Poco antes de Navidad, los hermanos Dowrylczuk empezaron los preparativos para un viaje al otro lado de la frontera. Maciej y Bazyli habían traído del pueblo una gran cantidad de mercancías. Daban para más de una decena de portaderas. Género barato: jerséis, chales, medias, cromo y cuero para suelas de zapatos. Pero con esta clase de productos se obtiene un buen margen, porque son cosas muy codiciadas en la Unión Soviética. Clasificamos el alijo y preparamos cinco portaderas grandes. El viaje lo haríamos los tres hermanos, yo y Kasia. Al principio, no querían llevarla, pero se empeñó en ir, argumentando que aquella no sería la primera vez que pasaría matute con sus hermanos. Finalmente, Maciej le dio permiso. Sólo nos quedaba esperar la llegada del tiempo favorable.
A pocos días de la recogida del género, se desencadenó una ligera ventisca.
—Si no deja de nevar antes del anochecer, hoy nos pondremos en camino —me dijo Bazyli.
—¡No dejará de nevar! —le contesté.
En efecto, la ventisca no solo no amainó ni con mucho, sino que se recrudeció. Cuando salí a la puerta justo antes del crepúsculo, me hallé en medio de un nubarrón de nieve turbio y ondulante que no permitía ver los detalles del terreno, y el bosque, que estaba a doscientos pasos, no se distinguía en absoluto. Pelado de frío, volví a entrar en casa. Allí, ya nos estaban preparando la cena. Durante la cena, reinó un ambiente serio, casi solemne. La familia estaba al completo. Apuramos una copa de vodka para entrar en calor y brindamos por el éxito de la empresa. Después, empezamos a vestirnos para el viaje. Kasia y sus hermanos se pusieron unos pantalones blancos de lana gruesa, de producción casera, unas zamarras blanqueadas y unas gorras blancas de imitación de astracán, de las que llevaban en invierno los soldados del ejército zarista. Maciej me trajo de la trasalcoba una zamarra y una gorra iguales. Era una ropa muy cómoda: ligera, caliente e invisible sobre la blancura nívea del paisaje.
Kasia y sus hermanos se despidieron del resto de la familia. Seguí su ejemplo. Les di un apretón de manos a Maciej, a Hanna y a sus hijas.
—¡Que Dios te ampare! —me decían todos.
Cerca del granero, salimos a campo abierto y nos adentramos en un remolino de nieve. Bazyli iba a la cabeza, les seguíamos Szymon, Kasia y yo, mientras que Ignacy cerraba el séquito. Por el camino, no aparté la mano derecha de la culata de la parabellum que el Rata me había comprado después de que los policías me requisaran las armas durante el arresto en la casa de las Kaliszanki. En el bolsillo izquierdo de la zamarra, llevaba cinco cargadores de recambio y una linterna. Caminamos durante un buen rato a campo traviesa, a unas decenas de pasos del bosque. Después, nos adentramos en la espesura y proseguimos entre los altos troncos de los pinos. Del comportamiento de Bazyli, de su cautela, deduje que estábamos cerca de la frontera. Íbamos cada vez más despacio. La ventisca no amainó. Yo apenas lograba vislumbrar a Kasia, que avanzaba a escasos pasos delante de mí. La blancura de su zamarra y de su gorra se confundía con la de la nieve, y no se veía nada más que la mancha oscura y movediza de su falda… Calzábamos unas botas de nieve de caña alta que tampoco se distinguían gran cosa del entorno.
Salimos del bosque. Delante de nosotros ondea una nube volátil de nieve. Estamos a un paso del camino de la frontera. Kasia se desabrocha la zamarra y se mete la falda dentro de los pantalones blancos que lleva debajo. Mientras no nos movamos, somos difíciles de divisar incluso a muy corta distancia. Ahora no puedo separarme ni un milímetro de la muchacha que camina delante de mí. Unos hilos enmarañados y móviles atraviesan el remolino de nieve. Es el alambre de púas. «¿Cómo pasaremos al otro lado?», pienso, porque no tenemos ni estera, ni perchas, ni tijeras para cortar la alambrada. Bazyli avanza con seguridad y rodea la larga barrera. Nos adentramos en el bosque que se extiende al otro lado del camino fronterizo. La ventisca barre laboriosamente las huellas que hemos dejado en la nieve: dos surcos largos y profundos. En el bosque reina el silencio. Nos deslizamos como fantasmas, sin hacer el menor ruido, entre los enormes troncos de los árboles o por los matorrales cubiertos de nieve. Nos abrimos paso a través de los montones de nieve acumulada, caímos dentro de los hoyos camuflados por una capa blanca. Volvemos a salir a campo abierto. No puedo distinguir el terreno que se abre enfrente. Sólo noto debajo de mis pies las laderas de las lomas. Me invade el sueño. Como un autómata, sigo con la mirada la silueta de la muchacha que me precede. La columbro sobre la blancura nívea sólo porque forma una mancha homogénea que se tambalea rítmicamente ante mis ojos. Sobre el trasfondo de esta mancha, distingo el rectángulo más oscuro de la portadera, que no para de avanzar. Me pasan por la cabeza varias imágenes, veo una multitud de personas, hablo con ellas y, sin darme cuenta de lo que hago, me abro camino.
