VI

Ya hace tres semanas que vivo en casa de Muaski. No he querido volver con Trofida. De momento, allí reina un ambiente lóbrego. Józef no va nunca al otro lado de la frontera. Sufre por su madre que, después de la muerte de Hela, cayó en un estado de estupor y dejó de hablar. Además, siempre lo necesitan en casa. No he querido causarle molestias. Así se lo dije. Tuvo que darme la razón.

Nunca me había sentido tan bien como ahora que vivo en la casa de Muaski. El viejo relojero ha recorrido medio mundo. Conoce muchos países y, al atardecer, cuando nos sentamos alrededor del samovar, nos explica un montón de historias interesantes. Cada mañana voy con Pietrek y Julek a bañarme al Isocz y más tarde, después de desayunar, a los bosques cercanos. Allí, cogemos arándanos y setas. Después nos tumbamos sobre el musgo blando y permanecemos un largo rato así tendidos, sin movernos siquiera, con la mirada clavada en el fondo lejano del cielo, donde unas nubes ligeras y alegres corren a cual más veloz. Pietrek siempre se trae de casa algún libro y nos lo lee horas y horas. Lo escuchamos. A veces ocurre que me duermo durante la lectura y después le pregunto a Pietrek qué ha pasado a partir del momento en el que he dejado de escuchar.

—¡Si te has dormido, es cosa tuya! —dice Pietrek, pero me perdona, me cuenta la parte del libro que me he perdido mientras dormía, y así recupero el hilo de la narración.

Después sigue leyendo. Al mediodía, nos desnudamos y tomamos el sol. Volvemos a casa a la hora de almorzar, trayendo olor a bosque y una atmósfera alegre. Basia, la criada de Muaski, toda picada de viruelas, nos sirve el almuerzo. Nos sentamos junto a la mesa y comemos a dos carrillos. Bebemos cerveza.

Aquel tren de vida reforzó mi salud, pero pronto empecé a aburrirme. Pietrek y Julek tenían trabajo. Pietrek daba clases particulares en el pueblo, mientras que Julek le hacía de ayudante a Muaski, que le había prometido enseñarle el oficio de relojero. Pero yo no tenía nada que hacer. Varias veces me había venido a ver el Lord insistiendo en que hiciera una ruta con él (de cuando en cuando, cruzaba la frontera), pero le había respondido que aún deseaba descansar. A menudo les preguntaba a mis compañeros cómo habían recorrido el trecho desde la frontera hasta su casa. Me extrañaba mucho que no quisieran explicármelo. Julek decía:

—El fantasma nos dio una pista.

Y Pietrek:

—Algún día lo sabrás.

Me ocultaban algo. Pero ¿qué? No quería insistir demasiado. Tal vez más adelante me lo dirían sin hacerse de rogar.

Un día, mientras Julek trabajaba con Muaski en el taller y Pietrek había ido a hacer unos recados, salí con la intención de visitar la casa de Saszka Weblin. Sabía de boca de los muchachos que Saszka no estaba, porque había ido con el Resina a Radoszkowicze, pero tenía ganas de ver a Fela. No dejaba de pensar en ella y desde hacía una semana no pasaba ni un solo día sin que me planteara hacerle una visita. Me incomodaba la frialdad con la que nos habíamos despedido la última vez, en enero, cuando ella no había querido bailar conmigo. Encontré a Fela en casa. Tenía un aspecto magnífico. Llevaba un hermoso vestido de color crema. Me sorprendía que cada vez pareciese distinta. Cada vestido nuevo le otorgaba un encanto diferente. Pero siempre estaba preciosa. Ahora estaba en compañía de Lutka ubik, una moza con un vestido de color amarillo chillón, ceñido a un cuerpo rechoncho y carnoso que temblequeaba a cada movimiento. Lutka llevaba un ancho cinturón de charol con una gran hebilla niquelada que le apretaba la cintura. Esto acentuaba su barriga cómica y unos pechos que rebosaban a ambos lados. Las chavalas estaban tomando el té. Cada dos por tres, Lutka soltaba una carcajada, mostrando unos dientes grandes y nada feos, y unas encías rosadas.

—¿Te apetece un té? —me preguntó Fela.

—Acabo de desayunar.

—No importa. Siéntate. Siempre hay sitio para un vaso de té… Tengo confitura de fresillas… La he hecho yo misma.

Tomé un vaso de té.

