IX

En la zona fronteriza había una cuadrilla extraordinaria. La llamaban «salvaje», y a los muchachos que la formaban «salvajes» o locos. Los salvajes no tomaban casi ninguna precaución y cruzaban la frontera al buen tuntún. Los trincaban a menudo. Cambiaban de maquinista cada dos o tres meses. Pero, por muy extraño que parezca, aquel grupo de locos trabajaba por tercer año consecutivo. Aunque había sido dispersado muchas veces, volvía a reunirse y seguía haciendo temblar la frontera y toda la zona. Se creaban muchos grupos y muchos grupos desaparecían; los mejores maquinistas «caían», mientras que aquellos demonios no dejaban de trabajar. Armaban jaleos, hacían changas y resistían años enteros, aunque con la plantilla renovada un montón de veces. Entre los salvajes encontraban su sitio aquéllos a quienes no había modo de obligar a andar en una cuadrilla regular, aquéllos que, movidos por el espíritu de contradicción, se negaban a observar las leyes y las reglas de un grupo, aquéllos que necesitaban ganar un dinero rápido, y también los amantes de la aventura que no se preocupaban por su seguridad ni por tener ingresos fijos.

El día después de la discusión con Jurlin, el Rata me presentó al maquinista de los salvajes, Wojciech el Ángel. No queríamos perder ni una semana de la temporada de oro y sabíamos que los salvajes no nos preguntarían si íbamos armados. Encontramos al Ángel en casa. Estaba sentado en una gran cuna-balancín, en el centro del cuarto, y se columpiaba con abnegación, estirando y encogiendo las piernas. Del labio inferior le colgaba un cigarrillo de picadura liado con una hoja de calendario de pared. Sobre la mesa yacía un bebé completamente desnudo al que habían sacado de la cuna. Cosa extraña, no lloraba. Tal vez tuviera los cinco sentidos puestos en la acción de introducirse el pie izquierdo en la boca.

—¡Buenos días! —dijo el Rata, entrando conmigo en la habitación.

El Ángel entornó el ojo izquierdo, lanzando un escupitajo a un rincón.

—¡Ni que sean buenos! —dijo.

—¿Qué te cuentas? —preguntó el Rata.

—¡El negocio se mueve y hay movimiento! —respondió el Ángel sin dejar de balancearse en la cuna, acción a la cual probablemente se referían sus palabras.

—Queremos ir con vosotros al otro lado —dijo el Rata.

—Adelante… ¿Acaso os lo prohíbo, o qué?… Es un negocio angelical.

—¿Cuándo salís?

—Hoy.

—¿De dónde?

—¡Yo qué sé!

—Pues, ¿cómo os vamos a encontrar?

—¡Yo qué sé!

El Rata se sacó del bolsillo una botella de vodka.

—Brindemos por el éxito del negocio.

El Ángel carraspeó en señal de consentimiento. El Rata le pasó la botella y él la descorchó de un manotazo en el culo y, sin dejar de columpiarse, me miró a mí:

—¿Éste también se apunta?

—De momento, a beber…

—No, yo no quiero —contesté.

—Mejor —dijo el Ángel.

Después hizo una marca con la uña a media botella, inclinó la cabeza hacia atrás y, columpiándose sin cesar, se amorró al gollete. El vodka borbollaba en el gaznate, la nuez de Adán saltaba arriba y abajo. Sin siquiera mirar la botella, dejó de beber. Había bebido justo la mitad, hasta la marca de la uña. Le pasó la botella al Rata, que acabó con su parte y le preguntó al Ángel:

—Entonces, ¿dónde nos encontraremos?

—Al atardecer… en la casa del Centauro… como unos ángeles…

—¡Requetebién! ¡Quédate con Dios!

—¡Id al diablo!

Al salir de casa del Ángel, le dije al Rata:

—¡Caramba! ¡Está loco de remate!

—¡Es un loco sabio! —contestó mi compañero.

Al atardecer, nos dirigimos hacia la casa del Centauro, un comerciante que en el pueblo también pasaba por grillado. Había muchos motivos para ello y el principal era que confiara su mercancía a los salvajes. A menudo se le presentaba la oportunidad de colaborar con grupos mejores, más «sensatos», pero él tenía debilidad por los salvajes y ya hacía tres años que les suministraba género… Los salvajes le hacían una changa y él les respondía con un guiño: ¡soy gato viejo!… Otra changa, y él volvía a guiñarles el ojo e invitaba a un puñado de esos locos a tomar una copa de vodka de ciruelas en su casa. Después les decía:

—Cuidado, muchachos, porque si volvéis a cagarla, la próxima vez lo único que transportaréis al otro lado de la frontera será paja… ¡Y yo tendré que ir con vosotros!