Me siento del todo seguro. Vamos con mucho cuidado y no corremos casi ningún riesgo. Nos ampara la nevada, nos camufla la blancura de los trajes, además el guía es de confianza y conoce a la perfección cada palmo de terreno. Nos conduce sin vacilar. Y, en caso de peligro, basta con saltar hacia un lado para escabullirse de los perseguidores. Además, mantengo la mano sobre la culata de mi parabellum, un aparato que no falla nunca. A medianoche, nos acercamos a un edificio. Nos detenemos al amparo de la pared. Es un granero bastante grande. A la izquierda, ladra un perro. Nos ha husmeado, porque el viento sopla en aquella dirección. Los hermanos cuchichean. Kasia se desprende de la portadera, se saca la falda de los pantalones y bordea la pared del edificio. Desaparece detrás de la esquina. Vuelve al cabo de un cuarto de hora.
—Dicen que entremos en el granero. Allí, todo está en orden. El tío no tardará en venir.
Damos la vuelta al edificio y nos detenemos ante un portalón. Kasia abre el gran candado con una llave que ha traído de la casa y descorre el pestillo. Entramos en el granero. Nos rodean el silencio, el calor y la oscuridad. Dejamos las portaderas en el suelo. Los hermanos se quedan abajo y yo me encaramo al piso de arriba. Excavo un hoyo profundo en el heno seco y oloroso, y me entierro en él. Me arrebujo con la zamarra. Mi yacija es calentita y suave. Se me cierran los ojos. Oigo entrar a alguien. Se produce una larga conversación en voz baja. Después, la puerta vuelve a cerrarse. Los hermanos también suben al entablado y se disponen a dormir. Bazyli se instala cerca de mí.
—Y Kasia, ¿dónde está? —le pregunto.
—Se ha ido a dormir a la casa.
—¿Es un caserío, esto?
—No… un villorrio… veintitrés fuegos.
—¡Que nadie vaya con el soplo!
—¡Qué dices!… Es gente de confianza… Y nadie sabe que hemos llegado.
Me conformo con estas respuestas y pronto me rindo al sueño. Al día siguiente, me despierto tarde. Los hermanos ya no duermen y charlan en voz alta, sentados en el entablado. Al cabo de una hora, entra un hombre alto y robusto vestido con una larga zamarra amarilla. Serio, juicioso y de movimientos pausados, tiene un parecido con Maciej. Sopesa las palabras y a menudo repite la muletilla: «por ejemplo, como si dijéramos…» Se llama Andrzej. Nos cuenta un montón de novedades, que a mí ni me van ni me vienen, pero que interesan mucho a los Dowrylczuk. Pronto llega Kasia. Lleva en las manos un gran cesto bien tapado con riadno[29]. Se encarama por la escala sin soltar el cesto. Me acerco al borde del entablado y le cojo el cesto de las manos.
—¡Buenos días, Kasia! —le digo.
Me sonríe alegremente y contesta:
—¡Lo mismo digo!
Dejo el cesto al alcance de los hermanos y vuelvo sobre mis pasos a toda prisa. Quiero ayudar a Kasia a subir. La agarro por el brazo. La moza salta de la escala sobre el heno y por poco se cae de bruces. La agarro por la cintura, la estrecho fuertemente con el brazo y la levanto. Se pone colorada y dice:
—¡Ay, lo patosa que soy!
—Ha sido culpa mía. Me he metido en medio.
La muchacha me lanza una mirada con sus bonitos ojos castaños y sonríe. Desayunamos, hay huevos revueltos, tocino frito y buñuelos. Bazyli se saca del bolsillo de la zamarra dos botellas de vodka. Bebemos por turnos con un solo vaso. En un momento dado, el tío Andrzej me señala con la cabeza y, haciendo un ademán en dirección a Kasia, pregunta:
—¿Y éste, por ejemplo, como si dijéramos, es su prometido?
