Chispea, llovizna y chaparrea. La noche es negra como boca de lobo. El carro está hasta los topes de tintes y cuero para suelas de zapatos. Varias arrobas de mercancía. Hemos cubierto el carro con una lona que hemos atado con sogas. Si volcara, no se caería nada. Las ruedas las hemos forrado con cuerdas muy finas impregnadas de pez. Esto tiene muchas ventajas: al viajar, hacemos menos ruido, las ruedas no se hunden tanto en los terrenos fangosos y no resbalan en las cuestas y sobre la hierba húmeda. Todo está a punto. El caballo negro, grande y fuerte, tira del carro con vigor. Salimos a la carretera. El amo se despide de nosotros desde el portal:
—¡Que Dios os acompañe!
Nos zambullimos en la oscuridad. El Resina, con las riendas en las manos, guía al caballo. Saszka va a su lado. Yo me he colocado en la parte posterior. Avanzamos poco a poco. A oscuras, no veo nada. Al cabo de una hora, el Resina frena el caballo. Saszka y yo bajamos del carro; me manda esperar, y sigue adelante solo. Vuelve tras un cuarto de hora.
—¡Anda! ¡Vamos!… Pero despacito y buena letra.
Ahora Saszka y yo abrimos la comitiva y el carro rueda en silencio siguiendo nuestros pasos. Tenemos las pistolas y las linternas a punto. Intuyo que la frontera está cerca, pero no me percato de cuándo la cruzamos. Casi no hacemos ruido. Tal vez algún «caravinagre» ande suelto, pero no nos puede ni ver, ni oír. Camino pensando en lo que hoy me ha dicho Saszka: «Bien, chaval, a trabajar. Antes de las primeras nieves habrás ganado un buen puñado de dólares. Entonces iremos a Vilnius. Te establecerás allí, porque aquí, tarde o temprano, perderás el pellejo». La lluvia arrecia. En las tinieblas, hacemos largos rodeos, esquivando los obstáculos del terreno. Finalmente, encontramos un camino. Ahora vamos a toda prisa. El carro nos sigue en silencio. De vez en cuando, el caballo me roza la nuca con el morro y siento su aliento cálido en el cuello. Después, Saszka detiene al caballo. Nos montamos en el carro y arrancamos inmediatamente. Un bosque, invisible en la oscuridad, bordea el camino por ambos lados. A menudo, el carro traquetea sobre las raíces de los árboles. Las hojas húmedas y las agujas punzantes de los abetos me acarician la cara. Durante todo este tiempo tengo a mano la linterna y la parabellum. ¿Quién sabe si tropezaremos con alguien por el camino? En un lugar nos desviamos hacia el bosque. Allí, liberamos las ruedas de las cuerdas. Por nada del mundo podemos dejar este rastro entre la frontera y nuestra guarida. Ahora serpenteamos por diversos senderos. Doblamos a un lado. Intentamos borrar nuestras roderas. A las tres de la madrugada, hemos llegado. Metemos la mercancía en el establo. Cuando amanezca, el Tejón la llevará hasta el punto siguiente, cerca de Minsk. El Resina y el Tejón conducen los caballos al establo, mientras que Saszka y yo entramos en la casa. En la estufa, arde un fuego vivo. Nos quitamos la ropa mojada y la colgamos sobre las cuerdas que ciñen la estufa caliente. Cuando regresa el Resina, también pone la ropa empapada a secar. El Tejón fríe tocino para todos. Bebemos alcohol y comemos chicharrones calientes. Todo nos apetece, hasta el pan negro de ínfima calidad y el tocino rancio. Antes del alba, la lluvia amaina. El Tejón engancha el caballo. Carga la mercancía con la ayuda del Resina y se va hasta el punto siguiente. Ha tapado la carga con heno.
—¿No lo trincarán por el camino? —le pregunto a Saszka.
—¿A él?… ¡Ni el diablo en persona sería capaz de darle el alto! Pasará por veredas donde no hay bicho viviente. Y si diera con alguien, tiene una pipa muy de aúpa que le he prestado. ¡Dará guerra mientras le quede un soplo de vida! ¡Es todo un personaje!
Nos encaramamos sobre la estufa para dormir. Hace mucho calor. Hacemos turnos para velar el sueño de los compañeros. A las tres de la madrugada vuelve el Tejón. Trae unos sacos enormes llenos de cerda. Será la carga del viaje de vuelta. No nos molestará, porque es ligera. Al atardecer, subimos la cerda al carro y arrancamos. Vamos de prisa. El caballo se impacienta por galopar, pero el Resina lo frena. Al cabo de tres horas de viaje nos detenemos. Envolvemos otra vez las ruedas del carro con cuerdas y seguimos algo más despacio. Empieza a llover. Sopla un viento del este. Nos ayuda a mantener el rumbo. Cruzamos la frontera, tomando todas las medidas de seguridad y, a la una de la madrugada, estamos de vuelta en el caserío.
Pasamos al otro lado de la frontera tres carros de mercancías. Recibí de Saszka doscientos cuarenta dólares. Ahora llevo ahorrados seiscientos sesenta y cinco dólares. Saszka me dijo que todavía estaba en deuda conmigo, pero que me la pagaría más adelante, cuando hubiéramos acabado definitivamente el trabajo, porque de momento los beneficios eran difíciles de calcular. Nunca había ganado tanto dinero.
