Pronto estaremos a mediados de noviembre. Hemos pasado por la frontera siete carros llenos de mercancía. Saszka me ha dado doscientos cuarenta dólares más. Ya tengo novecientos cinco. Presentimos la inminencia del invierno y trabajamos a destajo. Saszka quiere acabar antes de finales de noviembre. En los próximos días, los comerciantes nos suministrarán una mercancía cara de Rubieewicze con la que esperamos echar buen pelo. Se han animado al ver nuestros últimos éxitos. Hace unos días nevó por primera vez, pero la nieve pronto se fundió. De momento, los caminos son practicables. ¡Ojalá sigan así todavía mucho tiempo! Un par de días más tarde sucedió algo terrible que dio al traste con todos nuestros planes. ¡Más nos habría valido no haber empezado nunca aquella faena que acabarla de aquel modo! Pero no quiero anticiparme a los hechos. Lo relataré todo punto por punto.
Volvíamos del trabajo. Le habíamos endosado la mercancía al Tejón y, de regreso, llevábamos unas cuantas pacas de lana de oveja. Llegamos sanos y salvos a aquel prado que está cerca de la frontera. Ya había pasado la medianoche. Dimos un descanso al caballo y, a continuación, retomamos el camino. El carro se deslizaba en silencio por la hierba húmeda. Saszka bajó de un salto y se puso a caminar. Quise seguirlo, pero me detuvo con un ademán. Me quedé en el carro.
Veo a Saszka avanzar por el prado a unos cuarenta pasos. Intento no perderlo de vista… Se acerca a la raya oscura de matorrales tupidos que crecen cerca de la frontera. La deja atrás… De repente, retumba el estruendo de un disparo, y de unos cuantos más, uno tras otro. Sólo entonces oigo unos gritos:
—¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!
Resuenan unos tiros de revólver. Es Saszka quien dispara. Lo veo batirse en retirada. Mientras tanto, en la espesura que puebla la frontera no dejan de relampaguear los fogonazos de los disparos de las carabinas. El Resina ha detenido al caballo. Disparo mi parabellum en dirección a los matorrales. Calculo que deben de estar a unos ciento veinte pasos. Vacío un cargador. Vuelvo a cargar la pistola y sigo disparando. Los tiros de carabina enmudecen. De improviso, oigo la voz del Resina, una voz extraña y temblorosa:
—¡Sujeta al caballo! ¡Muévete!
Agarro las riendas y veo que el Resina corre. Y también veo a Saszka que yace en el prado a unos treinta pasos de nosotros, pero sin disparar ni moverse. Antes, entretenido con la escaramuza, le he perdido de vista.
De repente, la luna se esconde detrás de las nubes. Se hace más oscuro. No veo ni al Resina, ni a Saszka, ni los matorrales. Vuelvo a oír las voces:
—¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!
Tiemblo como una hoja. «¿Qué habrá sucedido allí?» El caballo se impacienta, pero lo agarro con fuerza. Al cabo de un rato, oigo unos pasos precipitados. El Resina corre hacia el carro con Saszka en brazos. Lo tiende sobre las pacas de lana. Sube de un brinco al carro y me dice con una voz extraña:
—¡Ocúpate de él!… ¡Procura que no note el traqueteo! ¡Me cago en diez!
Coge las guías y obliga al caballo a dar media vuelta. Oigo muy cerca la carrera de unos hombres que se acercan a nosotros. Me saco la parabellum del bolsillo y me incorporo sobre el carro. La luna sale de detrás de las nubes, iluminando el prado como un foco. Veo a cuatro soldados. Les descerrajo unos cuantos tiros. Retroceden, pies para qué os quiero. El Resina arrea al caballo. Por poco me caigo. Arrodillado, vuelvo a disparar. Como respuesta, truenan unos tiros de fusil. Las balas silban cerca de mí. Disparo con frenesí. La luna vuelve a esconderse detrás de las nubes. Ya no puedo ver a los soldados que nos persiguen. Están lejos. El carro rueda a toda velocidad. Me inclino sobre Saszka. Veo una cara pálida y unos ojos brillantes. Se muerde los labios…
—¿Qué sientes? ¿Cómo puedo ayudarte? —le digo, desesperado.
No me contesta. Seguimos huyendo. Suerte que las nubes hayan tapado la luna. En los confines de una arboleda, nos detenemos. El Resina levanta a Saszka en brazos y lo tiende sobre la hierba. Yo me arrodillo a su lado. No sé qué hacer. No dejo de preguntarle:
—¿Cómo puedo ayudarte?
No me contesta. El Resina tira del carro las pacas de lana y, con un cuchillo, corta en un santiamén el embalaje. Después, esparce por el carro las vedijas: prepara una yacija mullida para Saszka. Llena el carro hasta la mitad y cubre la lana con la tela que antes servía de envoltorio a las pacas ahora despanzurradas. Después, tumba al herido sobre esta yacija. Las piernas, los brazos y la cabeza de Saszka cuelgan inertes. Después, el Resina sube al carro y me dice con una voz sorda:
—¡No le quites el ojo de encima!
