VIII

Llegó el mes de agosto. Se acercaba la temporada de oro. La frontera se animó. Los contrabandistas hacían cada vez más rutas y salían en grupos más numerosos. Yo seguía faenando con la cuadrilla de Jurlin. Por regla general, la suerte nos acompañaba. Algunas veces los verdes nos habían pisado los talones, pero sin pillar a nadie. El Rata quería hacerles una changa a los judíos, pero el Lord no estaba de acuerdo, porque la mercancía era de poca calidad y el camelo no hubiera salido a cuenta.

Ahora el trabajo era más difícil que antes. La custodia de la frontera había pasado a manos de la policía. Los batallones de aduanas habían sido disueltos. Apenas los policías empezaron a actuar en la frontera, menudearon las escaramuzas con los soldados bolcheviques, que con los muchachos de los batallones habían vivido en paz, patrullando por los mismos senderos y echando largas parrafadas al encontrarse. Ahora se oían disparos en la frontera cada vez más a menudo. Los bolcheviques disparaban contra nuestros guardias y les gastaban bromas. Los soldados rojos llamaban a los policías que vigilaban la frontera «cornejas negras» o «centuria negra». Así las cosas, las respectivas guardias fronterizas fueron retiradas a unas decenas de metros de la frontera propiamente dicha y se trazaron senderos nuevos. Lo hicieron a un tiempo los polacos y los soviéticos. En cambio, la frontera misma fue reforzada en muchos sitios con alambradas de púas que a menudo cubrían grandes distancias.

Cada vez costaba más cruzar la línea. Los guardias trabajaban con nerviosismo e intensidad. Había emboscadas por doquier. En los pasos transitables nos estorbaba la alambrada y, a fin de salvarla, teníamos que cargar con esteras o perchas. Ocurría también que cortábamos el alambre con alicates, pero lo hacíamos sólo en circunstancias excepcionales para no molestar a los verdes ni mostrarles nuestros coladeros preferidos.

A finales de agosto salí con el grupo de Jurlin por séptima vez. Nos pusimos en camino muy temprano. Las noches ya eran más largas, de modo que queríamos llegar a la guarida antes de que despuntara el día. La cuadrilla estaba al completo: Jurlin, el Lord, yo, el Cometa, el Rata, Sonia, Waka el Bolchevique, el Elergante, el Chupete, Jubina y Girsz Knot. Las portaderas pesaban cuarenta libras cada una. No muy lejos de la frontera, el Lord y el Cometa sacaron de unos matorrales espesos una estera de muchos metros de largo. Estaba hecha de mimbre y de paja trenzada y tenía un ribete de cordel. El Lord llevaba dos perchas largas y el Cometa cargaba con la estera enrollada como una alfombra. Avanzamos muy despacio a través del bosque y, finalmente, llegamos a la frontera. Era una noche de lobos. El cielo estaba empañado de niebla. Permanecimos un largo rato en los confines del bosque aguzando los oídos y, después, salimos al sendero para acercarnos a la alambrada. Atamos un extremo de la estera a las perchas, las levantamos y tendimos aquella especie de «pasarela» encima de los alambres. Entonces empezó la travesía. Uno tras otro, los contrabandistas nos encaramábamos y, aferrándonos con las manos a las perchas, pasábamos a gatas al otro lado de la barrera de alambre. Esto transcurría de prisa y en silencio. Cuando todos estábamos ya al otro lado de la valla, quitamos la estera. Después, desatamos las perchas. Enrollamos la estera y nos adentramos en el bosque. Escondimos las perchas y la estera entre unos matorrales muy tupidos, a una distancia prudencial de la frontera. Pensábamos recogerlas al volver. Cruzamos felizmente el bosque que se extendía a lo largo de la frontera y el río que estaba en segunda línea. En un cierto lugar, Jurlin cogió un atajo, enfilando una vereda estrecha que atravesaba la espesura. La noche era cálida y silenciosa. Avanzábamos de prisa y, como el bosque estaba sumido en la oscuridad más absoluta, a menudo chocábamos contra la espalda del que nos precedía. El bosque se volvió más y más ralo. Pronto salimos a un calvero que se clavaba como una cuña entre dos alas del bosque. Por el centro del claro fluía un arroyuelo. Jurlin nos condujo a lo largo de la orilla. El bosque desapareció en las tinieblas. Ahora la visibilidad era mejor y yo podía distinguir el terreno a unos pasos delante de mí. El claro se ensanchaba cada vez más.

