Fui a Raków apenas anocheció. Me escurrí por calles laterales y callejones hacia la casa del relojero Muaski. Estaba allí Pietrek el Filósofo. El muchacho estaba sentado a la cabecera de la cama donde yacía Julek el Loco. Le leía un libro.
—¿Dónde está el Rata? —le pregunté.
—No lo sé… Hace tiempo que no lo veo. Últimamente salía con los salvajes.
—Y el Lord, ¿dónde está?
—Se ha marchado con un grupo. Todavía no ha vuelto.
—¿Qué te pasa? —le pregunté a Julek, porque noté que tenía muy mala cara.
—Estoy constipado… Pero no es grave.
El muchacho empezó a toser. El ataque de tos le duró mucho y fue violento. Vi inquietud en los ojos de Pietrek.
—¿Sabes qué? —le dije a Pietrek—. Podrías guardarme la pasta. Porque…, ya ves…, ando por la frontera. Y si me pelan, la pasta se hará humo. ¿Ahora hacéis rutas?
—No… Puedo guardarte el dinero.
Me saco del bolsillo un fajo de billetes. Cuento mil doscientos dólares y se los entrego a Pietrek.
—¡Vaya, toda una fortuna!
Me despido de los muchachos y voy hacia la puerta. En el umbral me detengo.
—¿Sabéis que… Saszka ya no está con nosotros?
—¿Qué quiere decir que no está con nosotros? ¿Se ha ido del pueblo?
—No… No está en ninguna parte.
Hago la señal de la cruz en el aire. Veo dos pares de ojos atónitos. Salgo al patio y miro hacia arriba. La luna ha bajado mucho y se ríe insolente. Voy hacia la casa de Fela. No hay luz en las ventanas. Golpeteo contra el cristal. Como aquella noche… Oigo unos pasos precipitados.
—¿Quién va?
—Wadek.
—¿Qué Wadek?
—¿Qué Wadek quiere que sea… Yo.
Al poco, me hallo dentro de la casa. Una lámpara arde sobre la mesa. Fela me contempla con una mirada estupefacta. Callo durante un largo rato y después digo:
—¡Buenas noches!
Volvemos a callar. Me meto la mano en el bolsillo lateral de la chaqueta y saco el saquito de gamuza. Se lo entrego a Fela, diciendo:
—Esto es de Saszka.
Lo coge. Saco la cartera de Saszka y también se la doy.
—Y esto también es suyo… He cogido quinientos dólares para mí y otros quinientos para el Resina. Éstas fueron sus órdenes. Y me pidió que le entregara esto.
—¿Qué hay aquí? —señala el saquito con un gesto de cabeza.
—No lo sé. No he mirado adentro.
De repente, una profunda arruga vertical, igual que la de su hermano, le surca la frente. Los ojos se le oscurecen. Frunce las cejas.
—Y él, ¿dónde está?
—¡No está!
—¿No está?
—No… Lo han matado los bolcheviques cerca de la frontera.
Le explico en cuatro palabras, aunque con detalle, en qué circunstancias murió Saszka. Me escucha con atención. No me interrumpe con preguntas. Veo su cara pálida…, cada vez más pálida. Calla durante un buen rato. La miro y, en mi alma, noto un vacío absoluto. Alza la cabeza. Le pregunto:
—¿Puedo ayudarle en algo?
—¿Todavía está en busca y captura?
—Sí.
—Pues, no necesito nada. Me las apañaré sola. ¿Tiene donde esconderse?
—Sí.
—Bien. Ahora mismo voy a verlo. ¿El Resina está con él?
—Sí.
Se va a la habitación de al lado y empieza a vestirse. Al cabo de un rato vuelve.
—Ya puede marcharse. No le robaré más tiempo.
—¡Hasta la vista!
Salgo de la casa. Deambulo por las calles. Me he alzado el cuello de la chaqueta. Nadie me reconocerá. Miro hacia arriba. La luna sigue riéndose. No me cruzo con demasiados transeúntes. Hace frío. Se desencadena un viento gélido del este. Me hace llorar. Voy a casa de Ginta. Tengo que hacer algo. Pero ¿qué? Tal vez me limite a emborracharme. En el salón no hay gente conocida. Del techo cuelga una lámpara de petróleo encendida. Arroja una claridad exigua que no consigue iluminar una pieza tan grande. La mesa del centro está desocupada. En un rincón, alrededor de una mesilla veo a cuatro bisoños.
Llamo a Ginta.
—Hace mucho tiempo que no lo veía por aquí, señor Wadek —dice la judía.
—¿Y qué?
—Nada. ¿Qué desea?
