En enero sólo fuimos una vez al otro lado de la frontera. Además, el tiempo no era nada propicio. Y en febrero, los hermanos adquirieron, por mediación del Lord y a mitad de precio, una gran remesa de mercancía. Sospecho que aquel alijo provenía de una changa. Constaba de grandes cantidades de batista, lana, tirantes, guantes, ligas y medias. Después, esperamos la llegada de un tiempo más favorable, es decir, del mal tiempo. Repartimos la mercancía entre doce portaderas. Por fin, a mediados de febrero, se desató una ventisca considerable. Aprovechamos esta circunstancia y, al caer la noche, nos pusimos en camino. Llegamos sanos y salvos a la guarida y, la noche siguiente, regresamos cargados de pieles de zorro y con unos cuantos centenares de rublos en monedas de oro. Dos días más tarde, pasamos por la frontera otra parte del alijo. Cuando volvíamos, el cielo se despejó un poco. A pesar de ello, empaquetamos el resto de la mercancía en cuatro portaderas grandes de casi setenta libras cada una. Temíamos que la ventisca amainara del todo, de modo que nos limitamos a descansar durante el día y, todavía aquella misma noche, emprendimos el viaje. Era una noche clara. La luna llena ora se escondía detrás de las nubes, ora salía al espacio abierto del cielo. Hacía un viento variable. A cada rato, cambiaba de rumbo. De vez en cuando, se recrudecía y levantaba nubes de nieve para huir enseguida hasta más allá del horizonte. Y entonces, la nieve volvía a arropar los campos con un velo mullido y reluciente. El camino era incómodo. Nos abríamos paso poco a poco, salvando con grandes dificultades los obstáculos del terreno. Bazyli nos conducía preferentemente a través de los bosques. Aquella era, como las otras veces, una ruta nueva. Al cabo de una hora conseguimos llegar a la frontera. En aquel lugar no había vallas de alambre espinoso, de modo que cruzamos el camino fronterizo en un santiamén y nos escondimos en una arboleda en el lado soviético. Pronto salimos del bosque y seguimos la marcha, atravesando campos de cultivo. El terreno era ondulado. Por regla general, caminábamos por valles y barrancos. Dos horas más tarde, nos detuvimos en una llanura y vimos enfrente un gran bosque. A partir de allí, el camino resultó casi del todo seguro y llegamos a nuestra guarida sin salir de la espesura.
El tío Andrzej nos dijo:
—¡Muchachos, por ejemplo como si dijéramos, esto es un disparate! La visibilidad es mejor que a plena luz del día y la ventisca ha amainado…
—¡Da igual! ¡Nos las arreglaremos! —contestó Ignacy.
—¡No pienso meterme en vuestros asuntos! Pero ¡id con cuidado!
Durante el día, cerraron todos los tratos relacionados con el alijo. El amo de la guarida le dio a Bazyli unos cuantos centenares de rublos en monedas de oro y unas decenas de pieles de zorro. Al anochecer, enfilamos el camino de vuelta. El terreno parecía una hoja de papel llena de arrugas iluminada por una linterna eléctrica. En aquella extensión, no había punto movedizo capaz de escapársele a la vista humana. Por suerte, íbamos vestidos de blanco y no se nos podía divisar sino a muy corta distancia. Era fácil caminar sin portaderas, o sea que avanzábamos de prisa hacia el oeste. Me percaté de que volvíamos por el mismo camino que habíamos recorrido en la primera expedición al otro lado de la frontera, camino que había hecho con los hermanos y Kasia. Comprendí que Bazyli quería contornear la alambrada por el norte. Dejamos atrás el bosque y salimos a campo abierto. Finalmente, nos hallamos en una pequeña arboleda que lindaba con el camino fronterizo. Aquel bosquecillo formaba sobre la blancura nívea de los campos una especie de isla alargada y oscura que flotaba en un océano de rayos de luna. Lo atravesamos de parte a parte y nos detuvimos en una espesura de matorrales. A cien pasos de nosotros, hacia la izquierda, vi la valla de alambre de púas esfumarse en la lontananza. A la derecha, distinguí un vasto espacio abierto entre el extremo de la alambrada y un grupo oscuro de matas. Al otro lado del camino fronterizo, una lengua negra de bosques se bañaba en la claridad de la luna. Aquello ya era Polonia.