Los salvajes siempre acababan enterneciéndose y pasaban de cinco a ocho cargamentos sin hacer trampas. El Centauro se resarcía. Montaba una fábrica de jabón en Vilnius, otra de tinta en Lida y la tercera, de chocolate, en Grodno… Las fábricas eran su obsesión. Además de llevar el apodo de Centauro, que era la marca registrada de sus numerosos productos, tenía otro: el Fabricante. Por regla general, sus fábricas se iban al traste. Al ver que el comerciante se había desquitado y montaba fábricas, los salvajes volvían a hacerle changas y el Centauro se arruinaba. Nuevamente los invitaba a tomar vodka de ciruelas, volvía a ofrecerles la perspectiva de transportar paja y volvía a resarcirse. ¡Y dale que dale! Llevaba así tres años.

Al atardecer, por las inmediaciones de la casa del Centauro paseaban pandillas de mozos. Los contrabandistas llegaban en grupos pequeños, de dos en dos o de tres en tres. El Rata saludó a algunos.

—¿Dónde está el Ángel? —preguntó uno de ellos.

—En casa del Centauro, con el Siluro.

—Se están dando un hartón de vodka de ciruelas —añadió alguien desde un lado.

Continuamos el paseo a lo largo de la hilera de tiendas y casas. Pronto, de la casa del comerciante salió un gran carro. Iban en él el Ángel, el Siluro y un judío, Berek Stypa, que hacía de representante del mercader. Lo guiaba Kostek el Cojo, un jornalero del Centauro. El Ángel llamó a uno de sus muchachos y le dijo cuatro palabras. El otro asintió con un gesto de cabeza. El carro arrancó para desaparecer pronto detrás de una curva. Los muchachos se dirigieron en pequeños grupos hacia Sobódka, y allí cogieron el camino de Duszkowo. Poco después de Wygonicze, el Ángel emergió del bosque y salió al encuentro del primer grupo de contrabandistas. Juntos, esperaron a que se les sumaran los demás y, acto seguido, se adentraron en el bosque. En un momento dado, el Ángel se detuvo junto a un enorme montón de leña, donde aguardaban el Siluro y Berek Stypa. Empezó a sacar portaderas de debajo de los troncos. Las arrojaba sobre el musgo de cualquier manera, contando en voz alta: una, dos, tres… Cuando hubo contado dieciocho, se detuvo y se dirigió a nosotros:

—¡Coged las portaderas! Como unos ángeles…

Era demasiado temprano para ponerse en camino. Los muchachos se dispersaron por el bosque y, con sus navajas, cortaron palos gruesos. Los salvajes siempre lo hacía así: llevaban bastones con los que a menudo apaleaban y ahuyentaban a los campesinos que se acercaban, atraídos por un botín fácil. El Rata y yo también nos procuramos unos. Después, los muchachos volvieron a concentrarse alrededor del montón de leña, se tumbaron sobre el musgo y empezaron a fumar.

Éramos diecinueve. En el bosque ya cerraba la noche. El Ángel se aproximó al montón de leña y, con cuidado, desenterró un saco de considerables dimensiones. Lo vació, sacando botellas de espíritu de vino, que arrojó aquí y allá sobre el musgo. Contó nueve y dijo:

—¡Una por pareja! Como angelitos…

Los muchachos enseguida empezaron a darle al pimple, mientras que el Ángel ataba el saco con mucho cuidado y se lo entregaba al Siluro como portadera adicional.

—¡Lo llevarás tú!… ¡Procura no romper ninguna y no agarres una merluza!

El Siluro masculló una respuesta y cogió el saco.

Los muchachos bebían. Algunos se atragantaban con el alcohol y tosían. Se oían voces alegres y carcajadas. Oscureció.

—¡Anda, chalados, coged las portaderas! —gritó el Ángel.

Todos se colocaron las correas en los hombros. Las portaderas pesaban mucho: contenían cuero para suelas de zapatos, una mercancía barata que, sin embargo, daba unos beneficios de entre ciento cincuenta y trescientos por ciento.

—¡Hala!… ¡Y la boca cerrada!… —les dijo el Ángel a los muchachos, empezando a caminar.

Como única respuesta, alguien soltó una risotada sonora. Otro silbó. El grupo se puso en marcha. Los muchachos ni guardaban silencio, ni mantenían las distancias. Quebraban las matas, tosían, maldecían, se reían y se estiraban a lo largo de un cuarto de kilómetro. A menudo, el Ángel se detenía para amenazarles con el puño, pero esto no daba ningún resultado. Entonces, empezaba a galopar tan de prisa como si quisiera dejarnos atrás. Teníamos que seguirlo casi corriendo. El Rata y yo caminábamos en el centro del grupo. Al comienzo, me extrañaba mucho que los contrabandistas se comportaran de este modo a pesar de estar tan cerca de la frontera, pero después yo también me puse de buen humor. El alcohol me había hecho entrar en calor y la marcha desbarajustada de aquellos muchachos no permitía pensar en el peligro. Uno de ellos, que iba a una decena de pasos delante de mí, entonó la melodía de La manzanita:

Miro bien, no me lo creo: ¡qué acción más fea!

El gran comisario Trotski sube a la azotea.

Y arenga al pueblo ruso: «¡Chusma de pelones!,

¿queréis libertades? ¡Tocaos los cojones!»