—Una botella de aguardiente, pepinos y longaniza.
Bebo sin compañía. Los bisoños no me hacen ningún caso. No sé por qué tengo tanta prisa si no sé adónde ir… Ya he hecho todo lo que tenía que hacer. Me bebo media botella de vodka más. He entrado en calor, pero estoy cada vez más triste. Lo pago todo y salgo a la calle. Vuelvo a vagar por el pueblo. Nieva. Unos copos minúsculos y blancos giran alegres en el aire. Se encaraman por los largos rayos de luna y bajan resbalando. Tengo sueño. Hace tanto tiempo que no duermo.
Cerrada la noche, golpeteo la ventana de la casa de las Kaliszanki. Zuzanna me abre la puerta. Da palmadas y expresa su gran alegría con una estridencia fuera de lugar:
—Ay… ¡El señor Wadek! ¡Por fin! ¡Bienvenido! ¡Bienvenido!
—¡Bienhallada! ¡Bienhallada! —le sigo la corriente, lúgubre.
—¡Pase! ¡Pase! ¡Entre!
Sonríe. Sus ojos bizcos me soban con una mirada inquisidora.
—¿Le apetecería comer o beber algo?
—Tráeme vodka.
—Ahora mismo se lo traigo. Todo lo que se le antoje. Siéntese, por favor.
Vuelvo a beber vodka. Zuzanna sonríe con lascivia. No deja de dar vueltas por el cuarto. Los pechos le tiemblan como dos vejigas de goma llenas de agua.
—Toka a menudo habla de usted… Veo que hoy está para pocas fiestas… ¡Yo no paro de charlar y usted no dice esta boca es mía!
—Se me ha helado la lengua. ¡Me la tengo que calentar!
Zuzanna suelta una carcajada ronca y con sus manos rollizas se da palmadas en los muslos. Sigo bebiendo. Después me fumo un cigarrillo tras otro. La mujer me mira de reojo.
—¿Y qué me dice de echar un polvito? ¡En la camita con la pequeña Toka! ¡Salir del frío y entrar entre unas piernecillas calentitas!… ¡Ja-ja-ja-ja!
La sacude un ataque de risa muda. Veo que tiene dos narices y muchos pares de ojos, y que no deja de vibrar, de temblar, como si fuera de goma, de pasta. Paso a la habitación de al lado. Detrás, oigo el chancleteo de Zuzanna, que me sigue con una lámpara en la mano.
—¡Toka, dale al señor Wadek una hermosa bienvenida!
—¡Madre, siempre tienes que hacer el payaso! —contesta la moza medio adormilada.
Me desnudo. ¡Hace tanto tiempo que no duermo! Zuzanna me quita los zapatos. Después, me hundo tan largo como soy en la cama cálida y blanda. Zuzanna dice algo entre risotadas y abandona la habitación. Toka se pega a mí con todo su cuerpo ardiente y suave. «¡Ha ocurrido algo muy, pero que muy importante! ¡Mucho! Pero ¿qué?» Me precipito por un abismo caluroso y sofocante.
—¡Anda! ¡Levanta! —oigo en sueños una voz amenazadora.
Alguien me agarra por el brazo y me sacude. Abro los ojos. Me deslumbra un rayo de luz de una linterna. Al cabo de un rato, distingo en la habitación a unos cuantos policías. Llevan los revólveres desenfundados. Enseguida recupero la conciencia. «Tengo las armas en el bolsillo lateral de la chaqueta. Pero ¿dónde está la chaqueta? Al fin y al cabo, da igual. ¡No debo defenderme por nada del mundo!»
—¡Nombre y apellido! —me pregunta la misma voz en un tono oficial.
—Antoni Piotrowski.
Zuzanna suelta una carcajada.
—¡Miradlo! ¡Qué bromista es el señor Wadek! Señor comandante, todavía no ha dormido la borrachera. Ayer, estuvo de parranda… ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
Me resulta repulsiva. Me doy cuenta de que ha sido ella quien ha ido con el soplo.
—¡Vístete!
Salgo de la cama y empiezo a vestirme. El rayo de la linterna me ilumina todo el tiempo, pero no siento ninguna vergüenza. Me he vuelto indiferente a todo.
—Ayer, el caballero se fue de parranda —oigo una voz de bajo enronquecida que llega a mis oídos como de lejos.
Alguien se ríe. Zuzanna suelta una risilla para sus adentros. Después noto en las muñecas las argollas frías de las esposas. «¡Ha ocurrido algo muy, pero que muy importante! Pero ¿qué?» Salimos al zaguán. Los cañones de los revólveres no me quitan el ojo de encima. Me acarician los rayos de las linternas.