Permanecimos allí un largo rato, escudriñando el terreno. No notamos nada sospechoso. Bazyli retomó la marcha a paso firme. Lo seguimos. Con la mano derecha, estrechaba la culata de mi parabellum cargada y asegurada que llevaba escondida en la manga de la zamarra. Con la mano izquierda, agarraba un cargador de recambio. Nos dirigíamos hacia el espacio abierto que se extendía entre la alambrada y los matorrales. De pronto, me pareció que algo se movía en aquellos matorrales, pero no estaba seguro del todo. Y Bazyli avanzaba a pasos de gigante. Ya estábamos cerca de la frontera. De improviso, restallaron unos disparos y unos soldados rojos con carabinas en la mano salieron corriendo de aquella isla de arbustos. Nos cortaron el paso.
—¡Alto! ¡Manos arriba! —resonó una voz.
Rápidamente, retrocedimos. En el espacio abierto del camino fronterizo, los «caravinagres» nos podían perseguir y coser a tiros con gran facilidad… Yo lo había visto muy claro, de modo que había empezado a disparar con mi parabellum apenas se oyeron los primeros silbidos de bala y los soldados rojos salieron escopeteados de entre las matas. Disparé nueve veces y corrí hacia el bosque en pos de los hermanos. De una palmada, clavé el cargador de recambio en la culata de la pistola. Corría muy agachado y, de vez en cuando, me desviaba, ora hacia la derecha, ora hacia la izquierda, para ser un blanco más difícil. El silencio duró unos segundos. Después, los soldados, que se habían retirado, pies para qué os quiero hacia las matas, volvieron a disparar. Irrumpimos en el bosque como alma que lleva el diablo. Volví la cabeza. Los soldados avanzaban tras nuestras huellas. Los hermanos Dowrylczuk corrían por el bosque como gamos. Yo me arrodillé al socaire del tronco grueso de un abedul desmochado. Las balas silbaban en el aire. Los soldados se acercaban en tropel a todo correr. Algunos se detenían por un instante y disparaban en dirección al bosque «na straj vragam»[34]. Oía sus gritos:
—¡Adelante, camaradas! ¡A por ellos!
Estaban seguros de que todos huíamos a través del bosque. Se reafirmaron en esta convicción gracias al ruido de los pasos de los hermanos Dowrylczuk, que se alejaban hacia el extremo opuesto de la espesura. En cuanto los soldados se me acercaron a una distancia de treinta pasos, empecé a disparar atropelladamente, apuntando al centro del grupo. Algunos se tumbaron en la nieve, otros iniciaron la retirada hacia la frontera. Entonces, me lancé en pos de los hermanos Dowrylczuk. Procuraba no armar ruido para que los soldados no se dieran cuenta de que había abandonado la emboscada. Crucé el bosque de parte a parte en un abrir y cerrar de ojos y, a unos centenares de pasos, vi tres siluetas. Los hermanos Dowrylczuk se dirigían corriendo hacia una gran espesura de la que los separaban unos tres kilómetros. A pesar de ir de blanco, eran muy visibles sobre la nieve. Los perseguí. Los alcancé a medio camino de la espesura. El trecho restante lo recorrimos juntos. Muy lejos detrás de nosotros, cerca de la frontera, retumbaban los disparos de fusil. De pronto, columbré en la nieve unas manchas oscuras. Me incliné. Era sangre… Corrí adelante y alcancé a Szymon, que iba a la zaga.
—¿A quién le han dado? —le pregunté.
—A Ignacy… Le han tocado en el brazo.
Cuando habíamos dejado atrás las dos terceras partes del espacio que nos separaba de la espesura, resonaron otra vez los tiros…, más cercanos y más audibles. Me volví. Distinguí a unos soldados que emergían del confín norte de la arboleda. La habían orillado y se habían percatado de que huíamos por los campos. Se lanzaron en nuestra persecución y, de vez en cuando, nos disparaban. Pero la distancia era demasiado larga y sus tiros no nos hacían ningún daño. Nos acercábamos a la espesura. Yo caminaba a paso ligero al lado de Szymon.
—¿De dónde ha salido esta romería? —le pregunté, pensando en nuestros perseguidores que, según mis cálculos, debían de ser por lo menos diez.
—Por aquí cerca hay un puesto de guardia —me contestó Szymon.
Entramos en la espesura. Allí, hicimos un breve descanso. Ignacy se desembarazó de la portadera y de la zamarra. Bazyli le vendó la herida.