—¡De chipén! ¡Así se canta! —se oyeron las voces de los contrabandistas. Y Walu el Chimpancé, con su voz ronca de borrachuzo, atacó las estrofas siguientes de La manzanita.

De repente, el grupo se detuvo. El Ángel se acercó corriendo al Chimpancé.

—¡Cierra el pico, majadero!

—¿Y si no me da la gana?

—¡Si no te da la gana, os pondré a todos en manos de los bolcheviques!… ¡Como a unos angelitos!… ¡Hay que ser imbécil de remate para desgañitarse así! ¡La frontera está aquí mismo!… ¡Los verdes no tardarán en cerrarnos el paso!…

El Ángel sigue adelante. Caminamos de prisa. Ahora nadie canta y, sin embargo, hacemos mucho ruido. Al cabo de un rato, damos con el camino de la frontera. Sin cambiar el ritmo de la marcha, sin aguzar los oídos ni detenernos, seguimos nuestra ruta. La visibilidad es bastante buena. Se puede distinguir el terreno a unas decenas de pasos. Veo delante de mí una barrera alta y ancha de alambre espinoso. El Ángel tuerce a la izquierda. Dejamos atrás los mojones fronterizos. Al pasar, los muchachos les dan palmadas o bastonazos. El Ángel dobla a la derecha y se detiene junto a la barrera. Nos acercamos.

—¡Almendra, los alicates! —dice.

Kostek el Almendra descuelga del cinturón unos alicates y el Ángel corta con prisas los alambres que tintinean entre los dientes de la herramienta y caen a ambos lados. El trabajo es rápido. Los muchachos apartan con los palos los alambres que cuelgan. La vía está abierta. Cruzamos el camino fronterizo y seguimos adelante. Me doy cuenta de que no todos caminan en fila india, algunos van en pareja. Oigo un chapoteo sonoro. Son los muchachos que atraviesan un riachuelo… sin ninguna precaución…, al galope. Caigo en el agua y me hundo hasta el pecho. Intento dar alcance al Rata, que va delante de mí. Me encaramo por la orilla escarpada y corro en pos de mi compañero. Llegamos a un bosquecillo. De golpe y porrazo, desde un lado llega una voz quejumbrosa:

—¿Kto idiot?[10]

—¡Un hombre de bien!

—¿Qué hombre de bien? —preguntan desde lejos.

—Tu tío de América —se desgañita el Siluro.

Oigo carcajadas y, a unas decenas de pasos, en un islote oscuro de matas, restalla un tiro de carabina. Por nuestro lado relampaguean a un tiempo varias linternas que iluminan el matorral. Veo las siluetas borrosas de unos soldados vestidos con largos abrigos grises. Algunos palos salen volando en su dirección. Uno de los muchachos grita:

—¡Hurra! ¡A por ellos!

Los soldados se escondieron precipitadamente entre los matorrales. Todo aquello sucedió sin que la marcha se interrumpiera ni por un instante. En cuanto nos hubimos alejado unos centenares de metros de aquel lugar, a nuestras espaldas resonaron disparos y gritos. Sin hacerles ningún caso, seguimos adelante más y más de prisa. A dos kilómetros de la frontera, el Ángel enfiló un camino bien trillado. Después dobló a la derecha para coger una angosta vereda silvestre. Los muchachos charlaban. De vez en cuando, titilaban las linternas. El Ángel no se inmutaba. Avanzaba a buen paso con la linterna en la mano izquierda, dispuesto a deslumbrar a todo el que se le pusiera por delante, y un palo en la derecha, que le servía de apoyo y, si fuera necesario, de arma defensiva.

El Ángel era el noveno maquinista de los salvajes desde la creación del grupo. Su primer maquinista y fundador había sido Antoni el Firme (a cada instante usaba expresiones con la palabra «firme», como por ejemplo: «de firme», «poner firme» o «en firme»). Era un loco con mucha clase. Trabajaba no sólo para ganarse el cocido, sino sobre todo para gastar bromas alocadas. Fue capaz de desfilar con su cuadrilla varios kilómetros a lo largo de la frontera arrancando de cuajo todos los mojones que, más tarde, transportaría hasta la segunda línea para arrojarlos al río. Los chavales todavía recuerdan sus bromas y muchas veces lo mencionan en sus conversaciones. Lo mataron en un puesto fronterizo soviético adonde, borracho como una cuba, había ido a preguntar por el camino para acabar «discutiendo» con los soldados.

Después, le sucedieron otros seis maquinistas, a cual más loco. Ninguno acabó bien. A algunos los abatieron a tiros, otros fueron fusilados o deportados.

El predecesor del Ángel —el octavo loco— se llamaba Waka el Traca (su apodo se debía a que a menudo exclamaba: «¡De traca, muchachos!», «¡Será la traca final!»). Murió despedazado por una granada de mano que llevaba colgada del cinto y que se armó por accidente y explotó. El Ángel era el noveno loco (su mote se debía a sus muletillas: «¡Anda, angelitos!, «¡Como unos angelitos!», «¡Angelical!»).

