Era mediados de octubre. Habían llegado las noches largas y oscuras. El otoño arropaba la frontera y sus inmediaciones. La había cubierto con alfombras doradas de hojas.
Ya habíamos pasado nueve alijos al otro lado. Algunas veces habíamos conseguido introducir el matute en una sola noche y volver a casa antes del amanecer. Seguíamos transportando sacarina. Sospechaba que, en cuanto se acabara el «negocio dulce», nos dedicaríamos a otra mercancía. O tal vez Saszka haría un descanso. No se lo pregunté. En general, hablábamos poco y sólo de cuestiones importantes, imprescindibles. Nos habíamos hecho muy buenos amigos. A menudo nos comunicábamos sin palabras, con un gesto, con una mirada.
Llevábamos tres días sin hacer la ruta. Caían chuzos de punta. La lluvia había inundado el terreno. Los pequeños arroyuelos se habían convertido en torrentes de aguas rápidas. La noche anterior, la lluvia cesó y el tiempo empezó a mejorar. Hasta la madrugada, y durante todo el día, sopló viento del oeste. Después de almorzar, Saszka salió de casa. A través de la ventana lo vi dirigirse hacia el bosque que negreaba a poca distancia del caserío. Tardó casi dos horas y, al volver, dijo:
—Hoy salimos… Tenemos que poner fin a eso de una vez…
El Resina asintió con un gesto de cabeza sin dejar de jugar conmigo al sesenta y seis. Tras los primeros tres viajes al otro lado de la frontera, Saszka me había dado setenta y cinco dólares.
—Tu parte —había dicho a secas.
Tras los otros tres viajes, me había pagado cien dólares. Probablemente, porque por aquel entonces yo ya cargaba con portaderas de cincuenta libras y no de cuarenta como antes. Al regresar de la última expedición, me había entregado otros cien dólares. Ahora ya tenía ahorrados doscientos setenta y cinco dólares. Le pregunté a Saszka si debía pagarle algo al propietario de la guarida por mi manutención. Me contestó:
—¡Eso es asunto mío! De esas cosas me ocupo yo.
Salimos muy temprano, en cuanto oscurece. El viento ha cambiado de rumbo y sopla del este. El cielo está despejado. La luna rueda hacia arriba…, grande, pálida, desencajada como si acabara de tomarse una cucharada de aceite de ricino. Caminar es difícil, porque la lluvia torrencial ha convertido los campos de cultivo en lodazales. A duras penas logramos arrancar los pies del fango. Finalmente, alcanzamos el bosque. Resulta más fácil caminar por él, aunque la oscuridad es completa. Los rayos de la luna apenas si traspasan el ramaje aquí y allá. Cada vez que cruzamos la frontera, solemos hacerlo por un camino diferente. Saszka toma en consideración el hecho de que por fuerza tenemos que dejar algún rastro de nuestro paso, de modo que los «caravinagres» podrían prepararnos una emboscada en algún punto de la ruta.