—¡Suerte que los has detenido allí! —me dijo Szymon—. No habríamos salido del apuro… Ellos vienen frescos, mientras que nosotros estamos hechos polvo por la caminata.
A un centenar de pasos de las lindes del bosque, vi un gran montículo cubierto de nieve. Se me encendió la bombilla. Tuve una idea. Me acerqué y quité la primera capa de nieve mezclada con ramitas. Debajo, había broza seca hacinada. Me saqué del bolsillo una caja de cerillas y le prendí fuego. Las llamas saltaron con alegría de una rama resinosa a otra, y pronto ardía una gran hoguera. Me reuní con los hermanos. Habían acabado de vendar a Ignacy y lo habían vuelto a vestir. Su brazo herido descansaba colgado de una larga bufanda de lana anudada alrededor del cuello. Su portadera la cogió Bazyli.
—¿Por qué lo has hecho? —me preguntó Szymon, señalando con la mano la hoguera.
—Pensarán que nos hemos detenido aquí y les dará miedo entrar en el bosque.
—¡Es verdad! —confirmó Szymon.
Nuestros perseguidores ya estaban a medio camino y avanzaban de prisa, y eso que se detenían de vez en cuando para disparar. Primero, nos adentramos entre los árboles. Después, doblamos hacia el sur, trazamos un semicírculo y volvimos a los confines del bosque, a medio kilómetro del lugar donde habíamos dejado el montón de broza ardiendo. Desde allí, veía con claridad a los soldados rojos que atravesaban el campo. Ahora se desplegaban en una línea y avanzaban lentamente. La hoguera los desorientaba. No sabían qué pensar. Se detuvieron y empezaron a descargar sus armas en dirección al bosque. Bazyli se rió:
—Pueden jugar así hasta la madrugada… ¡Naturalmente, si antes no se les acaban los cartuchos!…
Orillamos el bosque hacia el sur y después hacia el sudoeste. Las detonaciones de fusil se oían cada vez más lejanas. Yo me alegraba mucho de haber tenido una idea tan ingeniosa. Tras dos horas de camino, Bazyli nos condujo por un barranco, directamente al oeste. A las cuatro de la madrugada, cruzamos la frontera por un sitio bastante alejado de Woma hacia el sudoeste. Llegamos al caserío al despuntar el día. Habíamos caminado trece horas. Ignacy a duras penas había logrado volver a casa por su propio pie. Estaba completamente agotado, aunque la herida no le molestaba gran cosa y sangraba poco. En casa, empezó el trajín. Encendieron la estufa. Hirvieron agua. Después, Maciej en persona se encargó de curar la herida de Ignacy. El hueso no estaba afectado. La bala sólo había atravesado el músculo.
Al cabo de una hora, todo estaba en orden. Habíamos escondido la mercancía, habíamos sacudido la nieve de nuestra ropa y la habíamos tendido junto a la estufa para secar. Sirvieron el desayuno. Bebimos un vaso de vodka y nos abalanzamos sobre la comida. Después de desayunar, los hermanos contaron nuestra aventura. Le dieron mil vueltas. La relataron con todo lujo de detalles, ensalzando mis méritos: haber detenido dos veces a los guardias… En la habitación, el ambiente se animó. Cuando contaron mi hazaña con la enorme hoguera, sonó una carcajada. Sólo Maciej escuchaba con un semblante serio para declarar solemnemente al final:
—Bueno, hijuelos, dadle las gracias a Wadek por haberos salvado de las garras de los rojos. ¡Si no fuera por él, tal vez no os habría vuelto a ver nunca más! —Se interrumpió por un instante y, acto seguido, dijo en un tono todavía más grave—: ¡Y ahora escuchad mi voluntad!
Todos lo miraron con atención:
—¡No iréis nunca más al otro lado de la frontera!… ¡Nunca más!… ¡No quiero pagar el oro con la vida de mis hijos!… ¡En vez de ir detrás de las pieles de zorro, cuidad de la vuestra!… ¡Ésta es mi voluntad!…
Nadie le llevó la contraria. A partir de aquel momento, a los hermanos ni siquiera se les ocurrió ir al otro lado por más propicio que fuera el tiempo.