La moza se sonroja y se tapa los ojos. Los hermanos se ríen.
—No. Es nuestro invitado —dice Bazyli.
El tío Andrzej sopesa un rato la respuesta, y después dice:
—¿Qué más da que sea un invitado?… Hoy invitado y mañana, por ejemplo, como si dijéramos, cuñado. ¿Verdad?
Los hermanos se tronchan. Yo también me río para encubrir mi turbación.
—¿Y por qué, por ejemplo, como si dijéramos, no te casas? —El tío Andrzej vuelve a dirigirse a Kasia—. ¡¿No ves lo lozana que te has puesto?! ¡Te quemarás, mujer! ¡La sangre te quemará!
Bazyli mete baza.
—¿De qué le servirá irse a vivir entre forasteros, donde no va a encontrar más que miseria? En casa, hay pan y curro para todos. No la forcemos, que haga lo que quiera. Han venido muchos casamenteros. Los ha rechazado a todos.
Después, el tío Andrzej se dispone a salir. Tiene que llevar el matute a un mercader que ya hace tiempo que le compra los alijos. Kasia sale del granero con él.
Al anochecer, el tío Andrzej y Kasia vienen a vernos otra vez. La moza trae un cesto lleno de comida y el tío lleva a cuestas un gran saco. Se encaraman al entablado.
Cenamos durante un largo rato. Apuramos dos botellas de vodka que ha traído el tío. Más tarde, los hermanos Dowrylczuk y el tío Andrzej calculan el valor de la mercancía que hemos traído. Esta operación dura mucho. Finalmente, terminan de echar números. El tío Andrzej saca del costal ochenta y cinco pieles de zorro y se las entrega a Bazyli. Además, le mete en la mano unas decenas de monedas de oro. Mientras lo hace, dice:
—En nuestra familia, por ejemplo, como si dijéramos, todo tiene que ser como Dios manda. Vosotros os ganáis el cocido y a mí también me cae alguna que otra miga. Y así podemos ir tirando juntos. ¡Si Dios quiere!
Nos disponemos a partir. Los hermanos cargan las pieles de zorro en dos portaderas que cogen Bazyli e Ignacy. Protesto. Les digo que todos, excepto Kasia, tenemos que cargar con el alijo. Bazyli me contesta:
—¡Lo que hay no basta ni para dos!
Después salimos del granero. El tío se despide de todos y cada uno, y le dice a Kasia:
—¡Y a ti, mujer, más te valdría no andar por esos mundos y, para colmo, por ejemplo, como si dijéramos, con pantalones! ¡Esto no es como Dios manda!
—¡Pero es cómodo! —dice Szymon con voz alegre.
Emprendemos el camino de vuelta.
Al día siguiente, se me acercó Bazyli y me dijo:
—¿Cuánto quieres que te paguemos por la ruta: dos zorros o veinticinco rublos?
—No quiero nada. Que todo sea para vosotros…, por mi manutención.
Bazyli protestó con energía y tuve que aceptar los veinticinco rublos.
Antes de Navidad, todavía tuvimos tiempo de ir de nuevo al extranjero, pero aquella vez Kasia se quedó en casa. Tal vez la hubieran avergonzado las palabras del tío Andrzej. O tal vez prefiriera ayudar a sus hermanas en los trabajos domésticos que, por aquellas fechas, son más numerosos que nunca. Regresamos sanos y salvos del extranjero y de nuevo recibí de Bazyli veinticinco rublos. Al día siguiente, Maciej, Hanna y Bazyli bajaron al pueblo, donde se celebraba la última feria antes de las fiestas. Le di a Bazyli la lista de cosas que tenía que comprarme y una carta para el Lord. En cuanto se hubieron marchado, me puse a ayudar a Szymek y a Ignacy. Ellos serraban leños gruesos y yo los partía con un hacha. Después, corrí a la cocina para imponerle mi ayuda a Nastka, que tejía en un telar un riadno grande y floreado. Le prestaba un flaco servicio, de modo que me gané un codazo en las costillas. Abandoné a Nastka para abordar a Kasia, que freía oladie[30] de patata rallada y harina. Durante un tiempo trabajábamos en paz y armonía. Ella freía los oladie, los sacaba de la sartén, los ponía en una gran escudilla, y yo me los zampaba todavía calientes. Pronto, Kasia se percató de que la escudilla no se llenaba y, entonces, nuestra colaboración se fue al traste. Tuve que apartarme ante la amenaza de un gran cucharón de madera con el que Kasia ponía la masa en la sartén. Conque fui a buscar a Magda que, en medio de nubes de vapor, hacía la colada en un barreño, exhibiendo sus musculosos brazos. Intenté aprovecharme de aquellas nubes como de una cortina de humo para comprobar si tenía los bíceps duros. Pero mi intentona tuvo un final fatal. Magda me azotó la espalda con una pieza de ropa enrollada y empapada de agua, de modo que tuve que salir por piernas de inmediato ante una prueba tan evidente de su fuerza muscular. Finalmente, abordé a Olena, que fregaba con arena y agua caliente la mesa, los bancos y el suelo de la sala. Mientras recogía el agua del suelo con un trapo, provoqué unas cuantas colisiones. A la tercera, tuve que coger las de Villadiego. Olena me agredió con un cubo lleno de agua y, si no me hubiera apartado a tiempo de la cascada, me habría calado hasta los huesos. A regañadientes, volví junto a Szymon e Ignacy que, mientras tanto, ya habían serrado un montón de leña. ¡Qué otra solución me quedaba sino coger el hacha y ponerme a trabajar!