De pronto, oí el tintineo de un metal. Jurlin se detuvo. Todo el grupo se quedó helado. El sonido se repitió varias veces. Comprendí que lo que tintineaba eran las anillas de hierro atadas a las patas de unos caballos que pacían por aquellos andurriales. En un lugar más estrecho, Jurlin saltó a la otra margen del arroyo, se alejó del agua y entró en una ciénaga. Pero pronto la tierra empezó a hundirse bajo nuestros pies y tuvimos que volver al lugar de antes. Cuando nos hallamos de nuevo a orillas del arroyo y nos pusimos a la escucha, oí con claridad los pasos de unos hombres que se acercaban rápidamente. Jurlin se lanzó a la carrera hacia la derecha. De golpe y porrazo, enfrente relampagueó una linterna. Vi las siluetas de los compañeros que me precedían. Jurlin se dirigió hacia la ciénaga. Entonces, desde un lado nos llegó una voz:

—¡Alto! ¡Alto! ¡Alto! ¡Venga, muchachos! ¡Por el bosque! ¡Cortadle el paso! ¡Rápido!

Se iluminaron aún más linternas. Se oyeron las pisadas de unas botas y las imprecaciones.

—¡Alto! ¡Alto!… ¡He dicho alto, maldita sea! ¡O disparo!

«Seguramente no llevan carabinas», pensé, «porque ya nos hubieran disparado».

Huíamos ciénaga adentro. Los pies se nos hundían en el lodo y nuestros perseguidores estaban cada vez más cerca. El Rata corría a mi lado, maldiciendo:

—¡Hijos de mala madre! ¡Gentuza! ¡Canallas!

Sabía que no lograríamos huir. En un momento dado, me aparté de un salto de nuestro camino. El Rata gritó:

—¿Adónde vas?

No le contesté. Por un instante me quedé solo, pero, acto seguido, vi acercarse unas siluetas oscuras. Las iluminé con la linterna al tiempo que descerrajaba un tiro tras otro con mi nagan. Me percaté de que nuestros perseguidores se daban a la fuga. Deprisa y corriendo, saqué los casquetes vacíos con el escobillón y recargué el arma. A mi lado, muy cerca, oí unos pasos ligeros. Estuve en un tris de disparar en aquella dirección, pero un breve relámpago de la linterna arrancó de la oscuridad la silueta del Rata.

—¡Bravo! —dijo el contrabandista.

—¿Quién era esa gente? —le pregunté.

—O bien guardias fronterizos que apacentaban los caballos y no llevaban consigo las carabinas, o bien palurdos que pasaban aquí la noche… ¡Cosa que es más probable! —añadió al cabo de un rato—. Pero tú los has hecho bailar como peonzas. ¡Nos hubieran pillado! Conocen cada palmo de esta tierra y no llevan portaderas. ¡Les está bien empleado!…

—¿Buscamos a los nuestros? —le pregunté a mi compañero.

El Rata soltó un silbido por debajo de la nariz.

—¿A los nuestros?… ¿Y dónde piensas encontrarlos?… ¡Volvamos al pueblo!… ¡Nos quedamos con la mercancía, y sin changa! —añadió al cabo de un rato, echándose a reír.

Cruzamos la ciénaga hacia el arroyo y, siguiendo su curso, alcanzamos el bosque. Llegamos al pueblo antes de la medianoche.

—¿Dónde venderás la mercancía? —le pregunté al Rata.

El contrabandista silbó por lo bajinis.

—Yo te puedo vender cien carros repletos de género. ¡No tienes más que traérmelos!

—¿A lo mejor podrías colocar también mi parte?

—¡Ningún problema! Ayúdame a llevar todo esto a casa y mañana tendrás la pasta.

Cerca de su casa nos despedimos. Mi compañero retuvo un rato mi mano en la suya.

—Hum… ¿Qué te iba a decir?… No les cuentes a los muchachos que has descargado la fusca contra aquellos palurdos… ¡Les dará miedo andar contigo! Y por lo que se refiere al alijo, diles que lo abandonaste en la ciénaga y que bastante trabajo te costó salir con vida. ¡Que no crean que les hemos colado una changa!

—De acuerdo.

—Pasaré por tu casa al atardecer —dijo el Rata, y desapareció al fondo del patio con las dos portaderas a cuestas. Volví a casa.

De esta forma puse a prueba mi revólver por primera vez. Al día siguiente, el Rata vino a eso de las doce.