El carro arranca. Poco a poco, nos desviamos hacia un lado y avanzamos en paralelo a la frontera, que queda a tres kilómetros de distancia. Galopamos a través de prados y campos de cultivo sin hacer nada de ruido. Me arrodillo al lado de Saszka. Veo que ha levantado los párpados. Dice algo. Me inclino sobre él.
—Sácame el saquito del cuello…, debajo de la camisa.
Febrilmente, le desabrocho la chaqueta, la blusa y la camisa. Le descuelgo del pecho un saquito de gamuza.
—Dáselo a Fela… Busca mi cartera… —susurra Saszka.
Le saco la cartera del bolsillo lateral de la chaqueta.
—Quinientos dólares para ti…, quinientos para el Resina…, y el resto para Fela…
—De acuerdo —le digo.
—Con los comerciantes y el Tejón se entenderá el Resina… Díselo. Él sabrá hacerlo…
—Esto no será nada —le digo—. Lo harás tú mismo.
—No…, estoy acabado… Haz lo que te digo…
Calla.
—¿Puedo ayudarte en algo? —le pregunto.
—No…, dejad este oficio… Y tú no te quedes aquí…
Calla de nuevo. Le pongo más lana debajo de la cabeza. Vuelve a hablar con un hilo de voz:
—Wadek.
—Estoy aquí.
—Acércame el aparato.
Agita los dedos de la mano derecha. Meto entre ellos la culata de la parabellum. Se aferra a ella. No sé qué pretende. La luna sale de detrás de las nubes. Veo claramente los ojos hundidos de Saszka y su cara blanca desencajada por el sufrimiento. La profunda arruga vertical le cruza la frente. Sus ojos se anegan en lágrimas.
De repente, le aflora a la cara una sonrisa extraña. Me dirijo al Resina:
—¡Detén el caballo! ¡Se está muriendo!
—¡Qué dices! ¡Diantres! —contesta el Resina con una voz plañidera.
Nos inclinamos sobre Saszka. Susurra:
—¡A la izquierda!… Todavía más… Más… ¡Adelante, muchachos! ¡Sin cuartel! —dice Saszka en voz alta, y se desploma sobre su yacija.
Aquéllas fueron sus últimas palabras. Así murió Saszka Weblin, el rey de la frontera. Murió en la zona soviética a mediados de noviembre, en plena temporada de oro, una noche de luna creciente. Expiró a las dos de la madrugada. El «sol gitano» iluminó los últimos instantes de su vida. Nos envolvió un silencio solemne… Abandonaba a una hermana, Fela, y a sus dos amigos del alma: al Resina y a mí. Dejaba un buen recuerdo entre todos los muchachos de la zona fronteriza.
Nos arrodillamos en medio de un silencio lóbrego junto al cuerpo de nuestro querido compañero. Sobre mis manos caen las lágrimas del Resina. Esto es todavía más difícil de digerir: ¡un pedazo de hombre como él, llorando!… Me inclino sobre el cuerpo de Saszka. De golpe, el Resina se endereza bruscamente y dice con una mirada ausente y la cara desencajada por una sonrisa torcida:
—¿Qué hacemos aquí como unos pasmarotes?
Agarra las riendas y les da un tirón con tanto ímpetu que el caballo se sienta sobre las patas traseras. Después se desgañita:
—¡Al galope! ¡Adelante!
Arrancamos. El carro retumba por el prado con un eco sordo. Salta por encima de los surcos. El caballo se acalora y tiene ganas de correr más, más y más…
—¡Al galope! ¡Adelante! —grita el Resina tan alto que deben de oírlo por toda la frontera.
«¡Caramba, se ha vuelto loco!» Y el caballo se lanza a la carrera, cada vez más veloz. Es un caballo de contrabandistas. Nos conoce muy bien. Sabe que nos comportamos de una manera extraña y que nos ha ocurrido algo muy gordo. Tal vez le sorprenda que no se oigan disparos de fusil.
—¡Arre!
El Resina silba con los dedos, produciendo un sonido escalofriante. Estoy sentado sobre un montón de vedijas de lana. No sé dónde están mis armas. No entiendo nada… Por encima de nuestras cabezas, gira la luna. Los ojos se me empañan de lágrimas.
—¡E-je-je-je!… ¡Arre!… —el Resina lanza su espeluznante grito por toda la frontera.
«¿Por qué lo hace?», pienso, mordiéndome los labios. ¿Qué más ocurrirá esta noche? ¡Ya no puede suceder nada más!… ¡Lo peor ya ha sucedido!… A un lado, retumbaron unos tiros de fusil. Eran las salvas que los «caravinagres» disparaban en honor de Saszka. El carro rebotaba como una pelota. El caballo galopaba como alma que lleva el diablo. La luna bailoteaba por el cielo y, en el aire, resonaba sin cesar el grito:
—¡E-je-je-je!… ¡Arre!…
Por la mañana, cayó una nevada y la nieve cuajó. Enseguida sepultó los caminos. Para nosotros todo había acabado. Ya no necesitábamos caminos transitables, porque Saszka Weblin ya no estaba…