Invierno. Frío. El sol se pone. Extiende por el cielo kílims floreados y multicolores. Los cambia a cada instante. No escatima tintes. Es rico, desprendido e ingenioso.
Estoy en un estrecho camino trillado por los trineos. El frío me cala el cuerpo. Corro a casa a través del patio cubierto de nieve y me refugio en el cuarto espacioso y cálido. Pronto estaremos a mediados de diciembre. Hace cuatro semanas que vivo en el caserío de los Dowrylczuk, a tres kilómetros de la frontera, entre Duszków y Woma. Raków está a once kilómetros. Me ha instalado aquí el Lord. Los Dowrylczuk son parientes suyos. El caserío está completamente aislado. El pueblo más próximo se halla a dos kilómetros de distancia. No hay otra aldea en las cercanías. Una guarida segura. Puedo esconderme en ella durante muchos años sin que nadie me encuentre. Cerca del caserío, se extiende un gran bosque. Con un ala roza los edificios, mientras que tiende la otra hasta la frontera y, mucho más allá, en dirección este.
Los Dowrylczuk son una familia noble tan venida a menos que llevan vida de campesino. Tienen veinticinco áreas de tierras de labor y un trozo de bosque. No les falta de nada. No ahorran, sino que se lo gastan todo en vituallas y en ropa. No tienen tratos con los campesinos de la comarca. Forman una familia sorprendentemente bien avenida. No discuten por tonterías. Son pacíficos y alegres. Se quitan el trabajo de delante en un santiamén. El cabeza de familia, Maciej Dowrylczuk, tiene sesenta años, pero aparenta cincuenta. Está sano y fuerte y, a la hora de trabajar, no les va en zaga a sus hijos. De joven, viajó por medio mundo, y es bastante inteligente, aunque apenas sabe escribir su apellido. Tiene unos hombros y unos brazos impresionantes. Al caminar, se encorva ligeramente. Sus ojos siempre brillan de alegría y en sus labios se ha congelado una ligera sonrisa. Le gusta contar historias y habla de un modo pintoresco, aunque caótico. Intuyo que una avalancha de palabras y pensamientos le impide expresarse con claridad. La mujer de Maciej, Hanna, tiene cincuenta y cinco años. Anda con la cabeza erguida. Es muy trabajadora. Habla poco y de mala gana.
Los Dowrylczuk tienen tres hijos y cuatro hijas. Sus hijos son como robles y sus hijas como tilos jóvenes y carnosos. Todos gozan de buena salud, son alegres, fuertes y laboriosos. Siempre tranquilos y equilibrados, no saben qué quiere decir estar nervioso. Trabajan mucho y con ganas. La palabra de sus padres es sagrada.
Son una gente religiosa que observa las costumbres consagradas por la tradición. Muy a menudo, a la hora de las comidas, me dedico a contemplar el gran «ímpetu» con el que los miembros de esta familia asaltan la mesa. Los hijos y las hijas se parecen mucho entre sí. Las diferencias de estatura, edad y sexo son casi imperceptibles. Tienen cara de salud, una mata de pelo oscura y espesa que las muchachas recogen en trenzas gruesas y unos ojos castaños con el blanco veteado de azul. La única diferencia es que los rostros de las mozas carecen de la expresión de tenacidad que observo en los de los chavales. Cuando estoy junto a la mesa a la hora de las comidas mirando así a los Dowrylczuk, me recuerdan un juguete popular, el tentetieso, que en su versión rusa es una familia de figurillas de madera que miden entre cuatro y diez centímetros. Las figuras están pintadas con los mismos colores y no se distinguen una de otra sino por las medidas. Normalmente, hay siete. No tienen piernas, pero sí un tronco, una cabeza y un rostro redondo. Estas figuras se enderezan enseguida al tumbarlas, porque llevan plomo en la base. De ahí el nombre de tentetieso. El hijo mayor, Bazyli, tiene treinta años; el mediano, Ignacy, dos menos, y Szymon ha cumplido los veinticinco. Bazyli parece un oso. Aparentemente manazas y torpe, esconde una gran maña combinada con una enorme fuerza física. Ignacy es más ágil, pero también posee una constitución atlética. Szymon es más delgado y más «delicado» que sus hermanos. Tal vez por eso sea el preferido de la madre.