En el viaje de hoy, desde el comienzo ha surgido un montón de contratiempos. Saszka ya lo había previsto y por eso nos hemos puesto en camino muy temprano. Los pies se hunden en el lodo hasta las rodillas. Allí donde hace apenas unos días había charcos, hoy hay lagos, donde había arroyuelos, hay torrentes, donde había torrentes, hay ríos. Un viento frío y crudo aguijonea los ojos y corta la respiración. Y lo peor de todo es la luna llena. Resplandece tanto que deslumbra con fuerza, como si hubiera hecho un pacto con los «caravinagres». Nos inunda como un foco con su cascada de luz y nos hace visibles a la legua. Durante un largo rato, esperamos inmóviles en los confines del bosque. Enfrente, hay un enorme espacio abierto partido en dos por la frontera… Entramos en la ciénaga. Saltamos de un islote de vegetación a otro, y avanzamos muy lentamente. Estoy calado y embadurnado de fango hasta la cintura, pero tengo calor: el movimiento calienta. Finalmente, cruzamos la frontera y seguimos adelante. De improviso, Saszka acelera el paso. Esto me sorprende, pero sigo al Resina sin darme la vuelta. De golpe y porrazo, oímos un disparo de fusil a nuestras espaldas. Parece venir de muy lejos, porque el fuerte viento del este empuja el eco del tiro hacia atrás. Tal vez allí abajo alguien grite como siempre: «¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!», pero yo no oigo ninguna voz. Las balas empiezan a silbar a nuestro alrededor. Vuelvo la cabeza y, a unos doscientos pasos, unos soldados corren hacia nosotros. Serán una docena. Forman una línea. «¿De dónde habrán salido?», pienso mientras sigo a mis compañeros. La situación es fatal. Ya no podemos echarnos atrás y del bosque más cercano nos separan todavía cinco kilómetros. Más cerca hay unas pequeñas arboledas y unos matorrales, pero no ofrecen amparo. Saszka dobla hacia el sudeste. Casi corremos. Los tiros retumban sin tregua. Por suerte, ninguna bala nos toca. Alcanzamos un cañizar espeso. Allí nos detenemos. Saszka espeta:
—¡Dejad que se acerquen!… ¡Y entonces descargad la artillería!
Los esperamos de rodillas, escondidos en la espesura de los arbustos. Tenemos a punto las pistolas y los cargadores de recambio. Nuestros perseguidores están cada vez más cerca. Veo claramente sus siluetas grises desplazarse veloces hacia nosotros. Se han metido los faldones de los abrigos detrás del cinturón para que no estorben. Oigo una voz estentórea que se entrecorta a cada sílaba:
—¡Tsepiu za-jo-di s pra-va-a-a![19]
«¡Quieren empujarnos hacia las ciénagas!», pienso. Ya están a unos cincuenta pasos. «¿Por qué Saszka no dispara?» Le arrojo una mirada y veo que ha apoyado el largo cañón de la parabellum sobre el codo doblado de su brazo izquierdo. Apunta a la derecha. Miro al Resina. Apunta al centro de la línea. Así las cosas, apunto a un soldado del ala izquierda. Mientras tanto, la cadena gris de hombres armados navega por un mar de rayos de luna. De repente, se oye el disparo de Saszka. Apunto con atención a los soldados que galopan hacia nosotros y empiezo a disparar también. He descargado diez cartuchos y, con una palmada, clavo un cargador nuevo en la culata de la parabellum. Saszka y el Resina disparan sin cesar. La línea de soldados se rompe y se detiene. A lo lejos, se oye una orden:
—¡Lozhys’![20]
Las siluetas grises desaparecen. Retumban tiros de fusil. Mientras tanto, atravesamos los matorrales y nos adentramos en la ciénaga. Caminamos sobre una capa de líquenes que se hunde bajo nuestros pies. Detrás, se oye un tiroteo intenso. Avanzamos como fantasmas, paso a paso, muy lentamente. El estrépito de las detonaciones se oye cada vez más lejos. «No nos seguirán. ¡Han visto que somos una presa difícil!» Seguimos abriéndonos camino. El fango se hunde bajo nuestros pies. Las botas hacen brotar surtidores de agua. Aumentamos la distancia que nos separa a uno del otro para no romper la capa elástica de musgo y líquenes que recubre el chapatal. Al cabo de dos horas salimos a tierra firme. Cerca, se erige la pared negra de un bosque. Saszka señala con la mano el cenagal que acabamos de atravesar:
—¡Si quieren, que lo intenten!
—¡No podrán! —dice el Resina.
Nos ponemos en camino y pronto nos sumergimos en la oscuridad misteriosa del bosque. «¡Aquí no nos detendría ni el demonio en persona!»