—Bolek tarda en llegar —dijo Lutka.

—Todavía es temprano —contestó Fela.

Yo sabía de buena tinta que, desde hacía un tiempo, Lutka era la amante del Lord. Bolek no pensaba casarse con ella, pero a la chavala le daba igual, porque no tenía a nadie a quien dar cuentas de lo que hacía ni miedo a los chismes. No sólo no escondía sus amoríos con el Lord, sino que se ponía en evidencia, dejándose ver con él en todas partes.

Mientras Fela recogía la mesa, llegó el Lord. Iba vestido como un marqués: sombrero elegante, pantalones blancos, zapatos de charol, bastón, corbata de seda japonesa y chaleco tornasolado.

—¡Mis respetos! —dijo el Lord desde el umbral.

Lutka chilló, se levantó de un bote y haciendo saltar sus abundantes carnes, corrió hacia él. Le rodeó el cuello con sus brazos grasientos y sonrosados, besándole en la boca, mientras doblaba la rodilla y levantaba el pie izquierdo. El Lord la cogió en volandas y se puso a girar por la habitación. Fela sonrió, lanzándome una mirada. Le respondí con otra sonrisa.

Salimos de la casa. Nos cruzamos con muchos transeúntes. Todo el mundo se fijaba en Fela. Los hombres volvían la cabeza para contemplarla. Aquello me halagaba. Fela llevaba en las orejas unos pendientes con grandes diamantes. Sobre el pecho, un colgante caro. En las muñecas, un puñado de brazaletes. Y los dedos, cubiertos de anillos. A la chavala la volvían loca las joyas y Saszka no le escatimaba regalos a su hermanita. Tropezábamos con grupos de transeúntes cada vez más numerosos. Saludábamos a los conocidos. Cerca de la iglesia, vi a Alfred dirigirse hacia nosotros. Iba de bracete con Belcia y le decía algo. La moza se mondaba. Le lancé una mirada a Fela. Fruncía el ceño. Alfred y Belcia se nos acercaban. De improviso, Belcia me vio. La risa se heló en sus labios. El Lord le dijo:

—¡A sus pies, señorita Belcia!

Alfred saludó a Fela con el sombrero. Ella le respondió con una inclinación de cabeza. Desde mi regreso de la Unión Soviética, no había ido a visitar a Belcia. Ahora la veía por primera vez. Hubiera querido hacerle una visita nada más volver, pero me enteré de boca del Rata que actualmente salía con Alfred, de modo que desistí. Ahora los veía con mis propios ojos. Esta circunstancia aumentó mi interés por Fela. Sabía que Alfred había pasado dos años bailándole el agua sin conseguir nada. La muchacha no había querido casarse con él, a pesar de que se lo había pedido en varias ocasiones. «¡Esta moza es lista y astuta!», pensaba yo. «¡Las chavalas como ella no pierden el tino por una cara bonita y un bigotillo negro!» Fela y Lutka se dirigieron a la iglesia, mientras el Lord y yo dábamos una vuelta entre los muchachos endomingados y ahuecados, como pavos reales que paseaban en pequeños grupos lanzando miradas de reojo a los peldaños del templo que, invadidos de chavalas ataviadas con vestidos de mil colores chillones, parecían arriates de flores. Las mozas, erguidas, cuchicheaban entre risillas, tasando a los muchachos con la mirada. Y ellos perdían la chaveta por culpa de aquellas miradas. Caminaban como caballos de carreras frenados por la mano del jockey y miraban con el rabillo del ojo a las señoritas. Se nos acercó Jurlin. Nos saludó y lanzó un escupitajo hacia un lado con tanta mala suerte —dicho sea de paso, deseada de todo corazón— que dio en el zapato de charol de Albin Aliczuk, el hermano mayor de Alfred. La víctima se puso como un tomate sin saber por dónde salir.

—Le ruego que me disculpe, don Albin —dijo Jurlin con calma.

—¡De mucho me sirven tus disculpas! —gruñó el otro, limpiándose con un trozo de papel el zapato manchado.

—Si no te gusta que te pida disculpas, no te las pediré y punto.

El Rata apareció por un lado.

—¡A él no le gusta que hayas acertado en la punta de su zapato! —dijo el contrabandista—. ¡Los Aliczuk prefieren que se les escupa en los morros!