Hay cuatro hermanas: Kasia, Olena, Magda y Nastka. Tienen entre dieciocho y veinticuatro años. Se parecen como cuatro huevos y visten igual. A ratos, cuesta distinguirlas. Todas tienen buenos molledos, buena planta, caras redondas, ojos castaños y pelo moreno. Mientras el Lord me conducía a casa de los Dowrylczuk, me dijo que ellos también pasan contrabando. Tienen unos parientes en la zona fronteriza, por el lado soviético, y, de vez en cuando, les llevan alijos. Pero, durante toda mi estancia en su casa, los Dowrylczuk no han ido ni una sola vez al extranjero. He procurado tirar de la lengua a Szymon, con quien el contacto es más fácil. Me ha dicho que ahora no es el momento. Me aburro un poco sin dar golpe y espero con impaciencia que me salga un trabajillo… Cuando llegué al caserío con el Lord, mi compañero saludó a todo quisqui y, después de almorzar, le dijo a Maciej que tenía que hablar con él en privado.
—Bueno, chicos, ¡salid a echar una ojeada a la hacienda! —ordenó Maciej.
Los hijos y las hijas salieron de la habitación sin rechistar.
—Abuelo —dijo el Lord—, le ruego que acoja bajo su techo a este muchacho y que le deje pasar aquí el invierno. Es compañero mío. No puede vivir en el pueblo, porque la policía le pisa los talones por contrabando… En ninguna parte estará tan seguro como en su casa.
—Que se quede. Sólo que aquí no tenemos comodidades. Vivimos una vida de campesinos.
—Esto no le pilla de nuevas. Comerá lo mismo que vosotros. Y cuando sus chicos salgan con el matute, les será útil. Conoce bien el oficio…, es un contrabandista fogueado.
—Que se quede. No le faltará ni sitio ni pan, y la policía no viene nunca a huronear por aquí. Además, no tengo vecinos…, así que no me pueden delatar…
Entonces, metí baza:
—Puedo pagarme la manutención. Tengo suficiente dinero.
Enseguida me di cuenta de que había cometido una falta de tacto. Maciej me miró de hito en hito con una leve sonrisa en los labios y me dijo:
—El dinero no me interesa. He tenido y todavía puedo tener de sobra, pero no ambiciono forrarme. Así que, guárdalo para ti. ¡Un día lo vas a necesitar, porque eres joven!
—Le pido perdón. No era mi intención ofenderle.
—No ha sido nada. A mí no me puedes ofender, porque no me pico fácilmente. ¡No hay cosa que no haga de forma gratuita por un buen hombre, pero de los malos no quiero saber nada, aunque sean de oro macizo!
Al atardecer, el Lord se despidió y, acompañado de Bazyli, se puso en camino hacia el pueblo. Me prometió venir a verme de vez en cuando o mandarme al Rata. Salí para acompañarlo un trecho. Sin darnos cuenta, llegamos hasta Duszków. Me despedí del Lord pidiéndole que me visitara a menudo, y regresé corriendo al caserío.
Al día siguiente volvió Bazyli. Me traía un gran paquete y una carta del Lord. Dejé el paquete para otro momento y me puse a leer la carta:
¡Hola, cabeza de chorlito!
Sé que te aburres como una ostra en casa de los Dowrylczuk, pero te hará bien sufrir un poco. Antes de que llegue la primavera, ya se nos ocurrirá algo. No vengas al pueblo, porque volverán a denunciarte. No te apartes de los Dowrylczuk; tienen una guarida a prueba de bomba. Si necesitas algo, mándame a Bazyli.