Las vidas y las historias de los maquinistas de los salvajes, y también las de los muchachos más o menos fijos de este grupo, eran extraordinarias. Conocí a muchos y no encontré entre ellos a ningún individuo adocenado. Por regla general, eran criaturas de carácter tempestuoso que no encajaban en una sociedad normal y que se sentían como pez en el agua en la guerrilla, en el frente o haciendo viajes arriesgados. El grupo era una mezcolanza de gente oriunda de Rusia y de Polonia. La mayoría eran prófugos que, por razones de lo más diversas, no podían volver a la Unión Soviética y se habían asentado en la zona fronteriza. Algunos habían servido en la formación de Baachowicz y habían sido soldados de la guardia. La frontera los atraía como el imán atrae al hierro. Aquí malvivían, aquí trabajaban y aquí morían. La vida de muchos de ellos podría servir de urdimbre para una pintoresca novela de aventuras. Un literato encontraría en ella una fuente inagotable de temas y tipos humanos. A nosotros esto no nos cabía en la cabeza, ni tampoco le dábamos muchas vueltas al tema. Muy pocos sabíamos escribir y nadie tenía la costumbre de leer. La política no nos interesaba en absoluto. Al observar a mis compañeros y descubrir su extraordinario talante y su insólita energía, solía decirme: «¡Cuántas cosas de provecho podría hacer esta gente si alguien supiese encaminar su energía, su ingenio y su imaginación hacia un trabajo útil para la sociedad!» Y aquí malgastaban sus fuerzas, a veces descomunales, del modo más absurdo.

A las dos de la madrugada llegamos a la guarida. Era un caserío aislado en medio de un bosque. Antes había habido allí una peguera. Cuando nos acercamos a la aldea, nos saludaron los ladridos de unos perros enfurecidos. Nos detuvimos. El Ángel profirió tres silbidos prolongados. Al cabo de unos minutos, se oyó en la oscuridad una voz ronca que apaciguaba a los perros y, a continuación, la luz de una linterna relampagueó siete veces seguidas. Seguimos adelante. En la entrada del caserío nos esperaba una silueta borrosa. Se oyeron las voces alegres de los muchachos:

—¡Salud, Brya!

—¿Todavía estás vivo? ¿No te han estrangulado los demonios?

Retumbó una voz grave y ronca:

—¡Para demonios ya estáis vosotros!

En contra de la costumbre de los contrabandistas y de los amos de guaridas, no fuimos al granero, sino a la vivienda. Allí, en una enorme sala de paredes ennegrecidas por el tizne, nos libramos de las portaderas. Vi a un hombre alto y musculoso con una melena espesa y un rostro peludo. El apellido Brya[11] cuadraba muy bien con su silueta. El Ángel y Brya dejaron las portaderas sobre un banco que estaba junto a la pared. Después, Brya echó más leña resinosa a la chimenea, y la luz inundó la estancia. Desde la habitación de al lado, llegaba el llanto de un bebé y la voz de una mujer que trataba de calmarlo. Los contrabandistas colocaron unos bancos alrededor de la mesa y empezaron a beber. Brya puso encima de la mesa una enorme hogaza de pan de centeno que debía de pesar unos veinte quilos y fue a por tocino ahumado. Los muchachos bebían su propio alcohol, porque, además de la reserva que llevaba el Siluro, cada uno se había agenciado dos botellas para el viaje. Algunos rebajaban el espíritu de vino con agua. Berek Stypa, el Ángel y Brya sacaron la mercancía de las portaderas y la extendieron sobre el banco.

Al rayar el alba, Brya nos hizo salir de la casa y enseguida nos adentramos en el bosque. Nos abrimos paso por los zarzales durante casi una hora. Cuando se hizo de día, ya habíamos alcanzado un pequeño claro. En el centro, se erigía un gran refugio. Estaba atiborrado de haces resinosas, amontonadas de cualquier manera, que nos dejaban poco espacio libre. Nos instalamos allí como pudimos y nos dispusimos a dormir.

Oscurece. Abandonamos el claro y nos adentramos en el bosque. Me vuelvo atrás una y otra vez y veo unas llamas que se encaraman hacia lo alto… Es la ofrenda de los salvajes a los caprichosos dioses de los bosques, de los campos, de la noche y… de la frontera. Al comienzo, me parece que el bosque ya está sumido en la oscuridad, pero pronto mis ojos se acomodan a las tinieblas y veo que la noche aún no ha cerrado del todo.

Salimos del bosque. A lo lejos se dibujan los contornos negros de unos edificios. Unas luces titilan en las ventanas del caserío.

—¡Esperadme aquí, angelitos! —dice el Ángel, dirigiéndose hacia el caserío.

Vuelve al cabo de un cuarto de hora con Berek Stypa. Lleva diez botellas de vodka de producción casera. Se queda con una, otra se la da al Siluro —ellos son la aristocracia de la pandilla— y el resto es para nosotros: una botella por cada dos bocas sedientas. Bebemos este vodka casero, que apesta a pescado. Es más bien fuerte y nos levanta el ánimo.

