Vamos hacia el oeste. Los caballos corren en competición con el viento. Nos guía Jankiel el Roña. Los judíos del pueblo lo llaman meshugine[12]. A Jankiel el Roña le gusta la velocidad, las expediciones arriesgadas y, sobre todo, Saszka, a quien adora por su osadía, su sinceridad y su largueza. Trabaja a menudo con él. Jankiel el Roña es un borracho empedernido. Más de una vez, completamente trompa, llagaba a los caballos o los hacía correr hasta reventar. Antes, el kahal[13] le compraba caballos nuevos. Pero cuando Jankiel dejó de trabajar como arriero y empezó a salir con los contrabandistas, el kahal lo abandonó a la merced de su propio ingenio… Ahora tiene un par de caballos negros, jóvenes, fuertes y resistentes. El carro está atiborrado de mercancía cubierta con una capa gruesa de heno. Voy en el pescante al lado del Resina. Saszka yace en el centro del carro, arropado con una gran zamarra. Dormita. El Resina calla. La velocidad y la perspectiva de un trabajo interesante me ponen en un estado de euforia. También estoy contento de haber cambiado de aires.
El anochecer es cálido. El viento trae aromas. En el este, la noche emerge por detrás del bosque. Lóbrega y enorme, se inclina sobre la tierra… Con ambos brazos pugna por bajar desde las alturas un gran telón negro, pesado y frío.
—¡Arre, nenes, arre! —anima a los caballos a correr Jankiel el Roña, y seguimos precipitándonos hacia las tinieblas.
Ahora nos dirigimos hacia el sur. Los ojos se acomodan a la oscuridad y distinguen cada vez mejor el terreno. Pienso en muchas cosas: en la frontera, en los compañeros, en el Lord, el Rata y el Cometa. Pienso en la checa y en Dopr. Pienso en Lonia, Belcia y Fela. Calculo en cuántos grupos he faenado: el de Józef Trofida fue el primero, después vinieron el del Lord, el del Mamut y el de Jurlin; más tarde, los salvajes y ahora trabajo con Saszka.
Miro hacia el nordeste. La Osa Mayor, enorme y radiante, se ha desparramado por el cielo. Me meto la mano en el bolsillo para acariciar el acero del revólver, tibio por el calor de mi cuerpo. Doblamos hacia el este. Seguimos estrechos caminos forestales. En un momento dado, Jankiel el Roña tuerce hacia un prado que cruzamos a campo traviesa. Los caballos corren como alma que lleva el diablo, mientras el cochero aún los instiga a una carrera más veloz. Entramos en un riachuelo. El agua salpica a diestra y siniestra. El carro se hunde hasta los ejes. Después, rompiendo por los matorrales, salimos a campo abierto. El carro se balancea. Salta por los aires. A veces, tengo la sensación de que estamos a punto de volcar, pero Jankiel el Roña es un maestro guiando caballos, de modo que corremos adelante sin reducir ni un ápice la velocidad.
—¡Arre, nenes, arre!
Y los nenes corren como una tormenta, aplastando matas y arrojando por los aires terrones arrancados por las pezuñas.
Después, giramos hacia el sur. A ratos, titilan fuegos en las ventanas de las casas. De vez en cuando, cruzamos alguna aldea. Nos saludan los ladridos de los perros que salen a nuestro encuentro para apartarse enseguida, enmudecidos. Quiero cantar una canción, pero reprimo este antojo. El entusiasmo y las ganas de actuar me colman el corazón. Me siento ebrio.
Al cerrar la noche, llegamos a un caserío aislado, más allá de Woma. Por tres lados lo abrigan las alas de un bosque. Por el cuarto, lo ampara un huerto enorme. El carro entra en un patio espacioso y se detiene frente a la casa. Bajamos. Cruzando el patio, se acerca un hombre con una gran linterna. Saluda a Saszka con un apretón de manos y dice:
—¡Veo que habrá curro, señor Olek[14]!
—¡Cómo no! —contesta Saszka con alegría.