La última vez que regresábamos de la Unión Soviética hubo un incidente que por poco acaba en un derramamiento de sangre. Teníamos la intención de volver a casa más temprano que de costumbre. Estábamos dando un rodeo. Llevábamos tres grandes hatos llenos de cerda. En un lugar nos metimos en un prado. A lo lejos se veía un pueblo. El crepúsculo caía lentamente. Desde el este se arrastraban unos nubarrones que iban cubriendo el cielo de punta a punta. Se fraguaba un aguacero. El camino estaba poco trillado; el carro traqueteaba sobre los baches. Vi en la lejanía una faja de mimbreras que dividía el prado, una pasarela sobre un riachuelo y unos abedules que crecían en sus márgenes. Me pareció ver gente en el puentecillo. Cuando estábamos más cerca, vi a unos hombres apoyados en la barandilla del puente que miraban en nuestra dirección.
—¡Hay unos tipos allí! —le dije a Saszka.
—¡Que se vayan a freír espárragos! —espetó mi compañero.
Nos acercamos más al puente. Vi a siete hombres. Tres vestían al estilo campesino, tres llevaban ropa de ciudad y el séptimo gastaba chaquetón de piel negra y gorra. El Resina aflojó las riendas del caballo y silbó suavemente. El carro rodó hacia delante a más velocidad. Yo tenía las manos metidas en los bolsillos y empuñaba las culatas de los revólveres. Separé las piernas para mantener mejor el equilibrio. Le lancé una mirada a Saszka. Una leve sonrisa afloró a sus labios. Hundía una mano en el bolsillo.
—¡Más despacio! —le dijo Saszka al Resina.
El Resina frenó un poco el caballo. Entramos en el puente.
—¿Quiénes sois y de dónde venís? —gritó, en un tono enfadado y agresivo el hombre del chaquetón de piel, intentando agarrar las riendas.
—¡De Minsk! —dijo Saszka con voz fuerte y alegre.
—¿De Minsk? ¿Y adónde vais?
—¿Adónde vamos?… ¡Ahora mismo le haré una confesión detallada! ¡Soooo!
El Resina detuvo al caballo y Saszka bajó del carro para acercarse al hombre del chaquetón negro de piel. Lo miró a la cara durante un rato y después dijo:
—¡Tu facha, camarada, me parece muy sospechosa!… ¿Con qué derecho paras a la gente por los caminos?
—¿Cómo que con qué derecho?
—Tal como lo oyes: ¿con qué derecho? ¡Enséñame tus documentos!
—Soy sotrudnik koidanovskogo Pogranotriadu[26].
Entonces, Saszka retrocedió un paso y le puso el cañón de la parabellum delante de las narices, diciendo con calma y frialdad:
—¡Manos arriba! ¡Venga!…
El hombre del chaquetón de piel se puso pálido y levantó los brazos. En aquel momento, yo también me saqué bruscamente del bolsillo los dos revólveres y, desde el carro, les grité a los hombres del puente:
—¡Manos arriba! ¡Rápido, que es para hoy!
Todos alzan las manos por encima de la cabeza. El Resina aguanta con una mano las riendas y con la otra la parabellum. Sonríe y mira con curiosidad a los hombres que mantienen los brazos en alto. Saszka registra al agente, y le saca del bolsillo un nagan cargado.
—Me irá bien —dice, y se lo guarda.
Después, le saca de un bolsillo lateral del chaquetón una gruesa cartera y también se la quita.
—¡Esto ya nos lo miraremos más tarde!…
Tras cachear al agente se dirige a los hombres del puente:
—¿Quién más va armado?
—¡Nosotros no tenemos nada! —dicen algunas voces.
—¡Cuidado! ¡Si encuentro algo, os pegaré un tiro en la cabeza! ¡A ver! ¿Quién lleva armas?
—¡No llevamos nada, camarada!
Saszka se dirige al agente:
—¿Querías saber adónde íbamos? Pues, el caso es que vamos al extranjero. ¿Y quieres saber quiénes somos? Somos unos juerguistas. ¡De los que no compran «billete» para cruzar la frontera y no le untan la mano a un hijo de perra como tú! Ahora ya lo sabes… ¡Y llevamos cerda! ¿Quieres tocarla?
—Camarada… Yo no…
—¡Para ti no soy ningún camarada! ¡Tus camaradas duermen en casitas de perro y cazan pulgas con los dientes!
—Yo no pensaba… Sólo quería…
—¡…hacer la pascua! —acaba la frase Saszka, y añade—: ¡Salta al agua!
El agente se hace el remolón. Saszka alza la parabellum y frunce el ceño.
El agente sube con prisas al pretil del puente y salta al río. Se oye un chapoteo sonoro. El Resina suelta una carcajada.
—¡Al agua patos! ¡Así se os ahogarán las pulgas! —gritó Saszka al resto de los hombres del puente.
Todos se encaraman atropelladamente a la barandilla de la pasarela y van saltando al agua uno tras otro. Se oyen los sucesivos chapoteos.
—Se están bañando —dice el Resina.
Saszka se monta de un brinco en el carro. El caballo arranca.
—Esto les sentará bien. Les refrescará un poco la cabeza —dice Saszka.
Cruzamos el puente y entramos en el prado. A nuestras espaldas, resonaron los gritos de los hombres que salían del río. Anocheció. Pensaba en lo que nos acababa de ocurrir. Admiraba a Saszka. Nadie se habría comportado como él… Era cierto que hubiéramos podido fustigar el caballo y la gente del puente hubiera tenido que abrirnos camino, pero después tal vez nos hubiesen disparado por la espalda. También hubiéramos podido acribillarlos a balazos sin más y matarlos a todos, pero habríamos derramado sangre humana innecesariamente y habríamos hecho mucho ruido. Saszka había sabido evitarlo. Miro su rostro tranquilo y pensativo. Le aparece en la frente una estrecha arruga vertical. «¿En qué estará pensando?»