno, bueno —contestó el Cuervecillo.
Medio desván estaba ocupado por gavillas de paja hacinadas hasta el techo. El Cuervecillo sacó unas cuantas por un lado y me mandó meterme en aquel agujero. Karo me siguió. Entonces, el Cuervecillo volvió a colocar las gavillas de paja en la entrada de aquel túnel para camuflarla. Stasia, que había subido al desván detrás de nosotros, le echó una mano desde fuera. Adentro, había un espacio vacío bastante grande donde podían esconderse hasta diez personas. La pequeña claraboya del tejado estaba tapada con un retazo de un pañuelo negro de lana. Era una posible vía de escape en caso de peligro. Improvisamos una yacija cómoda y pronto conciliamos el sueño.
Cerraba la noche. El Cuervecillo y yo, acompañados de Marianna, que vestía una larga zamarra amarilla y unas botas de badana de caña alta, nos dirigíamos al bosque cercano. Marianna llevaba en la mano un largo bastón que le servía para apoyarse mientras caminaba. Karo iba a la cabeza.
—¿Cuántos son? —preguntó el Cuervecillo.
—Cinco —contestó Marianna.
—¿Qué clase de gente?
—No lo sé. Yo no les pido los papeles. ¡Pero no son de fiar! ¡Más vale que te andes con cuidado!
—¿Por qué dices que no son de fiar?
—¡Porque son demasiado bien educados! Continuamente dicen: «lo que usted diga, señora…», «ahora mismo, señora…». Tienen que ser nihilistas o intelectuales…
Caminábamos por el bosque. De improviso, apareció una casita. De ella salió un anciano de pelo blanco. A pesar de su edad provecta, era un torbellino y gesticulaba con viveza mientras hablaba con el Cuervecillo y Marianna.
—¡Hola, Hongo! ¿Cómo van las cosas? ¿Todo bien?
—¡Y tanto! ¡Y tanto!… ¡Como siempre!…
—¿Les has llevado la comida?
—¡Cómo no! ¡Cómo no!
—Pues, ¡vamos a verlos!
Nos adentramos en un bosque espeso. Tras una breve caminata vi la techumbre de una bodega excavada en la tierra. En la parte anterior, había un escotillón cerrado con un candado de hierro, todo cubierto de orín. El Hongo no se acercó al escotillón, sino que dio la vuelta a la techumbre y sacó unos tablones de la parte trasera. Después, se inclinó y dijo:
—¡Salid! ¡Es hora de ponerse en camino!
Unos individuos salieron a la superficie. Cada uno llevaba una ropa distinta, pero cuando los miré de cerca, noté que todos tenían en la cara la misma expresión indefinible donde la atención de un investigador se mezclaba con la mirada fría de un campeón de boxeo, con la ingenuidad de un niño, con la curiosidad de un hombre que se enfrenta a unos personajes extraños a quienes tiene que confiar su vida y, finalmente, con la tristeza tierna de una persona tranquila y resignada a todo. Llevaban chaquetas y paltos raídos. Dos de ellos calzaban botas, los demás, zapatos. Uno estaba tocado con un casquete militar llamado popularmente «grano de cebada», otro con una gran gorra con orejeras, dos llevaban montera y el quinto lucía un enorme chacó de pieles. Esta indumentaria no cuadraba con ellos. Lo noté enseguida. Parecían militares o deportistas andrajosos. Sus movimientos eran racionales y ágiles. Tenían la espalda recta. Al salir del subterráneo, uno de ellos saludó a Marianna:
—¡Le presento mis respetos, señora! ¿Hoy es cuando comienza la travesía?
—Sí. Estos dos —la mujer nos señaló con la mano— os van a conducir al otro lado de la frontera hasta el próximo punto de enlace.
Todos nos lanzaron una mirada llena de curiosidad. En sus ojos se podían leer la alegría y el miedo. Tal vez les sorprendiera ver a dos muchachos tan jóvenes. Debían de haberse imaginado que sus guías serían unos esbirros gigantes y repulsivos.
Anocheció. Avanzábamos poco a poco a través del bosque por una vereda estrecha. El Cuervecillo iba al frente, las «figurillas» lo seguían y yo cerraba la comitiva. En el bosque, la nieve se mantenía mejor que en campo abierto, y siempre que nos apartábamos de la vereda, se resquebrajaba bajo nuestros pies con un crujido. Entonces volvíamos a la vereda, que pronto nos condujo hasta los confines del bosque, cerca de un camino trillado por los trineos. El anochecer era cálido y oscuro. En el bosque se oían rumores extraños. Las ramas de los árboles crujían; capas de nieve helada se desprendían del ramaje. El Cuervecillo se detuvo. Se sacó del bolsillo una botella de alcohol. Hizo saltar el tapón dando una palmada seca en el culo de la botella y, con la cabeza inclinada hacia atrás, empezó a beber a morro. Observé unas sonrisas casi imperceptibles en las caras de las «figurillas». No entendían que un mocoso pudiese beber de aquella manera. El Cuervecillo me pasó la botella.