—En mi casa, la ley se respeta, señor comandante… —oigo el cuchicheo de Zuzanna.
Caminamos por las calles. La luna se echa a reír. Los copos de nieve giran alegres en el aire. Nos cruzamos con dos hombres que llevan porras en la mano. La guardia nocturna.
Me llevaron a la comisaría. Al día siguiente, el interrogatorio, el expediente. Llamaron a Alfred, a Alfons y a Albin Aliczuk para un careo.
—¿Lo conoces? —le preguntan a Alfred.
—¡Cómo no! —dice el contrabandista con una sonrisa venenosa.
—¿Fue él quien te hirió?
—Sí. Nos cerró el paso y empezó a disparar. ¡Quería atracarnos!
Los hermanos de Alfred confirman sus palabras solícitamente. No les interrumpo. ¡Que digan lo que quieran! Todo esto no es nada en comparación con lo otro… Después, llegó mi turno. Les cuento el incidente punto por punto. Me vienen a la memoria los detalles. Pero veo sus miradas de inteligencia y sus sonrisas. No me creen. Entonces, dejo de contestar a las preguntas.
En el cuarto día a contar desde mi arresto, a las cinco de la tarde, salimos de Raków con destino a Iwieniec, donde está la oficina del juez de instrucción. Vamos en trineo. Me colocan en el centro del asiento trasero. Me escoltan dos policías, uno a cada lado. Desde la plaza mayor, nos dirigimos hacia Sobódka. Pasamos frente a la casa de Trofida. Miro las ventanas. Me parece ver una cara detrás de los cristales. ¿Será Janinka? Entramos en el puente. ¡Cuántas veces me había deslizado por allí con los muchachos! ¡Y miradme ahora! Anochece. Hace un frío que pela. Las esposas me congelan las muñecas. En el aire bailan los copos de nieve formando una cortina reluciente y movediza que otorga al paisaje un encanto especial. A ambos lados del camino hay árboles cuyas ramas se doblan bajo el peso de una gruesa capa de nieve. A lo largo del camino, corren hacia la lejanía los postes de telégrafo. Oigo su zumbido vibrante y monótono. Los policías sacan cigarrillos, los encienden y me ofrecen uno. Rechazo su oferta.
—¿Usted no fuma? —me pregunta uno de mis guardianes.
—Fumo…, pero sólo de los míos.
—¡Bien hecho! —dice el policía.
El cochero arrea al caballo, pero el pobre jamelgo arrastra las patas lentamente y sólo acelera el paso al oír el silbido de la tralla. Desde el este, sopla un viento frío y penetrante. Me congela la mejilla izquierda y una oreja. Saco las manos de las mangas y, con grandes dificultades, me alzo el cuello de la chaqueta. Nieva cada vez menos y, finalmente, amaina del todo. En el cielo, aparecen las estrellas. La luna se encarama laboriosamente hasta las alturas; está seria, pensativa, y no nos hace ningún caso. Me viene a la cabeza un alud de pensamientos… Huyen a la desbandada, no se enlazan unos con otros, corren en tropel, indisciplinados. Me invade una desgana general.
Los policías le dan a la sin hueso. Hablan de pluses para familias numerosas y de dietas. A menudo, interrumpen la conversación. En un momento dado, uno le dice al otro:
—¿Conoces a Saszka Weblin?
—Lo conocí. Es el hermano de aquella morenaza. ¿Cómo la llaman?
—Fela.
—Eso es. Bueno, ¿y qué pasa con él?
—Acaban de darle matarile en la frontera.
—¿Quién lo ha pelado?
—No se sabe. El Resina declaró que lo llevaba de Rubieewicze a Raków y, a la altura de Woyma, alguien les disparó desde el bosque y alcanzó a Weblin.
Presto el oído, aunque finjo que la conversación no me interesa en absoluto.
—¿Tal vez fuera un ajuste de cuentas?
—¡Yo qué sé!… Saszka Weblin era muy querido por todos, pero también podía tener enemigos… Tengo la sensación de que el Resina nos tomó el pelo con lo de la emboscada… Ayer se pegó un tiro en la cabeza.
—¿Quién? ¿El Resina?
—Sí.
—¿Cómo se le ocurrió?…
—Estaba borracho, algo lo trastornó… Ayer fue el entierro de Weblin y después hicieron el convite en la casa de la hermana. Aprovechó la ocasión para coger una buena curda. Por la noche, se marchó y, en la plaza mayor, se metió la parabellum en la boca y apretó el gatillo.
Me quedé helado de horror.
—¿Quizás tuviera algo que ver con aquel tiroteo y temía las represalias? ¿Qué te parece?