Transcurren los días. Pasan las semanas. Sigo viviendo en casa de los Dowrylczuk. Les ayudo en los trabajos de la finca. No me lo piden, pero intento ser útil. Además, con el trabajo mato el aburrimiento que me hace cada vez más la pascua. Mi situación me parece muy desagradable. Me siento como si estuviera encerrado en chirona de por vida. Y la libertad de abandonar en cualquier momento este remanso de paz me crispa todavía más los nervios. Me tienta la idea de dejar el caserío para volver al pueblo, donde podría esconderme igual de bien y sumarme a la cuadrilla del Lord para ir al otro lado de la frontera… Y, tal vez, de paso, vería de vez en cuando a Fela y podría charlar con ella. Espero que haya olvidado aquel incidente.
Las visitas de mi amante continúan y, cada anochecer, espero su llegada con impaciencia. Es lo único que endulza mi estancia en el caserío y, si no fuera por ella, ya hace tiempo que hubiese cogido el portante. Pero, ni siquiera esto me satisface… ¿Por qué se emperra en no revelarme su nombre? ¡Ya hace tres meses que dura esta historia! Sin embargo, no hago ningún intento de desenmascararla. Si ella lo quiere así, que todo siga como hasta ahora. Dentro de todo, ¡quizá sea lo mejor! En la segunda quincena de marzo soplaron vientos cálidos del oeste. En el aire se husmeaba el hálito de la primavera. Mi añoranza se recrudeció. Distraído, deambulaba por el caserío y por la vivienda. Me daban ganas de volver al trabajo. En tales momentos, me iba a un bosque cercano y vagaba entre las zarzas. De vez en cuando, me colaba a través de la espesura de los árboles hasta la frontera y, a hurtadillas, observaba a los guardias que transitaban por el camino fronterizo. Pero después regresaba al caserío…
Empecé a beber vodka en secreto. Szymon me lo compraba de tapadillo a un campesino de un pueblo vecino que comerciaba con alcohol de producción casera.
Un día fui al bosque con una botella de vodka en el bolsillo. Volví a casa cuando faltaba poco para la puesta de sol. No puedo describir la alegría que experimenté al ver al Lord. Saludé a mi compañero con entusiasmo y le pedí que me contara las novedades. Conversamos un rato muy largo. De pronto, me preguntó:
—¿No te fastidia la vida de aquí?
—¡Y tanto que me fastidia! —le dije.
—Pues, si quieres, hay curro. Como hecho a tu medida. Un poco…, no sé cómo decírtelo…, peligroso, pero se puede sacar una buena tajada.
—¿Qué clase de curro? —le pregunté.
—Guiar «figurillas».
El Lord me dijo que el Cuervecillo buscaba un socio, un chaval formal y arrojado, que, junto con él, quisiera hacer de guía a los prófugos de la Unión Soviética deseosos de cruzar la frontera con Polonia. Su colaborador anterior había caído con el alijo en Minsk, adonde había ido a visitar a unos parientes. Lo habían metido en la cárcel de la checa (que ahora se llamaba GPU). Del Cuervecillo ya he hablado. Es aquel que, durante el baile en casa de Saszka Weblin, le había abierto la cabeza a Alfred Aliczuk con una botella por jugar con los naipes marcados. Acepté de buen grado la propuesta del Lord. No me atraía tanto la perspectiva de unos beneficios suculentos como la de tener un trabajo nuevo e interesante. Además, corría la voz entre los contrabandistas de que el Cuervecillo los tenía bien puestos, y hasta los camorristas y los bravucones más famosos del pueblo lo trataban de igual a igual.
Aquella noche, el Lord no volvió al pueblo, sino que se quedó a dormir en casa de los Dowrylczuk. A la hora de cenar, anunció a todos los presentes que yo me marchaba al día siguiente.
—¿Por mucho tiempo? —preguntó Szymon.
—¡Vete a saber! Tal vez para siempre…
—Quizá lo que nosotros le ofrecemos no le baste —dijo Maciej.
Protesté con energía.
—¡No tengo ninguna queja y siempre guardaré un buen recuerdo de vuestra casa!
—¡Qué le vamos a hacer! ¡Haz lo que quieras! —dijo Maciej—. Y si hace falta, vuelve. En nuestra casa no hay comodidades, pero no te faltará pan.
A pesar de que el Lord dormía en el mismo cuarto que yo y que esto era arriesgado, mi amante silenciosa me visitó por última vez. Se quedó conmigo un largo rato, pero tampoco soltó prenda.
