Llegaron las fiestas. La cena de Nochebuena se celebró con solemnidad, de acuerdo con las viejas tradiciones. Había heno bajo el mantel, kutia[31] a la cabecera de la mesa y los doce platos de rigor. Eran manjares muy sabrosos y no pude evitar probarlos todos. Acabada la cena, apenas si podía levantarme de la mesa. Por la noche, la muchacha no vino, aunque los cuchicheos detrás de la mampara tardaron un buen rato en apagarse. Tal vez le surgiera algún impedimento, o bien tuviera reparos en hacerlo en una festividad tan importante.
Al día siguiente, todos fueron a misa excepto yo y Szymon, que la víspera de la fiesta había agarrado un buen trancazo mientras tomaba un baño y ahora se estaba curando encima de la estufa. No fueron a la iglesia parroquial de Woma, sino a la de Raków. Regresaron a las dos de la tarde. Me contaron muchas novedades y me dieron recuerdos de parte del Lord y del Rata.
Al caer la noche, sirven una cena copiosa. No se escatima el vodka y todo el mundo coge una curda…, incluso las mozas. Sentadas en fila en el banco, mastican nueces y pegan la hebra alegremente conmigo y con el resto de la familia. El vodka les ha enrojecido las mejillas, les ha encendido chispas en los ojos y las impulsa a soltar carcajadas festivas. Cojo la balalaica y empiezo a rasguearla. Estoy ebrio de alcohol y de las miradas que las muchachas me lanzan a escondidas y que hoy son distintas. Después, al apagarse la luz, espero impaciente la llegada de mi amante. ¡Es una lástima que no pueda ir a buscarla! ¡No tendría que esperar tanto tiempo! Todos tardan en conciliar el sueño. Los hermanos parlotean tumbados sobre sus jergones. De vez en cuando, Szymon, el enfermo, mete baza desde lo alto de la estufa. Maciej tose en el otro extremo de la habitación. Y las mozuelas charlan en voz baja durante un buen rato. Oigo sus risas alegres. Finalmente, todo se calma. Los hermanos roncan. La tos de Maciej se apacigua. Las chavalas dejan de hablar. Espero una hora más y capto un susurro apenas perceptible. A continuación, distingo los pasos de unos pies descalzos que se acercan a hurtadillas… Abrazo con fuerza y estrecho contra mi pecho el cuerpo caliente, firme y deliciosamente bien formado de una muchacha. La beso apasionadamente en la boca, en la cara, en el cuello…
—¡Qué maravillosa eres! —le murmuro al oído.
Me pone los dedos sobre los labios y me parece que la oigo reírse para sus adentros. Después, responde a mis arrumacos con una fuerza y una fogosidad totalmente inesperadas.
Al día siguiente, a las diez de la mañana, llegaron el Lord y el Rata. Me contaron muchas novedades y trajeron dos paquetes llenos de exquisiteces para todos. Animaron bastante el panorama. El Lord saludó a todos, empezando por los mayores. El Rata les expresó sus mejores deseos en un tono humorístico. Cuando saludaba a las muchachas, fingía hacerles un besamanos, aunque de hecho se tocaba con los labios su propia mano. A una le deseaba un dormir alegre, a otra unos ronquidos sonoros, a la tercera un jadeo ligero y a la cuarta unos estornudos potentes.
Las chavalas sonríen alegres y, de vez en cuando, contestan con salero a sus guasas. Hoy, las hermanas van emperifolladas: vestidos nuevos abigarrados, corsés bordados, botines de tacón y medias blancas. Llevan cintas multicolores entrelazadas en las trenzas. Del cuello les cuelga un buen puñado de sartas de coral. Huelen a perfume y a afeites. El Rata se acerca a Nastka, aspira profundamente por la nariz, estornuda, y dice:
—Si tuviera una mujercita como ésta… ¡Hasta me abstendría del rape!
El Lord habla con Maciej y los hermanos y, a continuación, se reúne con nosotros para entretener a las muchachas con su conversación salpicada de chistes. En un momento dado, el Rata se acerca a Kasia y le da un pellizco en el muslo, diciendo:
—¿Cuánto ha pagado la señorita Kasia por esta mercancía?
La moza le asesta un empellón tan fuerte que el Rata sale disparado al centro de la habitación.
—¡Así se hace! —exclama el Lord.