Es noche cerrada. Saszka, el Resina y yo caminamos poco a poco a través del gran huerto. Las ramas, invisibles en la oscuridad, nos azotan la cara. Me protejo la cabeza con los brazos y me agacho hasta el suelo. Atravesamos un zarzal tupido. En un lugar, Saszka se detiene. Abre una puertecilla perfectamente camuflada y baja por una escalera empinada. Hago lo mismo. El Resina baja el último. Cierra la puertecilla a sus espaldas. Nos hallamos en una pequeña bodega. Sus paredes están revestidas de gruesos tablones y troncos. Saszka cuelga la linterna de un clavo y la bodega queda bien iluminada. En un lado, sobre un banco de madera maciza, veo unos cuantos sacos llenos. En otro banco, hay tres portaderas. Saszka lleva una bolsa de cuero colgada del hombro. Se sienta en el banco más cercano a la linterna y saca de la bolsa tres pistolas. Una de cañón largo y dos normales. Las pone sobre el banco y coge de la bolsa una docena de cargadores de recambio. Examina las armas a conciencia, las carga y fija el seguro. Me acerca una parabellum y pregunta:
—¿Conoces esta pipa?
—¡Cómo no!
—Pues, ¡cógela!
A continuación, me entrega seis cargadores de recambio. Me saco del bolsillo mi nagan y se lo enseño.
—¡Aquí tengo otro aparato!
—Por mucho trigo nunca es mal año —contesta Saszka, entregándole la otra parabellum al Resina.
Después se dirige a mí:
—Procura mantener limpios los bolsillos donde guardas los cargadores.
Nos guardamos las armas y los cargadores de modo que no nos estorben y comprobamos si funcionan las linternas. A continuación, Saszka me indica la portadera más pequeña y dice:
—Ésta es tuya… Te la pondrás al salir de aquí.
Poco a poco, nos encaramamos por la escalera. Me coloco la portadera en los hombros. Pesará unas cuarenta libras. La de Saszka es mucho más grande. Y la portadera del Resina pesa alrededor de cien libras. Estamos en el huerto. Lentamente, nos adentramos en las tinieblas. En los límites del huerto nos detenemos. Saszka lanza un ligero silbido. Al cabo de un momento, de la oscuridad emerge una silueta borrosa. Oigo la voz del amo:
—Veo que todo está en orden… Id por el bosque y, más tarde, por el prado… Seguramente no estaréis de vuelta antes del amanecer, ¿verdad?
—No nos dará tiempo —dice Saszka y, al cabo de un instante, añade:
—¡Quédate en paz!
—¡Que Dios os acompañe! —contesta el amo.
Saszka va el primero, lo sigue el Resina y yo cierro la comitiva. Caminamos por las linderas para no dejar huellas en campo abierto. Tras un cuarto de hora nos adentramos en un bosque milenario. Huele a moho y a humedad. Los pies pisan el musgo espeso sin hacer el menor ruido. Oscurece cada vez más. Media hora más tarde, alcanzamos el confín del bosque. Enfrente, se extiende un gran prado. Sólo puedo ver dónde comienza, porque más allá el terreno se pierde en las tinieblas. Retomamos la marcha. Caminamos a poca distancia uno del otro, a paso rítmico y lento. Empiezan las ciénagas. Ahora avanzamos aún más lentamente. Aquí y allá, veo charcos relucientes. Las estrellas se reflejan en ellos. Entramos en campos de labor. Avanzamos cada vez más despacio. Llego a la conclusión de que la frontera debe de estar muy cerca. Detrás de nuestras espaldas, en la lejanía, ladra un perro. Aúlla con furia durante un largo rato. Aprieto la culata del revólver y miro a mi alrededor, pero a oscuras no veo nada. Me doy cuenta de que el Resina se ha detenido. Yo también me detengo. Nos quedamos así, como pasmarotes, durante un rato que parece interminable. Me llega desde un