Al día siguiente por la mañana, me despedí de los Dowrylczuk y me marché en compañía del Lord. Me di la vuelta repetidas veces para echar una ojeada a las edificaciones del caserío que desaparecían en la lontananza, y me sentía cada vez más triste. ¡Qué extraño es el corazón humano! La monotonía lo cansa, se aburre de estar rodeado siempre por las mismas personas. Pero en cuanto las abandona, enseguida empieza a echarlas de menos. El sol ya estaba muy alto sobre el cielo. La nieve se fundía. Yo husmeaba la llegada de la primavera en los soplos cálidos del viento. Caminábamos a paso ligero, hablando de muchas cosas. El Lord me dijo que, en esta época, los muchachos hacían pocas rutas. La mayoría habían interrumpido la faena hasta el otoño. Sonia se había fugado del pueblo con Waka el Bolchevique. En Olechnowicze, los habían visto subir a un tren con destino a Vilnius. Jurlin los había seguido. Decía que iba a matar a aquella perra y a su rufián. Algunos de los salvajes habían caído en la Unión Soviética.
Me di cuenta de que seguíamos el camino de Raków. El Lord me contó que el caserío donde vivía el Cuervecillo estaba sólo a tres kilómetros del pueblo, pero muy bien situado, y que yo encontraría allí una guarida «a prueba de bomba». Le pregunté a mi compañero si el Cuervecillo sabía que yo iba a trabajar con él. El Lord me dijo que habían hablado de ello el día anterior y que le había prometido que, si yo aceptaba la propuesta, me llevaría hoy a su caserío. A dos kilómetros de Raków, el Lord abandonó el camino y dobló a la derecha, hacia el bosque. Caminamos mucho rato por un terreno impracticable. Finalmente, nos hallamos en los límites de un vasto calvero. En un extremo, había una casita de madera ennegrecida, resguardada de las miradas indiscretas por una hilera de abetos. Se abrazaban a ella unos chamizos y unas pocilgas. Un gran perro negro nos salió al encuentro. Se precipitó contra nuestras piernas con unos ladridos furibundos.
—¡Karo! ¡Karo! ¡Ven aquí!
El Cuervecillo salió corriendo de la casa y ahuyentó al perro. Nos saludamos. Tenía un aspecto juvenil. Nadie diría que era un contrabandista experimentado y un famoso guía de «figurillas». Sus ojos azules de niño se reían y todo su rostro se llenaba de risa. Correteaba por el patio, perseguía al perro y parecía un granuja adolescente. Mientras lo mirábamos, tampoco podíamos contener la risa. El Lord dijo:
—¡Para él todo es un juego!
Entramos en la casa. El pequeño cuarto apañado de cualquier manera con unos troncos escuadrados a hachazos tenía un aspecto lúgubre. Cerca de la entrada, había una gran estufa. La parte izquierda estaba delimitada por un largo tabique. El suelo era de barro, las paredes estaban desnudas, una capa de hollín cubría el techo oscuro. Pero la alegría del Cuervecillo iluminaba aquel interior tétrico.
—¡Helcia! ¡Mamaíta! —gritó el chico—. ¡Tenemos invitados! ¡Preparad la manduca! ¡Y no os quedéis cortas! ¡Es para hoy!
Vi a una viejecita rechoncha que tenía los mismos ojos risueños que su hijo. A su lado se afanaba una muchacha joven de unos quince años, muy parecida a su hermano. Se pusieron a preparar la pitanza.
—¡Acabamos de desayunar! —se excusaba el Lord.
—¡Gran cosa, un desayuno! ¡Yo hablo del almuerzo! ¡Vamos a ponernos las botas! —dijo el Cuervecillo.
El contrabandista se puso a ayudar —aunque sería más exacto decir estorbar— a su madre y a su hermana, que se ajetreaban en torno a los fogones. Después, salió corriendo de la cocina para volver al cabo de unos minutos con cuatro botellas de vodka.
—¡Una por barba y media para mamá y Helcia, porque no tienen bigote!
—¡Miradlo! ¡Como si él tuviera! —replicó la hermana—. ¡Tendrías que pintártelo con carbón!
—¡Pero pronto tendré! ¡Y tú te quedarás con un palmo de narices!
En un periquete, nos prepararon unos entrantes y empezamos a beber vodka. Enseguida entré en calor y me puse de buen humor. Sólo faltaba el Rata… Tenía el presentimiento de que me esperaba un trabajo interesante.