—¡Toma!… ¡Mama y pásasela al siguiente!
Eché un trago de espíritu de vino y les pasé la botella a las «figurillas», diciendo:
—Haced una ronda… ¡Así os calentaréis!
Empezaron a beber, engullendo con dificultad el alcohol puro. Casi todos se atragantaban y tosían. Entre cinco, apenas lograron apurar media botella. El Cuervecillo y yo acabamos con el resto. A continuación, mi compañero dijo:
—Quien quiera fumar, que fume ahora… ¡Más tarde, estará prohibido!
Todos encendieron un cigarrillo.
—¿Falta mucho para la frontera? —me preguntó uno de los hombres que guiábamos.
—Mucho.
—¿Hay mucha vigilancia?
—No… Quiero decir: según se mire. Siempre hay alguna manera de cruzarla.
También le preguntaron muchas cosas al Cuervecillo, y él les contestaba, pero a regañadientes. Tras un breve descanso, reiniciamos la marcha. Avanzábamos por los campos de cultivo que, en algunos puntos, estaban ya del todo libres de nieve. Pronto alcanzamos la orilla del Ptycz. Nos dirigimos a Nowy Dwór. El camino era pesado. Las piernas se nos hundían en el aguanieve. Finalmente, vislumbramos los contornos borrosos de la pasarela. El Cuervecillo se detuvo, aguzando los oídos durante un buen rato. Después, continuó adelante. Lo seguimos. Entramos en el puentecillo. Las pisadas hacían retumbar los tablones helados. Yo caminaba lentamente a la zaga de nuestro séquito sin esperar ninguna sorpresa desagradable. De improviso, en la oscuridad relampagueó una llamarada procedente del cañón de un fusil y resonó un disparo. Las «figurillas» se detuvieron. Eché a correr hacia adelante. Me saqué del bolsillo la parabellum. Lancé una ráfaga de luz con la linterna. Vi al Cuervecillo aferrado con la mano izquierda al cañón de un fusil, mientras que, con la derecha, apuntaba su nagan al pecho de un soldado rojo. Al principio, no lograba distinguirlos bien, porque el soldado rojo yacía tumbado debajo del perro que lo inmovilizaba con las patas y el morro. Oí la voz del Cuervecillo.
—¡Karo, fuera! ¡Suelta!
El perro se apartó de un salto y se quedó inmóvil, dispuesto a abalanzarse en cualquier momento sobre el enemigo. El soldado rojo soltó la culata del fusil y el Cuervecillo tiró el arma al río. Se oyó un chapoteo.
—¡Arriba! —le dijo al soldado el Cuervecillo.
Cuando éste se levantó, el Cuervecillo masculló un reniego y dijo:
—¿Esto es lo que os enseñan: primero disparar y después dar el alto?
—Me ha asustado el perro, camarada. ¡Pensaba que era un lobo!
—¡El único lobo que hay por aquí eres tú!… ¿Conoces Dulicze?
—Sí.
—¿Está lejos de aquí?
—¡Y tanto!
—Pues, venga, ¡llévanos allí! Pero cuidado: ¡un paso en falso y te pegaré un tiro en la nuca! ¡Si intentas darte el piro, te atrapará el perro!…
—¡No me las voy a pirar!… ¡Os llevaré adonde queráis!…
Continuamos la marcha. El soldado rojo iba primero, detrás de él el Cuervecillo, después las «figurillas» y, al final de todo, yo. Íbamos por caminos y veredas estrechas casi invisibles bajo la nieve. El soldado rojo procuraba ahorrarnos encuentros indeseables. Tenía miedo de que lo matáramos.
Al cabo de una hora y media de caminar a campo traviesa, vimos a mano izquierda un bosque, y a mano derecha los fuegos en las ventanas de unas casas. Aquello era Dulicze. Allí, el Cuervecillo le mandó al soldado rojo que caminara delante de mí y lo relevó como guía. Yo observaba con atención la silueta gris del soldado. Al cabo de una hora de vagar por los zarzales, enfilamos un sendero forestal bien trillado. Allí, el Cuervecillo detuvo nuestra procesión y se acercó al soldado rojo. Le mostró el camino y dijo:
—Deberíamos reventarte la cachola por habernos disparado sin aviso, pero no quiero mancharme las manos de sangre. Vuelve rápidamente con los tuyos. Diles que te han atacado cien bandidos y diez tigres. ¡Te darán la medalla al valor! ¡Anda! ¡Largo de aquí!
El soldado rojo enfiló el sendero en dirección al bosque y desapareció al instante en la oscuridad. Y nosotros proseguimos la marcha. «¡La suerte no nos acompaña!», pensé. «¡A la ida, nos cerraron el paso aquí! ¡A la vuelta, más de lo mismo!» Las «figurillas» se habían cansado mucho y pidieron que hiciéramos un descanso cada dos o tres kilómetros. El Cuervecillo miró el reloj y les dijo: —¡Descansáis demasiado! Ahora os daré un respiro más largo, pero después iremos de un tirón hasta la frontera. No podemos perder el tiempo… Son las dos. Si en la frontera empiezan a pisarnos los talones, tendremos que buscarnos otro sitio para atravesarla, y esto requiere tiempo. ¿Entendido?