lado un leve rumor. Después, distingo el ruido de unos pasos. Miro atentamente en aquella dirección, pero no veo nada en absoluto. Sobre el fondo negro del cielo, la silueta negra del Resina parece un tronco de árbol. A Saszka no lo veo. Mientras tanto, los pasos se acercan. Oigo una tosecilla ahogada. Mantengo las armas a punto y me extraña que no retrocedamos o no sigamos adelante para evitar el encontronazo con los «caravinagres», invisibles en la oscuridad. Los pasos se acercan aún más. Se arrastran con desgana, pisan la tierra con parsimonia. Me parece que resuenan justo a nuestro lado. De golpe y porrazo, enmudecen y oigo claramente una voz que dice en un ruso de lo más genuino:
—¿Nikak chtoto plesnulo?[15]
Unos segundos más tarde se oye una voz de bajo, profunda y ronca:
—Eto u tiabie v golovie…[16]
Vuelven a oírse los pasos. Se arrastran con pesadez. Tengo la sensación de que ahora mismo vamos a topar con esa gente, que viene en dirección contraria. Los pasos empiezan a alejarse. Y al cabo de unos minutos nos envuelve el silencio más absoluto. Entonces, la silueta oscura del Resina empieza a avanzar, y yo la sigo. Pronto cruzamos el camino fronterizo. Pasamos de largo una gran ciénaga, bordeamos unos pequeños lagos. Nos acercamos a una larga lengua de matorrales que se clava en la ciénaga formando un promontorio. Después salimos a tierra firme. Nos encaramamos trabajosamente por la ladera de una colina. Ya estamos en la cima. A la derecha, columbro una larga hilera de luces. Allí hay un pueblo.
Delante de nosotros, resuena el chirrido de unas ruedas. Retumban unas voces excitadas. Después, se oye el estallido de una carcajada.
—¡Uee! —se oye un grito prolongado.
Del pueblo, nos llega una canción:
Empezamos el descenso por la otra vertiente de la colina. Vamos sin prisas. Esquivamos algunos hoyos. Pasamos al lado de una gran roca y seguimos por un arenal, entre enebros. La canción sigue flotando en el aire:
Ahora caminamos a paso ligero. Observo las estrellas para saber la dirección de nuestra ruta. Avanzamos casi en línea recta hacia el este. Salimos a la carretera y la seguimos un largo rato. Nos conduce a un gran bosque. Noto en el aire el olor a pez.
Ya hace cinco horas que caminamos y en todo este tiempo ninguno de nosotros ha dicho ni una sola palabra. Damos pasos largos y rítmicos. Pisamos el suelo con ligereza y sin ruido. Estoy seguro de que nadie nos cogerá desprevenidos. Y si ocurre, ¡peor para él! Sin que nadie lo haya dicho en voz alta o lo haya acordado con los demás, entiendo que jamás nos entregaremos vivos. También entiendo algo más: que ninguno de nosotros abandonará a un compañero en peligro ni lo dejará cuando esté herido… Durante todo el camino oigo un canto en mi alma. Me colma una gran alegría por el hecho de ir con estos hombres, unos contrabandistas fuertes, listos y famosos a lo largo y ancho de la frontera en quienes puedo confiar siempre y en cualquier circunstancia… Cuando voy con ellos, desaparecen las barreras y los peligros.
Tras dos horas más de caminata, nos acercamos a una aldea. Husmeo el olor a humo. Nos detenemos. Permanecemos allí durante largo rato sin hacer ningún movimiento. De improviso, desde la oscuridad de enfrente me llega el aullido prolongado de un lobo. Preparo el arma, pero pronto me doy cuenta de que es el Resina quien aúlla. Su voz ya se alza en el aire, ya desciende, y suena salvaje.
—¡Caramba! —reniego para mis adentros, y ésta es la máxima expresión de mi admiración por el arte de mi compañero.