Ya hemos pasado al otro lado de la frontera doce alijos. Ayer Saszka me entregó ciento cincuenta dólares por los últimos tres viajes. Es mucho dinero, pero también es cierto que cargué con portaderas de setenta libras. Ahora tengo cuatrocientos veinticinco dólares. Un buen capital, y amasado sin ninguna changa.
He notado que mi estancia de un año y tres meses en la zona fronteriza me ha fortalecido mucho físicamente. Ahora, una portadera de setenta libras me pesa menos que antes una de treinta. Y recorro los caminos más abruptos con tanta facilidad como si se tratara de un simple paseo.
Cuando trabajábamos en la frontera y sus inmediaciones, protagonizamos muchos incidentes, pero no los cuento todos para no alargar innecesariamente mi relato. La última vez que regresábamos del otro lado, Saszka nos condujo por un camino totalmente nuevo, que daba un gran rodeo. Ahora evitábamos el trecho donde habíamos topado con los «caravinagres». Esto se traducía en unos cuantos kilómetros más de caminata, pero, a cambio, el terreno era más practicable. No había ciénagas, y sí grandes bosques por doquier. Pues bien, en aquel viaje de vuelta, descubrimos en medio de la espesura, cerca de la frontera, un karaulnoye pomexchenie[21]. Saszka se acercó a hurtadillas. Lo seguimos. Teníamos las armas a punto. Saszka se detuvo junto a una ventana iluminada. Me situé a su lado. Vi un cuarto espacioso. Al fondo, un catre donde yacían algunos soldados rojos. Seguramente dormían. Cerca de la ventana había una mesa con un montón de papeluchos y una gran lámpara encendida. En el mismo centro de la habitación, un soldado rojo, alto y delgado, conversaba con algunos compañeros arrellanados en unos bancos. Les contaba una historia. Veíamos sus caras alegres. De repente, estalló una sonora carcajada general.
Entonces, veo que Saszka levanta su parabellum. Primero, pienso que quiere disparar contra los soldados a través de la ventana, pero pronto me doy cuenta de que apunta a la lámpara. El soldado rojo prosigue su relato; hace muecas, arquea las cejas, abre los brazos. Después, avanza un paso y sube tanto el tono de voz que puedo oír claramente cada una de sus palabras. Resuenan nuevas risotadas, todavía más fuertes. En aquel mismo momento, Saszka dispara. Se oye el estruendo del tiro, un chasquido, el retintín del cristal roto, y la habitación se sume en la oscuridad. Durante un rato, hay un silencio absoluto en el interior, después se oyen unas voces llenas de espanto y un griterío:
—¿to za ort?[22]
—¿Kakiy miezhavets razbil lampu?[23]
Oímos unas pisadas. Finalmente se enciende una linterna.
—Eto ktoto vystrielil snaruzxi![24] —grita alguien en la habitación.
Poco a poco, nos retiramos a las profundidades del bosque. Saszka se ríe para sus adentros.
Regresamos felizmente a la guarida. Aquélla fue nuestra última ruta con sacarina. Habíamos pasado por la frontera todo el stock que habíamos traído del pueblo. Tras este último viaje, Saszka dijo:
—¡Bueno, chavales, mañana bajamos a Rubieewicze! Tenemos que divertirnos un poco y aún nos queda pendiente un negocio. Se acerca el invierno.