El Rata pone cara de miedo y dice:
—Si no hubiera visto con mis propios ojos que ha sido la delicada mano de la señorita Kasia la que me ha arreado este mamporro, habría apostado una fortuna a que ha sido la coz de un caballo. ¡Córcholis! ¡Vaya brazo que tiene la señorita! Me pregunto cómo tendrá las piernas.
—¡A estas piernas no les falta nada! ¿Quieres probarlas? —dice el Lord.
El Rata se echa atrás y dice:
—¡No correré ese riesgo!
Después de almorzar, cogemos tres trineos y vamos hasta una colina cercana. Hace un frío que pela. La nieve resplandece al sol y cruje bajo los pies. Los trineos se precipitan cuesta abajo. El viento nos silba en los oídos. De vez en cuando, los trineos vuelcan y caemos sobre montones de nieve. Las mozas tienen un trineo para ellas solas y bajan de dos en dos o de tres en tres. A ratos, intentamos atraparlas, pero se nos escapan. En un momento dado, cuando las muchachas han subido al trineo y se disponen a iniciar el descenso, el Rata se cuela entre Olena y Magda. Las chavalas le meten nieve detrás del cuello de la camisa y tumban el trineo. El Rata tiene que batirse en retirada. De repente, cuando Kasia se dispone a lanzarse cuesta abajo, le arrebato el trineo de debajo de las posaderas, porque quiero montar yo. Kasia intenta quitármelo. Empezamos a forcejear. Al principio, de broma, y después, en serio. Todos nos rodean para enardecernos a la lucha.
—¡Venga, venga… no dejes que te gane, Kasia! —grita el Lord.
—¡Cuidado, Wadek, que no te despeñe montaña abajo! —se desgañita el Rata.
Y nosotros luchamos con furia, pero sin resultado. Kasia es más fuerte que yo y pesa mucho más. En cambio, yo soy más ágil, pero aún así consigue escabullirse algunas veces de mis llaves. Finalmente, ambos nos caemos en un montón de nieve. Todos se echan a reír. Me levanto de un brinco y corro hacia el trineo, objeto de nuestra rivalidad. Subo e inicio el descenso. Kasia apenas si tiene tiempo de montarse atrás. Nos precipitamos cuesta abajo. El viento nos refresca las caras encendidas. Me dirijo a la muchacha.
—Kasia, ¿eres tú?
—¿Qué?
—¿No sabes de qué estoy hablando?
Tiene el rostro acalorado. Sus ojos se ríen alegremente.
—No…
No pregunto nada más por miedo a equivocarme.
Ya hemos llegado abajo. Detrás, descienden el Lord, Bazyli y el Rata, y después Olena, Magda y Nastka. Cerrada la noche, regresamos alegres a casa. Las risotadas no tienen fin. El Rata se acerca y me palpa las costillas.
—¿Qué quieres? —le pregunto.
—Quiero ver si tienes todos los huesos enteros. ¡Con Kasia no es cosa de andarse con bromas!
Sirven una copiosa cena de fiesta. Comemos con avidez y sin contención. Hay vodka para dar y tomar. Y, después de cenar, volvemos a divertirnos. El Rata toca la balalaica y canta:
Cuando termina me pide que toque un vals. Cojo la balalaica y toco. El Rata corre de moza en moza con un gesto cómico para sacarlas a bailar, pero ninguna sabe los pasos del vals. Entonces, el Rata baila con el Lord. Adopta poses grotescas y hace muecas, provocando una risa general. Después, les toco una polca, y ellos la bailan de una manera aún más cómica, despertando la hilaridad de la concurrencia. Finalmente, el Rata trae del zaguán una escoba y baila con ella. Al principio, trata a su dama con mucha galantería, pero a medida que el ritmo de la polca se acelera, él y su pareja hacen movimientos cada vez más alocados. A cada poco, unas carcajadas sonoras hacen temblar la habitación. De pronto, Maciej le dice al Rata:
—¿Por qué no tocas una lavonija, chaval?
El Rata se da una palmada en la frente como si se hubiese olvidado de esta danza y coge la balalaica. Enseguida unas notas alegres y alborozadoras llenan el cuarto. El Lord saca a Oleka a bailar. Yo bailo con Magda. Kasia y Nastka bailan con sus hermanos. Formamos varias parejas. A continuación, el Rata nos toca una miatelitsa[33], otra danza popular bielorrusa. El ritmo se vuelve cada vez más vivo y la habitación me rueda ante los ojos. Los vestidos multicolores de las mozas revolotean. Brillan los ojos, relucen las caras, las piernas apenas logran seguir el ritmo frenético de la danza. Los gritos del Lord y del Rata retumban en el aire. La danza embelesa a todos. Incluso el Rata baila, marcando con el pie el ritmo de la balalaica, que toca con más y más ardor. La miatelitsa nos ha invadido y ahora da vueltas, rueda y gira como una verdadera miatelitsa.