Si no estuviera cerca, jamás creería que es la voz de un hombre. El aullido se interrumpe. El silencio se extiende por doquier. Pasan unos cuantos minutos tras los cuales oigo dos silbidos: uno sordo y breve seguido de otro potente y prolongado. Esto se repite tres veces. Entonces seguimos adelante. Pasado un rato, distingo unos pasos silenciosos. Alguien sale a nuestro encuentro. Se oye la voz de Saszka:
—¿Cómo va todo?
—¡Sin problemas!
Seguimos. Unos minutos más tarde entramos en una pequeña habitación. Las ventanas están tapadas con unas cortinas oscuras y gruesas. En el techo arde una lámpara colgada de un alambre. Veo a un hombre rechoncho y fornido. Tiene el rostro como esculpido en piedra: gris y macizo. En medio de una cabeza enorme le crece una tupida mata de pelo. Su mirada es penetrante y recelosa. Habla poco y de mala gana. Nos desembarazamos de las portaderas. El Tejón —éste es el apodo del amo de la guarida—, Saszka y el Resina sacan la mercancía de las portaderas y la colocan sobre la mesa. Es sacarina.
—¿Cuánto? —pregunta el Tejón.
—Doscientas libras —dice Saszka.
El Tejón desentierra un saco grande y resistente de las profundidades de un arcón y lo llena de mercancía. El Resina se cuelga del hombro este peso sin ningún esfuerzo y, acompañado del Tejón, sale del cuarto. Me quedo a solas con Saszka. Se saca del bolsillo una cajetilla de cigarrillos. Me ofrece uno y enciende el suyo. Al cabo de un cuarto de hora, vuelven el Resina y el Tejón.
—¿Pasarás el día aquí? —pregunta el Tejón.
—En el bosque —dice Saszka.
—¿Os apetece comer algo?
—Nos lo llevaremos. Tráenoslo aquí.
El Tejón sale de la habitación para volver al cabo de unos minutos con una hogaza de pan negro de ínfima calidad y una buena tajada de tocino. El Resina mete estos víveres dentro de una portadera vacía. Saszka se saca del bolsillo una botella de alcohol. Hace con la cabeza un gesto dirigido al amo de la guarida y dice:
—¡Va por ti!
Bebe un poco. Enjuga el gollete de la botella con la mano y se la pasa al amo de la guarida, que repite la misma ceremonia, brindando a la salud del Resina que, a su vez, brinda a la mía. Después, aguamos el espíritu de vino y bebemos una segunda ronda por la suerte.
A continuación, salimos de la casa en dirección al bosque. Amanecimos en una arboleda grande y espesa. Nos tumbamos bajo un roble gigante. Saszka cortó con un cuchillo el pan y el tocino. Nos pusimos a comer. Nos zampamos la mayor parte de la hogaza y del tocino. Después encendimos unos cigarrillos.
—¿Vive solo? —le pregunté a Saszka, refiriéndome al Tejón.
—Su mujer se dio el piro… Él se ha vuelto huraño… —respondió mi compañero.
Cuando acabamos de fumar, Saszka me dijo:
—¡Despiértame dentro de tres horas! ¡Si no aguantas, hazlo antes!
Mis dos camaradas se tumbaron para dormir, mientras yo permanecía recostado contra el tronco de un árbol, velando por su seguridad con el revólver en la mano. Contemplaba el bosque que nos rodeaba, miraba a los contrabandistas adormecidos, mi reloj y mi magnífica pistola. Me halagaba el hecho de velar el sueño de aquellos matuteros de tanto renombre, que se ponían del todo en mis manos. Entendí que Saszka me había asignado la primera guardia, la menos dura, porque la segunda interrumpe el descanso… Miro las manecillas del reloj que se desplazan lentamente y pienso en muchas cosas… Después me fijo en la cara de Saszka. En su frente se dibuja una profunda arruga vertical. ¡Soñará algo malo!
—No pasa nada… ¡Duerme tranquilo!… —digo en voz baja, enternecido.
Y el bosque murmulla a nuestro alrededor. Susurra con alegría. Ruidoso, susurra con júbilo… Saluda el alba…