Hace tres días que estamos en Rubieewicze. Nos alojamos en la casa de un compañero de Saszka que vive en las afueras del pueblo. Saszka sale a hacer negocios y no vuelve en todo el día. Alguna vez lo he visto por el pueblo en compañía de unos judíos. El Resina y yo casi no salimos de casa. Dormimos, bebemos vodka o jugamos a los naipes. Anoche, montamos una juerga. Stasiek Udre, el compañero de Saszka que nos da alojamiento, había facturado a sus dos hermanos pequeños a la casa de una vecina para gozar de plena libertad. Preveía el jaleo que íbamos a armar. Me sorprendió que viniera de Raków el acordeonista Antoni. Lo trajo Jankiel el Roña. Durante todo el día, Stasiek y Saszka fueron trayendo un montón de paquetes de varios tamaños. La casa de Stasiek era espaciosa, pero estaba muy abandonada. El Resina y yo la ordenamos un poco. En la cocina, desenvolvimos los paquetes que habían llegado del pueblo. Contenían muchos productos. Guardamos el coñac, los licores y el vodka en una alacena. Mientras contemplaba aquella abundancia, me dieron ganas de ponerme a tono, pero el Resina dijo que esperáramos, porque teníamos que dejar sitio para lo que llegaría más tarde.
El acordeonista Antoni estaba sentado en la sala, tocando por lo bajo varias piezas musicales. A las siete de la tarde, Stasiek compareció acompañado de tres mozas. Nos las presentó:
—Jula.
—Kazia.
—Jadzia.
Pronunciaban sus nombres, mientras nos saludaban a uno tras otro. Al principio, se comportaron con gran corrección, pero pronto las bromitas de Stasiek, la música de Antoni y la perspectiva de una velada alegre las calentaron. Sentamos a las chicas junto a la mesa y les servimos té y pasteles. Probé a bautizar el té con coñac. No protestaron.
Jula es un rubia metidita en carnes. Tiene una sonrisa agradable y se ríe alegremente a menudo, lanzando la cabeza hacia atrás. Kazia es morena. Tiene unos ojos negros muy hermosos y un rostro alargado. Se comporta con formalidad y se ríe sólo con las comisuras de los labios. Jadzia luce una abundante cabellera pelirroja y tiene un cutis blanco como la nieve. Cuando sonríe con júbilo, muestra unos dientes magníficos. Tiene unas piernas maravillosas y, probablemente por eso, lleva una falda muy corta. Las tres son jóvenes: seguro que ninguna ha cumplido todavía los veinte años. Sentadas junto a la mesa, forman tres manchas vistosas. Jula lleva un vestido de color crema, Kazia, verde oscuro y Jadzia, amarillo.
Al cabo de una hora llega Saszka. Saluda jovialmente a las muchachas y a Antoni. La conversación se anima. Stasiek no para de gastar bromas. Cada dos por tres, las mozas se mondan de risa. Tratamos de emborracharlas, pero beben de mala gana. Se hacen de rogar antes de tomar cada copa. Después, el ambiente sube de tono. A las chavalas les brillan los ojos y les arden las mejillas. Nosotros también nos hemos achispado. Antoni toca el acordeón con ardor. Las muchachas están sentadas en fila junto a la mesa. Intentamos separarlas. Saszka se levanta de la silla y se acerca a Kazia, que está más serena que las otras. La toma en brazos bruscamente y, antes de que la chavala tenga tiempo de protestar, se la lleva y la sienta a su lado, frente a las demás. Jula aplaude y dice:
—¡Qué bonito!
—Pues, ¡que sea todavía más bonito! —dice el Resina. Se acerca a Jula y la levanta en volandas junto con la silla.
La chavala chilla y se aferra con ambas manos al respaldo. Todo el mundo se ríe. El Resina da una vuelta al cuarto con Jula y la silla a cuestas y la planta a su vera. Más tarde, la sienta sobre sus rodillas. La muchacha hace intentos de escabullirse, pero el contrabandista la retiene con firmeza, aunque suavemente. Yo tomo asiento al lado de Jadzia, porque ya hace un buen rato que me atraen sus hermosas piernas, su cutis níveo y su pelo de un rojo llameante.
—¡Mirad qué bien se han emparejado! —dice Stasiek—. ¡Y yo sin padre ni madre ni perro que me ladre!
Saszka se dirige a él:
—Ve a por Esterka. Ya habrá regresado de Baranowicze… Dile que yo le ruego que venga. Y que coja la guitarra… ¡Anda, marchando!