Ahora me siento en la casa de los Dowrylczuk como un miembro más de la familia. Me he hecho amigo de los chavales y de las mozas, que no se cortan nada ante mi presencia. Pasamos juntos los ratos de ocio. Al viejo Maciej le gusta contarme episodios de su vida. Los cuenta de una manera interesante y pintoresca, o sea que lo escucho con gusto. Él fuma su pipa, yo mis cigarrillos, y a menudo pasamos juntos muchas horas.
Al tercer día de haber regresado por primera vez del otro lado de la frontera, me acosté como siempre. Por la noche, juntan dos bancos y extienden encima un gran jergón para que yo pueda dormir allí. Me dan un enorme cojín donde apoyar la cabeza y, para taparme, una colcha rellena de lana con la cara exterior hecha de retazos multicolores. Las muchachas duermen en dos camas detrás de una mampara, y los chicos en grandes yacijas detrás de la estufa. Los lechos del amo y del ama están en el otro extremo de la habitación, cerca de la puerta, detrás de un tabique que forma una especie de alcoba pequeña. Aquel anochecer, estuve largo rato sin poder conciliar el sueño. Cogía los cigarrillos que guardaba en el alféizar de la ventana y fumaba. Pensaba en muchas cosas. De detrás de la estufa me llegaban los ronquidos sonoros de los hermanos. Al principio, me molestaban, pero con el tiempo me acostumbré… Así pasaron dos horas, y yo seguía sin poder dormir. Me desembaracé de las sábanas y me fui a un rincón de la pieza donde, encima de un taburete, había una artesa llena de vinagrada de centeno. Tomé un trago y volví a mi sitio. No tenía nada de sueño. Lo que más me apetecía era ir a bailar o a contrabandear. En un momento dado, oí el cuchicheo apagado de las mozas. A menudo, las oía hablar o susurrar, pero nunca tan bajito ni a altas horas de la noche. Al cabo de unos minutos, oí los pasos ligeros de unos pies descalzos. Miré hacia la mampara, pero no pude atisbar nada. Los pasos se acercaron a mi yacija. Se detuvieron al lado de los bancos. Oigo el roce de una mano contra el canto del anaquel que cuelga justo sobre mi cabeza. Está buscando algo. Busca un largo rato, pero no encuentra. Entonces pienso: «¡Tal vez sea sólo un pretexto!» Digo por lo bajinis: «¿Quién es?» No recibo ninguna respuesta, pero el roce de la mano contra el anaquel no cesa. Entonces, me incorporo en mi yacija y tiendo los brazos hacia donde intuyo la presencia de alguien. Toco con las manos el cuerpo de una muchacha vestida con un grueso camisón de lino. Finge que quiere rehuirme. La agarro fuerte por la cintura y la siento sobre mi yacija. Empiezo a besarla. Quiero decir algo, pero ella se precipita a taparme la boca con la mano. Entonces, en silencio, la tumbo sobre la yacija. Una hora más tarde, la muchacha quiere abandonarme. Intento retenerla un rato más, pero se zafa de mi abrazo con un gesto decidido y desaparece detrás de la mampara sin hacer el menor ruido. Tras unos minutos, oigo un cuchicheo sordo y —me da esa impresión— una risilla.