Nos ponemos en camino. Caminamos con los cigarrillos entre los dientes en grupos de dos o de tres. Algunos se apoyan en palos, otros los llevan al hombro como si fueran carabinas. Se oye la algarabía de las conversaciones. El bosque acaba. Enfrente, el campo abierto. Miro el cielo y veo la Osa Mayor. Me pongo de buen humor. Repito para mis adentros, uno tras otro, los nombres de las estrellas: Ewa, Irena, Zofia, Maria, Helena, Lidia, Leonia… Me acuerdo de Lonia. Empieza la marcha, casi una carrera, a campo traviesa. No llevamos portaderas y el alcohol nos excita. Dejamos atrás aldeas, nos llega el eco de voces humanas, vemos fuegos en las ventanas. Salimos a un camino trillado. En la lejanía, oigo el chirrido de unas ruedas. Creo que nos apartaremos del camino, pero me equivoco. Seguimos adelante. El chirrido se acerca. De la oscuridad emerge un caballo blanco y, detrás, una carreta. Veo a tres campesinos y a una mujer tocada con un pañuelo blanco. Frena al caballo y observan nuestro séquito con ojos desorbitados. Oigo las voces de los muchachos:

—¡Mirad, tres para ella sola! ¿Eh, compadre, la res que lleváis al mercado ya es vaca o todavía es ternera?

—¡Ven, mozuela, nos daremos un revolcón sobre la hierba para entrar en calor!

Pasamos al lado de la carreta y nos zambullimos en la oscuridad. El aire es cálido y aromático. Meto las manos en el bolsillo de la chaqueta y aprieto la culata tibia del nagan. De repente, me invade una alegría pueril. Tengo ganas de reírme, de dar volteretas. Noto un exceso de fuerzas y de salud. ¿Y los peligros?… Me importan un comino… Tengo una pipa que no me traicionará nunca. Siete cartuchos infalibles… «¡Siete cartuchos en el cargador, siete estrellas en el cielo!» Le hago un guiño a la Osa Mayor y, acto seguido, le saco la lengua. Después escupo: caramba, ¿me estaré volviendo loco yo también?

Nos abrimos paso a través del bosque hacia el oeste. Camino con el revólver en la mano. Nadie se percatará y ya no falta mucho para la segunda línea. Dejamos atrás torrentes, barrancos y hondonadas… De improviso, nos detenemos, primero el Ángel, y después el resto. Estamos a doscientos metros de un bosque grande. Aquí, los árboles crecen espaciados, pero, aún así, la vista no alcanza a más de veinte pasos. Callamos durante un buen rato. Después, el Ángel se pone en marcha con determinación. A su lado, caminan el Siluro y el Chimpancé. De repente, oigo un crujido enfrente de mí. Uno de los nuestros grita: «¡Alto!» Relampaguean las linternas. El Ángel, el Siluro y el Chimpancé se abalanzan con los palos en alto. Los seguimos. Se oye el crujido de la broza… Un trueno se extiende por la espesura, alejándose cada vez más. Nos acercamos a los confines del bosque. Veo al Ángel, al Siluro y al Rata. Sostienen unos sacos y los examinan con atención. Yo también los miro. Son portaderas de contrabandistas.

—¡Han puesto los pies en polvorosa como angelitos! —dijo nuestro maquinista.

—¡Se han dado el piro a la desbandada como perdices! —dijo el Chimpancé.

—¿Quiénes eran? —preguntó Plusz.

—Tal vez algunos de los nuestros… de Raków —dijo el Siluro—. Ahora lo averiguaremos.

El Ángel empezó a deshacer las portaderas. Dentro, había medias, género de punto y hebillas cromadas.

—Era el grupo de Adam Drunio. Se abastece en la tienda de Aron, el de la calle Wileska —dijo el Siluro—. Bueno, muchachos. Con esto habrá alpiste para todos y todavía nos quedará algo de calderilla.

Cogemos las portaderas y cruzamos un ancho prado en dirección al río. La segunda línea. Aquí, el agua es profunda, pero no buscamos vados porque, en el último mes, algunos muchachos de varias cuadrillas han caído en emboscadas al cruzarlos. Todos nos desnudamos y, ropa en mano, caminamos hacia la otra orilla. Nos hundimos en el agua hasta el cuello. Llego a toda prisa al otro lado y dejo la ropa en el suelo. Vuelvo al agua y me zambullo unas cuantas veces. Después corro hasta el ribazo y me visto en un abrir y cerrar de ojos. Seguimos avanzando hacia la frontera. Apretamos el paso, pero intentamos no hacer ruido. Casi todos llevan linternas. Yo empuño mi nagan escondido en la manga de la chaqueta. La frontera está aquí mismo… Casi a la carrera, enfilamos el camino fronterizo y avanzamos a lo largo de la alambrada. Vuelven a rechinar los dientes de los alicates y el alambre cortado cae a ambos lados… La vía está libre. ¡Hala, adelante!