—¿Has colocado las portaderas? —le pregunté.

—No… Por toda la carga, la mía y la tuya, me ofrecen ciento ochenta rublos. ¡Me ponen el cuchillo en la garganta, los muy canallas, porque saben que me corre prisa! Yo se la daría por este precio, pero no sé qué opinas tú. No quiero que te imagines cosas raras.

—¿Y qué me puedo imaginar?

—Que me he embolsado una parte de lo tuyo.

—¡Sé que no lo harías!… ¡No hay de qué hablar! ¡Ve y coge la pasta!

El Rata salió para volver al atardecer con noventa rublos en monedas de oro… Reía alegremente.

—¿Has oído la noticia? La cuadrilla de Jurlin también ha regresado.

—¿No falta nadie?

—Jurlin ha vuelto con el Lord, el judío y el Cometa. El Elergante y el Chupete han regresado por su cuenta. Y a Sonia la ha traído esta mañana Waka el Bolchevique. Seguro que han acamado la hierba de toda la zona fronteriza. ¡Habrán hecho mucho ejercicio!

—¿Y el Galán? —pregunté, pensando en Jubina.

—Éste no ha regresado. Tal vez se haya perdido y no encuentre el camino de vuelta.

—¿Y qué ha pasado con el alijo?

—Jurlin, el Lord y el Cometa han tenido que devolverlo, porque estaban con el judío. Y los demás: ¡fiu! —El Rata soltó un silbido prolongado—. ¡La gente no es imbécil!

Después fuimos a casa de Ginta. El salón estaba a rebosar de contrabandistas. Nuestra «bolsa» trabajaba de firme. Allí se cerraban negocios de lo más variopintos. Allí se reclutaba a la gente, allí se divertían los que se lo habían ganado… Allí sonaba el acordeón y se derramaba vodka y, a veces, sangre. Allí se jugaba a las cartas. Cuando entramos en la sala envuelta en una nube de humo, vi sentados alrededor de la mesa central a todos los nuestros y también a Jurlin, que pocas veces se dejaba caer por allí. Nos hicieron un sitio.

—¡Venga! ¡Bebed! ¡Ya hablaremos más tarde! —dijo el Lord en un tono significativo.

Tomamos dos vasos de vodka por cabeza. Después el Lord se dirigió al Rata:

—¿Fuiste tú quien descargó el aparato contra los palurdos?

—No, no fui yo… ¿por qué?

El Lord se volvió hacia mí:

—¿Tú disparaste contra aquellos hijos de perra?

—No.

Jurlin alzó la voz:

—Fue uno de los dos… O uno o el otro… Lo sé muy bien. ¡Estaba allí mismo!

—¿Y no podría ser que dispararan ellos? —dijo el Rata.

—¿Y entonces quién los iluminó con la linterna? ¿Eh? —preguntó Jurlin.

—¿No tenéis otros problemas? —le preguntó al Lord, algo molesto por aquel interrogatorio.

—La cuestión es que el nuestro es un grupo tranquilo. Hacemos un trabajo limpio y no queremos jugárnosla con fuscas… Y si acaso, tendría que llevarlas todo quisqui. ¡Si no, por un empalmado que trinquen, todos iremos al paredón! Fíjate, el Galán no ha vuelto. A lo mejor le han echado el guante.

El Rata se rió.

—¡Eh, gallinas! Y si nos hubieran cogido a todos, ¿qué haríais?…

—¡No habría pasado nada! —contestó Jurlin.

—No…, a ti seguro que no. A ti te habrían rescatado los judíos. ¡Y nosotros habríamos estirado la pata en la cárcel de la checa!

—Tal vez a ti también te hubieran rescatado.

—¡Yo no soy su lacayo!

—¡No digas esas cosas! —metió baza el Cometa—. ¡Jurlin es un tío legal y sabe lo que dice!

El Rata se levantó de la silla de un salto.

—¡Sí, pero dice sólo lo que le conviene!… ¿Ya no os acordáis de aquellos cinco muchachos de Kuczkunowo a los que los palurdos pelaron el año pasado en la ciénaga, cerca de Gorania? ¿Qué? ¿Lo recordáis? ¿Eh?… ¡Y a nosotros también nos dieron el alto cerca de Gorania!

Todos callaron como muertos. Entonces me levanté y dije:

—¡Fui yo quien disparó!

Nadie dijo nada. Sólo el Rata declaró en un tono ceremonioso:

—¡Y bien hecho!