—Todo es posible… Es un asunto turbio. Ni el diablo en persona se aclararía. Este tipejo —el policía volvió la cabeza en mi dirección— también está arrestado por un tiroteo.
Por esta conversación me enteré de que el segundo policía acababa de volver de vacaciones y no estaba al tanto de las últimas novedades del pueblo.
Ahora me da una palmadita en el hombro y me pregunta:
—¡Oiga!… ¿Por qué le disparó?
—¿A quién?
—A aquél… ¿cómo se llama?
—Aliczuk —le ayuda el otro policía.
—Por hijo de puta.
Los policías intercambian miradas de complicidad: «¡es un pájaro de cuenta, ése!» Después vuelven a fumarse un cigarrillo.
«¡O sea que el Resina está muerto! ¡Se ha pegado un tiro!» La cabeza no para de darme vueltas. De repente, me dan unas ganas irresistibles de saberlo todo. No me trago lo del suicidio del Resina. Sencillamente, esto no me cabe en la mollera. No me cuadra… ¿A lo mejor hay algún otro Resina? En cuestión de segundos tomo una decisión irrevocable: ¡tengo que escaparme para comprobarlo! ¡Tengo que hacerlo por fuerza! De momento, me limito a observar a hurtadillas a los policías con gran atención. Están seguros de que no me voy a escapar. Se repantigan en los asientos fumando sus cigarrillos. Sujetan los fusiles entre las rodillas. No tendré tiempo para saltar del trineo por el lado. Me cogerán. ¿Y si tomo impulso con los pies contra el fondo del trineo y me lanzo hacia atrás? De este modo, puedo salir disparado fácilmente antes de que muevan un brazo. Pero ¡ojalá no caiga de cabeza!… A escondidas, examino el terreno. El trineo traquetea tanto sobre los baches que es fácil saltar fuera. Las piernas de los policías están cubiertas de heno y arrebujadas con sus capotes. Antes de que les dé tiempo de incorporarse y bajar del trineo, ya me habré levantado del suelo y me habré dado el bote. Llevo ropa ligera y puedo correr muy de prisa, así que, si no me tocan las primeras balas, me las piraré fácilmente.
—¿Falta mucho para Iwieniec? —le pregunta uno de los policías a su colega.
—Tres kilómetros.
Esto precipita la ejecución de mi plan. Busco con la mirada el terreno apropiado y espero el momento favorable. He doblado las piernas y he clavado los pies en el fondo del trineo. ¡Si no fuera por las esposas! El trineo sube poco a poco hasta la cima de un cerro. Una vez arriba, veo a la luz de la luna una ladera larga y empinada con un camino que se precipita cuesta abajo. Distingo una faja de matorrales que orillan el camino y, más allá, el campo abierto. Arrojo las últimas miradas a la escolta y al terreno. El trineo desciende a gran velocidad. La fuerza de la inercia me clava el respaldo del asiento entre los omóplatos. Entonces, con todo mi cuerpo, hago un movimiento brusco hacia atrás al tiempo que tomo impulso con los pies contra el fondo del trineo. Salto por los aires y caigo en el camino. Me levanto en un abrir y cerrar de ojos y me encaramo, pies para qué os quiero, por la vereda que el trineo acaba de recorrer en el sentido contrario.
—¡Frena los caballos! ¡Frena los caballos!
El trineo sigue deslizándose cuesta abajo.
—¡Soooo! —grita el cochero.
Sigo subiendo a toda prisa. Vuelvo la cabeza. Veo a un policía correr por el camino. Se detiene. Apunta. Salto hacia un lado, entre los matorrales. Resuena el disparo. Caigo en un campo y retomo la escalada. Se oye un segundo tiro, y después otros… Disparan sin ver el blanco, sin verme a mí, porque yo tampoco los veo. Alcanzo la cima del cerro. A continuación, corro como una flecha cuesta abajo. No me he cansado nada y sólo he entrado en calor a causa del movimiento. Me vuelvo una y otra vez. Sobre la blancura nívea del camino y de los campos no hay nadie. Ya me he alejado un kilómetro de la cima del cerro cuando, a la luz de la luna, veo el trineo que justo acaba de alcanzarla. Vislumbro un bosque cercano. Me adentro en él. Lo cruzo de parte a parte… Avanzo de prisa a campo traviesa. Vuelvo a entrar en un bosque… ¡Ahora, que me persigan si quieren! Otro bosque y otro campo. Miro alrededor. Un desierto. Miro las estrellas: busco el rumbo. La Osa Mayor me indica el oeste.
«No, querida, no… Mi camino conduce hacia el este… ¡En el oeste no hay sitio para mí!»