Somos once. Un grupo grande de contrabandistas de lo más normal. Avanzamos por el bosque sobre el musgo esponjoso, sumidos en una penumbra verde, como si camináramos por el fondo del mar. Como fantasmas, nos escabullimos entre los árboles sin hacer el menor ruido. Por arriba, las nubes también se escabullen silenciosas… Primero, han mandado a un pequeño borrego como reclamo y ahora lo siguen en tropel. Jurlin va a la cabeza. Camina poco a poco, tambaleándose suavemente. Con sus ojos de lince escudriña el terreno que se abre delante de él. Lo sigue el Lord. Va a paso ligero como si pisara parqué. Lanza miradas a diestra y siniestra. Detrás de estos dos maquinistas de renombre, voy yo. A mi espalda, el Rata da zancadas, cimbreando la cadera. No deja nunca de sonreír. Debe de recordar algo, tal vez un jaleo, o bien planea alguno. Después, galopa el Cometa. El viento le ha despeinado el bigote mientras él corre a paso de gigante. Detrás, Sonia, la mujer de Jurlin. La hemos situado en el centro del grupo intencionadamente, porque éste es el lugar más protegido. La mujer camina, dando pasos menudos, aunque seguros. Está acostumbrada a esta clase de viajes, porque ya es el segundo año consecutivo que sale con su marido. Detrás de Sonia, se arrastra Waka el Bolchevique. Camina con la mirada clavada en las pantorrillas de la mujer y en sus ancas, que se balancean con coquetería. Por la cabeza le pasan imágenes eróticas, de modo que a menudo se despista y pisa una ramita seca. Entonces, el Rata se vuelve con una cara amenazadora y le muestra el puño. Waka refunfuña:
—¡Se vuelve como la vaca para mirar el lobo!
Detrás de Waka, se ajetrea el Chupete, un muchacho alegre, cómico e ingenuo. No le gusta que le llamen Chupete. Fue así como se ganó este apodo: un día fue por su cuenta al otro lado de la frontera. Llevaba una mercancía insólita: unos cuantos miles de chupetes. Se hizo un «chaleco», enhebró los chupetes en un cordel y se los metió bajo la chaqueta. Era verano. El muchacho no llegó a su guarida antes de que se levantara el sol. Para pasar el día se escondió en un campo de centeno. Se aburría, de modo que empezó a escabullirse a campo traviesa. De pronto, vio a una patrulla de caballería. Los soldados querían detenerlo, pero él se zambulló en el centeno como un lucio. Lo pillaron tras muchos esfuerzos frustrados y después de haber hollado una gran extensión de cultivo. Los soldados lo molieron a puntapiés y lo registraron. Se quitó la chaqueta y allí estaba, cubierto de chupetes como si fueran condecoraciones. Los bolcheviques se echaron a reír. Después uno de ellos dijo:
—¿Sabéis qué, camaradas? ¡No vale la pena arrestar a un especulador como éste!
Otro añadió:
—Que se los lleve. ¡Nuestros pequeños comunistas se lo pasarán de rechupete!
Y lo soltaron. No le requisaron la mercancía. Al volver al pueblo, el muchacho les contó esta historia a sus compañeros sin sospechar que se convertiría en el hazmerreír de todo el mundo. A partir de entonces, los habitantes del pueblo lo llaman Chupete.