—¡Dicho y hecho! —grita Stasiek y sale de la casa sin la gorra, como alma que lleva el diablo.
Seguimos obsequiando a las muchachas con licor de cerezas y otras bebidas. Ya están algo ajumadas. Gesticulan con animación. Continuamente les da por reírse. He seguido el ejemplo del Resina y me he puesto a Jadzia sobre las rodillas. No ha protestado: me rodea el cuello con un brazo. Nos columpiamos al compás de un vals.
Al cuarto de hora vuelve Stasiek.
—¡Ya la tenemos aquí! —grita desde el umbral—. ¡La maravillosa, la inigualable Esterka en persona!
Una judía esbelta de estatura mediana entra a buen paso en el cuarto. Se saca una guitarra de debajo del paltó, la deja encima de una silla y dice con una voz sonora:
—¡Que tengáis una buena fiesta!
—¡Por favor! —se precipita Saszka—. ¡Siéntate aquí!
Esterka lleva un vestido rojo muy corto. De cara no es muy agraciada, pero tiene buena figura. El pelo moreno y corto, una boca grande y sensual y unos ojos preciosos. Stasiek enseguida empieza a emborracharla con licor de cerezas. La chavala come y bebe sin hacer melindros, y tampoco se queda atrás en la guasa.
—Esterka tiene las manitas como caramelos —dice Stasiek.
—¡Las piernas también las tengo como caramelos! —contesta Esterka, y pone sobre la mesa una pierna con el pie estirado.
Todo el mundo saluda su gesto con una carcajada. Stasiek se da por vencido y también planta una pierna sobre la mesa.
—¡A ver! ¿Quién las tiene más bonitas? ¡Que lo decidan las señoritas!
Y las señoritas se ríen alegremente. Después, Esterka corre al centro de la habitación. Tiene la guitarra en las manos. Rasguea un rato las cuerdas del instrumento, probando varios acordes, y finalmente se pone a cantar:
Fijaos bien, mirones:
del vestido los botones,
el nácar y el ribete.
El pie tan chiquitín,
en los labios el carmín,
dama de alto copete.
La cantante, de puntillas, zapatea sin moverse de su sitio, arquea el cuerpo adelante y atrás y hace unas piruetas ágiles. Todos la contemplamos en silencio. Se pasea con gracia por la sala, ilustrando la letra de la canción con el gesto de la cara y movimientos sugerentes del cuerpo. Finalmente, entona un último cuplé:
Ya puede el Calvo[25] espiar,
a nosotros nos da igual,
¡somos hijos de la noche!
Tras la fiesta y el jaleo
otra vez el matuteo
¿hay en eso algún mal?
Esterka golpetea la guitarra con los nudillos de los dedos, grita «eej» y gira tan rápidamente que el vuelo de su vestido se levanta a una altura comprometida. Las señoritas se echan a reír. Nosotros aplaudimos. Seguimos bebiendo. Nadie hace remilgos. Esterka le da unas palmaditas en la mejilla a Stasiek, que se afana por desnudarla. La muchacha ofrece resistencia no por vergüenza, sino por considerar que todavía es demasiado temprano. Yo sobo las piernas de Jadzia. Me percato de que el Resina se ha ido con Jula a la habitación contigua. Vuelven al cuarto de hora. Jula tiene la cara encendida y el vestido arrugado. Esterka se ríe y grita, sentada en las rodillas de Stasiek:
—¡A la salud de la señorita Jula!
—¡A la tuya! —contesta la moza.
Entonces, Esterka se levanta de un salto de las rodillas de Stasiek y lo arrastra hacia la habitación. Vuelve al cabo de un rato, pero ya no lleva más que la ropa interior. Se pone en jarras y le dice a Antoni:
—¡Toca una marcha!