La fiesta duró todavía un buen rato, y no nos retiramos a descansar hasta altas horas de la noche. El Rata y el Lord se quedaron a dormir con nosotros. Juntamos dos bancos y pusimos encima una yacija ancha para los invitados. El silencio aún tardó mucho en imponerse. Se oían conversaciones y risillas. Aquella noche, mi amante no vino a visitarme. Seguramente, tenía miedo de ponerse en evidencia ante mis compañeros.
Al día siguiente, acabado el desayuno, el Rata y el Lord tomaron el camino de vuelta. Los Dowrylczuk insistían en que se quedasen un día más, pero los muchachos dijeron que tenían que regresar por fuerza, porque les esperaban los preparativos de una ruta. Les acompañé un trecho. Me enteré de muchas novedades. Jurlin había dejado de matutear. Había hecho el agosto en la temporada de oro y ahora no quería correr riesgos. Prefería esperar tiempos más propicios. El Lord ocupaba ahora el lugar de maquinista en un grupo que aprovechaba la guarida de Jurlin. Antes de Navidad, regresó al pueblo el Clavo, que había caído con toda su cuadrilla en la Unión Soviética en el otoño del 1922. Había huido del lugar de deportación y, enfermo, extenuado y medio muerto, volvió a casa. El Ángel había caído en manos de los guardias polacos y estaba en la cárcel de Nowogródek. Ahora el Siluro era el cabecilla de los salvajes. El grupo de los salvajes se había reducido: lo formaban entre diez y quince hombres. Al inicio del invierno, los salvajes le habían hecho dos changas al Centauro, pero ahora acababan de pasar unos cuantos alijos sin camelos. Los hermanos Aliczuk no pasaban matute: algo les daba miedo. Pietrek el Filósofo quería mandar a Julek el Loco al hospital; tal vez allí lo curarían. Los muchachos habían organizado una colecta para Julek y habían reunido cuatrocientos rublos. Al enterarme, le escribí a Pietrek rogándole que tomara cien de mis mil doscientos dólares para el tratamiento de Julek y que me avisara cuando hiciera falta más dinero. Bolek el Cometa empinaba el codo como siempre. El Mamut, el Elergante y Felek el Pachorrudo iban al otro lado de la frontera con el grupo del Lord. Waka el Bolchevique también iba con ellos. El Rata me dijo que Jurlin había dejado de trabajar porque sospechaba que Sonia se la pegaba con Waka, y que, durante las rutas, se les presentaban demasiadas ocasiones. Belcia con su grupo femenino (el Lord dijo: agujereado), había ganado dinero a porrillo en la temporada de oro y de momento no pasaba matute. Mis compañeros me contaron muchas más cosas sobre la frontera, los bisoños y la vida del pueblo, pero ni una palabra de Fela. Finalmente, le pregunté al Lord por ella.
—Ahora vive en su casa una parienta suya de cerca de Dubrowa —dijo el Lord—. Alfred volvió a mandarle a los casamenteros, pero recibió otra calabaza. Fela tiene ahora una dote importante. Se calcula que le caerán cerca de treinta mil dólares, sólo contando el dinero en efectivo. Todos se desviven por casarse con ella, pero la moza hace remilgos. Será que espera a un príncipe azul.
Acompañé a los muchachos casi hasta Duszków. Al despedirnos, el Lord me preguntó:
—¿Y qué? ¿Te has acostumbrado un poco?… ¿Te aburres mucho?
El Rata contestó por mí:
—¡Qué va aburrirse! ¡Manduca y balarrasa a espuertas, y las chorbas son como corzas! ¡Resucitarían a un muerto!
—A mí no me vuelven loco —dije, aparentando indiferencia—. Y, por aquí, no solemos tener muchas alegrías. Sois vosotros las que nos animáis… ¡Estoy donde estoy por necesidad!
—Por ahora, quédate en esta guarida y, en primavera, ya se nos ocurrirá otra cosa —dijo el Lord—. No puedes vivir en el pueblo, porque… alguien dará el bocinazo. Alfred mete las narices en todas partes como un lebrel. A la que se enterara de algo, iría con el cuento a los maderos echando leches.