A las dos de la madrugada, llegamos al cementerio de las afueras del pueblo. Allí, los muchachos se dispersan a los cuatro vientos. Yo voy a dormir a la casa del Rata. No llamamos a la puerta, sino que vamos directamente al granero y, allí, nos tumbamos sobre el heno mullido y oloroso. Sueño con los salvajes, con la frontera, con las persecuciones y las huidas, y con Lonia… Ella se me aparece en sueños a menudo. ¿Tal vez piense en mí? Me gustaría mucho verla. Hasta ahora no he tenido noticias suyas. Había pensado escribirle una carta y encomendársela a los muchachos que pasan por Minsk, pero no lo hice por miedo a que los atraparan por el camino. En tal caso, Leonia hubiera tenido problemas.

Al día siguiente, fui a ver a Pietrek y a Julek, pero no estaban en casa. Durante mi ausencia, habían salido con el grupo de Jurlin. Se habían enrolado en él, cuando nosotros lo abandonamos. Aquello me gustó mucho. Al fin y al cabo, era la cuadrilla más segura de todas y disponía de una guarida muy buena. Y los muchachos necesitaban ganar pasta para el invierno. Julek el Loco era ahora otra persona: bajo la influencia de Pietrek había sentado la cabeza; leía mucho y aprendía cosas.

Al caer la tarde, fui a casa de Ginta y me divertí en nuestro salón hasta altas horas de la noche. El Rata también estaba allí. Me dio cuarenta y cinco rublos: quince por haber hecho la ruta y treinta como participación en las portaderas que habíamos encontrado abandonadas en el bosque. Después, me escurrí del salón a hurtadillas. Fui a ver a Saszka. No…, no a Saszka. Aquél era sólo un pretexto… Tenía muchas ganas de hacerle una visita a Fela. En casa de los Weblin no había luz. Fui a dar la vuelta. Vi que una ventana estaba iluminada. Era la de la habitación de Fela, que daba al jardín. Me acerqué a escondidas. La ventana estaba tapada con una cortina que no llegaba al alféizar. Me agaché y, a través de este resquicio, miré adentro. Estuve en un tris de echarme atrás… Junto a la ventana, había un velador. Encima, ardía una lámpara que alumbraba perfectamente el rostro de Fela… La moza recostaba la cabeza entre las manos y leía un libro. Su cara, iluminada por la lámpara, era hermosa, y yo no le podía quitar la vista de encima… Volvió la página… Siguió leyendo… Al cabo de un rato, en su rostro afloró una sonrisa alegre. Sus ojos se irisaban y resplandecían como piedras preciosas. Tenían una profundidad extraordinaria; emanaban cálidos rayos, que a mí también me llenaron de júbilo… Se mordisqueó el labio inferior y lo retuvo por un instante entre los dientes… Después, su sonrisa desapareció. Su cara se volvió fría, casi severa. Pero aquella frialdad me abrasaba como el fuego y tenía una fuerza atractiva irresistible. Hubiera podido quedarme allí mucho tiempo, ebrio de aquella imagen, pero tenía miedo de ser visto. Me aparté de la ventana a la chita callando y me detuve en el centro del patio. Vacilé un buen rato antes de acercarme a paso firme a la puerta de la casa. Empuñé el pomo. Permanecí así un instante. Después, retrocedí poco a poco hacia el portal. Me quedé en la calle como un pasmarote. La delgada hoz de la luna se desplazaba por el cielo. Las estrellas brillaban con fuerza. La noche despedía fragancias. La Osa Mayor estaba especialmente espléndida. Sentí que no podía marcharme así, sin más, que tenía que ver a Fela costara lo que costara, oír su voz, decirle algo. ¡Algo muy importante! Volví hacia la casa. Giré el pomo de la puerta. Estaba cerrada. De repente, una tentación: ¡todavía puedo echarme atrás! Porque, ¿qué voy a decirle? A despecho de este arrebato, me acerqué a la ventana. La misma a la que había llamado el pasado otoño, cuando había traído a Saszka Weblin… Golpeteé el cristal. Me di cuenta de que lo hacía con demasiado ímpetu. Y sin saber por qué empecé a golpetear con más insistencia.

Enseguida oigo unos pasos precipitados dentro de la casa y, después, me llega la voz de Fela del otro lado de la ventana:

—¿Quién va?… ¿Qué pasa?…

—Soy yo. Wadek.

—¡¿Wadek?!… Un momento…

Vuelvo a oír sus pasos. Se aleja hacia el dormitorio. Después, vuelve al salón con una lámpara encendida en la mano. La coloca sobre la mesa y se dirige de prisa al zaguán. Chirría el pestillo. Abro la puerta. Entro. Me he olvidado de saludar a Fela. Estoy como un pelele junto a la puerta, mirándole a los ojos.

—¿Qué le ocurre?

Callo unos segundos. ¡Fela siempre me había tratado de tú y ahora me habla de usted! Le digo:

—¡No me ocurre nada!

Leo la sorpresa en sus ojos.

—¡Pensaba que había sucedido algo!… Tiene cara de… —No acabó.

—¡Ando buscando a Saszka! Pensé que tal vez estuviera en casa.

Me mira a los ojos durante un rato y después dice:

—¿Síííí?… ¿Esto es lo que pensó?…

Noto que me pongo cada vez más colorado. Quiero controlarme y no puedo. Y, mientras, sus ojos se vuelven risueños.