Al cabo de un rato, el Lord tomó la palabra:

—¡Esto es otra cosa!… ¡Tú no sabías que ninguno de nosotros va empalmado!

—Sí que lo sabía.

—¡Pues no lo vuelvas a hacer nunca más!

—¡Tú no te metas! —le contesté—. ¡No eres nadie para darme órdenes! ¡Llevo pipa y seguiré llevándola!

—¡Así me gusta! —dijo el Rata.

—¡Pues, no vendrás más con mi grupo! —dijo Jurlin.

—¡Ni ganas! —dijo por mí el Rata—. ¡Miradlo! ¡Se cree un hombre de honor! El muchacho nos ha salvado el pellejo y éste, ¡dale que dale con sus melindros!

De improviso, desde el umbral llegó una voz estentórea:

—¡No morirá de cornada de burro!

Volvimos la cabeza. En la puerta, envuelto en nubes de humo, estaba Saszka. No lo habíamos visto entrar, porque el salón se dejaba siempre abierta para airear el ambiente. Desde el umbral, Saszka había oído nuestra conversación. Ahora se acercaba poco a poco a la mesa. Detrás de él avanzaba el Resina. Ambos tenían las manos metidas en los bolsillos. Hubo un intercambio de saludos. Les hicimos un sitio en la mesa. Jurlin abandonó la habitación poco después de que entraran.

—¡Se va por las patas abajo! —dijo Saszka, llenando dos vasos de vodka.

El Rata resopló con desdén:

—¡No tiene lo que hay que tener!

Saszka se dirigió a mí:

—¿Es verdad que ayer disparaste contra los palurdos?

—Sí.

—¡Pues, toma!

Me acercó uno de los vasos, y él cogió el otro.

—¡Brindemos por la suerte!

Tintinearon los vasos y apuramos el vodka de un trago. Después Saszka encendió un cigarrillo, diciendo:

—¡Cuando tenga un trabajo para tres, vendrás conmigo!

Me puse de buen humor. Miré a Saszka a los ojos con una gratitud sincera y asentí con un gesto de cabeza.

Saszka pasó del salón al restaurante. Pronto volvió a reunirse con nosotros y, al cabo de unos minutos, Ginta y Tekla se acercaron con botellas de vodka, cerveza y licor, y las colocaron sobre la mesa. Después trajeron fuentes con carnes y pescado.

—¡Saszka paga el papeo! —exclamó el Cometa.

Y Saszka dijo:

—¡Bebed, hermanos! ¡Bebed y comed! Hoy nadie se va a gastar ni un céntimo.

Después llamó a Antoni a la mesa y le llenó un vaso de licor.

—¡Moja!

El acordeonista bebió y picó un bocado. Saszka le metió en la mano unas monedas de diez rublos, diciendo:

—¡Venga, arráncate la Szabasówka! ¡Pero cómo nos gusta a nosotros! ¡Con fuego! ¡Que bailen hasta las mesas!

En un santiamén, el salón se llenó con las notas sincopadas de la Szabasówka que arrancaron a los muchachos de sus sillas. Los contrabandistas bebían como esponjas. Acompañaban el vodka con peras confitadas y caramelos, el licor con arenques, longaniza y pepinos.

—¡Bebed, hermanos, bebed! ¡Que no quede ni una gota! —nos animaba Saszka.

Y los muchachos no se hacían los remolones. El vodka no se echaría a perder.

Mientras tanto, el Lord cantaba con la melodía de Quién se ríe de nuestra fe:

Otra vez estoy sin blanca,

vuelvo de un jaleo curda,

harapiento y descalzo,

me han dado una zurra.

Era ya noche cerrada cuando salí con el Rata del salón. La cabeza me zumbaba. El Rata también estaba como una cuba. Nos detuvimos en el centro de la plaza mayor. Le dije a mi compañero:

—¿O sea que lo de Jurlin se ha acabado?

—Se ha acabado…

—¡Diantres! ¿Y con quién iremos ahora? La temporada de oro se va al traste!

—¡Podemos ir con los salvajes!

—¿Los conoces?

—¡Yo conozco a todo el mundo!… ¡Si quieren jaleo, armaremos jaleo! ¡Por lo menos nos lo pasaremos en grande!… ¡Tai-da! ¡Ta-ra-di-ra!…

Y el Rata, canturreando y silbando la Szabasówka, se puso a bailar en medio del lodo acumulado en la plaza mayor. Después tardamos una eternidad en acompañarnos a casa mutuamente, él a mí y yo a él.