Alfred trata de tirar de la lengua a los bisoños, pero nadie sabe dónde estás. Ayer, en casa de Ginta, el Ángel le sentó las costuras por haberle robado a Zoka Kalbowszczanka. Le tiene mucha ojeriza. Dice que le va a arrancar el pellejo. Alfred ha plantado a Belcia. La pobre es ahora el blanco de las burlas de todo quisqui. La llaman zorrilla de regimiento.
Tú estás triste, pero nosotros tampoco nos lo pasamos muy bien. Ahora no faenamos. Los muchachos arman jaleos y siempre andan a la greña. He hablado con el Rata. Me ha dicho que irá a verte pasado el domingo.
Te he comprado un montón de cosas. Los pañuelos dáselos a las mujeres, y con el resto haz lo que te parezca.
Pietrek el Filósofo me ha preguntado por ti. Le he dicho que estás bien y que vives en un lugar seguro. Lo de Julek el Loco no tiene cura. Tisis. Seguramente no llegará a la primavera. Va a liar el petate antes. Lástima de chico.
No hay más noticias. Si pasa algo, te escribiré. ¡Cuídate!
Bolek
En el paquete había cinco grandes pañuelos de mujer —todos de pura lana—, nueve botellas de espíritu de vino, unos cuantos quilos de caramelos, una pipa inglesa y un buen puñado de picadura y de cigarrillos. Regalé un pañuelo al ama de casa y repartí los otros entre las chicas. Al principio, no querían aceptar mi regalo. Pero, finalmente, la más joven, Nastka, dijo:
—Si padre no tiene nada en contra…
Entonces, Maciej contestó:
—¿No pretenderás que yo me ponga un pañuelo de señora, verdad?
Todo el mundo se echó a reír, y las muchachas aceptaron mis obsequios. A Maciej le di la pipa. La miró y dijo:
—Una pipa vieja es como una mujer vieja: fiel y segura, pero ¡de vez en cuando, una joven no estorba! —dijo, haciéndoles un guiño a los hijos.
Otra carcajada.
Al atardecer, a la hora de cenar, vaciamos dos botellas de alcohol rebajado con agua. Todo transcurrió apaciblemente. Yo les servía vodka a los hombres y repartía caramelos entre las muchachas, porque se habían negado rotundamente a beber. De este modo comenzó mi estancia en la casa de los Dowrylczuk.
Al cabo de una semana, un domingo, vino a verme el Rata. No esperaba su visita. Entró en el comedor cuando almorzábamos. Llevaba un gran paquete. Lo dejó sobre el banco que estaba junto a la pared, se quitó la gorra y se puso a parlotear, frotándose las manos:
—¡No os imagináis la prisa que tenía por llegar! Pensaba: ¿llegaré a tiempo para el almuerzo o me lo perderé?… ¡En lo de la manduca, no hay quien me gane! ¡Cuando tengo que hacer un trabajo, me pongo una zamarra, pero cuando tengo que tripear, me quito hasta la camisa!
Veo sonrisas en los rostros de la concurrencia: ¿quién será ese personaje tan raro? Mientras tanto, el Rata saluda a todo el mundo, comenzando por el amo. Finalmente han caído en que es un compañero mío. El amo lo invita a la mesa. El Rata se sienta a mi lado, y dice:
—Tengo unas tragaderas como hay pocas. Pongan lo que me pongan delante, me lo zampo. ¡De col medio kilo, este es mi estilo! ¡Un puchero me lo como entero!
Todos se ríen. Maciej le dice a su hija:
—¡Nastka, trae una escudilla y una cuchara para el invitado!
El Rata se dirige a Nastka, que sale de detrás de la mesa:
—¡Señorita Nastka! ¡Procure que la escudilla y la cuchara tengan un buen tamaño! ¡Yo soy así: me gusta meterme entre pecho y espalda cosas buenas, pero… en grandes cantidades! Y vuestra col la he olido cuando todavía estaba en Duszków, y he corrido tanto que por poco pierdo los zapatos.