—¿De modo que el señor Wadek —pronunció mi nombre en un tono dulce, casi tierno—, ha venido a preguntar por Saszka, verdad?

—Sí.

—¿Y yo no le intereso en absoluto?

—Sí. Usted también me interesa.

—¿Yo también?

Sus ojos resplandecen con más y más alegría. Y, de repente, me invade un terrible sofoco. «¿Por qué diablos he tenido que venir aquí? ¡Se está burlando de mí descaradamente!» Pero sigo diciéndole no sé qué cosa y sin saber por qué:

—Sí… Usted también… Porque usted me dijo el otro día… aquel domingo…

—A ver, ¿qué le dije?

—Me dijo que algún día viniera a hacerle una visita.

—¡Ay sí, sí!… ¡Ahora me acuerdo! ¡Y tanto que me acuerdo!… ¡Vaya! Y resulta que el señor Wadek ha encontrado un ratito libre… y ha venido a verme…

—Exacto.

—A altas horas de la noche… Y para ponerse a tono, el señor Wadek ha tomado unas copitas, ¿verdad?

«¡Es evidente que se burla de mí!» Empiezo a enfadarme. Me siento acosado por sus preguntas. Le digo con frialdad:

—¡Yo cada día me tomo unas copitas! ¡Me lo puedo permitir!

—¡Cómo no! Al señor Wadek las cosas le van que chutan…

Quiero decir algo, pero Fela me detiene con un gesto y prosigue:

—¿Y después de tomarse unas copas, el señor Wadek siempre va a visitar a sus conocidas?

Noto que pierdo los estribos. Empiezo a hablar. Quiero parar y no puedo. Hablo y me enciendo cada vez más:

—¿Acaso a la señorita Fela le preocupa lo que hago por la noche? Yo no controlo adónde va la señorita Fela cuando está achispada. ¡Y no le cuento los novietes!

—¡Anda! —Fela se pone una mano sobre la cadera—. ¡Ésta sí que es buena! ¡Muy buena!

—¡Gracias por reconocerlo! Y por lo que se refiere a las molestias que le he causado, le pido mil perdones…

—Está perdonado.

—¡No me ha dejado acabar!

—Disculpe…

—Está disculpada… Le pido perdón y estoy dispuesto a no molestarla nunca más con mi presencia.

—Como quiera.

La miro a la cara, una cara fría, tranquila, casi inexpresiva y, sin embargo, tan preciosa. De repente, noto que una larga arruga vertical le atraviesa la frente. Hace un momento, esta arruga todavía no estaba allí. «¿Qué me recuerda?… ¡Ah! Saszka también tiene una!»

—Buenas noches, señorita.

—Buenas noches, caballero.

Doy media vuelta y abandono la casa con pasos acelerados y decididos. Me detengo en el patio y siento que una oleada de amargura me invade el alma. «¿Por qué demonios le he dicho todo esto? ¡Al principio, estaba de tan buen humor! Nunca le había visto unos ojos tan alegres y radiantes! ¡Bromeaba! Y yo me he ofendido. ¿Por qué? ¿Por qué motivo?… Y ahora ¿qué voy a hacer?… Tal vez debería volver y pedirle perdón… No, no puedo… ¡No lo haría por nada del mundo!»

Miro las ventanas iluminadas de la casa. Veo una silueta que se mueve dentro de la habitación. Una sombra movediza se recorta sobre los cristales. Después, oigo el ruido de la puerta del zaguán al abrirse. Más tarde… me araña el corazón el chirrido del pestillo. En breves momentos, la habitación vuelve a estar a oscuras. Poco a poco doy un rodeo a la casa y, con el corazón en un puño, me acerco a hurtadillas a aquella ventana. Vuelvo a mirar a través del resquicio que hay entre el ribete de la cortina y el alféizar. Fela está sentada junto al velador. Con la mano izquierda sostiene el libro abierto y golpea la mesilla con el puño derecho. Tiene una expresión fría. Los ojos sombríos. Esto dura un buen rato. A continuación, la chavala se inclina sobre el libro y se pone a leer… De improviso, cierra el libro con un chasquido y se incorpora, clavándose el respaldo en la riñonada. No dejo de mirar su cara, sus ojos, y me siento afligido. Me muerdo los labios… De repente, nuestras miradas se encuentran… «¡Si no puede verme desde el interior de la habitación iluminada! Pero ¿y si nota que la estoy mirando?» Veo que la larga arruga vertical vuelve a cruzarle la frente y los ojos se le impregnan de una expresión fiera. Quiero echarme atrás… Justo en ese momento, Fela descorre bruscamente la cortina. Me agacho y me escurro en la sombra de la casa. En un par de saltos desaparezco en las profundidades del jardín, me acerco a la valla y me siento sobre la hierba. La ventana se abre. Dentro del rectángulo iluminado, diviso la silueta de la muchacha. Se asoma e intenta penetrar la oscuridad con la mirada. Aguza el oído. Permanece inmóvil durante un buen rato… Después, la ventana se cierra y, un poco más tarde, se apaga la luz.