Detrás del Chupete camina Leon Jubina. Los muchachos lo llaman Galán, porque le gusta galantear a las muchachas y se pasa la vida haciéndoles la corte en toda clase de bailes. Jubina va pocas veces al extranjero, sólo cuando le empuja la miseria. El muchacho tiene miedo de estos viajes. Detrás de Jubina avanza el Elergante con unas botas y unos pantalones de lo más elegantes y dando pasos elegantes. Pero, como no quiere llamar la atención, lleva una chaqueta y una gorra viejas. A la zaga del grupo, se arrastra dando tumbos el representante de los comerciantes, Girsz Knot, un judío joven y mofletudo. Es corto de vista y medroso, o sea que continuamente lanza miradas a diestra y siniestra y parpadea. Le cuesta mantener la velocidad del resto del grupo y tiene miedo de quedarse atrás: «¡Y sobre todo que nada surja de golpe de entre los matorrales, porque ya se sabe, el bosque es el bosque!» De modo que, al darse cuenta de que se ha rezagado unos pasos, echa a correr en pos del grupo, moviendo de una forma cómica sus cortas piernas y enjugándose la cara con un pañuelo. De pronto, el Lord se vuelve y ve a Girsz secarse el rostro con el pañuelo. Se le acerca:
—¿Quieres que te dé una zurra?
—¿Qué?… ¿Qué pasa?
—¡Guarda ahora mismo ese pañuelo!… En el bosque un pañuelo blanco se ve a un kilómetro. ¡Si tienes que usar alguno, que sea amarillo o verde!
Las portaderas pesan cuarenta y cinco libras cada una. Sólo Sonia lleva una de treinta libras. Transportamos una mercancía barata, pero que tiene buena «salida» en la Unión Soviética: espejos, tijeras, abalorios, agujas, peines, dedales, navajas de barbero y brochas. Ganamos lo mismo que ganaríamos con una mercancía más cara: quince rublos por portadera. El alijo es propiedad de Rywa Glanc y Fejga Jedwabna, que regentan juntas una tienda en la plaza mayor. La mujer de Jurlin, Sonia, ronda los treinta años, pero aparenta muchos menos. Tiene una cara redonda y alegre, unos ojos azules, labios de color frambuesa, pelo rubio y un hoyuelo en la barbilla. Es bastante guapa, pero Jurlin, Dios sabe por qué, la considera una belleza acabada y la lleva consigo no para ganar más dinero, sino porque tiene muchos celos y teme dejarla sola en casa. Sabe que Sonia tiene un temperamento fogoso y un corazón voluble y que, en cambio, carece por completo de respeto a la fidelidad conyugal, de modo que prefiere no quitarle los ojos de encima.
Por el camino, hundo de vez en cuando la mano en el bolsillo lateral de mi chaqueta y me aferró con placer a la culata áspera del nagan. No le he dicho a nadie que llevo un revólver. Sé que tienen miedo de ir armados, porque, en la Unión Soviética, se dictan condenas muy severas contra los contrabandistas que han sido pillados con un arma en la mano. Ocurre a menudo que les endiñan bandidaje y los pelan. Éste será mi secreto que he decidido no revelar. Si caemos en una emboscada en el lado soviético, prefiero luchar para abrirme paso o morir que volver a sufrir hambre y ser pasto de los piojos en la cárcel de la checa o en la de Dopr. ¡Y Dios sabe qué más me podría haber ocurrido durante los tres años de deportación que conseguí ahorrarme!
Ahora, las noches son breves, de modo que nunca logramos llegar a la guarida de un tirón y solemos hacer una jornada de descanso por el camino. El punto hacia donde nos dirigimos está a veinticinco kilómetros de la frontera, al noroeste de Stare Sioo. Intentamos romper por el bosque y sólo salimos a los campos si es del todo necesario. Jurlin guía al grupo a la perfección: no sigue ningún camino ni sendero, y tengo la sensación de atravesar un terreno virgen. Tras pasar el día en el bosque, llegamos por la noche a nuestra guarida. Jurlin aparta un tablón de la valla y por este agujero entramos en el huerto, en cuyo centro se erige una gran cabaña. Allí nos escondemos. Jurlin y el Lord bajan al caserío. Al cabo de un cuarto de hora regresan para llevarse parte de las portaderas. Hacen tres viajes como éste. Nos disponemos a dormir. Sonia duerme en un rincón de la cabaña, al lado de su marido. Girsz Knot también duerme con nosotros.