Mis compañeros enfilaron el camino de Duszków, y yo volví al caserío de los Dowrylczuk. Ahora había aún más silencio que antes. Pasaron las fiestas. Llegó el año nuevo. Yo seguía viviendo en la casa de los Dowrylczuk. Arrimaba el hombro y me aburría cada vez más. Le pregunté varias veces a Bazyli cuándo iríamos al otro lado de la frontera. Siempre me contestaba que no había ninguna prisa. La víspera de Reyes, las mozas jugaron a adivinar el futuro. Fundieron plomo y, una tras otra, lo vertieron en el agua. El metal caliente silbaba en contacto con el agua, adoptando formas extraordinarias que las mozas examinaban atentamente y comentaban. Me uní a ellas, aunque no admitieron mi presencia sino a regañadientes. Me permitieron verter un poco de plomo en el agua, pero yo vacié el crisol entero, por lo que cobré un par de guantazos. Sacaron de la tina el metal solidificado. Lo examinaron. Al cabo de un rato, Nastka se echó a reír.
—Madre mía, es una osa.
—¿Qué? —le pregunté, atónito.
—Es verdad… ¡Una osa! —confirmaron las palabras de Nastka las otras muchachas—. Lleva algo entre las patas. Seguro que este año te vas a casar con una osa. Acabas de modelar a tu novia.
—¡Y un lobo te hará de casamentero! —dijo Magda.
—¡Y os casará un zorro! —añadió Kasia.
Después, las chavalas quemaron papel y adivinaban el futuro a base de sus formas retorcidas. Más tarde, esparcieron adormidera sobre una sábana. Al final, colocaron dos cirios ante un espejo y contemplaron la larga y oscura perspectiva del pasillo que se adentraba en las profundidades del espejo, bordeado por dos hileras de velas encendidas. Lo hicieron por separado en la cocina. Todas vieron algo extraordinario y hablaban de ello con todo lujo de detalles. Yo también me senté frente al espejo y, haciendo lo imposible para no parpadear, clavé los ojos en aquel pasillo largo y misterioso. Durante un buen rato no veía nada. Después, en la lejanía, apareció una pequeña mancha movediza de color dorado. Se convirtió en una mancha blanca. Empezó a acercarse muy de prisa y a crecer… Al cabo de un rato, tenía delante de las narices el rostro alegre y risueño de Fela. La cara le empalideció y una larga arruga le surcó la frente. De golpe y porrazo, me di cuenta de que aquello ya no era la cara de Fela, sino el rostro pálido y frío de Saszka. Unas rayas multicolores, que mudaban sin tregua, lo cruzaban como relámpagos. La cara retrocedió y se desvaneció en aquellas profundidades oscuras de las que me veía incapaz de apartar los ojos. De improviso, vi justo enfrente de mí un rostro pálido y escuchimizado con unas cejas y unos ojos negros… ¿Dónde lo había visto antes? Le di vueltas y más vueltas a la pregunta… ¡Ah!, era el fantasma que se me había aparecido en la Tumba del Capitán, cuando yacía allí con fiebre tras mi fuga de la Unión Soviética… Y aquella cara también desapareció. Enseguida ocupó su lugar una fisonomía de contornos muy netos, un rostro masculino, feo y repulsivo… Vi una barba pelirroja, una cicatriz en la mejilla izquierda, unos ojos llenos de maldad y una sonrisa burlona… He aquí el agente secreto Makárov… Me levanté de un salto de la silla y todo se esfumó… Los cirios ardían. La pieza estaba sumida en la penumbra. Unos retazos de tinieblas se escondían por los rincones. Fui a toda prisa a la zona de estar. Las mozas me lanzaron miradas indagadoras.
—¿Por qué estás tan pálido?… ¿Qué se te ha aparecido? —me pregunta Kasia.
—¡He cogido frío! —le digo, frotándome las manos.
—No es verdad… ¡Tú has visto algo! —dice con firmeza—. Desembucha: ¿qué era?
Entonces le contesto en un tono serio:
—¡Al comienzo, te he visto a ti! ¡Después a ella! —señalo a Olena—. ¡Después a ti! —me vuelvo hacia Magda—. ¡Y, por último, a ella! —hago un gesto hacia Nastka.
Magda se echa a reír. Y yo prosigo:
—Al final, he visto una osa… grande, enorme… La mayor osa del bosque.
Las muchachas se mondan de risa.
—Este año te casarás con una osa —dice Kasia.
—¡Con la Osa Mayor! —añade Nastka.