Me levanté. Me quedé como clavado en el suelo. La luna se encaramaba por el cielo. Se zambullía impaciente entre las nubes. Las estrellas me obsequiaban con una mirada elocuente y tranquila. El Carro rodaba sin tregua hacia el oeste. Salté el cercado y enfilé un callejón estrecho. Había bastante claridad. No di con ningún transeúnte. Al llegar a la calle Miska, vi a un grupo de hombres que venían en dirección contraria. Hablaban a gritos y se reían ruidosamente. Estaban borrachos. Al acercarme más, identifiqué la voz de Alfred. Quise retroceder, pero era consciente de que ya habían reparado en mí, o sea que seguí adelante. Al aproximarme aún más, vi que eran los hermanos Aliczuk: Alfred, Alfons y Albin. Sólo faltaban Adolf y Ambroy para estar al completo. Cuando sólo nos separaba una decena de pasos, me desvié para esquivarlos. Ellos se echaron a un lado para cerrarme el paso. Entonces me aparté hacia la derecha. Ellos hicieron otro tanto. Alfred se tambaleaba, se reía y se desgañitaba:

—¡Miradlo!… ¡Aquí está este hijo de perra!… El de Fela, esa… —Y soltó una retahíla de procacidades.

Noté que la sangre me subía a la cabeza, pero no contesté e intenté pasar de largo. De repente, Alfons me echó la zancadilla, mientras Alfred se plantaba enfrente de mí.

—¿Qué quieres? —le espeté.

—¡Quiero romperte la cara, canalla! —dijo Alfred.

—Basta de discursos. ¡Arréale un mamporro! —gritó Alfons, alzando el puño.

Entonces, le aticé un fuerte puntapié en la barriga. Alfons profirió un gemido y, doblándose, se desplomó en el suelo. En aquel mismo momento, Alfred y Albin se me echaron encima. Me tumbaron. Así las cosas, saqué del bolsillo mi revólver que agarraba por la culata desde hacía un rato. Alfred me estrangulaba. Le incrusté el cañón del revólver en el muslo y apreté el gatillo con fuerza. Sonó un disparo. Alfred dio un brinco, pero enseguida cayó al suelo. Me levanté de un salto y me puse a molerlo a puntapiés. Entonces, Albin corrió a un lado, gritando:

—¡Policía!… ¡Policía!… ¡Asesinos!… ¡Policía!…

Dejé a Alfred y a Alfons tendidos en el suelo y me volví, pies para qué os quiero, por donde había venido. Albin me seguía de lejos. Permití que la distancia que nos separaba se acortara y disparé mi nagan al aire… Después, sin ningún obstáculo más, corrí calle abajo hacia el cementerio judío. A mis espaldas oía los gritos:

—¡Policía!… ¡Asesinos!… ¡Policía!… ¡Detenedlo!

En la lejanía, se oyeron los trinos de un silbato. No regresé a casa, sino que me dirigí a los campos. Después, bordeé el pueblo hasta llegar a casa del Rata. Lo encontré en el granero. Dormía. Lo desperté y le conté el incidente con los Aliczuk.

—¿Qué debo hacer ahora? —le pregunté.

—¡Les has dado en la cresta! ¡Esos animales han recibido una buena lección! ¡Pero ahora estás en los cuernos del toro!… ¡Te denunciarán a la policía!

—¿Y si yo mismo fuera a la comisaría y dijera que me han atacado?

—¿Has perdido la chaveta?… ¡No tienes testigos!… ¡Te empapelarán por posesión ilícita de armas y por haberlo herido! ¡Te pudrirás por lo menos un año en arresto preventivo! ¡Sé lo que digo!

—¿Qué puedo hacer, entonces?

—De momento, esconderte, y después ya veremos. Todavía no sabemos qué clase de herida tiene Alfred.

—¡Le he disparado en la pierna!

—¡Le has disparado en la pierna pero tal vez le hayas agujereado el vientre! Mañana iré a huronear y, por ahora, te esconderé en un granero… Conozco un sitio no muy lejos de aquí. Allí podrás quedarte un año o más sin que nadie te encuentre.

Enseguida nos pusimos en camino. En un cierto lugar de las afueras del pueblo nos acercamos a un enorme granero. Estaba cerrado con una cadena pesada. Nos colamos en él a través de una brecha que abrimos arrancando un tablón de la parte inferior de la puerta. Una vez dentro, volvimos a colocar el tablón en su sitio. En el granero hacía calor y reinaba el silencio. Era espacioso. Vi muchos recovecos. Mi compañero me dijo:

—Aquí podría esconderse todo un batallón. Ni el mismo diablo te encontrará. ¡Pero no salgas bajo ningún pretexto!

El Rata me dejó en el granero y se fue al pueblo. Volvió al cabo de una hora. Me trajo un centenar de cigarrillos, una botella de alcohol, unas cuantas de agua, y comida a espuertas. Trepamos al altillo y, allí, excavé una madriguera profunda en la paja. Después, el Rata me prometió regresar al atardecer y se marchó.