—De acuerdo. Haremos lo que podamos.
—El camino es muy malo —se oyeron las voces de las «figurillas».
Tras hacer una parada un poco más larga, continuamos hacia delante a toda prisa. El Cuervecillo nos guiaba por un camino bien trillado que atravesaba campos y bosques. Era la primera vez que yo hacía aquella ruta, pero conocía bien los parajes. Llegamos a la orilla de un arroyo. Ya estábamos en la segunda línea de la frontera. Doblamos a la derecha. Vi un largo tronco de árbol tendido por encima del agua. Karo corrió a la otra orilla del arroyo y olisqueó los matorrales. Pronto se reunió con nosotros. El Cuervecillo empezó la travesía. Pasó ágilmente por el tronco a la otra orilla. Después, las «figurillas» se sentaron sobre el tronco a horcajadas, se apoyaron con ambas manos y se arrastraron lentamente de un extremo hasta el otro. Mientras esperaba a que todo el mundo acabara de cruzar el arroyo, escudriñaba con la parabellum en ristre el gran espacio abierto que se extendía entre el agua y el bosque. Me obsesionaba la sensación de que allí, en el límite del bosque, había gente… Tal vez se escondiera en aquel lugar una cuadrilla de contrabandistas en espera del momento propicio para cruzar la segunda línea y salvar el arroyo.
Ha terminado la travesía. Avanzamos poco a poco por el bosque. Noto que la gente que guiamos está muy inquieta. Procuramos hacer el menor ruido posible. El Cuervecillo ha soltado al perro para que corra como avanzadilla. Finalmente, llegamos a la frontera. El Cuervecillo se detiene y permanecemos inmóviles durante un largo rato… Capto unos rumores. Llegan a mis oídos con más y más claridad. El Cuervecillo reinicia cautelosamente la marcha y se acerca a un islote de abetos que crecen apiñados. Allí nos agrupamos y, sin hacer ningún movimiento, aguzamos los oídos. Los rumores ora aumentan, ora se apagan del todo. «O son contrabandistas, o "caravinagres"», pienso sin salir de nuestro escondrijo. Me da la sensación de que los rumores nos rodean de lejos y huyen hacia la frontera. «¿Serán los salvajes?» De repente, a la izquierda y en diagonal, restallan uno tras otro varios disparos que retumban por el bosque. A continuación, se oyen unas voces humanas:
—¡Alto! ¡Alto!… ¡Manos arriba!
«¡Primero matan y después dan el alto!», pienso, prestando oído a aquellos ruidos. El Cuervecillo sale de nuestro escondrijo y dice por lo bajinis:
—No os quedéis atrás… ¡Avanzad en silencio!
Se pone en marcha. Lo seguimos. Tengo el arma a punto para disparar. Y el ruido de la izquierda no cesa. Oigo tiros, gritos y pisadas. Calculo que todo esto se produce a unos cuantos centenares de pasos de nosotros. Salimos al camino fronterizo. Sobre la nieve, vemos un sinnúmero de huellas que van en todas las direcciones. Hay rastros de hombre y de animal. Forman el gran libro de la frontera que enseña cosas de lo más interesantes a quien sabe leerlo. Dejamos en aquel libro nuestras improntas y nos adentramos en el bosque por el lado polaco de la frontera.
Antes del amanecer, condujimos a las «figurillas» a un granero que estaba a las afueras del pueblo. Me quedé junto a la puerta, mientras el Cuervecillo iba a la casa de la judía que era la propietaria de aquel punto de enlace. Regresó al cuarto de hora. Le acompañaba un judío viejo. Entramos juntos en el granero. El Cuervecillo se dirigió a aquella gente:
—Estáis en Polonia. Éste es el punto de enlace. Aquí os lo explicarán todo y os echarán una mano, si necesitáis algo… A partir de ahora, tenéis que espabilaros por vuestra cuenta. Os deseo suerte.
Las «figurillas» se acercaron a nosotros. Uno de ellos, el mayor de todos, quería darle al Cuervecillo, y después a mí, unas monedas de oro. El Cuervecillo no las aceptó, ni yo tampoco. Dijo:
—Nosotros ya estamos pagados… En el punto de encuentro de Minsk pagasteis por todo el viaje… No os queremos dejar sin blanca. Con lo que ganamos, tenemos suficiente.
—¡Esto no es una paga! Es una muestra de agradecimiento por el trabajo que habéis hecho. Además, nos lo podemos permitir.
—¡Entonces es otra cosa! —dijo el Cuervecillo—. Si es como decís, soltad la pasta.
Aceptó los sesenta rublos en monedas de oro que ofrecían, y a mí me dio treinta. Después, salimos del granero y nos dirigimos por callejones laterales hacia Sobódka. Cuando llegamos a casa del Cuervecillo, ya clareaba. El cielo se iba ruborizando… Anunciaba la llegada del alba.