Los demás hermanos formaron un corro alrededor de Albin, pero el Rata no dejó de escarnecerlo:

—¿Por qué te lo limpias con un papel? ¡Lámelo! Quedará brillante como el sol. La gente pensará que eres un príncipe y no el hijo de un mercachifle.

—Un príncipe de tres al cuarto —añadió el Lord.

—¡Un marqués de pacotilla! —dijo el Rata.

Los Aliczuk se fueron. Jurlin se dirigió al Lord:

—Necesito dos muchachos más. ¡Tengo mercancía a espuertas y no hay quien la lleve!

—¿Faltan hombres en el pueblo o qué?

—No quiero coger gente de la calle.

—¿Tú no irías? —me preguntó el Lord.

Vacilé un rato. Ya andaba mal de dinero. Era hora de ponerse a trabajar. Y, además, aquella inactividad tan larga empezaba a molestarme.

—¿Cuándo sales? —le pregunté a Jurlin.

—El martes.

—Bien. Iré con vosotros.

—¡Buena decisión! —dijo el Lord—. También se lo preguntaré al Elergante. Es un muchacho legal. Tal vez se anime.

—¡Magnífico! —dijo Jurlin—. Prepararemos diez portaderas. ¡Pero no me falléis!

—¡Éste seguro que no te fallará! —dijo el Lord—. Y, por lo que se refiere al Elergante, creo que tampoco dirá que no.

Jurlin fue a casa de Ginta, mientras nosotros esperábamos a que las muchachas salieran de la iglesia. Finalmente, vimos a Fela y a Lutka a quienes las demás mozas cedían el paso. Nos acercamos a ellas y juntos abandonamos el recinto de la iglesia. Atraíamos muchas miradas. Lutka fascinaba a los muchachos con su silueta sensual, Fela con su belleza; el Lord era un contrabandista y un bebedor de renombre y yo un forastero, tanto más interesante cuanto que iba de acompañante de Fela. Desfilamos parsimoniosamente por las calles del pueblo. El Lord entró en la frutería donde compró caramelos, chocolate y nueces. Volvimos a casa. Fela sirvió el almuerzo que había preparado antes con la ayuda de Lutka. Sobre la mesa apareció también una botella de vodka y una garrafa de cristal llena de licor de cerezas. El Lord brindó a la salud de las damas, después a la de sus parientes por línea paterna y materna, y finalmente por la frontera y los contrabandistas. Brindó por la suerte, por el éxito y Dios sabe por qué cosas más. Cualquier pretexto era bueno para empinar el codo. Lutka casi nos igualaba en la bebida. Fela era más parca, pero también tomó algunos tragos de licor de cerezas. Empalideció, sus ojos brillaban, tenía los labios de color púrpura. Yo casi no le quitaba la mirada de encima y, a cada instante, volvía a llenarle la copa. Después, corrimos la mesa a un lado y el Lord puso el disco que estaba en el gramófono. Era un vals antiguo. El Lord cogió a Lutka por la cintura y, muy pegados, se pusieron a dar vueltas por la habitación. La chavala se reía con la cabeza inclinada hacia atrás.

—¡Ay, me ahogas!

Pero ella misma le arrimaba su corpachón. Saqué a Fela a bailar. Se levantó de la silla. Empezamos a girar por el cuarto. Estrechaba a la muchacha contra mi pecho con más y más fuerza. No ofrecía resistencia… De pronto, oí su voz, que sonaba como si nos separara una gran distancia:

—¿No crees que ya basta?… ¡Te quemarás vivo!…

Por la noche, el Lord y yo acompañamos a Lutka a su casa. Cuando me despedí de Fela, la chavala me apretó la mano con una fuerza inusual, diciendo:

—Ven más a menudo.

—¿Cuándo?

—Cuando quieras.

—De acuerdo. Vendré.

Yo estaba de buen humor. No sentía ni lo de Belcia ni lo de Lonia. Estaba totalmente embrujado por Fela. Sin embargo, cuando el Lord, tras haber dejado a Lutka en casa, me dijo algo avergonzado: «Quizá…, hum…, ¿podríamos ir a donde las Kaliszanki?», le contesté, ocultando el verdadero objetivo de una visita a un local de esta clase:

—Bueno… Me irá bien tomar una copa.

—Exacto, exacto… ¡Una verdad como un templo! —confirmó el Lord.

Aquella noche no dormí en casa por primera vez desde que había vuelto de la frontera.