Por regla general, en casa de los Dowrylczuk no se habla durante las comidas, pero la presencia del Rata enseguida anima el ambiente. ¡Y él, dale que dale, a charlar y a comer! Se inclina a derecha y a izquierda, los ojos le echan chispas, se ríe, gasta bromas. Ha alborotado a todo Dios… Veo caras alegres. Se oyen risotadas cada vez más fuertes. Miro al Rata y no lo reconozco. Normalmente, es un hombre de pocas palabras. Con los compañeros, mordaz y agresivo, conmigo, educado y solícito, pero de broma difícil. Y ahora, miradlo, derrama energía y vitalidad fingidas. Quiere hacernos reír y le sale de bigotes.
En la casa había una balalaica que tanto las muchachas como los muchachos tocaban a ratos para acompañar sus cantos. Al caer la noche, cuando toda la familia se reunió en casa, porque los trabajos más importantes de la hacienda ya habían terminado, el Rata la afinó y se puso a rasguearla. Tocaba bien y todos lo escuchábamos boquiabiertos. Nadie hubiera sospechado que de aquel sonajero pudiera extraerse una música tan maravillosa. Y el Rata se marcaba una pieza tras otra. Todo lo que no era capaz de hacer con el instrumento lo suplía con muecas, con gestos de las manos y del cuerpo. Al son de la balalaica comenzó a cantar en bielorruso:
Dziauchynienka, sertse moye,
yak pxyiemne litsa tvoye!
Nie tak litsa yak ty sama
y u papieraj upisana[27].
El Rata siguió con su canción, lanzando miradas hacia las muchachas:
Yak ya siayu kala tsiebie,
dykyay mys’lu xto ya v niebie!
Yak ya tsiebie potsaluyu,
Txy dni v gembie tsukier txuyu![28]
Las muchachas soltaron una carcajada e intercambiaron codazos. El Rata siguió cantando con ardor. Cantó una canción tras otra. Tocó polcas, valses, marchas y algunas improvisaciones de cosecha propia. ¡Nunca se me había ocurrido que pudiera ser un artista! Así nos entretuvo todo el día y, por la noche, después de cenar, comenzó los preparativos de su marcha. Maciej lo invitó a volver siempre que tuviera tiempo. Yo lo acompañé un trecho. Por el camino, me contó las novedades del pueblo. Cerca del bosque se detuvo. Charlamos y fumamos todavía media hora. En un momento dado, el Rata me hizo un guiño y dijo:
—¡Vaya buenorras que tienes en casa! Unas chavalas como estufas.
—Sí, sí…
—Hazle la corte a alguna. Enseguida te cambiará el humor.
—Sabes, no me veo…
—Pues, haz algo para verte… Las muchachas están en su punto. Van calientes. Se restriegan una pierna contra la otra, y tú estás en Babia. ¡Pensarán que no eres un hombre!
Nos despedimos y el Rata se fue a toda prisa hacia el camino real, mientras que yo regresé al caserío. Todos seguían sentados junto a la mesa. Charlaron todavía durante un buen rato y, cada vez que recordaban los chistes y las anécdotas del Rata, se tiraban al suelo de la risa. Uno de los hermanos cogió la balalaica y se puso a tocar. Pero, en sus manos, el instrumento volvió a convertirse en un vulgar sonajero.
Las palabras del Rata despertaron mi interés por las chavalas. Empecé a fijarme en ellas con más atención y de un modo distinto. Tenían unos bonitos ojos castaños, cuyo blanco lanzaba brillos azulinos. Los sombreaban unas pestañas largas y espesas. Tenían una boca pequeña y bien dibujada, unos labios rosados, dientes espléndidos. Y seguro que ocultaban un cuerpo perfecto.
Miro las muchachas con creciente interés. Lo notan. Percibo algunos indicios de cierta coquetería: quieren gustarme, pero ¡lo parecidas que son!
Aquella noche nos acostamos tarde. Soñé con tentetiesos. Tenían los ojos castaños. Hacían reverencias cómicas y movían los labios.