Antoni se saca de la manga una marcha pomposa y Esterka baila, haciendo con gracia el paso de la oca con sus piernas esbeltas enfundadas en unas largas medias de seda negra. A ratos, adopta poses muy impúdicas, que saludamos con ruidosas muestras de aprobación. Me inclino hacia Jadzia y le digo: «¡Ven!»
Vamos a un cuarto lateral donde, sobre el alféizar de la ventana, hay una palmatoria con una vela encendida y, en el centro, una gran cama de matrimonio. A nuestras espaldas, Esterka se desgañita:
—¡Haz buen papel!
Ya es de madrugada. Las mozas llevan una buena tajada. Les hemos quitado los vestidos. En un momento dado, Esterka exclama:
—¡Ea, hagamos un concurso! ¿Quién tiene las piernas más bonitas?
Se encarama de un salto sobre la mesa. Está segura de tener las piernas más hermosas de todas. Además, no se corta ni un pelo y, desde el principio, ha sido la estrella de la fiesta.
—¡Magnífico! —grita Stasiek—. ¡Adelante con el concurso!
Las muchachas ofrecen una ligera resistencia, pero todas acaban encima de la mesa. Les examinamos las piernas. Hay tres votos a favor de Jadzia. Y uno, el de Stasiek, a favor de Esterka. Jadzia, Jula y Kazia saltan de la mesa con nuestra ayuda. Esterka finge estar enfurruñada y grita:
—¡Puestos a concursar, que sea en serio! ¡Qué piernas ni qué niño muerto! Hasta las cerdas tienen piernas… ¡Vamos a por todas!…
Empieza a quitarse piezas de ropa interior, arrojándolas al suelo. Se queda en cueros en lo alto de la mesa. Es esbelta y garbosa, pero algo escuchimizada. Se acaricia los pechos, los costados y las caderas. Después se dirige a las chavalas:
—A ver, ¿quién tiene agallas?… ¡El concurso! ¡Hala!
Pero a ellas les da vergüenza desnudarse del todo en público. Entonces, salta de la mesa y le dice a Antoni:
—¡Un vals!
Antoni toca un vals, mientras Esterka gira en pelotas por la habitación. Le brillan los ojos. Muestra en una sonrisa sus dientes menudos y blancos. Se pone los brazos detrás de la cabeza. Esto nos trastorna y nos excita. Después, uno tras otro, bailamos con ella. Más tarde, Esterka vuelve a bailar y a cantar sola.
Poco antes del fin de la velada, Saszka se saca del bolsillo lateral de la americana una gruesa cartera y reparte dinero entre las muchachas. Cien dólares por barba. Esterka se guarda los billetes en la media y dice:
—Esto es por la diversión y la compañía. ¿Y por las canciones?…
Saszka le arroja veinte dólares.
—¿Y por los bailes?
Saszka le da otros veinte dólares.
—¿Y por el concurso?
—Lo ha ganado Jadzia —dice Saszka, y le entrega a Jadzia veinte dólares.
—¡Jadzia ha cobrado por las piernas, pero a mí me debéis una paga por el resto! —no se da por vencida Esterka.
—Está bien. Cógelos —Saszka le lanza veinte dólares más.
El acordeonista Antoni también recibió cien dólares. Acabamos la juerga cuando despuntaba el día y las muchachas ya estaban completamente borrachas.
Hoy han venido dos mercaderes para hablar con Saszka. Uno de ellos es Judka, un conocido potentado. Han tenido una larga conversación. Saszka ha apuntado sobre un trozo de papel los artículos, las cantidades y los precios. Después, han regateado y han hecho planes. Finalmente, han salido juntos. Saszka ha vuelto a las tantas de la noche y nos ha dicho:
—Bueno, chicos, ¡todo arreglado! Mañana volvemos al tajo. Hay que arremangarse, porque el invierno se nos viene encima…
El Resina se ha frotado sus manos de gigante. He experimentado una gran alegría. ¡Habrá curro!