Al día siguiente, me siento un poco incómodo. A la hora de desayunar, estamos todos: el amo y el ama como siempre a la cabecera de la mesa, yo al lado de los hermanos, y las hermanas enfrente. Reina el silencio, como de costumbre durante las comidas. Cada dos por tres, les lanzo miradas a las muchachas. De vez en cuando, capto las suyas, exactamente iguales que siempre. No noto ninguna diferencia en su comportamiento. Miro sus caras llenas de salud, sus cabecitas morenas con una raya bien marcada en el centro y dos trenzas que caen sobre los hombros, sus bonitos ojos castaños, y me pregunto: ¿cuál de ellas? No observo ningún cambio en el trato que me dispensan. Así transcurre el día. Al anochecer, tras una jornada extenuante, nos retiramos para descansar. El quinqué se apaga. La pieza se sume en la oscuridad. Presto el oído con avidez para captar cualquier crujido, cualquier rumor… Silencio. Sólo los ronquidos de los hermanos. Al fondo de la habitación, oigo el carraspeo de Maciej. Enciendo un cigarrillo. Doy vueltas en mi yacija. Cuando ya he perdido toda la esperanza de que la muchacha venga a hacerme una visita e intento adormecerme, oigo un cuchicheo al otro lado de la mampara y, al cabo de un rato, distingo los pasos de los pies descalzos. Más tarde, mientras la moza yace entre las sábanas, le palpo la frente, las mejillas, la barbilla, la nariz, las orejas y los labios. No se opone, porque probablemente piensa que le estoy haciendo caricias. De hecho, lo que quiero es aprender su cara de memoria. Pero esto no me sirve para nada. Todas las hermanas tienen los rasgos muy parecidos. Quiero que diga algo para reconocer su voz, pero se emperra en callar y no se traiciona ni con una sola palabra. Y cuando intento musitarle cosas al oído, se apresura a taparme la boca con la mano.
Al día siguiente, volví a observar a las mozas con gran atención, pero no llegué a ninguna conclusión. Durante unas cuantas noches seguidas se repitió lo mismo. Un anochecer, dejé una linterna bajo la almohada. Cuando la muchacha estaba conmigo, intenté iluminarle la cara. Metí la mano bajo la almohada, pero ella debió de adivinar mis intenciones, porque me arrebató la linterna de las manos y, arrodillándose sobre la yacija, la dejó en el anaquel. A partir de entonces, cada noche que venía a visitarme, lo primero que hacía era comprobar si tenía alguna linterna al alcance de la mano. Por otra parte, yo ya había abandonado mis pesquisas por miedo a que dejara de venir… Después de pensármelo bien, había decidido no hacer ningún esfuerzo por enterarme de cuál de las hermanas era mi visitante nocturna. Hubiera podido iluminarla con la linterna mientras se acercaba a mi yacija, o bien hacerle una marca a lápiz en el cuello que me permitiera identificarla a la mañana siguiente. Pero, si para ella era tan importante mantener el anonimato, yo no pensaba ponerle obstáculos. Alguna de sus hermanas debía de estar al corriente de aquellas visitas, porque al regresar la muchacha a su cama, comenzaba el parloteo. Sin duda pensaban que yo no las oía.
Bromeaba con las mozas como antes y, siempre que intentaba cortejarlas, recibía sopapos y puñadas de todas sin excepción, pero las visitas nocturnas de mi amante misteriosa y callada continuaron.
Mientras tanto, en casa, todos nos afanamos haciendo los preparativos para las fiestas y no nos queda mucho tiempo libre. Ahora curro como los demás. Por eso, los días se me hacen más cortos y, como diría el Rata, tengo buen saque. Cada día espero impaciente la llegada de la noche y… de mi extraña amante. Ahora, estoy de mejor humor y ya no echo de menos tan a menudo al pueblo y a mis compañeros. Sólo de vez en cuando me vuelve a tentar el trabajo de contrabandista y me invaden los recuerdos de Fela, pero su imagen se borra paulatinamente de mi memoria. Pienso en ella no como en una mujer de carne y hueso, sino como en un bello personaje femenino extraído de un sueño o de una novela, que no existe en la realidad. Al principio, pensaba mucho en Saszka y en el Resina, pero ahora hago lo imposible por ahuyentar sus fantasmas, porque me doy cuenta de que me hacen daño. Cuando aparecen, algo me empuja hacia los bosques, hacia los caminos impracticables donde luce el «sol gitano» y el cielo, el reino de la Osa Mayor resplandece con miles de estrellas.